XIV

Las pesquisas del Santo Oficio

El paje que había recibido de mano de don Guillén el escrito que éste dirigía al virrey, pero que dijo ser un pliego llegado de La Habana con noticias importantes, subió precipitadamente las escaleras del Palacio, pensando en las buenas albricias que iba a darle S. E.

Tres o cuatro caballeros jugaban a las cartas en la casa de don Ramiro de Fuenleal, que estaba, como dijimos al principio de este libro, dentro del Palacio mismo.

El paje entró adonde estaban los jugadores, entregó los naipes que le habían enviado a traer, y luego dijo con gran respeto:

—Si alguno de sus señorías desea ganar unas buenas albricias del señor virrey, yo podré decirle el cómo, si me da alguna parte en las mismas.

Los caballeros se miraron unos a los otros, como dudando si debían reñir al paje por su atrevimiento o admitir su ofrecimiento.

Él, que notó aquella vacilación, comprendió que le importaba dar un gran golpe, y agregó:

—Si falto al respeto que debo a sus señorías diciendo esto, es porque, según tengo entendido, se trata en esto también del servicio de S. M.

Y se tocaron los sombreros todos los presentes.

—Bien, muchacho —dijo entonces uno de ellos— ¿qué se trata de hacer para ganar las albricias y servir a S. M.? Dímelo; entendido que de ellas te participaré.

—Poca cosa, y basta que su señoría presente al Excmo. señor virrey un pliego que contiene importantes y agradables noticias, según me ha explicado el que le conducía, y que en estos momentos llega de La Habana.

—Pero… —dijo vacilando el caballero— ¿será asunto que merezca la pena de interrumpir el sueño de S. E., y hacerle leer los pliegos esta noche misma?

—Seguramente, si ha de creerse al que dichos pliegos me ha entregado.

—Témome que el asunto sea de tal manera insignificante o desagradable, que vayamos a tener que sentir y no que cobrar, y el virrey nos dé, no albricias, sino un disgusto…

—Si su señoría teme tal cosa, no quiero que por mi causa tal le pase: yo entregaré los pliegos a otra persona.

—De ninguna manera —dijo el caballero, que veía desaparecer con esto una ilusión— dame el pliego.

El paje entregó el pliego al caballero: éste lo examinó por todos lados, y dijo, moviendo la cabeza:

—Dudo que esto valga algo: en fin, vamos en nombre de Dios —y calándose el ancho sombrero y embozándose en su ferreruelo, salió de la estancia y se dirigió a los aposentos del virrey.

La empresa de entregar un pliego al virrey a esa hora, además de difícil, era peligrosa; pero la esperanza de las albricias, cosa que en aquel tiempo se pagaba religiosamente y con esplendidez, animaba al caballero que llevaba el pliego.

Sin embargo, como era hombre que conocía bien los interiores de Palacio, despertando a un lacayo, haciéndose abrir una puerta, quebrantando una consigna, llegó hasta la antecámara de la estancia de S. E.

El virrey dormía profundamente; también hacían otro tanto todos los de la servidumbre, y con alguna razón, porque eran las tres de la mañana.

Pero era necesario que recibiese aquel pliego, y el conductor de él no quería ya retroceder ante ningún obstáculo.

No había medio de entrar a la cámara de S. E. sino llamando a la puerta para despertarle, y el caballero que llevaba el pliego comenzó por llamar suavemente.

Aquellos primeros golpes no produjeron resultado, y el hombre los repitió un poco más fuertes, y esperó.

Tampoco hubo entonces contestación, y los golpes fueron siendo cada vez más y más fuertes, hasta que llegaron a ser estrepitosos.

Oyóse entonces por dentro la voz de un camarista que decía:

—¿Quién llama? ¿Qué se ofrece?

—Decid a S. E. —contestó el de afuera— que han llegado de La Habana pliegos importantes, que traigo para entregarle.

—Está bien: voy a avisarle.

Encendió el camarista una torcida de cera y se entró a la alcoba del virrey, que a los golpes había despertado.

—¿Qué novedad ocurre? —preguntó S. E. al ver que su camarista entraba con la torcida en la mano y a medio vestir.

—Señor —contestó el camarista— un hombre que llama, y dice trae unos pliegos importantes para V. E.

—¿De dónde son venidos tales pliegos?

—Señor, dicen ser de La Habana.

—¡De La Habana! Ignoraba yo que hubiera llegado alguna flota. Vaya, di que te los entregue, y que espere: quizá el hombre sepa que traen buenas noticias y quiere sus albricias.

El virrey comenzaba ya a vestirse.

—No se levante V. E. —dijo el camarista, con esa confianza con que los criados de esta clase llegan a tratar a sus amos por más alto que sea el lugar que estos ocupen en la sociedad— no se levante V. E., que quizá el tal pliego no sea sino una gran tontería.

—Tienes razón —contestó el virrey, volviéndose a tender en su lecho— ve a traer esos pliegos.

—¿Qué podrá ser esto? —pensaba el virrey mientras el camarista volvía—. ¿Algún alzamiento de los indios? Pero no vendría el pliego de La Habana. ¿Una destitución? Tampoco: en ese caso le traería mi sucesor. ¿Qué será?

Tardó poco el camarista, que entregó al virrey los pliegos, diciendo:

—Trazas les veo de no ser de La Habana de donde vienen.

El virrey se incorporó en el lecho, tomó los pliegos y les abrió. El camarista se arrodilló junto al virrey, se apoyó en el lecho mismo, y acercó la torcida a los papeles que el virrey tenía en la mano, con el objeto de que leyese con más facilidad.

—¡Maldita letra! —dijo el virrey— ¡qué pequeña y qué metida! Parece este pliego un hormiguero.

Y entonces comenzó a separar y a contar los pliegos que aquella carta contenía, diciendo:

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… y ocho… Ocho pliegos escritos por todas partes y con esta menudísima letra. Veamos el primero, que parece el más importante: hum… «Excmo. Sr… Don Guillén de Lombardo… por la gracia de Dios puro y perfecto católico…». ¿Qué significa todo esto?

Y siguió leyendo, aunque con grande trabajo y teniendo que acercarse mucho a la luz, porque el pliego estaba mal escrito; sobre todo, porque don Guillén no tenía pluma y se valía para suplirla de huesos y de cañuelas que él mismo labraba.

El camarista, usando de esa confianza que le daba su oficio, seguía también con la vista las palabras que el virrey decía en voz inteligible.

—¿Pero has oído mayor número de desatinos juntos? —exclamó S. E. cuando concluyó la lectura del primer pliego—. ¡Y para esto me despiertan a una hora como la presente!

—Ésa es carta de loco —dijo el camarista.

—Pero no tan loco, que no se les haya fugado a los inquisidores, que deben estar furiosos si lo saben. Además, este hombre es astuto y arrojado como hay pocos, y todo esto lo prueba.

El camarista movió la cabeza como afirmando.

—En Madrid presencié yo un caso semejante de uno llamádose Molina, que hizo lo que este don Guillén: acusó a los inquisidores de Sevilla y al cardenal arzobispo, y a todo el mundo; pero al fin cayó y fue ajusticiado.

—Quizá ese mismo fin aguarde a éste.

—¿Y el hombre que trajo este pliego?

—Está en espera.

—Ve y di le que puede retirarse, y tú también puedes ir a descansar.

—¿Y no lee V. E. los demás pliegos?

—Si en tal cosa perdiese el tiempo, estaría yo más loco que el que les escribió; y a fe que no es trabajo este de una sola noche, sino de muchos días, de lo que deduzco que no están muy bien vigiladas las cárceles del Santo Oficio. Retírate.

—Dios mande buena noche a V. E.

—Así te la envíe.

—¡Ah! señor, olvidaba preguntar a V. E. ¿si el hombre pide albricias?

—Contéstale que por bien servido y premiado se tenga con que no le envíe yo preso por haber tenido el atrevimiento de venir a despertarme a tales horas con tal embajada.

El camarista salió, y con toda la bellaquería propia de su clase, se dirigió al caballero que había traído los pliegos, procurando poner la cara sumamente alegre:

—Su Excelencia —le dijo— ha leído con gran satisfacción los pliegos, y agradece altamente la eficacia de vuesa merced.

—¿Y qué dice S. E.? —preguntó muy animado el caballero.

—Dice que agradece la eficacia de vuesa merced, y que vuesa merced puede retirarse.

—¿Y nada más? ¿No habló de algo más?

—¡Ah, sí! ¿De albricias?

—Eso es, de albricias.

—¿En las cuales iremos los dos? —dijo maliciosamente el camarista, para que el caballero creyese que se trataba de un gran regalo.

—Sí —contestó éste— iremos los dos.

—Pues en cuanto a albricias, dice S. E. que las tenga vuesa merced por recibidas, y se dé por bien pagado con que no le envíe a la cárcel por haberse atrevido a despertarle con tales tonterías; que ni es pliego de La Habana, ni cosa que se le parezca.

El caballero abrió ojos y boca desmesuradamente.

—Por eso —continuó el camarista— dije a vuesa merced que vamos los dos en las ganadas albricias, porque vuesa merced gana el retirarse libremente a descansar, y yo hago otro tanto; estamos iguales.

—Buenas noches —dijo el caballero; y sin aguardar más salió violentamente de la estancia.

El camarista, riendo del chasco, cerró la puerta y se volvió a acostar.

Los que esperaban el resultado de la misión que el caballero oficioso había llevado, le miraron volver tan precipitado, que juzgaron que el gozo de las buenas albricias le traía así, y todos salieron a su encuentro, diciéndole como se usaba en aquellos tiempos:

—¡De las mismas!, ¡de las mismas!

Es decir: partid con nosotros o dadnos las albricias de las albricias.

El caballero, que venía furioso, quería hablar: los otros no le dejaban, hasta que impaciente y mohíno hizo ademán de meter mano al estoque.

Retiráronse los demás, y él dijo con voz ronca:

—¡Qué os tengo de dar, pecador de mí, si en poco ha estado que no me mandara S. E. a la cárcel!

—¡A la cárcel! —dijo el coro.

—A la cárcel, que los tales pliegos ni venían de La Habana, ni noticias importantes traían, ni nada de todo eso que el bellaco y ladino paje de don Ramiro nos contó, y por lo cual tengo de cortarle la oreja izquierda.

Y el hombre hizo ademán de sacar la daga.

El criado de don Ramiro, que tal cosa oía desde la puerta, sin esperar más, se echó a huir por los corredores oscuros del Palacio.

El susto del caballero había pasado, y todos, incluso él, celebraban el chasco, sin explicárselo, con grandes carcajadas.

* * *

Sonaron las seis de la mañana del día que siguió a la noche de la fuga de don Guillén y Diego Pinto.

Nadie se había aún apercibido de dicha fuga, y bajaban tranquilamente, como de costumbre, a visitar a los presos, el alcaide Hernando de la Fuente y un negro que le acompañaba en tales ocasiones, y que se llamaba Luis.

Los dos conversaban acerca de lo divertida que había sido para ellos la Pascua, y en esta sabrosa plática llegaron hasta el calabozo de don Guillén.

Diego Pinto, al retirarse, había cuidado de volver a correr el cerrojo de la puerta exterior del calabozo; de manera que Hernando de la Fuente nada advirtió, y abriendo esa puerta llegó a la segunda, y sin notar que faltaba la rejilla de madera por donde los fugitivos habían sacado las vigas y las ropas, llegóse a la puerta y gritó:

—¡Ah de los que aquí viven! Buenos días les dé Dios.

Costumbre tenían los presos de contestar al alcaide, dándole los buenos días también; pero en aquella ocasión nadie contestó.

El alcaide esperó algún tiempo, y volvió a decir:

—¿Dormís aún? Buenos días os dé Dios.

El mismo silencio.

Entonces Hernando comenzó a sentir una vaga inquietud.

—Luis —dijo al negro— estos condenados no contestan: no sé por qué estoy intranquilo: acércate a la ventana que da para el patio, y como eres más alto que yo, procura ver por allí si descubres algo.

El negro obedeció inmediatamente y fue por la ventana a observar.

Hernando, impaciente, esperó la vuelta del negro, no sin seguir llamando en alta voz a don Guillén y a Diego Pinto.

Luis volvió a poco, y en su agitación podía conocerse que no traía muy buenas noticias.

—¿Qué pasa? —preguntó Hernando.

—Que las rejas de la ventana han sido quitadas.

—¡Quitadas! —exclamó espantado el alcaide.

—Quitadas —aseguró Luis.

Hernando de la Fuente se resistía a creer lo que el negro le decía, y quiso convencerse por su misma vista: cerró precipitadamente el calabozo y se dirigió a la ventana.

En efecto, con asombro miró que la reja estaba arrancada de su lugar.

—¡Dios mío! —exclamó— somos perdidos; estos hombres han hecho fuga. ¿Qué vamos a decir ahora a los señores? ¿Qué va a ser ahora de nosotros?… ¿Pero por dónde?… Sígueme, vamos a ver…

Y Hernando, como un loco, se entró al callejón por donde habían salido para el jardín Diego Pinto y don Guillén.

Allí el espanto del alcaide no conoció límites. Una de las rejas de las ventanas estaba por tierra.

—¡Desgraciados de nosotros! —exclamó—. Esto no tiene remedio, por aquí se han fugado. ¿Qué irán a hacer de nosotros los señores?

Y el alcaide retorcía los brazos y se tiraba de los cabellos, mientras el negro Luis le miraba con una fisonomía perfectamente estúpida.

—¿Pero tú no te afliges? —decía Hernando.

—Sí —contestaba el negro, sin duda por la costumbre de obedecer.

—Una esperanza sola me acompaña: las tapias de este jardín son muy elevadas, no hay puerta para la calle, ellos no podían tener escalas; de seguro que están en ese jardín ocultos, y será fácil prenderlos allí… ¡Ah felones mal nacidos, ahora veréis! ¡Ahora veréis cómo se intenta una fuga!… Voy a dar parte.

Y sin cuidarse de si le seguía o no el negro, atravesó los patios de las prisiones casi corriendo, salió a la calle, y caminando un poco entró en la casa del inquisidor don Juan Sáenz de Mañozca, que aunque tenía puerta para la calle, formaba parte del edificio que ocupaba el Santo Oficio, y tanto, que por el jardín de esa casa se habían fugado don Guillén y Diego.

Serían ya como las siete de la mañana; el inquisidor Sáenz de Mañozca aún estaba metido en su cama; pero fue tal el empeño que demostró Hernando de verle, que el inquisidor le hizo entrar.

—Señor —dijo con grandísima turbación y casi sin poder hablar— tengo que noticiar a su señoría una cosa terrible que nos ha pasado anoche.

—¿Qué hay? Hablad, que me tenéis asombrado —contestó el inquisidor.

—Señor, que don Guillén de Lombardo y su compañero de calabozo, Diego Pinto, hanse fugado anoche o esta madrugada.

—¡Fugados! —exclamó el inquisidor incorporándose en su lecho y abriendo desmesuradamente los ojos.

—Fugados, señor —dijo aterrado el alcaide.

Una fuga de la Inquisición era una cosa inaudita, que asombraba a los mismos empleados y ministros del Santo Oficio, porque más que rejas y muros, guardaba a los presos el gran respeto y el profundo terror que les inspiraba aquel sangriento tribunal; de manera que el doctor don Juan Sáenz de Mañozca sintió aquella noticia como si le hubieran dado cuenta de la más terrible de las profanaciones.

Se disipaba el encanto de aquel sombrío edificio.

—¿Y por dónde se habrán fugado? —preguntó después de un largo rato de silencio.

—Señor —contestó Hernando— por el jardín de la casa de su señoría.

El inquisidor dio un salto en la cama. La profanación tomaba verdaderamente un carácter alarmante; el sacrilegio no había respetado ni la casa del inquisidor.

—¡Por el jardín de mi casa! —decía— ¡por el jardín de mi casa! ¡Infames! Contadme cuanto sepáis.

El alcaide, temblando, refirió cuanto había observado: el inquisidor seguía su relación con un interés vehemente.

—Razón tenéis —dijo cuando el alcaide terminó su relación— es más que probable, casi seguro, que no han podido franquear las tapias del jardín, y que allí les cogeremos como en una ratonera.

El inquisidor se vistió con una rapidez extraordinaria y salió de su casa seguido de Hernando de la Fuente.

Al llegar a la Inquisición, su primer cuidado fue que se cerrasen y se vigilasen todas las puertas que salían a la calle.

Mandó llamar al secretario Tomás López de Erenchuna y al escribano Francisco Murillo, y envió a Hernando de la Fuente a la casa del inquisidor don Bernabé de la Higuera y Amarillas a darle a éste parte de lo ocurrido, y a suplicarle se presentase cuanto antes en el tribunal.

A las ocho de la mañana don Juan Sáenz de Mañozca había puesto en movimiento a cuantos dependían del Santo Tribunal, porque el negocio era para él de grave importancia.

Don Bernabé de la Higuera y Amarillas, que era el otro inquisidor, llegó a pocos momentos pálido y jadeante.

La noticia terrible le había sorprendido en el grato momento de tomar una jícara de chocolate, y por supuesto que el bocado que en aquel instante tenía entre su no muy completa dentadura, se resistió a pasar adelante, y el señor inquisidor suspendió su desayuno y marchó al Tribunal con el mismo entusiasmo que acude un jefe al lugar más peligroso de la batalla.

Los dos inquisidores se estrecharon la mano silenciosamente, hasta que Sáenz de Mañozca dijo:

—¿Qué le parece esto a su señoría?

—¿Qué le parece a su señoría? —contestó don Bernabé de la Higuera.

—Vamos a proceder a la averiguación.

—Vamos.

Y los dos colegas, seguidos del escribano y de algunos agentes y familiares, se encaminaron al jardín.

Allí fue el escándalo de los familiares y el mudo asombro de los inquisidores.

Las rejas arrancadas, cortados los cubos de las ventanas, las vigas que habían servido de escalera, denunciando estaban el largo tiempo empleado en preparar esa fuga, y por todas partes las huellas de los prófugos.

Pero nada más: la diligencia allí practicada no dio más resultado que probar de una manera indudable que los reos habían huido y que debían estar ya lejos.

Al ruido y a la novedad, salido habían por las puertas de la casa del doctor Mañozca multitud de personas de la familia y de criados de la casa.

Había ya lo que se llama escándalo, y esto no convenía a los inquisidores: así es que, antes de retirarse, discutieron el medio de hacer callar a toda aquella gente, y le encontraron.

El inquisidor Sáenz de Mañozca se encaró a los de su familia, y con voz la más solemne que encontrar pudo, gritó:

—Bajo pena de excomunión mayor y reservación de absolución, entendido esto con las personas libres, y de doscientos azotes a los esclavos, nadie sea osado de decir la menor cosa de cuanto aquí hayan visto, entendido o sabido; y si fueren preguntados por alguno de la vecindad sobre lo aquí pasado, contesten que unos esclavos del alcaide han huído: todo esto se manda y ordena bajo las penas antes dichas.

Todos los presentes palidecieron más o menos, y guardaron el más respetuoso silencio.

En este momento llamaron a la puerta de la calle: el portero corrió a informarse de quién era, y volvió diciendo que un clérigo deseaba hablar con los señores inquisidores.

Sáenz de Mañozca recibió a aquel clérigo, que con el mayor respeto soltó la siguiente relación, que sin duda traía bien estudiada desde la calle.

—Señor inquisidor: yo soy el licenciado Pedro de Salinas, clérigo presbítero que asiste en la Catedral de esta ciudad, y en esta mañana y como a las seis y cuarto, poco más o menos, hallado he, fijados en la puerta principal de la dicha santa iglesia, tres papeles que traigo y con el debido respeto presento.

Y presentó al inquisidor los papeles que aquella misma mañana había fijado don Guillén.

El inquisidor contestó tomando un aire distinguido:

—Vuesa merced, señor licenciado, ha cumplido fielmente como católico, apostólico, romano, y vuesa merced se sirva esperar en la estancia inmediata mientras el Tribunal resuelve lo conveniente.

El presbítero, espantado con todo aquello, se entró a la estancia que le indicaban, y don Juan Sáenz de Mañozca, llevando los papeles, se fue en busca de don Bernabé de la Higuera y Amarillas, que estaba en su audiencia.

Don Bernabé leyó aquellos papeles y los leyó Mañozca, y los dos estaban asombrados de la audacia de don Guillén.

—¿Qué hacemos? —dijo el uno.

—¿Qué haremos? —repitió el otro.

—La cosa es grave.

—De consulta.

—De consulta.

Y con el escribano Francisco Murillo, los dos sabios inquisidores mandaron llamar al señor licenciado don Juan Manuel de Sotomayor, alcalde de corte y consultor del Santo Oficio.

Los dos inquisidores no las tenían todas consigo.