En libertad
Los dos prófugos llegaron, sin que nadie les viese, hasta la Catedral, que en aquellos tiempos estaba aún en obra.
Allí don Guillén dijo a Diego:
—Hacedme la gracia de esperaros aquí.
—¿Qué vais a hacer?
—A fijar estos carteles.
—Empresa temeraria. ¿A qué fin anunciar que nos hemos fugado?
—¿Y pensáis que eso estará oculto mucho tiempo, y que necesitamos guardar secreto? Dentro de cuatro horas se habrá notado nuestra falta, y mañana mismo estaremos pregonados y se leerán y fijarán edictos para que nos persigan.
—Es verdad.
—Luego nada se pierde con lo que hacer intento, y puede que sirva de algo.
Don Guillén se separó de Diego, y sacando de la bolsa dos papeles de los que había escrito en el calabozo, fijó el uno en la puerta de la Catedral y el otro en la esquina de Palacio, que se llamó por tanto tiempo «Esquina de Provincia».
Hay en estos carteles, que fueron arrancados de allí y entregados a la Inquisición, y que se conservan originales en el proceso, mucho que indica que la razón de don Guillén vacilaba, pues hay en esos escritos, sumamente largos por cierto, una mezcla de sabiduría y de puerilidad, de verdad y de impostura, que asombra.
Son, sin embargo, documentos terribles, y no podemos menos de copiar aunque sea el siguiente:
Don Guillén de Lombardo, por la gracia de Dios, puro, perfecto y fiel católico, apostólico, romano, primogénito de la Iglesia y heredero de la pureza de ella ha más de mil y cuatrocientos años en línea recta, según consta en los archivos de la Vaticana, Simancas, Toledo, Escorial, Santiago, y Consejo de Estado de Su Majestad; general que fue de mar, colegial en el colegio de niños nobles de la católica insignia de San Patricio en Compostela, colegial mayor del real y milagroso de Su Majestad en San Lorenzo, promovido en el de San Bartolomé de Salamanca, natural, por cortes, en los reinos de Castilla; Maestre de campo y pensionario del Reino de Nápoles, Beneficiado en Ávila, Barón de Escofira, confidente de Estado de Su Majestad, Quírite primario de San Patricio, por apostólicos votos defensor de la fe; Marqués de Crópoli, por real decreto de Su Majestad, según aviso del señor Conde-duque, etc., etc.; hijo en legítimo matrimonio de los esclarecidos y católicos baronesa de Guesfordia Luton y Don Ricardo Lombardo, heredero de la real sangre de los reyes godos de Lombardía:
Por cuanto los altos juicios de Dios Nuestro Señor permitieran que mi católica pureza fuese ultrajada por espacio de ocho años y más con falsa causa de religión, y permitir su Divina Majestad que se probase lo sensible de mi cristiano pecho en defender su santo nombre y fe divina, acometido de insultos sólo porque renegara de ella, como hicieron con los míseros y flacos que quedaron al inicuo y sacrílego poder no sólo rendidos, sino afrentados: al tiempo que los aleves insidiadores Domingo de Argos, difunto; Francisco de Estrada, alias Cuadros; Juan de Mañozca y Bernabé de Higuera, con sus abortos secretarios y cómplices, comenzaron a apagar su sed y hambre que tenían, como gente sin patrimonio que había de vivir por robos del Santo Oficio, que simoníacamente compraron, alzándose con bienes ajenos para ello, y prender a portugueses, escribí un pliego a Su Majestad, conforme mi obligación, y lo remití por vía de dicha Inquisición (el cual llevó Sebastián de Almeida); y extrañando los dichos feloniosos el caso, abrieron, con causa del secreto, dicho pliego, en el cual hallaron escrita una cláusula por vía de recuerdo a Su Majestad, que decía: que habían preso en esta ciudad, con causa de judaismo, sesenta familias en la Inquisición, la gente más poderosa del reino, y que si era verdad que estaban aún prendidos, mandase Su Majestad que los despachasen luego, porque no consumiesen el tesoro embargado con pretexto de retardados, pues había grandes sumas para los ocursos forzosos; y si no estaban lisiados, que seguía el mismo inconveniente, pues aniquilaban el comercio y los vasallos y dependientes, con grave daño a los derechos reales; y como este capítulo estaba opuesto a los designios hambrientos de los dichos, no sólo ocultaron el pliego con traición, sino que echaron también lazos para cogerme, pues no les estaba a cuenta que persona tan leal y capaz, y de tanta mano con Su Majestad, estuviese a la mira, porque había de impedir que no chupasen la sangre lo menos: y con tanta precisión fraguaron este engaño detestable, que sábado indujeron a un Felipe Méndez por falso testigo, y el domingo a la noche me despojaron de honra, libertad hacienda (y fe en cuanto pudieron): la causa que fraguaron para dicha mi muerte alevosa, en cuya virtud me prendieron y me dieron, con el pretexto fue que dicen había mandado yo a un indio ciego tomar una bebida que llaman peyote, para saber si me venía un oficio de España. Ésta es (oh católicos españoles) la sombra con que han muerto a un primogénito de la Iglesia tantos años ha, para ocultar con capa del jesuitismo tan nefandos engaños con que ciegan la bruta plebe, y luego empeñados en sus horrores fementidos cada día más y más, cubiertos con el recelo, dieron mayor traición a sus enormes delitos, intentando quitar la vida a quien el cielo guardaba como a Daniel para descubrir las abominaciones sacrílegas de los sacerdotes de Baal, tragadores de las ofrendas victimadas tan a ruina del dominio con capa de los ídolos; pues los nefandos engañadores no tuvieron empacho de intimarme que renegase de la fe; de esa suerte había de morir en su infernal duelo, para dar a entender que no prenden los insulsos homicidas a nadie sin verdadera causa; siendo al contrario, sólo por tragar los bienes, tragar las honras y las almas, y porque el vulgo atroz no penetre el dolor con el secreto urdido, los mismos míseros que apostataron agravan con nueva crueldad de castigos impuestos en público, que es la falaz misericordia acostumbrada: para cuyo descubrimiento la divina providencia de Dios permitió que viese en mí, lo que pudiera tener por sospechoso en otros más adicimados, y me conservó con vida venciendo más martirios que cuantos han gozado la palma en públicos tormentos; y los dichos ministros diabólicos, siendo fementidos simoníacos compradores de oficio Apostólico para que con la falsa capa del secreto hasta ahora encubierta, urdieran los apostemos venenosos contra la fe, que están patentes con sombra de la misma fe sólo para guiar su audacia y miserable séquito, siendo la gente más facinerosa, soez, inepta, vil y común de la República, y excomulgada por naturaleza luego que fue prohibida y consecutivamente incapaz de función Apostólica como Lutero, en quienes prescribió el sacerdocio, írrito por bula de Clemente segundo, y por los atroces delitos y apostasías que guardan, sustentan y enseñan para tragar los bienes mediante el secuestro, los cuales nunca prenden a nadie con causa, conforme dispone el derecho; mas después de la prisión traidora, son tan atroces los lazos, falsedades, horrores, engaños, crueldades, inducciones y herejías que urden, que si posible fuera prevaricar a los mismos escogidos de Dios, le habrían de obligar renegar de la fe y levantarse falso testimonio que son judíos, moros y herejes, o morir mártires gloriosos, en cuyo poder, si estuviesen cuantos hay en estos reinos, habían de salir más judíos que los portugueses que atrozmente sacaron, siendo puros y limpios católicos, pues mataron a unos con hambre, desnudez y penurias que amanecían muertos; a otros con tormentos, calabozos, humedades y soledades, grillos y azotes secretos; en tanto que a una mísera mujer por espacio de nueve meses casi todos los días, y a veces dos veces al día, la azotaron con hierros, y no murió; con Dios testigo de mi verdad, y los que no me dieren crédito, venga sobre ellos el dolor: a otros hicieron desesperar, y amanecían ahorcados; negaban los sacramentos a los que morían, porque no descubriesen las traiciones heréticas en la confesión: a los que no podían prevaricar les daban compañías para que les enseñasen lo que habían de decir, como ellos les habían enseñado, o por los edictos o por los cargos: a otros daban libros vedados de la ley de Moisés para saber y enseñarlos: a otros claramente los mismos apóstatas boca a boca los enseñaban, con capa de que les tenían voluntad, y que deseaban que no padeciesen horrores, y era para despojar los bienes y el alma: a otros con atroces tormentos obligaron renegar y levantar a muchos aleves testimonios; como asimismo, los que no tenían valor para exponerse a los filos mortales, se enredaron así, y a cuantos dichos veraces les apuntaban: maridos contra mujeres, hijos contra padres y amigos contra Dios si estuviera en carne humana en la tierra: es tal el horror y la violencia fatal con que los apremian sin que haya por justos juicios de Dios un amago de verdad ni conocimiento suyo en dicho infernal laberinto de secreto: los años de muerte civil que dan, es para tragar los fiscos con capa de retardados; pues en siete años había gente que no había visto el excomulgado tribunal con título de santo; que en la primera institución lo era (como la santa Hermandad espelunca de latrocinios) aquí en los adúlteros lobos han profanado por enriquecer a costa de cristiana sangre prevaricada de ellos y cinco años ha que los crueles tigres habían concluido definitivamente dicho aleve pretexto de mi prisión sin Dios, sin rey y sin ley.
Falsean por minutos los mismos cargos que fraguan: inducen testigos falsos después de las prisiones y dan testigos forajidos de ellos, diciendo, un testigo dice, sin nombrarlo; y es un palo supuesto de ellos: y de esta suerte enredan el mundo entero, y luego nombran una persona, la que quieren que le levanten falso testimonio y encadenar treinta personas y no hay ninguna en subsistencia: los letrados que dan son otros enemigos, que no dicen más que lo que alega el rudo que es el reo: el traslado a la parte es leer al letrado la respuesta: la comunicación con el letrado es en presencia de los mismos jueces y partes, porque no le acontece que no reniegue, y esto una vez no más; no hay petición ni forma de justicia, sino arbitraria a tres fementidos idiotas: las haciendas embargadas son para ellos; y el caudal que es abonado en trescientos mil, en un instante no vale diez, y publican que no tenía más que trastes; joyas, oro, plata y preseas preciosas con el secuestro se tragan y los otros sacan en aparente almoneda, y lo que tiene algún valor rematan en ellos por interpósita persona; tratan y contratan con lo principal; algunos echan libres, porque con esto ciegan más al mundo, para que digan, si los demás no debieran les echaran también libres; no es pequeña la astucia infernal: circuncidaron a muchos, obligaron a los hijos católicos decir que eran judíos, y fabricar malignos testimonios para quitar la vida a los mismos padres: falsearon bulas Apostólicas y cédulas reales para dar color a mi prisión, y adjudicar falaz reconocimiento de mi católica persona, convencidos de la alevosía con que me prendieron: y faltando a la obligación debida, los nefandos traidores me convidaron (para ocultarse) a que si quería aceptar estos reinos a que me los entregarían, con capa del secreto con que les honrara, sin otra más ocasión de agravio ni fin propenso: rompieron mis avisos a Su Majestad, escritos en carta, con furia alevosía, diciendo: ¿qué rey, ni qué alforjas? Dependiendo de ellos, no menos que la vida y honra real: maltrataban con indigno frenesí la persona real achacándole en la pureza de la fe, al señor marqués de Villena de judíos, al señor conde de Salvatierra y a los señores de la Audiencia Real amenazaron de robujar sus cuellos en un cepo: al señor don José de Palafox de sospechoso, y todo por ocultar los monstruos sus nefandos delitos, juzgándose tan apadrinados de la plebe, que están en la traición de Dios canonizados: y la visita del señor Arzobispo de México compite y excede los elogios más enormes, pues llamó a algunos en poder de sus mismos enemigos, y les examinó en saber de los aleves que les habían apostatado, para remitir a los de España la falsa aprobación de éstos, y aquéllos con ella engañar a Su Majestad y sus reinos, pues el parentesco con ellos y uno de los ……… que entierran a los muertos no pudo tomarles residencia que no fuese de logro y de malicia, como fue, y siendo yo el que había de ser llegado como quien había rechazado las traiciones y descubierto sus herejías, fui sepultado sin recurso alguno, medrosos los unos y el otro de mayor descubrimiento.
Por tanto, presenté querella personal ante el Rey nuestro señor, y en su ausencia ante el Excmo. Sr. Virrey y Audiencia Real, y duplicaréla para mayor fuerza, contra los dichos traidores, sus secretarios y séquito; remitiendo la verdad y fuerza total a mi proceso, de mi letra y mano, sin otra mayor probanza, en que están convencidos esos barbos de mil y doscientas herejías ocultas contra nuestra santa fe, y de tantas traiciones contra el Rey, para que al mundo salgan, según Dios me ha mandado descubrir, como irritado al fin de tantas abominaciones, y me sacó milagrosamente para este objeto, como remito a la vista de los fieles: y no consiento en cosa ni pecado ninguno de los enormes que han hecho contra Dios y el Rey en dichas alevosas prisiones, como no consintió Daniel en la muerte de Susana; y hago contesta que obraron heréticamente contra nuestra santa fe y su clemencia: y que todo fiel católico tenga por falso, y atroz, diabólico, y traidor cuanto hicieron con dichos que apostataron por quitarles sus haciendas, hasta que en libre juicio estén de nuevo liquidados y desagraviados: y si alguno estaba comprendido en alguna excomunión, están todavía expuestos, porque los dichos insidiadores eran y son infieles, y herejes convencidos de todas sectas, y fuera del gremio de la Iglesia, enemigos de la Santa Sede Apostólica, sin autoridad para absolver, ni excomulgar: convencidos asimismo de apóstatas, apostatantes, judíos judaizantes, rabíes, dogmatistas, novatarios, ateístas, villalpandos, ………, luteranos, establecedores de nuevas sectas, conciliabulanos, ………, ………, traidores, robadores, homicidas asesinos, hipócritas, y todos sus cómplices reputados y descubiertos por fe católica los sagrados cánones, bulas y concilios a que me remito: y pido a todos los fieles cristianos que amparen la defensa de nuestra santa fe católica los otros falsarios apóstatas, y den el favor y auxilio que la causa de Dios pide en la tierra: y aunque a Su Majestad le incumbe el hacer justicia y castigar el horroroso crimen, a más he ofrecido sustentarle veinte galeones con cuatro mil hombres por mar, y diez mil por tierra, para honra y gloria de Dios, y ruina de los secretos traidores.
Hecho en México a veinticuatro de noviembre de mil seiscientos cincuenta.
DON GUILLÉN LOMBARDO
Como este papel y poco más o menos extensos fueron los otros que don Guillén fijó en las esquinas de algunas calles, y el que envió al virrey; y como se ve, el cerebro de aquel hombre comenzaba ya a trastornarse.
Luego que hubo fijado los papeles en la puerta de la Catedral y en el Palacio, volvió adonde le esperaba Diego Pinto.
—¿Ya podemos marcharnos? —dijo éste, que comenzaba a sentir el miedo, y a comprender que su compañero le comprometía demasiado.
—No —contestó con imperturbable calma don Guillén— necesito que a las manos del virrey llegue este otro.
Y mostraba un papel a Diego.
—¿Quién es el virrey ahora? —preguntó Diego.
—Qué sé yo: hace ocho años que encerrado estoy en un calabozo, y no sé quién gobierna a este desgraciado país.
—Entonces ¿a quién dirigís vuestro papel?
—Al virrey.
—Ni aun sabéis cómo se llama…
—Todos ellos se llaman lo mismo, «virrey». Para los pueblos, el nombre de sus gobernantes no es más que cuestión de palabras, artículo de lujo que a ellos, como pobres, nada les importa: mande él y obedezcan ellos, y allá se van todos.
—Tenéis razón ¡qué cosa tan triste es ser pueblo!
—Hoy; pero en lo porvenir los pueblos serán los reyes, y los reyes serán los servidores del pueblo… algún día.
—Lástima no poder vivir para ese día.
—En fin, perdemos tiempo. Voy a entregar este pliego, y Dios dirá cómo; vos esperadme aquí: si a venir llegase una ronda y os encontrase, decid que en compañía habéis llegado de un caballero que de La Habana trae pliegos de gran importancia para S. E., y que esperen: volveré, creeránlo, y no hay que temer.
—Adelante: capaz seréis de sacrificarme con vuestras ideas.
—No tengáis miedo, y esperad.
Diego Pinto quedó solo esperando a don Guillén; pero el miedo de que le encontrase una ronda no le dejaba sosegar, se estremecía al más leve rumor, y le parecía que por todas partes brillaba el farolillo de la justicia, y que escuchaba el torpe paso de los alguaciles.
Don Guillén, meditando una manera para hacer que llegara en aquella hora y con seguridad el pliego a las manos del virrey, se llegó hasta las puertas del Palacio sin haber encontrado el medio que buscaba.
Pero la suerte parecía dispuesta a favorecer sus planes.
Caminaba pensativo, cuando escuchó detrás de sí los pasos de un hombre que apresuradamente llegaba.
Pensó que fuera Diego Pinto que le seguía para avisarle de algún riesgo, y se dirigió a su encuentro.
El que venía, apenas alcanzó a mirar a don Guillén, cuando echó mano al estoque y presentándole la punta, le dijo con voz ronca:
—Téngase el que viene, si no quiere que le atraviese el corazón.
Detúvose don Guillén; pero el otro continuó diciendo:
—Diga quién es, y qué hace por aquí a esta hora.
—Llamóme —dijo don Guillén con mucha sangre fría— don Tristán de Rojas, y he venido en esta misma noche y en este momento mismo, de La Habana, y soy conductor de un pliego que importa entregar a S. E., porque contiene noticias muy importantes, y sobre todo, muy gratas para el señor virrey.
Y mostraba el pliego.
El hombre con quien trataba don Guillén no debía ser muy listo, porque inmediatamente creyó cuanto le decían, y el pensamiento de ganar las albricias le deslumbró.
—Si queréis —dijo envainando la espada— yo vuelvo a entrar al Palacio, y llegar puedo hasta donde Su Excelencia está.
—¿Podéis? —replicó don Guillén, mostrando desconfianza que no sentía.
—Mirad cómo: soy lacayo de uno de los caballeros que juegan a las cartas allá dentro. Enviáronme por unos naipes que llevo, y entre esos dichos caballeros los hay que pueden ver a S. E. aun cuando duerma.
—Bien; traza tenéis de hombre honrado y leal. Os entrego la carta, suplicándoos mucho que sea puesta en manos de S. E. inmediatamente, porque importa, y cuando entrado sea el día volveré a buscaros. ¿Vuestro nombre?
—Juan Guevara, y estoy al servicio de mi amo don Ramiro de Fuenleal.
—¿Vive mi señor don Ramiro? —preguntó don Guillén, estremeciéndose al recuerdo de doña Inés.
—Sí que vive. ¿Le conocéis acaso?
—Le vi hace algunos años que aquí estuve. ¿Y su esposa?
—Mi señor no ha sido casado jamás: hace cinco años que le sirvo, y nunca cosa he oído que indique que haya sido casado.
Don Guillén comprendió que algo terrible había pasado a doña Inés, y se separó tan preocupado del hombre con quien hablaba, que no se despidió.
—¡Eh! adiós —dijo éste.
—Él os guarde —contestó don Guillén alejándose.
El lacayo, alegre como si se hubiera encontrado un tesoro, entró a Palacio y subió corriendo las escaleras.
Don Guillén, triste y pensativo, volvió en busca de Diego.
Don Guillén había sentido un dolor tan intenso, que casi se arrepintió de haberse fugado.
Se había formado por un momento la ilusión de volver a encontrar la sociedad tal como estaba cuando le prendió el Santo Oficio, y su primera pregunta le traía el primer desengaño.
Loca idea de todos los que se alejan; esperar en el día del regreso la misma situación.
Eso es soñar en la estabilidad de las cosas humanas, en la constancia de los afectos, y estos sueños sólo se realizan para aquellos hombres a quienes la fortuna se empeña en proteger.
Éstos son milagros casi, que pocos alcanzan a ver.
Cuando llegó don Guillén adonde le esperaba Diego Pinto, éste temblaba ya de frío y de miedo.
—Loado sea Dios —dijo al verle— creía que os pasaba algo funesto.
—Vámonos —contestó don Guillén preocupado.
Echaron a caminar, buscando el rumbo de San Lorenzo y de la Concepción.
Al llegar a la esquina de las calles de Tacuba y Santo Domingo, don Guillén se detuvo a fijar en el muro de una casa que entonces estaba recién construida, otro de los papeles que llevaba preparados.
Diego Pinto bramaba de impaciencia.
Siguieron por la calle de Santo Domingo, y al llegar a la esquina de la calle de los Donceles volvió a detenerse don Guillén y fijó su último cartel.
Pasaron por San Lorenzo y por la Concepción, y llegaron por fin hasta Santa María la Redonda, término de su viaje.
Pero en vano buscaron la casa que Diego Pinto había dicho a don Guillén que les serviría de refugio, que nunca la tal casa llegaron a encontrar.
—Supongo que no me habréis engañado —dijo don Guillén a su compañero— que yo os he sacado de la prisión, y seríais un infame si lo único que ha estado a cargo vuestro, fuese lo que a faltar llegase.
—¡Qué tal penséis de mí! —repuso el otro—. La casa debe estar por aquí, y quizá muy cerca; pero debéis tener en cuenta que tantos años de prisión bastan para turbar la memoria de cualquier hombre.
—Créolo; mas debierais haber tomado alguna precaución, que bien merecía la pena. Y adviértoos también que el día se llega a toda prisa, y muy fácil sería que nos sorprendiesen.
—Mirad: ocultaos aquí, guardad nuestras ropas y esperadme, que yo, más libre y solo, encontraré la casa y vendré por vos.
—Bien está: id con Dios, y cuidad de no tardar mucho, que sabéis no tengo entre mis virtudes la paciencia.
—Perded cuidado, que pronto vuelvo.
—¡Ah!, ¿cómo se llama el hombre cuya casa buscáis?
—Juan Martínez Vigil.
—Entre estos derruidos paredones espero: id.
Diego Pinto se alejó, y don Guillén se sentó a descansar sobre las ruinas.
Diego se encaminó a una casa en donde se veía brillar el fuego del hogar, sin duda porque se habían levantado muy temprano sus habitantes.
Llegó hasta la puerta, y asomando cautelosamente la cabeza, dijo con dulzura:
—Buenos días dé Dios a la buena gente.
Tres indios, dos mujeres y un hombre, que conversaban alegremente y se desayunaban en derredor del fuego, al oír a Diego Pinto y al verle aparecer en la puerta, callaron y se miraron entre sí.
—Buenos días —repitió Diego.
—Buenos días —contestó una de las mujeres— ¿qué se le ofrecía al cristiano?
—¿Habrá aquí —dijo Diego— quien decirme pueda adónde vive Juan Martínez Vigil?
—Perdone; pero no le conocemos —contestó con sequedad el hombre.
—Sí deben conocerle —insistió Diego.
—Digo que no —replicó el otro.
—Haga memoria —volvió a decir Diego.
—¿Sabes, José —dijo una de las mujeres al hombre— que sería bueno llamar a la ronda? Porque este cristiano tiene facha de ladrón.
—De veras —dijo la otra india.
—Tienen razón —dijo el hombre.
Aunque aquellas palabras habían sido pronunciadas en voz baja y en idioma náhuatl, Diego Pinto, que había vivido mucho tiempo entre los indios, lo comprendió, y sin esperar respuesta y sin perder un momento, se desprendió de la casa y llegó corriendo adonde le esperaba su compañero.
—¿Qué pasa? —preguntó don Guillén con un acento de marcada impaciencia.
—Que la pasamos mal —contestó Diego— ni la tal casa encuentro, ni estamos bien aquí, porque los indios se han alborotado tomándome por un ladrón, y han ido a llamar a la ronda.
—En mala hora me fié de vos —exclamó furioso don Guillén— que sois más cerrado que un alcornoque, y más bestia que la mula de una noria.
—¡Me insultáis! —dijo irguiéndose con cólera Diego Pinto.
—Hago más —exclamó ciego de ira don Guillén—. Hago más: mirad.
Y dejando a un lado los líos de ropa que tenía en una mano, arremetió furiosamente contra Diego Pinto, dándole terribles golpes con la mano.
Diego había tenido un arranque de valor; pero don Guillén, más fuerte, más ligero y más valiente que él, lo dominó como si hubiera sido un niño.
En este momento se escuchó el rumor de gente que se acercaba. Diego, temeroso de que le aprehendiesen, y temeroso también de la cólera de don Guillén, echó a huir precipitadamente, dejando solo al que había sido su compañero.
Dos hombres se presentaron a poco tiempo.
—¿Quién va? ¿Qué gente? —preguntó uno de ellos al distinguir a don Guillén.
—Gente de paz —contestó don Guillén; y mirando que el que preguntaba era un indio, agregó, con ese derecho con que se creían amparados todos los de la raza blanca a tutear a los indios:
—¿Eres alcalde?
—Sí lo soy —contestó el otro.
—Pues ruégote encarecidamente, por Dios y sus santos, me digas adónde vive por aquí un mulato, alto de estatura, flaco de carnes, cano del pelo y muy viejo, que se llama Juan.
—¡Juan! Tantos Juanes y Pedros hay en el barrio, que si no me dices su sobrenombre no te diré dónde vive.
—Aguarda, que se llama Juan Martínez Vigil.
—Le conozco, y no vive lejos de aquí: si quieres, te llevaré.
—Sí que quiero, que me extravié buscándole, y he pasado la noche más cruel de mi vida.
—Sígueme pues.
Don Guillén se disponía a seguirle; pero no quería cargar él con la ropa, y armándose de audacia, dijo al alcalde:
—Lleva a cuestas estos líos, que son de mi ropa.
—Persona principal soy, cacique y alcalde —contestó el indio— y no cargaré tu ropa; pero para que veas que servirte quiero, éste que me acompaña les cargará.
—Me es igual —contestó don Guillén.
El que acompañaba al alcalde cargó con los líos de ropa, y guiados por el alcalde, echaron a caminar.
La aurora estaba ya sobre el horizonte.