Desaliento
Don Guillén se internó en la ciudad y llegó sin detenerse hasta pararse enfrente de la casa en que vivía doña Fernanda cuando a él le redujeron a prisión.
—Quizá esta casa estará como en otros tiempos. Doña Fernanda no era tan anciana que no hubiera podido vivir ocho años: ¡los viví yo que tanto he sufrido!
Todas estas reflexiones hacía, mirando a los balcones y ventanas de la casa; pero aquellas ventanas estaban cerradas, y no se distinguía al través de ellas, como en otros tiempos, la luz de las bujías.
—Quizá haya cambiado sus costumbres —pensaba don Guillén— bueno será esperar la llegada de alguien a la sala, o la salida de un esclavo: aún es temprano y puedo adquirir algunas noticias.
Y esperó por más de media hora, hasta que oyó el ruido que hacían las cerraduras.
La puerta de la casa iba a abrirse, y él, para hablar con el que de allí iba a salir, atravesó violentamente la calle.
Un esclavo con una cesta salió de la casa, y don Guillén se dirigió resueltamente a su encuentro.
—Oye, negro —dijo don Guillén— ¿quieres decirme si tu señora y la dueña de esta casa es doña Fernanda Juárez?
—¡Ave María Santísima! —gritó el negro, y echó a huir, dejando plantado a don Guillén.
—¡Vaya un negro pícaro! —exclamó—. Si mío fuera, le mandaba pegar dos arrobas de azotes.
En aquellos tiempos, que se azotaba con tanta facilidad a un negro como a un indio, a un niño como a un criminal, los azotes se recetaban por arrobas, y una arroba equivalía a decir veinticinco de los dichos azotes.
—En fin —pensó don Guillén— es preciso esperar.
Poco después se abrió la puerta, y una vieja salió; pero no para marchar a la calle, sino como para mirar si venía ya el que había salido.
Don Guillén se acercó a ella con mucha cortesía, y saludóla diciendo:
—Santas noches.
—Dé Dios a vuesa merced —contestó la mujer— ¿a quién busca?
—Busco —replicó don Guillén— a doña Fernanda Juárez.
—¡Jesús me acompañe! —exclamó la mujer, y cerrando la puerta con gran violencia, echó a correr para adentro, dando terribles gritos.
Don Guillén estaba asombrado del efecto que producía en las gentes de aquella casa el nombre de doña Fernanda, y no podía explicarse el motivo, cuando acertó a llegar a la puerta de la casa un caballero, que llamó a ella y miró con extrañeza a don Guillén.
—Perdone vuesa merced —dijo éste— acabo de llegar de La Habana esta noche, y hace como diez años que soy partido de México; lleguéme a esta casa a preguntar por una señora amiga mía que aquí vivía en aquellos tiempos, y apenas he pronunciado su nombre, los criados han huido. ¿Sera vuesa merced tan bondadoso que me explicase este misterio?
—¿Cómo se llamaba esa señora?
—Doña Fernanda Juárez.
—Ah —dijo sonriendo el caballero— entiendo, y os explicaré la razón. Ha más de seis años que murió, repentinamente y sin confesión esa doña Fernanda por quien preguntáis; entró el fisco en la herencia, y yo compré esta casa; mas como los esclavos y criados siempre son dados a cuentos de aparecidos, han dado y tomado que el alma de doña Fernanda viene a penar por haber muerto ella sin confesión, y sin duda tomadoos han por un fantasma al preguntar por ella: esto es cuanto puedo deciros.
—Y lo agradezco. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó el otro, mirando a don Guillén que se alejaba.
Don Guillén se sentía ya solo sobre la tierra.
Quiso probar hasta dónde podía llegar su desventura, y conociendo que estaba cerca de la calle de la Merced, se encaminó a la casa de doña Juana.
Encontrar aquella casa le fue casi imposible. Apenas pudo reconocer el lugar donde se encontraba: allí había ya otra finca que en nada se parecía a la que habitaba doña Juana.
Aquélla era de un solo piso, con grandes ventanas rasgadas, y tenía en el patio un gracioso jardín.
La que le había sustituido era una casa de dos pisos, triste y sombría, con muchas viviendas, según podía notarse desde el exterior.
Don Guillén no quiso ya preguntar a nadie por los antiguos habitantes de aquella casa: le pareció que iba a recibir un nuevo desengaño.
Entonces pensó en don Diego de Ocaña: quizá habría sobrevivido a los demás amigos de don Guillén.
El hombre se aferra a la esperanza como el náufrago al flotante madero.
Don Guillén esperaba aún encontrar un consuelo, un amparo en la amistad de don Diego, y sin vacilar se dirigió a la casa de éste.
Al llegar a la puerta de la casa sonaban las diez de la noche, y don Guillén se estremecía a cada campanada, porque, cuando el ánimo está excitado, cualquier rumor hace temblar al cuerpo.
Don Guillén sentía, además, una inquietud horrible. Si don Diego había muerto, si había mudado de habitación ¿qué iba a hacer, solo en el mundo, encontrando el desierto en medio de una ciudad populosa?
Con el espíritu inquieto y el corazón queriendo escaparse del pecho, don Guillén dio tímidamente dos golpes en la puerta.
Los criados debían estar muy despiertos, porque inmediatamente se oyó que alguien se acercaba a la puerta y que por dentro preguntaron:
—¿Qué se ofrece?
—¿Vive en esta casa —preguntó a su vez don Guillén— don Diego de Ocaña?
Y esperaba temblando la respuesta, como un reo a quien van a notificar su sentencia de muerte.
—Sí ¿qué queréis con él? —preguntaron de adentro.
Don Guillén sintió un consuelo tan grande, como si repentinamente hubiera recobrado la vista después de haber vivido ciego mucho tiempo: aquella respuesta iluminó su porvenir.
—Hacedme la gracia de decirle —dijo al portero— que un amigo suyo que acaba de llegar de La Habana, desea hablarle.
—¿Cómo se llama vuesa merced? —preguntó con más comedimiento el portero.
—Decidle no más lo que os digo.
—Bueno: espéreme vuesa merced un poco.
Y se oyeron los pasos que se alejaban.
Don Guillén quedó bendiciendo a la Providencia: por fin volvía a encontrar un amigo; ya no estaba solo en el mundo; ya renacía para él la esperanza.
Tardó algún tiempo el portero en volver, y al fin se le oyó llegar.
—¿Que cómo se llama vuesa merced? —dijo el portero.
—Razón tiene de desconfiar —pensó don Guillén— la hora avanzada, el recado tan vago, y luego que ni malicia siquiera que existo y estoy libre: ¿quién diré que soy?
Púsose a meditar y recordó un amigo de quien don Diego le había hablado muchas veces, rico comerciante de La Habana; podía suceder tal vez que hubiese muerto, pero nada se perdía con probar aquel arbitrio.
—Decidle que me llamo Juan Marín, y enviado vengo de la casa del señor don Antonio Carrillo, mi patrón, quien me recomienda al señor don Diego.
Volvió a retirarse el portero y entonces tardó menos tiempo, y sin duda el recado produjo buen efecto, porque la puerta se abrió y don Guillén entró al patio.
Cuando él se vio allí, se creyó en puerto de salvación.
Nada había cambiado en aquella casa; estaba tal cual la había dejado la última vez que en ella estuvo, y esto le causó una ilusión tan grande, que le pareció como si la víspera hubiera salido de allí.
El portero le guiaba para subir la escalera; atravesaron el corredor, que don Guillén conocía tan bien, y al terminar éste, el portero entró en la habitación diciendo a la persona que dentro estaba:
—Aquí está el caballero.
—Hazle entrar —dijo una voz muy conocida para don Guillén— y espera a la puerta por si se ofrece algo.
El portero salió, y dijo a don Guillén:
—Pase vuesa merced.
Don Guillén entró precipitadamente; pero quedó como clavado al contemplar al personaje que se le presentó delante.
Era don Diego, pero no aquel don Diego caballero galán y elegante que había sido su buen amigo, no.
Don Guillén miró allí a un clérigo, seco y pálido, que vestía una vieja sotana y cubría su cabeza con una parda montera de paño.
—Acérquese vuesa merced —dijo aquel clérigo mirando que don Guillén no se movía— ¿qué manda?
—¡Don Diego! —exclamó don Guillén avanzando tímidamente—. ¡Don Diego! ¿No me conocéis?
—Calle —dijo el clérigo— pues claro: esa voz no me es desconocida; así, como en sueños, recuerdo haberla oído muchas veces; pero ese rostro… no… ¿quién sois?
—Recordad, don Diego, recordad.
—Pues… no doy… imposible… decid vuestro nombre —decía don Diego con una sonrisa de buena fe.
—Soy don Guillén de Lampart.
—¡Ave María Purísima! —dijo el otro retrocediendo.
—¡Ah! —exclamó con profundo dolor don Guillén—. ¡Os causo espanto, cuando creía que ibais a recibirme con los brazos abiertos!
El clérigo comprendió cuánto mal había hecho, y procuró enmendarlo, pero sin ser por eso más comunicativo ni más generoso.
—¡Oh! no, no digáis eso —replicó— no es que me causéis espanto; pero comprenderéis que tantos años de no veros, de no saber si erais de este mundo o del otro, es natural que vuestra presencia me haya hecho temblar.
—Os conocía tan animoso.
—Que queréis «estados mudan costumbres», y ahora ya lo estáis viendo, no soy un caballero con el estoque en el cinto, sino un pobre clérigo dedicado a su santo ministerio, y no más.
Don Guillén sintió que un sudor frío corría por todo su cuerpo.
Don Diego vivía, pero el amigo había desaparecido.
—¿Me permitiréis —le dijo— que os haga algunas preguntas?
—No hay inconveniente: decid.
—¿Podríais darme noticias de doña Juana?
—¡Ah, sí! recuerdo: una judía que vivía por la calle de la Merced, eso es… La Inquisición ha dado cuenta de ella y de todos los perros judíos de su familia…
—¿Fue presa?
—Sí: ella y el padre, y otros muchos; pero no estoy seguro de que hayan salido ya penitenciados o relajados.
Hablaba don Diego con tanta indiferencia de todo, y mirando con cierto aire de disgusto a don Guillén, que éste lo comprendió.
—¿Es decir —exclamó, para aclarar aquella situación— que el recuerdo de Helios es perdido para vos?
—Quién piensa en esa tontería, que pudo haberme costado la salud del cuerpo y la del alma. Os ruego, si queréis permanecer aquí, que no evoquéis recuerdos de tiempos pasados y que me avergüenzan.
Don Guillén contempló en silencio por un corto tiempo a don Diego, y después, volviéndole la espalda, exclamó al salir de la estancia:
—Adiós.
—Adiós —dijo don Diego.
Y cuando le vio partir, agregó:
—Vale más así, que esta amistad no me conviene.