V

Historia de Don Guillén

(Continúa)

«El día volvió a alumbrar, y desperté con la claridad del sol: aquellos hombres habían respetado mi sueño.

Cuando abrí los ojos, me encontré aún atado, pero enteramente solo: quizá mi juventud movió a consideración a los piratas, porque todos los demás prisioneros estaban ya ocupados por ellos en las faenas de la marinería.

Yo estaba pensando cuál sería mi suerte, cuando uno de los piratas, hombre de edad avanzada, a juzgar por su barba espesa y luenga y enteramente cana, se acercó a mí y me ofreció alimento.

Buen apetito no me faltaba; el hombre tenía un aspecto amable y me invitaba a seguirle, y acepté sin dificultad.

El anciano me hizo entrar en la cámara, en la cual había ya algunos hombres, que por su traje y su aire de distinción, me parecieron los jefes de aquella armada, que entonces se componía ya de cuatro navíos, porque a los tres que nos atacaron se reunió otro, que seguramente había ido navegando en conserva y manteniéndose a la capa durante la persecución.

Presentóme en la cámara y saludé cortesmente, siendo recibido con afabilidad por aquellas personas.

Ocupé un asiento; sirviéronme de almorzar; comía yo, y aquellos hombres me observaban y se hablaban por lo bajo, pero con grande animación.

Reparé entonces que el anciano se había separado de mí y hablaba con ellos; y luego, después de un largo rato, volvióse adonde yo estaba y me dijo:

—Quedáis en entera libertad para retiraros cuando hayáis concluido, o permanecer en la cámara si así os pareciese mejor, y podéis con confianza pedirme lo que más habéis menester.

—Únicamente —le contesté yo— desearía, si es posible, que se me proporcionase algún libro, que la vida del mar, cuando no se tiene ocupación, es triste.

—Y vos no tardaréis mucho tiempo en tenerla —contestó él con una sonrisa de cariño— pero entretanto, os buscaré lo que deseáis.

Retiróse él, y quedé pensativo sobre lo que él había querido dar a entender con aquello de que no me faltaría ocupación.

En vano reflexionaba la clase de trabajo a que intentaban dedicarme: era yo joven, podía servir entre la marinería, porque yo conocía perfectamente la cabullería de maniobra; pero para eso no me habrían tratado con tantas consideraciones. Sin embargo, esto paró por inquietarme poco, porque mi genio audaz y aventurero me hacía ver un nuevo encanto en cada una de aquellas extrañas aventuras.

Navegamos con buen tiempo durante cuatro días, y en cada uno de ellos observé que crecían las consideraciones y las distinciones a mi persona, lo cual me parecía muy extraño, y más que no se me diese trabajo ninguno; antes, por el contrario, se me destinó un camarote de los más cómodos.

Al caer la tarde del cuarto día, estaba yo recostado y leyendo en la cámara, cuando se me presentó el anciano del primer día, y poniéndose respetuosamente delante de mí, me dijo:

—Cuatro navíos forman esta escuadrilla, y cada uno de estos navíos está mandado por un capitán que nada debe a los que mandan los otros, sino que todos ellos son dueños y señores de su barco y tripulación, y por propia conveniencia se han reunido en esta peligrosa carrera; pero como esto ocasiona graves y frecuentes disgustos sobre quién debe encargarse del mando de la escuadrilla, los cuatro, de común acuerdo, han convenido en nombraros jefe de todos ellos, y en su nombre tengo el gusto de anunciároslo.

El anciano debió leer en mi rostro mi sorpresa, porque tomándome de la mano, me dijo:

—Mirad sobre el puente a todos ellos esperando para saludaros y anunciar la novedad a las tripulaciones.

Instintivamente me puse en pie, siguiendo al viejo, y me presenté en el puente.

El navío que montábamos y los demás, se habían empavesado completamente, y un grito prolongado se escuchó en toda la escuadrilla, cuyos navíos estaban al habla: sonaron pífanos y tambores, disparábanse mosquetes y cañones, y yo creía estar soñando.

Sonáronme los oídos, anublóse mi vista, se aflojaron mis nervios, y creí desmayarme de emoción con tan inesperada sorpresa.

Pero la fuerza del espíritu me sostuvo: convencíme de que aquello ni era un sueño ni una burla, y hablé resueltamente a todos los que me rodeaban, prometiéndoles triunfos y botín.

Entusiastas vivas se escucharon por todas partes cuando terminé mi discurso, y la fiesta siguió toda la noche; y yo, desde ese momento, comencé a ser obedecido como el general de aquella flota.

Recorrimos los mares durante tres años con la mayor fortuna del mundo, sin haber tenido ningún contratiempo que pudiera llamarse grave.

Atravesamos por todas partes con la mayor ostentación, dando al viento nuestras banderas, negras como la noche.

Nadie osaba atacarnos: ningún buque, por velero que fuese, escapaba de nosotros, como nos decidiésemos a darle caza.

Zarpábamos o anclábamos en las costas sin temor a las escuadras de Francia, de España o de Inglaterra, y éramos, en fin, señores de aquel mar.

Aquel era mi reino, y no tenía yo juez sino en el cielo.

Me presentó la fortuna, sin embargo, ocasión de hacerle un inmenso servicio a S. M. el rey de España, con quien me ligaba un vínculo del que os hablaré a su tiempo.

Una escuadra francesa se dirigía a atacar uno de los puertos de la Península.

Era un hermoso día, y las blancas velas de los navíos franceses se deslizaban sobre el mar, destacándose en el azul del cielo como una bandada de alciones.

Resolvimos atacarla, y capeando un viento, logramos tomar a estribor el costado de su columna de viaje.

Tremolaba en la popa de nuestros navíos la negra bandera de mortal desafío, y la escuadra francesa conoció con quién tenía que habérselas.

Al aproximarnos, aquella escuadra ejecutó una maniobra rápida y precisa, pasando de la forma de columna a la de batalla escalonada.

Izáronse las banderas y los gallardetes, sonó el toque de zafarrancho; cubriéronse de humo los costados de los navíos; escuchóse la atronadora voz de los cañones, y los proyectiles pasaron silbando sobre nosotros, no sin causar algunas averías en los aparejos, y el combate se trabó espantoso.

El éxito fue completo; y cuatro horas después, unos navíos enemigos se habían ido a pique, otros estaban prisioneros, y otros echando todo trapo al viento, procuraban alejarse, fiados en que por las muchas averías que habían sufrido los nuestros, no podíamos seguirles.

Aquella victoria me convirtió en un semidiós a los ojos de los piratas, que estaban verdaderamente satisfechos de mí.

Riquezas, gloria, un dominio casi irresistible en los mares, todo conseguido bajo mi mando ¿qué más podían desear?

Brillante botín habíamos conquistado en el último combate, y encontrándome rico y fastidiado ya de aquella vida, determiné abandonar a los piratas en la primera oportunidad.

Obstáculos grandes tenía aquel pensamiento; pero estaba yo seguro de llevarle a cabo.

La oportunidad deseada no tardó mucho en presentarse.

Seguramente no se me habría ocurrido a mí coyuntura más favorable para abandonar aquella compañía, que la que el último combate nos proporcionó.

El estado en que quedó el navío que yo mandaba era deplorable, y preciso se hacía procurar su reparación, que no era no sólo necesaria, sino urgentísima.

Como había algunas costas desiertas en España, que nosotros conocíamos perfectamente, con fondeaderos, aunque no a cubierto de las tempestades sí de los ataques de los hombres, determinamos dirigir allá nuestro rumbo, dando un derrotero a los otros tres navíos para ir a su encuentro luego que las averías del nuestro estuviesen reparadas.

Ocurría desde luego la dificultad de que nuestra embarcación sola, estaba más expuesta en un ataque; pero como yo tenía ya la firme resolución de no regresar en ella, calméles diciendo, que el navío era muy velero, y muy de fiar la gente que le tripulaba.

Dejáronse convencer de mis palabras, y en cierto punto nos separamos, dirigiéndose ellos para alta mar y nosotros para las costas españolas.

En el día de aquella separación, cuidé de reunir en mi navío cuanto era de mi pertenencia y de dar mis disposiciones como si realmente esperase volver a verles.

Muchos días estuvimos acechando el momento de acercarnos a la costa sin ser vistos, y no se presentaba la ocasión.

Ya comenzaban a agotarse nuestros víveres, a escasearse el agua, y resentirse la embarcación de sus averías, cuando sopló buen viento y la mar se despejó de peligros.

Felizmente llegamos a nuestro oculto fondeadero, y echamos las anchas, disponiéndolo todo para el trabajo.

Registróse la nave, y convinimos en que sería trabajo de quince días, al menos la reparación.

El aparejo estaba en muy mal estado, y el casco, aunque no había resentido gran cosa, necesitaba algunos cuidados para que no fuese con el tiempo descomponiéndose más y más.

Vivir dentro del navío durante el tiempo que tardaran en componerle, era incómodo y, además, ese sería cuidado del capitán dueño de él.

Yo manifesté mi decisión de saltar a tierra y plantar en la costa una tienda de campaña.

Varios marineros se ofrecieron luego a servirme: botóse una lancha al agua, y en ella me transporté con todo mi equipaje.

El sol del siguiente día me encontró ya en mi nueva habitación».