XII

Desengaños

El alcalde, guiando a don Guillén y seguido del hombre que llevaba los líos de ropa, llegaron hasta una casa de modesta apariencia que, sin embargo, era de las mejores del barrio.

—Ésta es la casa —dijo el alcalde— y yo te dejo porque tengo que hacer.

—Dios te lo pague —contestó don Guillén.

Retiróse el alcalde, y cuando le miró lejos don Guillén, comenzó a llamar a la puerta.

El sol comenzaba a asomar.

—¿Quién va? —contestaron dentro de la casa.

—Abrid, señor Juan —dijo don Guillén.

—Calla —dijo en alta voz un hombre por dentro— me parece la voz de Lucas.

—Sí —agregó don Guillén— soy Lucas: abrid, que el frío me mata.

El de adentro no se hizo esperar; sonó la llave y la puerta se abrió dando paso a don Guillén.

Aunque era ya de día, como hemos dicho, la claridad de la mañana no era tanta que en el interior de la habitación pudiesen distinguirse fácilmente las facciones de las personas que en ellas estaban, ni éstas reconocer inmediatamente a don Guillén; así es que le siguieron tomando por aquel Lucas de quien habían hablado.

En aquella casa había un hombre, ya entrado en edad, y tres mujeres, de las cuales una parecía ser la madre de las otras dos.

—Buenos días, Lucas —dijo el hombre— temprano llegas.

—Sí —contestó secamente don Guillén.

—Padre —exclamó una de las muchachas— éste no es Lucas.

—¿No es Lucas? —repitieron todos.

—No; miradle bien —insistió la muchacha.

—En efecto, no soy Lucas —contestó don Guillén.

—¿Entonces para qué entrar aquí con engaño? —preguntó el hombre.

—Por la necesidad.

—¡La necesidad!

—Si tenéis un lugar apartado adonde hablar se pueda con vos, quiero haceros una revelación.

—Si le tengo; seguidme.

Y el hombre hizo señal a don Guillén para que le siguiese.

Se entraron ambos en un aposento, que el hombre cerró por lo interior, y los dos se sentaron.

—Fío en que me guardaréis el secreto que a confiaros voy, y que seréis mi salvador.

—Hablad.

Don Guillén, que sin duda con tantas y tan tristes emociones había perdido ya mucho de su genio astuto y previsor, refirió a aquel desconocido toda la historia de su fuga de las cárceles del Santo Oficio.

El hombre le escuchó con atención y sin interrumpirle.

—Grave paso habéis dado —le dijo al fin.

—Grave —contestó don Guillén— pero necesario en mi situación: lo que me importa por ahora es saber si puedo contar con vuestro auxilio y discreción.

—Contad; y entretanto lográis huir, permaneced en mi casa.

—Gracias: quizá algún día podré recompensaros.

—¿Qué deseáis por ahora?

—Desearía comer algo, ante todo, y luego poder descansar y dormir un poco, que toda la noche he velado, y trabajado y caminado.

—Seréis servido.

El viejo salió, y don Guillén hizo llevar allí sus ropas; mudóse de limpio, porque venía enlodado, y esperó que le llamasen a almorzar.

Almorzó con gran apetito: las gentes de aquella casa le servían al pensamiento, y luego que terminó su almuerzo, que sería como a las once, echóse a dormir, y durmió hasta cerca de anochecer.

Don Guillén sentía renacer su inteligencia y su vigor; el aire de la libertad le alentaba, y llegó a creerse en los días de su buena fortuna.

Quería saber qué había sido de sus antiguos amigos, de doña Juana, de doña Inés, de Carmen.

Y con este pensamiento, luego que oscureció completamente, se embozó en un ancho ferreruelo, calóse un gran sombrero, y tomando un estoque del dueño de la casa, se salió a hacer sus indagaciones.

¿Por dónde comenzar? Lo más próximo al lugar en que se había refugiado era la casa en que vivía el conde de Rojas, y allí encaminó sus pasos.

No le costó gran trabajo encontrarla.

A favor de la claridad de la luna distinguió el pesado y sombrío edificio, destacándose en el fondo azul del cielo.

El corazón de don Guillén latió con violencia; dentro de aquel edificio había pasado muchas horas de ventura al lado de Carmen; allí había sido aclamado rey; allí había concebido lisonjeras esperanzas para el porvenir.

A medida que se acercaba, su agitación crecía más y más: iba a ver a su viejo amigo el conde de Rojas, y se figuraba ya cuál sería su gozo, cómo le hablaría de la Inquisición, cómo departirían largamente después de tantos años de ausencia.

¿Y Carmen? Carmen no era posible que le hubiera olvidado, y menos cuando le había visto tan desgraciado: la escena última y terrible la habría perdonado aquella mujer, en atención al tremendo infortunio que había caído sobre la cabeza de don Guillén.

Quizá habría envejecido; pero don Guillén sentía que la amaba, y ya le parecía que al entrar a la casa saldría ella a recibirle y él caería de rodillas.

Con estas ilusiones llegó hasta el edificio por la parte que correspondía a la puerta del jardín.

Don Guillén empujó esa puerta, y la puerta se abrió.

—Quizá haya reunión de hermanos esta noche —pensó— y no pude llegar a mejor tiempo.

El jardín estaba más inculto, y con muchos trabajos logró penetrar hasta el lugar de la escalera por donde acostumbraba subir en otros tiempos; pero aquella escalera no existía, y no se veía allí más que un inmenso montón de escombros cubiertos de yerba, y alumbrado tristemente por la luna.

—¡Dios mío!, ¿qué es esto? —pensó don Guillén, en cuyo cerebro había cruzado una horrible sospecha—. Quizá esta casa está abandonada: no, busquemos si han hecho otra escalera.

Y se puso a recorrer todo lo largo del muro; pero en vano: por todas partes ruinas, desolación, tristeza.

Don Guillén, como un loco, dejó el jardín; pero al salir tropezó con un pequeño monumento de piedra que no recordaba haber visto en otros días.

¿Qué podía significar aquel monumento? No estaba para averiguarlo, y salió sin detenerse.

Se dirigió a la entrada principal de la casa: el mismo aspecto; abandono, oscuridad, ruinas.

Detúvose pensativo, y de repente observó luz en una de las puertas del piso bajo que caían para la calle.

Aquella luz indicaba que algún ser humano vivía allí y podía dar algunas noticias.

Don Guillén se dirigió hacia aquella puerta y vio en el interior a un hombre viejo que leía a la luz de un candil.

—La paz de Dios sea en esta casa —dijo don Guillén.

—Sea con el que llega —contestó el otro dejando el libro.

—¿Puedo pasar?

—Sí que puede.

Don Guillén se entró sin bajarse el embozo, y se encontró delante del anciano, que parecía ser un sacerdote por el aspecto de su rostro y porque estaba envuelto en un balandrán negro.

—¿Qué se ofrece? —preguntó el de la casa.

—Preguntar no más si este edificio está habitado, y por quién.

—Forastero debe ser vuesa merced, que lo ignora.

—Llego de La Habana, y en busca vengo del conde de Rojas, que según instrucciones que traía, habita aquí.

—Encomiéndelo a Dios vuesa merced.

—¿Ha muerto?

—Largos años hace.

—¿Y una señora que aquí vivía?

—¿Doña Carmen? Murió.

—¡También ella!

—Sí, antes que él.

—¡Dios mío! ¿Y un niño?…

—¿Hijo de doña Carmen? Murió…

—¡Pero esto es espantoso!

—¿Les conoció vuesa merced?

—Hace ocho años.

—Poco más o menos los que lleva de muerta doña Carmen.

—¿Pero cómo han muerto todos?

—Os lo puedo decir, porque yo era amigo del conde, y al morir me dejó por su único heredero; y como soy un clérigo muy pobre, vivo aquí, sin poder reparar la casa, que de día en día se arruina más, porque no tengo dinero; además, todo el mundo cree que aquí espantan, y nadie quiere vivir en esta casa.

—¡Oh, señor!, ¿pero cómo han muerto?…

—Mirad: hará ocho años, un poco más que Según me contó el conde, doña Carmen salió a la calle en la tarde, contra toda su costumbre; llegó tarde y muy triste; la mañana siguiente amaneció, y ella era ya cadáver. El conde que, como sabéis, era un sabio, me dijo que aquella mujer se había envenenado, y la hizo enterrar en el jardín: aún existe el pequeño monumento de su sepulcro.

Don Guillén recordó entonces el monumento que le había llamado la atención en el jardín: ¡era el sepulcro de Carmen! Carmen, que sin duda se había envenenado de celos y de dolor, el día que él fue preso por la Inquisición.

—Pocos días después —continuó el sacerdote— murió de tristeza el niño, que fue enterrado con su madre, y desde entonces el conde no volvió a levantar cabeza, como decimos en México: se encerró en su alcoba, no leía, no hablaba con nadie, hasta que después de un año murió. Yo le acompañaba siempre, y como no se confesó, le enterré en el mismo sepulcro de doña Carmen. ¡Pobres gentes! Dios las haya perdonado.

Don Guillén, con el rostro inclinado, lloraba.

—¡Toma!, ¿lloráis? —dijo el anciano—. Perdonad mi imprudencia en haberos contado tan rudamente esta historia: no creía que tanto os interesase. Vamos, tomad asiento; descansad.

—Gracias, padre, gracias. Me voy: este lugar me impresiona horriblemente, este aire me sofoca. Adiós, señor, y gracias.

—Pero oíd… cristiano… Nada, se fue. ¡Pobre hombre, cómo le hice padecer!… Pero no es culpa mía: ¿cómo iba yo a adivinar? Quizá era pariente… En fin, Dios le consuele.

Don Guillén se alejó a grandes pasos violentamente y sin volver el rostro.

Todos sus sufrimientos en la Inquisición le parecían más aceptables que aquel tormento del alma.

Quizá le hubiera valido más no huir de la cárcel, para no saber cosas tan horribles.

Pero estaba resuelto a agotar hasta el último el dolor, y ya esperando nuevos desengaños, se dirigió al interior de la ciudad en busca de sus otros amigos.

Sonaba en los campanarios el toque de ánimas.

Don Guillén recordó que a esa hora habían comenzado sus trabajos de fuga, y sintió que no le hubieran sorprendido.

El mundo comenzaba a ser para él un desierto, y echaba ya de menos su calabozo.

¡Triste condición la de aquel hombre!