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La fuga

Llegó el día 25 de diciembre de 1650, señalado por don Guillén para emprender la fuga.

Pasó la mañana sin el menor accidente; trájoles al medio día la comida el ayudante del alcaide, y los dos presos mostraron el mejor apetito.

Luego que concluyeron de comer, don Guillén comenzó a desnudarse.

—¿Os vais a acostar a esta hora? —preguntó con extrañeza Diego.

—Sí, y a dormir también.

—Loco estáis.

—No sino muy cuerdo, y aconséjoos que hagáis lo mismo.

—No os comprendo.

—Esta noche nos fugamos: es seguro que no tendremos ni un solo minuto de descanso, y bueno es adelantar el sueño y el descanso, que penosa debe ser la fatiga: así, dormid, y tendréis fuerza para el trabajo y resistencia para la vigilia.

—Hombre sois, en verdad, bien precavido; pero aunque quisiera, no dormiría yo, que la inquietud y la zozobra de tal manera turban y agitan mi ánimo, que no alcanzaría yo el sueño por más que me empeñase.

Don Guillén se había desnudado ya y metídose en la cama.

—¿Y podréis conseguir el sueño? —preguntó Diego.

—Ya veréis: por ahora sólo os suplico que no me despertéis hasta las cinco de la tarde.

—Haré como decís.

—Gracias.

Volvió don Guillén el rostro hacia la pared, y pocos momentos después se escuchaba su respiración tranquila y vigorosa.

Diego Pinto, sentado en su cama, le contemplaba con envidia.

Aquel hombre, que dormía sin sobresalto casi en los momentos de arrojarse a una empresa tan temeraria, le parecía un ser sobrenatural.

Por su parte, Diego no hacía más que meditar en los peligros que iban a correr, y en las mil probabilidades del mal éxito; en las dificultades que don Guillén con tanta fe le ofrecía salvar, y que él veía como insuperables.

Algunas veces le parecía que los alcaides le sorprendían y que le arrastraban a otro calabozo más seguro, y se estremecía de pavor, y se arrepentía de sus proyectos, y pensaba en no seguir a don Guillén; pero a poco la prisión le parecía peor que la muerte, y miraba perdida toda esperanza, y su resolución se robustecía y la impaciencia le devoraba.

En esta lucha pasó Diego Pinto el tiempo, hasta que sonaron las cinco de la tarde, hora en que don Guillén había encargado que le despertase.

Diego se acercó a su compañero, que dormía profundamente, y le habló.

Es una cualidad especial de los hombres de gran inteligencia y de voluntad firme, pasar repentinamente del sueño más profundo a la lucidez completa de la vigilia.

Para esos hombres no hay ese tiempo de somnolencia, de entorpecimiento que en general tienen todos al despertar, esa indecisión en la voluntad, esa lucha con la memoria, con el recuerdo, con la conciencia del lugar en que se está, de la situación que se guarda.

En el instante mismo en que el sueño se va, esas naturalezas privilegiadas comprenden todo lo que pasa en su derredor, porque el sueño es para ellas el descanso y no el olvido.

Entre las varias explicaciones que dan los' sabios a ese estado inexplicable del hombre que se llama sueño, hay la de que el alma se separa del cuerpo entonces, y viaja y mira, y aprende y prevé, y profetiza; pero todo esto conservando un vínculo con el cuerpo, semejante a un prisionero que pudiera caminar atado a su cárcel por una cadena de acero.

Y siguiendo esta teoría, cuando el hombre llega a despertar tiene que esperar la vuelta, más o menos rápida, de su espíritu, y por eso algunos despiertan, es decir, sienten, se mueven, hablan, pero no comprenden lo que les pasa hasta después de algunos esfuerzos, porque el cuerpo vuelve al ejercicio de sus funciones animales, pero el alma está lejos.

Así también puede explicarse la muerte repentina de un sonámbulo, cuando se comete la imprudencia de despertarle repentinamente: el espíritu se desprende y la vida se apaga.

Don Guillén se incorporó con violencia en su lecho, diciendo a Diego Pinto:

—¿Sonaron las cinco?

—En este momento —contestó el otro.

Vistióse con precipitación, y acercándose a Diego, le dijo:

—Comencemos la obra: ocho horas tenemos calculadas, y es preciso adelantar por si se ofrece un nuevo obstáculo.

—¿Por dónde comenzamos?

—Por arrancar la reja de la ventana.

—¿Y si lo advierte el alcaide cuando venga con la luz y la cena?

—Dejadme hacer: haced lo que os diga, y yo respondo de todo.

—Bien ¿y si registran?

—¡Qué van a registrar! Como estamos en la Pascua, todos estos demonios no piensan más que en comer y en embriagarse, y no harán caso de nada; conque a trabajar.

Diego no tuvo más que obedecer, porque don Guillén le dominaba completamente.

Comenzaron por quitar las piedras que rodeaban el marco de la ventana y que estaban ya puestas en falso: no era operación difícil, y muy pronto la reja, ya débil, cedió y se arrancó del muro.

—¿Qué hacemos ahora con ella? —preguntó Diego cuando todo estaba terminado.

—Apoyarla en el suelo contra el muro, para que nos sirva de escalera para subir al hueco de la ventana.

—El alcaide notará que falta la reja.

—Ya veréis como no.

Y don Guillén tomó un ferreruelo negro y lo colocó sobre la ventana, de manera que la cubría perfectamente.

El alcaide podía sin duda creer que era una precaución de los presos contra el airé frío y penetrante de una noche de invierno como aquella.

—Ahora, esperar cena y luz —dijo don Guillén.

—¿Y a qué horas emprendemos algo más? —preguntó con timidez Diego Pinto.

—Al sonar las campanas de las ocho romperemos las rejas exteriores, que, como os he dicho, son de madera vieja, y a esa hora, con el toque de ánimas que dan todos los campanarios de la ciudad, se apagará el poco ruido que podamos causar.

—Bien pensado.

Sonaron las llaves del calabozo: llegaba el alcaide.

Don Guillén, como conocedor de las costumbres de la casa, había acertado en sus conjeturas: el ayudante del alcaide que traía la cena y la luz, parecía haber comido y bebido más de lo que acostumbraba.

Sin penetrar en el calabozo, el ayudante entregó lo que traía a Diego, que se adelantó a recibirle, y se retiró luego.

Los dos prisioneros cenaron con gran apetito, a pesar de que Diego estaba algo conmovido.

Por fin, sonaron las ocho, y todas las campanas de la ciudad comenzaron a tocar la plegaria de las ánimas.

Jamás había oído don Guillén nada que le agradase más que aquel ruidoso clamoreo; para él era el toque de libertad.

El tiempo que había transcurrido desde la llegada del carcelero hasta las ocho, no le habían perdido don Guillén y Diego.

Éste le empleó en arreglar las escaleras, atando a las muescas de las vigas sogas delgadas que sirviesen de escalón. Aquel, formando cuidadosamente varios líos de la ropa que debían llevar.

Don Guillén se preparaba, no como para una fuga, sino como para un viaje.

En cuanto sonaron las ocho, don Guillén subió a la ventana, se introdujo mañosamente en el cubo de ella, y luego hasta la reja exterior.

Tardó algo en romper esa reja, que era de madera; pero al fin lo consiguió.

Quiso entonces saltar al patio; pero sus fuerzas estaban agotadas, y no le fue posible, por más que pugnó, salir de allí.

Volvióse al calabozo y dijo a Diego:

—La reja está quitada; preciso es que os desnudéis para salir más fácilmente por el cubo, y saltar al patio.

—¿Por qué no habéis salido vos?

—No me fue posible; cansado estaba por demás.

—¿Pero no advertís que soy más corpulento que vos, y para mí será más difícil?

—Haced lo que os digo, que antes o después tenéis que salir, y os conviene ser el primero por lo mismo que sois más gordo, porque os ayudaré, impulsándoos por los pies.

—Sea como decís.

Diego se desnudó y subió a la ventana.

Haciendo grandes esfuerzos, lastimándose y con grandes dificultades, pero ayudado por don Guillén, Diego llegó por fin a salir de la ventana.

El piso del patio estaba a corta distancia; Diego se dejó caer, y llegó perfectamente.

Luego que se vio allí, su primer cuidado fue ir a la puerta de su calabozo, e inclinándose hasta llegar al suelo comenzó a llamar a don Guillén.

—¡Estáis ya ahí! —dijo éste.

—Sin novedad.

—Pues ante todo, id a reconocer la puerta del callejón por donde debemos entrar.

Diego, que andaba sin calzado por no hacer ruido, volvió poco después, y siempre hablando por debajo de la puerta, dijo a don Guillén:

—Albricias: la puerta está abierta.

—¡Abierta! ¿Qué decís?

—Abierta; os lo aseguro.

—¡Qué contento! Ahora somos felices, no hay obstáculos: esta puerta era la que más temor me causaba, lo que me hacía desconfiar del éxito de la empresa.

—Pero es que desde las ventanas de ese corredor he visto en el jardín unas tapias muy altas.

—«Séase lo que fuere, ya no tiene remedio; ello es que hemos de salir».[2] Quitad el cerrojo de la puerta primera.

Los calabozos tenían dos puertas, una exterior que caía al patio, y otra interior con una rejilla de madera al calabozo: entrambas había la distancia que daba el espesor del muro.

Diego quitó el cerrojo de la primera puerta, y entróse a colocar entre ella y la siguiente, de modo que podía hablar ya con don Guillén al través de la reja de madera.

Tomad estos hierros —dijo don Guillén— y ayudadme a cortar esta reja; bastante he adelantado ya por dentro en ello.

Don Guillén había cuidado de hacer provisión de carbón, con el objeto de poder calentar esa noche los hierros cuantas veces fuera necesario, y mientras Diego quitaba los cerrojos de la primera puerta, don Guillén encendió el fuego y calentó los hierros.

Diego recibía los hierros candentes de mano de don Guillén, y cortaba la reja.

La precaución de poner al fuego aquellos instrumentos fue tan acertada, que la reja se cortó en poco tiempo y con gran facilidad.

Cuando aquel obstáculo desapareció, dijo don Guillén:

—Por aquí es preciso, y mejor sacar cuanto de llevar tenemos.

—Pues idme dando —dijo el otro.

Don Guillén hizo salir por allí las vigas que debían servir de escalera, los cordeles, la ropa, el brasero y el carbón, los hierros que servían para trabajar, un vaso de vino y otro de agua, una torta de pan, un plato con carbones ardiendo, un «aventador» para soplar el fuego, y una escoba.

A no constar todo esto en varias partes del proceso, parecería increíble que aquellos hombres hubieran procurado llevar tales cosas, cuando más natural era que pensasen en salvarse abandonando todo; pero esto es una prueba de la calma y de la audacia de don Guillén.

Diego Pinto transportaba luego aquellos objetos al pasadizo de las ventanas por donde habían de salir al jardín del inquisidor D. Juan Sáenz de Mañozca, para pasar de allí a la calle.

Luego que don Guillén acabó de entregar a Diego, por el boquete abierto en la puerta del calabozo, cuanto quería que se llevase, salió al patio por la ventana como salido había antes Diego Pinto.

—¿Habéis trasladado todo? —preguntóle al llegar a su lado.

—Sí —contestó Diego.

—Pues esperadme aquí, que voy a atravesar el callejón hasta llegar al patio de las cárceles nuevas, para ver si hay gente o rumor de ella; pero cuidad de que no os vayan a sentir.

—Id con Dios.

Don Guillén, con gran cautela, se adelantó, y Diego quedó en espera.

Seis minutos tardaría don Guillén en volver.

—¿Qué hay? —preguntó Diego.

—Es preciso tener grande precaución —contestó don Guillén— llegádome he a una puerta en el otro patio, y escuchado hablar unos negros con unas negras.

—¿Pero qué puerta es ésa?

—Paréceme la cocina del alcaide.

—¡Malo!

—Además, he visto por las ventanas del jardín, y he observado unas tapias muy altas…

—Os lo dije.

—Supongo que serán nuevas construcciones, pues parecen como fábrica nueva de casas.

—¿Y qué opináis?

—Opino que de salir tenemos, sea como fuere, y no hay por qué desmayar: ¿tenéis miedo?

—No.

—Pues adelante: vamos a encender el brasero y a calentar los hierros para comenzar el trabajo, que no hay tiempo que perder —dijo don Guillén.

Y luego entre él y Diego Pinto llevaron hasta debajo de la primera ventana del callejón o pasadizo el brasero.

Allí encendieron fuego con gran facilidad.

—Advierto —dijo de repente don Guillén— que el fuego aquí puede descubrirnos, porque es fácil que se note la luz desde afuera.

—Bien decís: llevémosle a otro lugar.

Transportaron entrambos el brasero y pusieron los hierros al fuego.

Don Guillén llamó a Diego hasta la ventana, y mostrándole la reja de madera, le dijo:

—Voy a soplar el fuego y a traeros los hierros: cortad aquí.

Diego obedeció sin replicar. Don Guillén cuidaba de cambiar los instrumentos en cuanto se enfriaban, y el trabajo adelantó con rapidez.

—¡Terminada la obra! —dijo por fin Diego.

—Echemos un trago de vino y comamos un pedazo de pan —replicó con calma don Guillén— presentando a su compañero la torta y el vaso de vino que habían sacado.

Diego tomó la mitad del pan, y llevando el vaso a la boca, dijo a don Guillén:

—A vuestra salud.

Y lo devolvió vacío hasta la mitad.

—A la vuestra —contestó don Guillén, bebiéndose el resto del vino.

—Ahora —agregó— siga el trabajo: acercad a la ventana cuanto tenemos; yo os ayudaré.

Diego acercó las vigas y demás cosas, entretanto don Guillén virtió el vaso de agua sobre la lumbre hasta apagarla y enfriar los hierros, y recogiendo el carbón, le echó en un cesto.

Barrió perfectamente la ceniza del lugar en que habían hecho aquella operación, y la basura la echó en el mismo cesto: allí puso también los vasos en que había sacado el agua y el vino, y fue a ocultarle en donde le pareció más seguro.[3]

—Ahora —dijo a Diego— esperad: yo saltaré al jardín, y volveré a deciros lo que observe.

Salió en efecto por la ventana, cuya reja habían cortado.

La noche estaba silenciosa, no se escuchaba más que el rumor del viento entre la yerba del jardín.

—Dadme la ropa y los cordeles —dijo llegándose a la ventana.

Diego, desde el callejón, pasaba cuanto le pedía don Guillén, y éste lo recibía y lo colocaba entre la yerba.

—Dadme ahora las vigas; pero para que no hagan ruido al rozar contra la ventana, tended sobre ella una manta gruesa.

Diego colocó la manta, como don Guillén le indicaba, y la primera viga salió sin dificultad.

Pero llegó su turno a la segunda, y era más gruesa y, a pesar de todos los esfuerzos de ambos, no pudo salir.

—¿Qué hacemos? —preguntó Diego.

—Esperad —contestó don Guillén— veo en qué consiste la dificultad, y es fácil el remedio.

Rompió entonces por la parte de afuera una tabla del cubo de la ventana, y la viga salió.

Tras aquella viga saltó al jardín Diego Pinto.

—Ya podemos considerarnos libres —exclamó don Guillén.

—¿Aún hay que hacer?

—Poca cosa: el aire fresco de la noche y la conciencia de la libertad me vuelven mi antiguo brío: os respondo de todo.

—Vamos pues —dijo Diego probando a cargar una de las vigas.

—No: esperad un poco; tengo aún algo que hacer.

—¿Qué cosa?

—Ya veréis.

Don Guillén, con la mayor sangre fría, como si estuviera en su casa y completamente seguro, abrió una de sus maletas y comenzó a vestirse de limpio y a cambiarse traje, poniéndose uno (dice el proceso) «de jergueta frailesca».

—¿Qué hacéis? —preguntó admirado Diego.

—Lo que veis: vístome de limpio, que no es honra malos trajes: hacedme, os ruego, dos líos con esa ropa, y enterrad aquí los hierros con que hemos trabajado: hagamos la burla al señor doctor don Juan Sáenz de Mañozca de salirnos por su casa y dejarle un recuerdo de nuestro paso por ella.

Diego enterró los hierros y formó con las ropas los dos líos que dijo don Guillén.

—Salgamos de aquí —dijo con voz de mando don Guillen, echándose a cuestas una viga y tomando en la mano uno de los líos de ropa.

—Salgamos —repitió su compañero, cargando con lo demás.

Llegaron así a una de las esquinas del jardín.

—Alto es el muro y la salida imposible por aquí —dijo don Guillén— busquemos otro lugar.

Cargaron otra vez con las vigas, y dejando allí la ropa, pasaron a la esquina que enfrente estaba.

—¿Estará la calle al otro lado del muro? —preguntó Diego.

—Ignoro si habrá calle, y si la hay, qué callé será; pero veremos: nos ha salido todo tan bien, que es imposible no salvar este obstáculo. Conque sostenedme esta viga, y subiré a mirar.

Puso Diego una de las vigas arrimada al muro y don Guillén subió sobre ella, alcanzando apenas a mirar lo que había del otro lado.

—Calle es, y bueno está el lugar para el caso; no más que es preciso empalmar las dos vigas para alcanzar arriba.

—Empalmaré las vigas —dijo Diego— en tanto que vais vos por la ropa.

Don Guillén fue en busca de la ropa; pero en el camino recordó que en el mismo lienzo de pared por donde querían huir había observado poco antes una cruz y dos almenas.

Quiso saber qué sería aquello, y se acercó.

Era una fuente, y el muro estaba más bajo por allí.

Volvióse inmediatamente donde estaba Diego y le dijo:

—No hay necesidad de ese trabajo: cargad una viga, que he encontrado mejor lugar.

Diego cargó con la viga y llegó hasta la fuente.

—Colocad esa viga, derecha sobre el brocal de la fuente, y arrimada al muro —dijo don Guillén.

Diego obedeció.

—Sostenedla.

Diego la sostuvo.

Ligero como un gato, trepó don Guillén, y montó sobre el muro.

Entonces Diego le dio una de las cuerdas más gruesas: con ella subió don Guillén los dos líos de ropa, que colocó entre las almenas, y luego ató esa cuerda de una de aquellas almenas y se descolgó por ella hasta la calle.

En aquella hora no se sentía el menor rumor de gente en la calle.

Diego subió al muro, y desde allí arrojó los líos de ropa que don Guillén recibió en las manos, evitando que cayesen al suelo y causasen algún ruido.

—Ahora voy yo —dijo muy bajo Diego.

Y comenzó a descolgarse por la cuerda.

Pero la cuerda no era muy fuerte, y, además, se había cortado con el roce de la almena a que estaba atada, de manera que apenas Diego cargó sobre ella el peso de su cuerpo, cuando se reventó, y el hombre cayó pesadamente a la calle.

—Jesús —exclamó al caer.

—¿Os habéis hecho mucho mal? —preguntó don Guillén espantado.

—Algo —contestó quejándose Diego— pero no tanto que no pueda andar.

—Pues vamos.

Don Guillén ayudó a Diego a levantarse, y tomó cada uno de ellos un lío.

La calle adonde habían salido era la calle de la Perpetua, llamada entonces calle de la Cárcel Perpetua, porque a ella caían las ventanas de la puerta del edificio de la Inquisición, en donde encerraban a los presos condenados a cárcel perpetua.

Don Guillén y su compañero se dirigieron al centro de la ciudad, tomando por la calle de Santa Catalina.

Al llegar a la calle del Reloj sonaron las tres de la mañana.

Don Guillén había calculado ocho horas desde comenzar el trabajo hasta llegar a la calle, y exacto fue su cálculo.

De las cinco de la tarde a las seis, una hora, para quitar la reja interior del calabozo.

De las ocho de la noche a las tres de la mañana, siete horas empleadas en la fuga.

Son ocho horas.

Admira verdaderamente la previsión y el talento de aquel hombre.