VIII

El trabajo

Luego que la noche cerró y que cesó todo ruido, y don Guillén tuvo seguridad de que nadie llegaría a sorprenderle, despertó a Diego Pinto, que dormía profundamente.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Diego.

—Es necesario comenzar a trabajar —contestó don Guillén.

Diego Pinto no replicó, y levantóse inmediatamente.

—Ante todo —dijo don Guillén— ocupémonos de hacer la escalera.

—¿Con las tablas de vuestra cama?

—Parécenme mejor las de la vuestra, que son nuevas, que no las de la mía, que por viejas están apolilladas, y pueden romperse fácilmente.

—Manos a la obra.

Las tablas que formaban la cama de Diego eran nuevas y estaban sólidamente clavadas.

Comenzaron a forcejear por levantarlas el uno y el otro alternativamente o reunidos; pero les fue imposible.

—Todas son dificultades —exclamó Diego, dejándose caer en la misma cama, sudoroso y fatigado.

—No hay que desesperar —contestó con calma don Guillén— dejadme pensar: no hay desdicha contra constancia.

Y permaneció meditando durante un rato, golpeando suavemente con el dedo índice de su mano derecha su blanca dentadura, como un hombre que busca una idea perdida.

—¡Eureka! —exclamó de repente.

—¿Qué? —preguntó con asombro Diego Pinto, que por la primera vez en su vida oía la exclamación de Arquímedes.

—Que ya salvé la dificultad —contestó sonriéndose don Guillén.

—Como decíais una palabra tan extraña, pensé que os volvíais loco. ¿Qué habéis pensado?

—Con el pestillo de mi caja desclavamos las tablas.

—¿Y con qué desclavamos ese pestillo?

—Ya veréis.

Don Guillén se acercó a su caja, examinó la chapa, tomó luego uno de aquellos huesos que para tantas cosas le servían, y comenzó a trabajar, procurando arrancar la cerradura.

La caja era muy vieja; la madera cedía y se desmoronaba, y con poco trabajo, aunque no sin herirse las manos, don Guillén alzó en alto el pestillo y le mostró con aire de triunfo a Diego, diciéndole:

—¡Victoria!

—Muy bien —dijo Diego— ahora descansad, que os habéis hecho mal, y trabajaré yo.

Diego, con gran ardor, estimulado por el ejemplo de don Guillén, se empeñó en arrancar con aquel pedazo de hierro las tablas de la cama.

Pero en vano luchó, se fatigó, se hizo sangre en las manos, se desesperó y juró.

Las tablas no cedían: ni una línea se apartaban de su lugar.

—Yo probaré si soy más afortunado —dijo don Guillén tomando el improvisado instrumento.

El resultado fue el mismo. Diego le miraba tristemente. Don Guillén volvió a ponerse meditabundo.

Habíanse perdido más de dos horas en aquella lucha inútil.

Entonces la meditación de don Guillén fue más larga, y Diego no le perdía de vista.

—¡Eureka! —volvió a exclamar don Guillén.

Diego ya comprendió que esto quería decir que se había encontrado la solución al problema.

—¿Que os ha ocurrido para salir del lance? —preguntó.

—Mirad.

Y don Guillén, sin dificultad, levantó una viga del piso.

—Admirable —exclamó Diego.

Don Guillén midió aquella viga, y calculando aproximativamente, dijo:

—Tiene seis varas.

—Bueno.

—No; porque el muro no tiene más de cinco, y aunque la escalera tenga que desviarse algo de la base, nosotros tenemos una estatura casi de dos varas, y no la necesitamos tan grande; además, es muy gruesa, y será necesario desbastarla para que entre por los postigos del jardín.

—¿Y con qué la desbastamos? Gran trabajo es ése.

—¡Gran falla nos hacen los instrumentos! ¿Cómo podemos suplirlos?

Y los dos volvieron a cavilar en silencio.

—¡Enteca! —dijo Diego alegremente.

—¿Qué decís? —preguntó con admiración don Guillén.

—Enteca.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Vaya ¿no es «enteca» lo que decís vos cuando encontráis una buena idea? Pues yo la encontré ahora.

Don Guillén rió con todas sus ganas.

—¡Os burláis! —dijo un tanto amostazado Diego.

—No tal, sino que contento estoy.

—Veamos vuestra idea.

—Necesitamos instrumentos cortantes, y podemos fabricar dos.

—¿Con qué…?

—Uno con la chapa de vuestra arca, el otro con una visagra de la misma.

—Y es verdad.

Un momento le bastó a don Guillén para arrancar la chapa y la visagra de la caja.

—Ahora —dijo— tomad vos una y yo la otra, y saquemos el filo con una piedra.

Cada uno tomó su pedazo de hierro, y con admirable paciencia se pusieron a pasarle sobre las piedras.

Repentinamente quedaron en la oscuridad.

—Acabóse la torcida —dijo don Guillén con tristeza.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Dormir: mañana continuará la obra; pero es necesario levantarse con la primera luz del día y arreglar el calabozo, a fin de que el alcaide nada advierta.

—Pues buenas noches —dijo Diego.

—Dormir bien —contestó don Guillén.

Pocos momentos después dormían los dos profundamente.

Muy temprano despertó don Guillén; habló a su compañero; entre los dos colocaron la viga en su sitio y arreglaron todo, de manera que cuando el carcelero llegó no notó absolutamente nada.

La operación de sacar filo a los dos pedazos de hierro no fue tan sencilla, pues ocupo casi todo el día; pero en la noche estaban listos.

—Pueden servir para su objeto —dijo Diego examinándoles.

—No lo creo —contestó don Guillén.

—¿Por qué? Bien cortan.

—Sí, pero hierro sin acero pronto se embota.

—Volvemos a componerles.

—Sería largo trabajo y tiempo perdido; necesario es templarlos y resistirán mejor: encended un poco de ese carbón que tenemos allí.

Diego obedeció.

Don Guillén colocó en el fuego los dos nuevos instrumentos; acercó una escudilla con agua, y pasándolos de una a otra temperatura, repentinamente consiguió darles algún temple.

Probó a cortar con ellos, y se convenció de que estaban buenos.

Comenzóse el trabajo de desbastar la viga; pero en él se avanzaba muy poco a poco por lo imperfecto de los instrumentos.

Mientras duraba ese trabajo ocurriósele a don Guillén una duda.

Sabía que las ventanas por donde debían escapar caían a una casa, que, por lo que llegó a alcanzar en sus conversaciones con los alcaides y con algunos presos con quienes por casualidad había hablado en tantos años como allí llevaba, la habitaba el inquisidor don Juan Sáenz de Mañozca; pero ignoraba si lo que había calculado sería exacto y saldrían al jardín.

Su duda era grave, porque si en lugar de salir al jardín salían al patio, eran perdidos.

Esa duda no dejaba sosiego a don Guillén, que anduvo por varios días pensando el modo de salir de ella, sin encontrarlo.

Ocurrióle un arbitrio.

En la noche, y cuando ya el alcaide había hecho la ronda, tomó don Guillén agua en una escudilla y roció con aquella agua su ropa hasta humedecerla, y dejóla en el suelo.

A la mañana siguiente esperó a que abriesen el calabozo, y dijo al carcelero que entraba:

—A gran favor tendría que me permitieseis poner un rato mi ropa en el sol, que tan húmeda y fría está, que me temo una enfermedad.

—Guardad eso para otro día —contestó el carcelero— que para el día de hoy tengo mucho quehacer.

—Poco tiempo será el que se pierde si me permitís salir al patio y dejar aun cuando no sea más que este viejo tabardo que de abrigo me sirve.

Y don Guillén presentaba al carcelero el tabardo húmedo.

El carcelero puso la mano sobre aquella pieza de ropa, y parecióle tan húmeda que tuvo lástima de don Guillén.

—Seguidme, y no haréis más que dejarle y os vuelvo al calabozo.

—Es cuanto deseo: vos me le volveréis dentro de un rato.

El carcelero condujo a don Guillén al patio: allí había unas sillas viejas en donde se sentaban los presos a quienes se permitía, por orden de los médicos, salir de los calabozos a gozar un momento del calor del sol.

Don Guillén puso sobre una de aquellas sillas su tabardo, y volvió a su calabozo, siempre custodiado por el carcelero.

—¿Qué habéis adelantado? —preguntó Diego Pinto cuando estuvieron solos.

—Encuentro una nueva dificultad y no prevista por nosotros.

—¿Nueva dificultad?

—¿Recordáis que os dije que pasando por el corredor que conduce de las cárceles nuevas a las viejas, y que sale inmediatamente de este patio, encontraríamos en él las ventanas que caen al jardín de la casa de un inquisidor?

—Lo recuerdo.

—Pues he descubierto que ese corredor tiene a la entrada una gran reja de madera, que si se cierra por las noches, nos presenta un obstáculo más.

—¿Y qué pensáis que hagamos? ¿Esto hace imposible nuestro proyecto?

—De ninguna manera: para forzar esa puerta, si de noche la cierran, llevaremos un brasero dispuesto de la manera que os diré, y por medio del fuego ablandaremos la cerradura hasta arrancarla.

—Pero ¿si esto no fuese posible?

—Entonces, a prevención llevaremos empalmadas dos vigas del piso, que veis cuán largas son; subimos por ellas a la azotea, y bajamos del otro lado del jardín. Lo que importa es pasar de este patio en que estamos a ese jardín: tanto da, pues, que ese paso sea por el callejón o por las azoteas.

—Adelante: vos decís que no hay que desmayar, y os obedezco.

—Fiad en mi astucia, y todo saldrá a medida del deseo.

En la tarde, el carcelero le entregó el tabardo, que había estado tendido en el sol durante todo el día.

Estaba verdaderamente seco.

Aquella noche volvió don Guillén a humedecer el resto de sus vestidos.

A la mañana siguiente dijo al carcelero:

—Dios os premiará el gran servicio que ayer me habéis hecho, porque dormí muy bien; pero acabad vuestra obra: prestadme un cordel para colocarle en el patio y colgar en él las demás piezas de mi ropa al sol: estoy temiendo quedar baldado con tan grande humedad.

El carcelero debía estar aquel día de buen humor, porque contestó:

—Esperad un poco y preparad lo que deseáis que esté al sol, que pasada media hora volveré trayéndoos el cordel.

—Dios os bendiga —dijo hipócritamente don Guillén.

Media hora después volvió el carcelero como había prometido a don Guillén, trayendo el cordel.

—Salid —le dijo el carcelero.

Don Guillén salió, haciendo con los ojos una seña de inteligencia a Diego Pinto.

En el patio, don Guillén ató el cordel de una pared a la otra y comenzó a colgar allí su ropa, procurando tardar mucho en la operación.

El carcelero entretanto barría el patio y llevaba para regar unos grandes baldes de agua.

Cuando don Guillén concluyó de colgar su ropa, el hombre barría ya el interior de aquel corredor que causaba tantos desvelos al preso.

—Si me permitís que os ayude —dijo don Guillén— tendré gusto en corresponder el servicio que me habéis hecho.

—He concluido —contestó el otro— poco falta.

—Pero eso poco quisiera hacerlo yo para evitaros trabajo.

—Bien: entonces porque no digáis que os desprecio, traedme un balde lleno de agua.

Don Guillén no se hizo repetir la orden; tomó el balde, le llenó de agua, y fue con él a buscar al carcelero que dentro del corredor estaba.

Entonces pudo estudiar mejor aquel lugar, designado por él en sus cálculos, para hacer por allí la evasión.

Terminó el carcelero, y volvió a encerrar a don Guillén.

—¿Qué hay? —preguntó Diego.

—El corredor está tal cual os le había descrito; a la entrada la gran reja de madera y en el interior dos ventanas para el jardín.

—Entonces todo va bien.

—No tanto, que aún hay otra nueva dificultad.

—Esto es para desesperar.

—Yo no desespero. Escuchad en qué consiste esa dificultad: las ventanas están cerradas con rejas de madera; esto no es grave; pero por la parte de afuera tienen cubos formados de tablas, que no permitirán que pase la viga que debe servirnos de escalera para salir a la calle.

—Las cortaremos.

—¿Y con qué instrumentos?

—Con los mismos que servídonos han para desbastar y recortar la viga.

—Fácil sería; pero tal trabajo exige lo menos cuatro o cinco días para estar concluido, y no podemos contar más que con unas cuantas horas de la noche.

—¿Qué hacer?

—He pensado que calentando esos instrumentos hasta enrojecerles, deben cortar la madera con gran facilidad.

—Es seguro.

—Probemos.

—Probemos.

Diego Pinto encendió fuego, mientras don Guillén improvisaba para aquellos instrumentos, mangos de madera para no quemarse cuando estuviesen candentes y poderles manejar con facilidad.

En seguida puso al fuego aquellos instrumentos, y los dejó allí, hasta que les vio tomar el color rojo.

Entonces probó a cortar un trozo de madera, y lo consiguió con una facilidad extraordinaria.

Diego Pinto saltaba de gozo, y don Guillén se sentía feliz con aquel experimento; no tenían ya ni la dificultad de la puerta del corredor.

—Ahora —dijo Diego— estamos bien.

—Pero son necesarios más hierros; para que mientras se enfría uno, los otros estén en el fuego.

—Es verdad.

Don Guillén, sin esperar más, arrancó todos los hierros que la arca tenía en los ángulos y que eran hasta ocho; calentó para darles la figura que le convenía, y luego los unió de dos en dos para hacerlos más largos, sirviéndose para trabarlos entre sí, de los clavos mismos del arca.

Al fin de la noche, tenía ya cuatro cuchillos largos que templó, y a los cuales, entre él y Diego, sacaron buen filo, frotándolos contra las piedras.

A la noche siguiente don Guillén tenía una nueva invención.

—Sabéis —dijo a Diego— que el cortar las tablas del cubo se facilitaría más haciéndoles de trecho en trecho unos barrenos.

—Sí que se facilitaría el trabajo.

—Pues haremos el barreno propio para eso, y dispuesto para calentarse.

De uno de los primeros instrumentos del pestillo del arca, don Guillén logró hacer una especie de barreno a fuerza de trabajo; y para que no quemase la mano y poderle manejar mejor, don Guillén tomó un hueso de camero de los que ocultaba, y formó un mango que ató fuertemente con un lienzo, para que aunque estallase por la fuerza del calor, no se desprendiese de allí.

Todas aquellas operaciones se hacían durante la noche, sin ruido y con las mayores precauciones.

El día, en su mayor parte, le pasaban durmiendo.

Los alcaides dieron parte a los inquisidores, que el humor de don Guillén había cambiado, y que era ya uno de los presos más tranquilos y obedientes.