VII

Preparativos para la fuga

Por no fastidiar más a los lectores, he procurado compendiar, hasta hacerla sobrado diminuta, la historia que de su vida refirió don Guillén, y que consta pormenorizada en su proceso.

Los inquisidores declaraban que esa historia era un tejido de embustes y falsedades; pero lo que hay de notable es que don Guillén conocía a toda la grandeza de España, y que la Inquisición general tomó grandísimo empeño en la secuela de esta causa, y quiso que por cada correo se le remitiesen noticias del estado que ella guardaba.

Don Guillén no fue un procesado vulgar a quien acobardaran con tormentos, y cuya causa pudiese seguirse sin dificultades.

Tan audaz como instruido, desde el fondo de su calabozo escribía a los inquisidores defendiéndose con una inteligencia admirable, atacando los procedimientos del tribunal y entablando recursos que más de una vez pusieron al fiscal en compromiso.

Escritos hay de don Guillén que ocupan quince y veinte pliegos, y en esos escritos un número increíble de citas en casi todos los idiomas, de los Concilios, de los Santos Padres, de las Escrituras sagradas, de los intérpretes, de los comentadores, de los moralistas.

Y con todas esas citas mezcladas también muchas de filósofos griegos y romanos, de historiadores y de poetas, tanto antiguos como modernos.

Y lo que más admirable es que don Guillén no tenía un solo libro en su prisión; que había pasado allí más de ocho años cuando tales escritos ponía, y que pasados estos a los fiscales y calificadores, declararon solemnemente que todas aquellas citas eran exactas y fielmente sacadas, y no llegaron, a pesar de su escrupulosa diligencia, a encontrar más qué una sola palabra latina que don Guillén había cambiado.

¡Asombrosa muestra de erudición y de buena memoria!

Don Guillén en su calabozo escribía versos, generalmente en latín.

Forman un grueso volumen estas composiciones; pero como el hombre no tenía papel, ni tinta, ni pluma, escribía en las sábanas, valiéndose de un hueso de ave, y supliendo la falta de tinta, unas veces con sangre de sus venas y otras con el humo de la torcida de sebo que le daban para alumbrarse, y que él recogía en un pedazo de una escudilla rota.

Los inquisidores hicieron sacar copia de aquellos versos cuando les descubrieron, y esa copia se agregó a la causa.

Pasaron varios días después de que don Guillén contó su historia a Diego Pinto, y éste, sin comprenderlo, comenzó a estar completamente dominado por su compañero, a tal grado, que ni aun se atrevía a preguntarle quién era su padre, cosa que don Guillén había callado.

Una mañana don Guillén dijo a Diego:

—Paréceme que es necesario ya tratar seriamente del modo de escapar de aquí, porque estos inquisidores crueles y malvados no pararán hasta matarnos.

—Imposible me parece —contestó Diego— eso que pretende vuesa merced.

—¿Imposible? Pocas cosas son imposibles en la vida.

—¿Pues qué medio piensa vuesa merced para conseguir la fuga?

—Algunos había discurrido; pero la desgracia me ha presentado obstáculos.

—¿Podrá vuesa merced decirme alguno de esos medios?

—Había logrado hacer alguna amistad con el alcaide Marañón, y recordáis que le convidé una noche a que cenase con nosotros una gallina, y echase un buen trago.

—Recuerdo eso.

—Bien: pues yo trataba de embriagarle, y apoderarnos entonces de las llaves y dejarle aquí encerrado.

—En llegando al patio no pasaríamos de allí.

—Ya hubiéramos visto el cómo llegábamos a la calle; pero enfermóse Marañón, y Hernando de la Fuente, que le sustituyó, no quiso hacer con nosotros relación.

—Vale más; que ese plan me parecía tan expuesto como difícil de realizarse.

—Ahora tengo otro que me parece mejor.

—¿Y cuál es?

—Mirad: tenemos en primer lugar, una ventana con rejas dobles: la interior, que da para nuestro calabozo, es de hierro; la quitamos.

—¿Con qué instrumentos? No contamos ni con una lima.

—No tocamos el hierro, sino que en derredor vamos rascando el muro hasta desquiciar completamente la tal reja.

—Operación sería esa de mucho tiempo, y además se conocería el trabajo por el hueco que iba quedando en derredor del marco.

—Hacedme la gracia de examinar.

Diego Pinto subió sobre la cama de don Guillén, y se acercó a la reja; movióla suavemente y lanzó una exclamación.

La reja estaba desquiciada.

—Veis —dijo don Guillén— tal trabajo he podido hacer en los ratos en que dormís de día, sin que nada hayáis advertido: esto os probará que los alcaides no advertirán nada.

—Pero ¿cómo tal cosa habéis llegado a hacer? ¿Con qué instrumento?

—Poco a poco y con los huesos que apartaba de mi comida he llegado a alcanzar ese resultado.

—¿Y cómo es que no se conoce, ni se echa de ver nada?

—Fácilmente: arrancada una piedra, volvía yo a colocarla en falso, y para mayor disimulo, las grietas las cubría con lodo, y para que ese lodo tomase el color de la pared le puse encima ceniza; y ya lo veis, ni vos mismo que vivís conmigo lo habéis notado.

—Me causa asombro vuestra destreza; mas consiguiendo arrancar esta reja ¿cómo se puede salir, arrancar la otra, atravesar los patios y llegar a la calle?

—Escuchad: el cubo de esta ventana es angosto y forma un codo, lo cual hace difícil la salida, porque se tiene necesidad de doblar el cuerpo de un modo especial para deslizarse; pero yo he encontrado ya la manera de hacerlo: mirad.

Y don Guillén se tendió sobre su cama y comenzó a doblar su cuerpo de modo que Diego Pinto comprendió que fácilmente se podía salir así por aquella ventana, que para mayor seguridad tenía en el cubo la forma de Z imperfecta, a fin de que los reos recibieran la luz sin ver lo que pasaba fuera, y no tuvieran esperanza de salir de allí.

Esa Z tenía dos rejas; de hierro la que estaba en el calabozo; de madera la que caía para el patio.

Ya don Guillén había logrado arrancar la primera.

—Bien —dijo Diego— ¿y la otra reja?

—Ésa es de madera, y podemos romperla o cortarla fácilmente: está vieja y apolillada, y yo he llegado ya hasta ella, y no me parece que sea difícil forzarla.

—¿Llegado habéis hasta ella?

—Sí.

—¿Cómo?

—He quitado ésta, y moviendo el cuerpo tal cual os he mostrado, llegué hasta mirar el patio.

—¿Y cómo no os vi en esa operación?

—Era de noche y dormíais como un bienaventurado, sin pensar en que yo trabajaba por la libertad de los dos.

—¿Por qué no me llamasteis en vuestro auxilio?

—Aún no tenía yo confianza en vuestra lealtad y decisión, pues que todavía hace poco me tratasteis de «vuesa merced», lo que no prueba mucha intimidad.

—Pero ahora estoy dispuesto a todo.

—Me alegro; porque yo os respondo del éxito.

—Franqueando la ventana ¿adónde vamos?

—Estando preso los primeros días, en lo que aquí llaman las cárceles nuevas, Pedro de Cangas, el alcaide, me llevó al Tribunal a dar una declaración: entonces, por el callejón que pasa de las dichas cárceles a las viejas, me asomé a una ventana que en él había, y observé que caía a un jardín: este jardín tiene una tapia baja, y esa tapia cae para la calle, porque frente de ella descubrí una casa; luego entre esa tapia y aquella casa está la calle.

—Muy bien pensado.

—Pues no hay mucho que pensar: puestos en el patio, cortaremos las dos rejas del patio que dan al jardín y que son de madera.

—Y llegando al jardín ¿cómo saltar a la calle?

—Con una escalera.

—Loco estáis: ¿dónde hallar esa escalera?

—Arrancaremos dos tablas de mi cama, y colocadas una con otra, atadas con un cordel, nos darán la altura necesaria para subir hasta el borde de la tapia: una vez allí, pasamos nuestra escalera al otro lado, y estamos en la calle.

—Admirablemente pensado.

—Detiéneme, sin embargo, una cosa.

—¿Cuál es ella?

—Que como ha tantos años que estoy preso, no conozco en México una casa, rica o pobre, adonde podamos ocultarnos mientras salimos de la ciudad.

—No me había ocurrido eso.

—¿Vos no conocéis alguna persona que nos diera hospitalidad?

—Conozco en el rumbo de Monserrate, y en uno de aquellos callejones, un hombre que nos puede servir.

—Buen rumbo para ocultarse.

—El peligro está en que viva ahora allí; porque su ocupación es trajinar con cargas a la tierra adentro, y fácil sería que estuviese ausente.

—¿Y será hombre de todo secreto?

—Sí que lo es.

—¿Y es solo o tiene familia?

—Casado es y tiene hijos.

—En tal caso, aunque se halle ausente podemos llegarnos a su casa, y allí permanecer mientras nos consiguen caballos para salir de la ciudad.

—Es cierto.

—Y si a salir llegamos ¿adónde os parece que debemos dirigirnos?

—En primer lugar, debemos de irnos hasta Otumba, en donde tengo yo amigos y parientes que nos darán cabalgaduras.

—¿Y de allí?

—Por el monte, caminando de noche, hasta cerca de Querétaro.

—¿Con qué fin?

—Sé por un compañero de cárcel que tuve, que cerca de Querétaro, por el lado de la Sierra, hay una ranchería de mulatos cimarrones; que por las noches se retiran a los bosques y viven seguros, y nadie les persigue.

—No es mal pensamiento.

—Si no os agrada el rumbo, hay también por Veracruz otro pueblo de negros, llamado de San Antonio; y esto lo sé por otro compañero de cárcel que tuve, llamádose Fonseca.

—Todo está pues previsto, y no hace falta más que el trabajo.

—¿Y los instrumentos?

—Yo los proporcionaré si dispuesto estáis a trabajar con ardor.

—Tanto como vos.

—En tal caso, desde esta noche comenzamos; que el alcaide no debe tardar mucho tiempo en venir, y no sería prudente hacer nada hasta después del registro.

Los dos tomaron entonces el aspecto de mayor indiferencia que les fue posible, porque se escuchaban los pasos del alcaide que hacía su ronda, y entregaba las torcidas con que se alumbraban los presos.

Entró por fin al calabozo de don Guillén, registró como de costumbre, entrególe la vela y salió.

Don Guillén y Diego se levantaron inmediatamente para poner manos a la obra.