VI

Una interrupción

Miraba Diego Pinto a don Guillén con grande admiración, y le parecía que aquel hombre tomaba proporciones gigantescas a sus ojos.

¡Imberbe, de catorce a quince años, mandando una escuadra de piratas!

Bravo debía ser el hombre que a esa edad derrotaba a una armada francesa, y hacía prisioneros unos navíos y salvaba a España de una invasión.

Y Diego Pinto le miraba, y le volvía a mirar, y no se cansaba de contemplarle, y pensar que si tal iba la historia de aquel hombre hasta los diez y seis años, en el resto de su vida debía haber hecho maravillas.

Notó don Guillén desde el principio la buena fe con que le escuchaba su compañero de prisión, y no dejaba de sentirse orgulloso.

Mucha parte de la historia de don Guillén fue repetida por Diego Pinto a los inquisidores, algunos años después.

«Y sus señorías declaran solemnemente que es un tejido de imposturas».

A pesar de todo, el fiscal del Santo Oficio opinó que don Guillén contaba todo aquello para fascinar a su compañero y dominarle, y disponer de su auxilio a la hora de la fuga.

Mentira o verdad; sin embargo, todo cuanto don Guillén contó, creyó Diego Pinto.

Obstinado en un principio en no hablar, Diego se encontró al fin dominado por su audaz compañero de prisión.

Realmente aparece de la narración de don Guillén, que no sólo trataba de conseguir la ayuda de Diego en su empresa, sino que le impulsaba a hacerla, el deseo de aparecer ante sus ojos como un hombre de alta importancia política y social.

Mísera condición humana, que busca el aplauso en todos casos, y que procura la adulación y lisonja por todas partes.

Y así, sea en medio de una nación, como en el seno de una pequeña familia, como en una prisión donde no hay más que un oyente, siempre el hombre tiende a parecer grande.

Goza el hombre con arrancar un aplauso, la mujer con oír una galantería, aunque el uno y la otra conozcan que es la lisonja la que se hace oír.

Locura de la que ni la misma vejez puede librarnos.

Obsérvese a un anciano: el respeto es para él lo que el amor para los jóvenes; como éstos sueñan en causar pasión, aquél en infundir respeto.

Reflexionando bien, hay tanta coquetería en la rizada cabeza de una joven como en la blanca cabellera de un viejo.

Inútil parece decir la razón.

Ambos procuran impresionar agradablemente a los demás: la joven, despertando una ilusión; el anciano, un sentimiento de veneración.

Mientras más se medita en esto, más débil se siente a la humanidad.

Instigados por ese deseo de encontrar un aplauso, los hombres se arrojan a los peligros más espantosos, y a poco tiempo el mundo les olvida.

Tienen razón los enamorados cuando reconcentran su mundo en su amor: pensando siempre el uno en el otro, están siempre aplaudiéndose mutuamente, y siempre contentos de sí mismos.

Éstos son los seres menos ofensivos.

Serán quizá locos; pero es una locura mucho mejor que la de la guerra.

Otros buscan el aplauso de un pueblo vertiendo torrentes de sangre: éstos son locos feroces.

Refiere la historia que el templo de Diana se quemó por uno que buscaba la inmortalidad: éste era un loco tonto.

Oscuro debió quedar el nombre de este loco en castigo de su maldad; pero más loca la historia, se empeña en conservar ese nombre.

No había interrumpido don Guillén su relación; pero como se detenía para explicar a Diego Pinto algunas cosas que él no comprendía, llegó en esto la hora en que el carcelero acostumbraba presentarse, y don Guillén calló a pesar de la impaciencia de Diego, que deseaba llegar al término de la narración.

Ocupáronse ambos, o al menos fingieron hacerlo, en arreglar cada uno de ellos su pobre lecho, y en esa tarea les encontró el carcelero a su llegada.

Miró el hombre lo que hacían, dejóles el alimento y volvió a salir, oyéndose el ruido de las llaves que cerraban la puerta.

—Estoy ansioso de oír lo que falta de la relación de vuesa merced —dijo Diego— que según ella pinta, debe ser muy interesante.

—Os aseguro que otra tal no habréis oído en todos los días de vuestra vida —contestó don Guillén.

—Lo creo, y por tanto suplico a vuesa merced me haga la gracia de continuar.

—Vuestra impaciencia os hace olvidar que ha llegado ya la regia comida con que nos obsequian los nobles inquisidores: gustemos de ella, y luego continuará la interrumpida narración.

Don Guillén comenzó a tomar sin gran disgusto aquella miserable comida de que tanto se burlaba.

Diego le imitó, y ambos concluyeron casi al mismo tiempo, saboreando el agua con la misma satisfacción que podrían haberlo hecho con un vaso de magnífico vino.

—Estamos listos —dijo don Guillén.

—Sentémonos —contesto el otro— y continúe vuesa merced.

—Justamente es la oportunidad de las historias: la sobremesa. ¿En qué íbamos de la mía?

—Acababa vuesa merced de plantar su tienda en la playa.

—Muy bien dicho

—Al día siguiente vuesa merced amaneció ya en ella.

—Sigo, pues, con mi relación.

«Pues, como decía yo, aquella costa era desierta porque nadie la habitaba; pero esto no impedía el que por allí se acercasen algunos hombres, no de la mejor vida, y con los cuales manteníamos relaciones de comercio, porque ellos nos proveían de víveres en cambio de nuestras presas, que no necesitábamos para nosotros.

Ocultos en aquellas tierras había no poco número de tales amigos, que en cuanto sabían que uno de nuestros navíos llegaba, se presentaban a ofrecer sus servicios.

Recordaba yo bien todo esto, y de uno de estos hombres determiné valerme para encontrar camino y dirigirme al interior del país.

Quería yo llevar conmigo todas mis riquezas, o al menos la mayor parte, pues ellas me servirían como de un pasaporte para ser bien recibido en todas partes.

Unos tras otros, fueron llegando en aquellos días hombres con víveres, y nos proveyeron de lo más necesario para la vida, y aun algunos se quedaron a pasar algunos días con nosotros.

Esperé hasta encontrar uno que me pareciera digno de poner en él mi confianza, y no tardé en encontrarle.

Tuve primero necesidad de emprender con él largas conversaciones para saber si era conocedor de la tierra, si era discreto, y si podría traer acémilas para conducir mis cargas y para llevarme a mí, porque no tenía yo deseos de emprender la marcha pie a tierra.

Era un mozo muy listo; comprendió perfectamente mis intenciones, y me prometió arreglarlo todo a medida de mi deseo.

Aun cuando aquel hombre no tenía acémilas de su propiedad, no se le dificultó mucho conseguir que le alquilasen algunas en que sus compañeros habían traído víveres para nosotros.

Dispuestas así las cosas, guardé todas mis alhajas, mi ropa y mi dinero en cuatro cajas que saqué del navío con pretexto de que me sirvieran de asiento en mi tienda, y fijamos la noche de la salida.

Oscureció, avanzó la noche, apagáronse las luces y fingí acostarme; pero en realidad ni me desnudé siquiera.

Reunióse el guía con dos o tres amigos y llegó cautelosamente hasta mi tienda: cargaron las cajas en los machos, diéronme una cabalgadura y partimos sin hacer el más leve ruido.

Os aseguro que cuando me vi lejos de aquellos piratas, respiré con tanto placer como si hubiera escapado de una prisión.

Os hago gracia de no contaros cuanto pasé en el camino hasta llegar a San Lúcar de Barrameda, en donde encontré al duque de Medinaceli, a quien obsequié con algunas de las preciosidades que había yo traído, y él, en compensación, dióme cartas para todos sus amigos.

Atravesé así muchas tierras de España y Francia; llegué a Nantes; allí me embarqué para Santander, y de ese puerto paséme a Portugalete con ánimo de ir a Santiago de Galicia a estudiar allí, como lo verifiqué, la facultad de filosofía.

Estando yo por aquellos rumbos y en un puerto que llaman del Dean, vi llegar una mañana tres navíos, que al punto de mirarlos sentí que un vuelco me daba el corazón.

Observéles con mayor cuidado, y no me cupo ya la menor duda de que eran aquellos los tres navíos ingleses piratas que habíamos dejado en alta mar, y que sin duda no habrían podido reunirse con el otro.

Entonces sentí que mi corazón guardaba un inmenso cariño para aquellos hombres; comprendí que la perdición de su cuerpo y de su alma era segura, si no abandonaban aquella tan peligrosa carrera, y determiné sacrificarme, si posible era, por salvarles.

Llevaba yo buenas relaciones con los padres franciscanos de un convento cercano; reduje a tres de ellos a acompañarme, y saltando en una falúa, nos dirigimos al navío mayor de los tres, en el cual sabía yo que se acostumbraban reunir los capitanes.

Grandes extremos hicieron al reconocerme: los cuales expliqué a los religiosos, que no comprendían el inglés, diciendo que eran causados porque yo había sido su prisionero.

Referíles que yo estaba arrepentido de mi vida anterior, reprobé su conducta, y les hablé con tal acierto durante tres días que ocuparon nuestras conferencias, que les reduje a la obediencia y servicio de su majestad el rey de España, y la santa fe católica.

Doscientos cincuenta y tantos eran aquellos herejes, y todos ellos consintieron en seguirme hasta la Inquisición de Santiago de Galicia, y allí, sirviéndoles yo de intérprete, fueron solemnemente reconciliados y absueltos por los inquisidores.

Y a pesar de tan grandes servicios al rey y a la fe, me veis perseguido y aprisionado, más que por delito o falta grave, porque yo conozco las grandes maldades de los inquisidores, sus traiciones y su ignorancia; y porque nada de ello manifieste al mundo, al rey y al papa, me quieren hacer morir en este sepulcro.

La noticia de aquel suceso no quedó en los límites de Galicia, como veréis.

Luego que terminó el negocio de los herejes convertidos, volvíme a seguir mis estudios, como colegial, en el colegio de nobles de Santiago de Galicia, y sin hacer mérito alguno de cuanto había ocurrido.

Casi no me acordaba yo de ello, cuando un día recibí un pliego que llevaban para mí dos gentileshombres, que el marqués de Mancera enviaba de orden de S. M., para que me acompañasen a Madrid, en donde el rey, sabedor de lo ocurrido, deseaba verme.

Aquellos gentileshombres, lleváronme además una gran cantidad de ducados para el avío de mi viaje.

Llegué a Madrid, y no alcanzaría a explicaros cuál me sopló la fortuna en la corte.

Fui allí alojado en la casa habitación de los Girones, en donde estuve algunos días, antes de ser presentado a Su Majestad.

Llevóme a ver antes que al rey, al Conde-duque, el señor duque de Medina de las Torres, y luego me condujo al real monasterio del Escorial, en donde Su Majestad se encontraba, y fue en nuestra compañía el señor Patriarca de las Indias.

Recibióme el rey tan placentero, que me atreví a presentarle un libro que en latín y en alabanza del Conde-duque había escrito en muy pocos días, y al cual libro intitulé: Laudes Comitis Ducis. El rey hojeó el libro, tomóme de la mano y me presentó con la reina y luego con el nuncio de Su Santidad, y dióme por grande honra una beca en el colegio del real monasterio de San Lorenzo del Escorial, con autorización de tener para mi servicio un familiar y dos criados, y dotándome para todos aquellos gastos.

Hacíame llamar el rey siempre que iba al Escorial, y mirando mi aprovechamiento, envióme de colegial mayor a San Bartolomé de Salamanca.

Continuaba yo allí mis estudios, cuando recibí orden para salir de allí y acompañar al señor Infante-cardenal, que pasaba a Flandes.

Preparábase a la sazón de llegar nosotros, la gran batalla que se dio al francés en Norlenguin.

Vacilaba el señor Infante. Hablóme, por la gran confianza que en mí tenía: aconsejéle dar la batalla: dióse en efecto, y el francés quedó completamente vencido.

Encontréme también, volviendo de Flandes, en la heroica defensa de Fuente Rabia, y allí acompañé al padre Usassi en la disposición y preparación de los fuegos que se arrojaban a los enemigos de la España.

Volvíme luego a continuar mis estudios, muy querido por mis servicios, tanto de Su Majestad como del Conde-duque y de todos los demás señores de la corte.

Por fin, Su Majestad me envió a estos reinos, con encargo secreto y de confianza, dándome órdenes para que por las cajas reales se me ministrase una gran cantidad de ducados.

Gocé de ellos algún tiempo; mas ya veis a lo que reducido me tienen las intrigas de los inquisidores, y ojalá y no acaben también con mi vida».