La historia de don Guillen contada por él mismo
Transcurrieron varios días en aquella especie de lucha. Don Guillén procurando ganar el corazón de Diego Pinto y adquirir confianza con él; y éste, por su parte, resistiéndose a entrar en intimidad con don Guillén.
Un día, don Guillén que anhelaba el momento de entrar en conversación con su misántropo compañero, observó que éste tenía mejor humor que de costumbre, porque le oyó cantar en voz baja, cosa muy extraña en él, de continuo sombrío y silencioso.
Acababan de desayunarse: el carcelero no debía volver sino hasta la tarde, y tiempo había para departir alegremente, si Pinto tenía voluntad.
—Cada día que pasa —dijo don Guillén— bendigo a Dios, porque les tocó el corazón a los señores inquisidores para que me concediesen compañía, y compañía tan agradable como la vuestra.
—Usarced me favorece —contestó Diego— pero la verdad es que no creo molestarle en gran cosa.
—Yo estoy por el contrario, muy satisfecho; tuve una tan gran soledad. ¿Cuánto tiempo lleváis de estar preso en el Santo Oficio?
—Ahora debo tener como ocho años.
—Verdaderamente no es creíble, que estáis tan gordo y tan robusto, que no es posible que tal tiempo tengáis de estar preso; si tal fuera, vuestro color sería amarillo, vuestros ojos se habrían hundido, y os veríais tan delgado como yo, que no hace tanto que estoy aquí.
—Otros están más robustos que yo, y ha más años que gimen en prisión —contestó Pinto sonriendo— aquí no podemos decir que nos falte nada para pasarnos buena vida.
—Celosos son de la honra de los señores inquisidores; y a fe que os falta razón, que nos tratan como a fieras dañinas y carniceras: vos no queréis tener confianza conmigo y yo os la quiero inspirar contándoos mi historia, para que vos me contéis luego la vuestra.
—Estáis en error, creyendo que no tengo en vos suficiente confianza…
—Los hechos lo dirán: escuchad mi historia, si os place, que tiempo tenemos, y esto nos servirá de distracción; vos oyendo y yo contando. Escuchad.
* * *
(Cualquiera creerá que la historia de don Guillén que vamos a poner en su boca, es una ficción novelesca, porque así parece según lo fantástico de ella; pero podemos asegurar que, aunque con distinta redacción, es en los hechos la misma que él refirió a Diego Pinto, y que consta en la declaración de éste, en el proceso de don Guillén. Opinaron los inquisidores que toda esa historia era un tejido de mentiras y falsedades inventadas por don Guillén; pero como nada prueba que esa historia fuera lo que pensaban los inquisidores, y verdad como sostenía don Guillén, el autor de este libro no se atreve a inclinarse ni a una ni a otra opinión, y pone aquí la historia de don Guillén como él la refirió).
* * *
«Cuidadoso de la honra de mi nobilísimo padre, no os diré quién él fue, hasta que oído hayáis la relación de mi vida, que comenzar por el nombre y fama de quien rae dio el ser, haría que dudaseis de lo demás que tengo de referiros, y antes prefiero que encontréis grande al hijo, para que no os cause extrañeza el encontrar grande también al padre.
Ocultándoos, pues, su nombre, os hablaré de los primeros años de mi vida.
Nací en Irlanda en un lugar que vosotros conocéis y llamáis por Wesfordia, en donde mi familia materna tenía muy grandes posesiones.
Durante los doce primeros años de mi existencia no me separé del lado de mi madre, hasta que, llegando a cumplir esa edad y no teniendo ya más que aprender del ayo que hasta entonces había cuidado de mi educación, se determinó por mi familia que pasase a continuar mis estudios a Inglaterra.
Emprendí mi viaje y llegué a Londres acompañado de Juan Enescat, mi ayo, y estudié el latín, el griego y las matemáticas con el célebre Juan Grey.
Sin pensar en el peligro que corría, compuse un libro contra el rey Carlos de Inglaterra, le escribí en latín, y le comuniqué a varios caballeros de la corte.
Pero aquellos hombres no guardaron secreto; público se hizo cuanto yo escribí; la corte se alarmó, y desatóse contra mí la más triste persecución. Buscáronme por todas partes para darme muerte; y yo, después de mil trabajos, logré escapar, y conocí que no estaría seguro sino pasando el territorio francés.
Inútilmente busqué durante muchos días un navío que se hiciese a la vela, y en el cual pudiese ya trasladarme a Francia. Asolaban las costas en aquel tiempo unos piratas ingleses, y los capitanes y los armadores temían arrojarse a un viaje mientras aquellos piratas no se retirasen.
En fin, un día encontréme con un capitán que con mayor arrojo que los otros, quizá por el poco precio de su navío, o porque fiase demasiado en su buena fortuna, atrevió a hacerse a la vela, y consintió en llevarme como pasajero.
Resuelto ya a partir, me llevó a bordo una mañana, a la hora en que la marea subía, y en que comenzaba a soplar un viento favorable.
Toda la tripulación estaba lista, y esperando solamente la señal del capitán.
Al sonar el pito del contramaestre, levantáronse las pesadas áncoras, soltáronse las velas, crujieron masteleros y gavias, inclinóse la nave, hendió la proa las encrespadas olas, y comenzamos a caminar.
Teníamos hermoso tiempo; soplaba viento largo que hinchaba nuestras velas, y corríamos a todo trapo con alas y arrastraderos, haciendo hasta diez nudos por hora.
Un sol brillante se levantaba sobre el cielo limpio y trasparente; apenas se rozaba la tendida superficie del mar, y en derredor del navío saltaban los delfines mostrando sus plateados lomos entre la blanca espuma, y anunciando la felicidad.
Desaparecieron entre las brumas del horizonte las costas de la Inglaterra, y no descubría nuestra mirada aún las de Francia.
Estaba yo sobrecubierta contemplando el mar, cuando me pareció que había a la vista unas velas.
—¿Qué navíos serán esos? —pregunté al capitán, que estaba cerca de mí.
—Uno de ellos me parece de guerra —contestó él, mirando con gran atención.
—Y parece que se dirigen hacia aquí —agregué yo.
El capitán estaba pálido y no me contestó ya, sino que comenzó a dar algunas órdenes con voz aterradora.
No me cupo duda: aquellos eran los piratas. Habían descubierto nuestro navío, y comenzaban a darnos caza.
Nuestra embarcación era muy velera y el viento nos favorecía; las costas de Francia estaban ya muy cerca, y quizá podríamos llegar a ellas antes que los piratas lograran darnos alcance.
Una terrible lucha de ligereza se empeñó entre ellos y nosotros. El capitán daba repetidas órdenes, que se ejecutaban con una actividad matemática; no había un solo trapo, por pequeño que fuese, que no estuviera izado; el viento seguía soplando largo, y los mástiles se inclinaban con el poderoso impulso de las velas.
El navío rompía con tanta fuerza las olas, que el agua se levantaba a los lados de la proa en gigantescos rizos, mojando la cubierta y haciendo un rumor pavoroso, y la espumosa estela que dejábamos atrás se perdía a lo lejos en el mar.
Vanos esfuerzos: apenas comenzaban a dibujarse vagamente las costas, y ya uno de los navíos enemigos, ligero como un pájaro, estaba en nuestras mismas aguas.
Oíanse ya perfectamente los toques que daban a bordo nuestros perseguidores; distinguíanse ya las figuras de los hombres que lo tripulaban, y el brillo de sus armas hería nuestra vista.
Se pusieron al habla, y con la bocina nos intimaron rendición.
El capitán de nuestro buque conoció que estaba perdido, que no había ni la menor esperanza: comprendió la suerte que le aguardaba si caía prisionero, y prefiriendo morir ahogado a que le ahorcasen de una entena, se arrojó al mar.
Rindióse nuestra acobardada tripulación sin hacer resistencia, recogiendo todas las velas: acercáronse los piratas, lanzaron sus ganchos de acero para asegurar nuestro navío, y comenzaron a saltar a nuestro puente multitud de hombres feroces armados con hachas de abordaje y con cuchillos.
Mientras los unos abrían las escotillas y se precipitaban a las cámaras y a las bodegas, los otros se apoderaban de mí y del resto de la tripulación, que no había intentado la menor resistencia.
Inmediatamente nos trasbordaron, colocándonos a todos sobre el puente de su embarcación.
Aquello había pasado en el mayor silencio, sin escucharse más ruido que el de las pisadas de los hombres sobre los puentes y el manso golpear de las olas en los costados de las embarcaciones.
Los otros navíos de los piratas, que eran dos, llegaron poco después, y aferraron también contra el que acababan de aprisionar.
Muchas horas permanecieron allí, hasta que toda la carga de nuestro navío fue completamente transportada a los de los piratas.
Así que ellos, estuvieron satisfechos, se dieron a la vela, llevándonos prisioneros, y atados sobre el puente; de manera que veíamos el navío abandonado, aunque no con mucha claridad, pues había ya entrado la noche.
Repentinamente observé que aquel navío se iluminaba, y que algunas llamas comenzaban a asomar por las escotillas.
Entonces comprendí que le habían pegado fuego para que nadie se aprovechase de él.
Creció instantáneamente aquel incendio; el navío se convirtió en una hoguera inmensa, que alumbraba con sus rojizos resplandores una gran extensión del mar, y que debía distinguirse desde las costas de Francia.
Yo sentía una tristeza profunda, pero no abrigaba temor ninguno: los marineros cautivos que a mi lado venían, lloraban silenciosamente por su buque.
Varias veces quise hablarles, pero el centinela que nos cuidaba me impuso silencio.
Entreguéme entonces completamente a mis reflexiones, y sin sentirlo me quedé dormido».