Diego Pinto
No dejaba don Guillén de la mano el proyecto de fuga; pero llegó a convencerse de que era imposible llevarlo a cabo si no alcanzaba a tener un compañero que le auxiliase, porque lo que uno solo no podía ejecutar, entre dos sería quizá más fácil.
Tenía, pues, necesidad de proporcionarse este compañero, obligando a los inquisidores, o a pasarle a él a otro calabozo o a darle compañía; y cualquiera que fuese el hombre con quien llegase a reunírsele, don Guillén tenía la más completa seguridad de dominarle, con más o menos trabajo, hasta hacerle cómplice de su proyectada fuga.
Una mañana el carcelero observó que don Guillén no había querido tomar alimento durante la noche, y, además, que estaba inquieto, que caminaba a grandes pasos por el calabozo, que se quejaba y parecía llorar.
Cuidó el hombre de noticiar aquella novedad a los inquisidores, que le mandaron observar con mayor cuidado al preso, temiendo, por la experiencia que en ello tenían, que su larga permanencia en el solitario calabozo comenzase a turbar su ánimo y a oscurecer su razón.
Al siguiente día, el carcelero advirtió que la exaltación del preso era mayor, y como la prevención del tribunal le autorizaba, se atrevió a dirigirle la palabra.
—Santos días le dé Dios —dijo el carcelero.
—También así os los deseo —contestó don Guillén.
—Agitado os he visto de algún tiempo acá: ¿sentís, por desgracia, alguna enfermedad oculta?
—Si eso fuera no me apenara tanto, que poco importa la salud corporal a quien conoce que el hombre no es más que saco de dolores y fuente de lágrimas: mal me siento en el espíritu, y sólo en Dios, y después en sus señorías los inquisidores, espero remedio.
—Ojalá que el tal remedio en mi mano estuviese; pero como ignoro el mal que padecéis, también ignoro cuál será la medicina.
—No me parece difícil el remedio, si vos queréis hablar en mi favor a sus señorías.
—Resuelto estoy a endulzar vuestra desgracia, porque conozco cuánto debéis sufrir; y además, espero y confío en la acostumbrada benignidad y caridad cristiana, que distingue a sus señorías.
—Yo también; y os confesaré mi mal. Es el caso, que quizá con tan largos sufrimientos y tan cansada y triste soledad, he comenzado a sentir en mi alma terribles desconsuelos: me parece que estoy ya muerto, que no hay esperanza para mí, que jamás volveré a ver la luz del sol; siento que mi cuerpo y mi salud decaen, que el espíritu me abandona, que estoy enteramente solo y abandonado sobre la tierra, sin que haya un hombre siquiera que me considere como a su prójimo —decía don Guillén fingiendo llorar.
—Santísima Virgen —decía el carcelero tratando de consolarle— no creáis tal, que este santo tribunal os mira a todos los presos con ojos de misericordia, y como un tiernísimo padre que sólo procura la enmienda del hijo extraviado y su salvación; pero nunca su muerte.
—Además —continuó don Guillén serenándose un tanto— he sido en estas noches víctima de horribles y diabólicas visiones, que, sobrecogiendo mi corazón, hanme causado largas horas de pavor.
—Dios nos asista —exclamó el carcelero santiguándose.
—El demonio me tienta con el espíritu del miedo; algunas veces me despierto convulso y sofocado, con la frente inundada de sudor y el cuerpo frío como el de un difunto: siento sobre mi pecho el peso de una inmensa roca, y parece que me tiran de los cabellos, y que a las plantas de los pies me aplican planchas de hierro candente. Abro los ojos espantado, y entre la densa oscuridad que me rodea, escucho pasos de animales, y el sonar de aceradas uñas sobre las losas del pavimento, y risas sofocadas, y aun el arrastrar de unas cadenas, y gemidos lejanos, como si saliesen de debajo de la tierra, y el crujido de dientes de mil hambrientos tigres; y cubro entonces mi espantada cabeza con mis ropas, y tapo mis oídos, y sigo escuchando siempre aquella infernal algazara que me hiela de pavor.
—Alabado sea mi Dios y Señor —dijo el carcelero horrorizado.
—Luego —continuó don Guillén, procurando fingir que deliraba— la oscuridad comienza a hacerse menos densa, y entre ella descubro sombras más negras, que se dibujan con extrañas figuras de monstruosos gatos, de serpientes que caminan derechas, de chivos con cuernos inmensos y retorcidos; en medio de ellos, hombres con cuernos también, y con cola; unos gigantes, otros pigmeos; y van y vienen, y me rodean y se acercan a mí, y me miran con unos ojos de fuego que brillan como encendidos tizones en la oscuridad, y parece que se hablan entre sí, pero sin ruido, y que me señalan, y que sonríen con una tan satánica sonrisa, que yo me pongo a temblar, y aquel temblor se convierte siempre en espantosa convulsión.
—El Señor Dios de los ejércitos sea con nosotros —murmuró el carcelero, que, en medio de la oscuridad del calabozo comenzaba ya a sentir los efectos de la superstición.
—Grito, lloro, rezo, me cubro la cabeza, hago la señal de la cruz, invoco a toda la Corte Celestial, y la diabólica visión no se aleja, y más y más me cerca, y comienzo a percibir el olor de azufre del infierno, y veo entreabrirse la tierra y brotar de allí llamas rojizas o azuladas, entre las cuales descubro las cabezas horribles de los precitos que me gritan mi nombre; y queriendo huir, salto de mi cama; y corro, y voy como un ciego a chocar contra los muros, y caigo a tierra por la fuerza del choque; y si entonces no pierdo el sentido, la infernal cuadrilla me rodea; alargan sus manos armadas de largas y retorcidas uñas, y cuando las siento sobre mi cuerpo, quedo desmayado… y no sé más hasta que os oigo llegar al día siguiente.
—Rogad a Dios que aparte de vos esas tentaciones.
—Yo se lo pido día y noche; pero conozco que no puedo vivir así más tiempo: esta soledad, este aislamiento me aterran, y no sé qué vaya a ser de mí.
—Así me lo parece a mí también; y si queréis, traeros puedo, con permiso de sus señorías, papel y tinta, a fin de que pongáis un escrito implorando su clemencia, y contándoles vuestras cuitas. Quizás os concedan compañía.
—Deseóla ardientemente; que fuera para mí un santo consuelo, y en vos fío conseguirla.
—Espero en Dios, y después en sus señorías, que conseguiréis ese consuelo.
Y diciendo estas palabras, el carcelero salió a dar parte de cuanto había hablado con don Guillén; pero dispuesto a ayudarle en todo, porque le creía próximo a la locura.
No costó gran trabajo a los inquisidores, después de la relación del carcelero, creer también que don Guillén perdía el juicio, según eran las terribles alucinaciones de que se quejaba y el extremo desconsuelo que había manifestado, que cosa común era entre los presos en las cárceles secretas llegar a tal grado de tristeza y desesperación, que había necesidad de darles compañía cuando la causa de su prisión era grave, y se formaba empeño en seguirla hasta la formal sentencia.
Se le dio orden al carcelero para que llevase a don Guillén papel, tinta y pluma, a fin de que pudiese poner un escrito al tribunal, refiriendo cuanto sentía e implorando misericordia.
Pero en estos casos, cuando se mandaba dar papel a los reos, se contaban los pliegos, y después, al volverlos ya escritos, se hacía la comparación entre lo que habían recibido y lo que devolvían, con el objeto de que no pudiesen ocultar ni el más pequeño fragmento que les pudiese servir para comunicarse con personas de fuera o con otros presos.
Inmediatamente que don Guillén recibió el papel, escribió al inquisidor mayor, pintándole con los más vivos colores su tristeza, su desconsuelo, las diabólicas visiones que le perseguían, y el serio temor de perder la salud de alma y cuerpo si de él no se tenía compasión.
Rogó al carcelero que entregase el escrito; devolvióle el papel que sobrádole había, la pluma y el tintero, y esperó tranquilamente el resultado.
Aquel primer ardid tenía traza de salir a medida de su deseo: los inquisidores habían sin duda acordado darle compañía, supuesto que le proporcionaban el medio de pedirla, y don Guillén no hacía más que calcular qué clase de hombre sería el que iba a ser su compañero de desgracia.
Cada vez que escuchaba pasos cerca de la puerta del calabozo, creía que llegaba el anhelado compañero; a cada momento le parecía verle entrar, y algunas veces se forjaba la ilusión de que sería quizá un conocido.
Y así se pasaron varios días, de los cuales los primeros fueron de una impaciencia nerviosa, después de calma y esperanza, y luego de tristeza y resignación.
Otro hombre hubiera desesperado: don Guillén reunió toda la energía de su voluntad y, decidido a lograr su objeto, determinó fingir más graves y continuas alucinaciones, hasta conseguir del tribunal que le diesen un compañero.
Nada le había vuelto a decir el carcelero, por más que él aparentaba agitación y tristeza, y casi locura, cuando una mañana se presentó seguido de un hombre.
—La clemencia y magnanimidad de sus señorías —dijo el carcelero— es grande, como sabéis, y aquí con vos han mandado a este reo para que os deis mutuamente compañía y consuelo.
—Agradezco a sus señorías con todo mi corazón este favor, y les viviré obligado eternamente —contestó don Guillén—. Espero que lo hagáis así presente en mi nombre a sus señorías.
La respuesta del carcelero fue dar la vuelta, salir del calabozo y volver a correr los cerrojos por fuera.
Una vez solo don Guillén con el recién venido, su primer cuidado fue examinar cuidadosamente su figura, y formarse juicio acerca de la clase de la sociedad a que podía pertenecer.
Celoso hasta el extremo el carcelero del buen trato de los que a su cargo estaban, había hecho que el preso que a habitar venía con don Guillén trajese consigo todo su ajuar, consistente en un viejo cofrecillo de madera con chapa, pero sin llave, un pedazo de estera y un jergón.
Inferior era el menaje de que se servía don Guillén, pues no tenía más que una cama de madera y un mal colchón de paja.
Nada, pues, se podía inferir de aquello, ni era posible adivinar si aquel hombre era pobre o rico, noble o villano, por las apariencias.
Don Guillén se decidió a abordar la conversación.
—Estimaría como honra —le dijo— saber vuestro nombre, que compañeros vamos a ser, y por mucho tiempo quizá. Yo, por dar el ejemplo, diré que me llamo don Guillén de Lampart, o don Guillermo de Lombardo, como han dado en llamarme los señores inquisidores.
Frunció el otro el entrecejo, y contestó con no muy buen modo:
—Yo me llamo Diego Pinto, para servir a Dios y a usarced.
Calló uno y calló el otro, y siguióse un largo rato de silencio: don Guillén observando, y el otro sin poner atención en nada, sentado en uno de los ángulos del aposento, sobre la caja de madera que había traído.
—Yo quisiera —dijo don Guillén de repente— que tuviéramos una amistad estrecha, cual corresponde a hombres que tienen una común desgracia, que nos consoláramos mutuamente. Os veo preocupado: ¿qué tenéis?
—Estoy triste —contestó el otro con sequedad.
—No lo estoy menos yo, que tanto tiempo llevo de estar encerrado. ¿Hace muchos años que estáis aquí?
—Tantos, que ni me acuerdo —contestó Diego, como para terminar la conversación.
Esperaba don Guillén tener tiempo de sobra para amansar aquel oso, y no quiso por entonces seguir instándole a que hablase, y sin agregar una palabra, se recostó en su cama y guardó silencio.