IX

Continuación del anterior

Todo estaba ya dispuesto para la fuga; pero don Guillén era un hombre precavido y astuto por demás.

Necesitaba hacer una prueba, y saber si el tiempo con que podía contar era suficiente para ejecutar todas las operaciones que tenía que hacer, aserrando las rejas y rompiendo las chapas de las puertas.

Y ésta no era una precaución inútil: si el tiempo faltaba, si la mañana les sorprendía en la operación, no les quedaba otro recurso que volverse al calabozo si no querían ser aprehendidos en los patios: en el primer caso, aun cuando las sospechas no recayeran sobre ellos, todo el trabajo y toda esperanza eran perdidos. En el segundo, la suerte que les aguardaba era espantosa. Don Guillén, que comprendía todo esto, quiso hacer una prueba.

A las doce de la noche encendió un brasero, puso al fuego los hierros, y tomando una tabla de su cama hizo en ella un agujero capaz de dar paso a la viga que tenía que sacar por el cubo de la ventana del callejón.

Diego Pinto entretenía el fuego y cuidaba de los hierros; don Guillén trabajaba.

Cuando cayó el último trozo de madera eran las dos.

Dos horas se habían empleado en aquella operación.

—Don Guillén —dijo Diego— dos horas ya es demasiado.

Don Guillén no contestó: inclinó la cabeza, púsose el dedo en la frente, y comenzó a hablar tan bajo que Diego no comprendió lo que decía.

—¿Estáis rezando?

Don Guillén hízole seña de que callase y no le distrajese.

Por fin, después de un largo rato, exclamó alegremente:

—Magnífico, magnífico: dadme un abrazo.

—¡Un abrazo! —dijo Pinto.

—Sí, un abrazo, porque el éxito es seguro.

Y don Guillén estrechaba con efusión a Diego entre sus brazos.

—Pero explicadme —decía éste— quiero participar de vuestra alegría.

—Oíd: por el tiempo que he tardado en cortar ese trozo de madera, calculo exactamente que necesitamos ocho horas para todo lo que tenemos que hacer; esto es, quitar la reja interior de la ventana de nuestro calabozo, romper las de madera que caen al patio, salir al pasillo, cortar la reja de madera del portón, arrancar la cerradura de la puerta del corredor donde están las ventanas que caen al jardín, cortar las rejas y cubos de estas ventanas, pasar a ese jardín y saltar a la calle.

—¡Ocho horas para todo eso!

—Sí: de manera que comenzando la obra a las ocho de la noche, a las cuatro de la mañana saltaremos a la calle, hora muy a propósito, porque no hay ya rondas y porque saliendo al otro día de la Noche Buena, la gente, cansada de esa noche, dormirá tranquilamente.

—¿No os parece mejor que sea en el mismo día de Noche Buena?

—De ninguna manera: la gente en esa noche sale a la misa de Gallo, y anda toda la madrugada en la calle, y corremos más riesgo.

—Tenéis razón, al día siguiente será mejor.

Durmiéronse entonces, y era ya cerca de amanecer.

Al otro día, don Guillén dijo a Diego Pinto:

—Como se acerca ya la ocasión, es preciso no perder tiempo: tengo yo gran necesidad de escribir, y os voy a dar una comisión.

—¿Cuál es ella?

—Pues, encargaos de hacer una escalera de las dos vigas, abriéndoles muescas cada media vara, pero alternadas de uno y otro lado, a fin de que nos sea fácil subir.

Diego Pinto se puso a trabajar en esto, mientras don Guillén escribía, y así se pasaron dos noches.

Terminado aquel trabajo, don Guillén se dedicó a fabricar cuerdas; una gruesa y fuerte para descolgarse por ella, y las otras delgadas para atar las vigas y descolgar la ropa que debían llevar.

Para hacer estas cuerdas, rasgó primero dos sábanas, pero no le fueron suficientes; rompió una camisa, y luego la funda de una almohada, y aún no fue bastante.

Entonces Diego dio dos sábanas, y quedaron hechas las cuerdas.

Había llegado el momento de comenzar la obra.

El primer trabajo era el de la reja de hierro interior del calabozo.

Se necesitaba trabajar de noche, y la luz podía verse desde el patio.

Don Guillén salvó el inconveniente cubriendo la ventana con un jubón viejo que impedía que se viese la luz.

Podía oírse el ruido de la argamasa y de las piedras que rodaban arrancadas del muro.

Al pie de la ventana colocó don Guillén gran cantidad de paja.

Podían escuchar el ruido del trabajo.

Don Guillén tenía la precaución de no trabajar sino cuando había movimiento de gente en las habitaciones superiores.

La reja, como había dicho a Diego Pinto, estaba falsa, y aun podía un hombre deslizarse bajo ella; pero era preciso arrancarla del todo para pasar la escalera.

Y aquella operación duró tres noches, porque las piedras arrancadas volvían a colocarse y a cubrirse las grietas con lodo, y a pintarse con ceniza, para que no conociera nada el alcaide.

Entretanto, y durante las horas del día en que no podían trabajar, don Guillén no cesaba un momento de discurrir acerca de la fuga y de cuanto se les podía ofrecer aun después de efectuada.

Una mañana dijo a Diego Pinto:

—¿Sabéis que en caso, que es seguro para mí, de efectuarse nuestra evasión, puede faltarnos el dinero, tanto en el camino como en el lugar adonde vamos?

—Es posible.

—Más que posible; casi seguro.

—Pero eso sí que no tiene remedio.

—¡Vaya, que sí le tiene!

—No le alcanzo.

—No le alcanzáis, porque vuestros alcances no son muchos.

—Siempre estáis insultándome.

—Dejad eso y oíd lo que importa: tengo ahorrados algunos reales de mis raciones, en poder del ayudante del alcaide Hernando de la Fuente, y con esos dichos reales encargarle pienso al mismo Hernando me compre algunos efectos que llevaremos, y que venderse pueden lejos de México quizá a doble precio, con lo cual se consigue duplicar el dinero, y quizá así pueda alcanzarnos.

—Perfectamente: razón tenéis en decir que no son mayores mis alcances, porque ni aun había pensado en ello.

Ese mismo día entregó don Guillén a Hernando de la Fuente una pequeña memoria de lo que quería que le comprase.

No era por cierto una gran factura.

Veintidós varas de Gante. (Ignoro qué género sería éste).

Puntas y puños para dos valonas.

Un peso de hilo.

Unos calzones de jergueta.

Unas medias calzas de seda azul.

El proceso no dice cuánto importaba la compra; pero consta que al siguiente día don Guillén tenía en su poder todas aquellas cosas.

Inmediatamente formó con esto pequeños líos para poder con más facilidad llevarles a cuestas.

Pero don Guillén no se conformaba con huir de la prisión como un hombre vulgar. Quería que aquella fuga se supiese en toda la ciudad, y en toda la Nueva España si era posible.

Pensaba en aquellas mujeres que tanto le habían amado, y que después de tantos años quizá le habrían olvidado enteramente.

Causar así un escándalo al fugarse de la Inquisición, era obligar a toda la ciudad a ocuparse de él, era hacer que su nombre perdido volviese a sonar en los oídos de aquellas mujeres, si aún vivían.

Su amor propio le aconsejaba que no perdiese aquella ocasión para probar que él había tenido bastante inteligencia y bastante audacia para huir de la Inquisición, cosa que en aquellos tiempos pasaba casi por fabulosa.

La fuga sin aquel aliciente, no llenaba completamente el ánimo de don Guillén.

Fijo en ese pensamiento, se puso a escribir unos grandes carteles que pensaba fijar la misma noche de su salida de la cárcel en los principales lugares de la población.

En ellos desafiaba a los inquisidores, y les insultaba terriblemente.

Además, escribió una larga carta al virrey, denunciándole cuanto pasaba en la Inquisición.

En estos escritos se nota algo del pensamiento extraviado de un hombre próximo a perder el juicio.

Y a fe que no faltaba para ello motivo a don Guillén: su larga prisión, su triste soledad durante los primeros años, las terribles escenas que precedieron a su aprehensión, el recuerdo de aquellas mujeres, el cambio repentino y espantoso de su vida, y los atroces sufrimientos que había tenido que pasar en las cárceles secretas, todo era más que suficiente para alterar el cerebro mejor organizado.

Además, don Guillén era hombre de imaginación ardiente y vigorosa, y la imaginación es el más cruel de los verdugos para los desgraciados.

¡Qué horrible es el cuadro del sufrimiento, del peligro, del desengaño o de los celos, desarrollado por una imaginación viva durante las eternas horas del insomnio!

Se ilumina con todos los colores que entristecen; se multiplica con todas las fases que atormentan; se fija con todos los detalles que martirizan.

Y en medio de aquella infernal fastasmagoría, se adivina tras aquel cuadro otro más espantoso en el porvenir, y el alma se cierra a la fe, y el corazón a la esperanza, y la inteligencia al raciocinio.

¡Qué lejos se ve la muerte! ¡Qué larga y qué pesada la cadena de la vida!

¡Cómo esa última hora que en otros días nos hace temblar se mira consoladora y dulce!

Y se suspira por ella.

Y entonces la muerte no es el espectro que aterra, sino la dulce madre que viene a arrullarnos entre sus brazos, a calmar nuestro profundo sentimiento, a enjugar el llanto de nuestros ojos, a romper esos vínculos de hierro candente que nos atan a un mundo de sufrimientos.

¡Dichoso el que en ese momento sintiera que la vida le abandonaba!

Experimentaría la misma sensación de felicidad que el hombre aprisionado por un monstruo que recobrara su libertad repentinamente.

Porque la vida no es en si más que un monstruo armado de esos cien mil venenosos aguijones que se llaman el dolor, y con los cuales se complace en martirizar a sus víctimas.

No es la muerte la que lucha por sacrificar a la humanidad, es la vida la que hace terribles esfuerzos por conservar su presa, robándola a la eternidad para entregarla al tiempo.

Y como el cordero lame la mano y el cuchillo que van a herirle, el hombre también ama la vida.

El suicidio tiene de repugnante, lo que tendría la acción de un hombre que se salvara de una gran catástrofe dejando abandonados a sus padres y a sus hijos.

El suicidio en los que tienen aún sobre la tierra personas que les amen, es la ingratitud, es la deserción en el amor; es peor que todo eso: es el egoísmo.

Si fuera posible morir con lo que se ama, la muerte sería verdaderamente apetecible.