La Inquisición
Don Guillén entró triste y pensativo a la Inquisición.
Una muralla inmensa se levantaba entre él y el mundo: los muros de las cárceles del Santo Oficio eran como las paredes de un sepulcro.
La soledad, el silencio, el aislamiento, la muerte en medio de la vida, la sombra en mitad de la luz, la noche más negra rodeada del día más claro dentro de aquel terrible edificio; la desesperación, el tormento, la agonía lenta y horrorosa: fuera, la ciudad con todo su bullicio, con su alegría, con su sol resplandeciente, con sus flores y sus galas.
¡Cuántas víctimas arrebatadas entre el misterio gemían en las cárceles secretas, sin que sus mismas familias supiesen siquiera que habían sido arrastradas allí por el santo celo de los inquisidores! ¡Cuántos perecieron sin que hubiese salido de aquella espantosa sepultura de los vivos ni una sola noticia, ni un gemido, y quizá ni uno solo de sus descarnados huesos!
Estremece sólo pensar en lo que era aquel sangriento tribunal, al que se quiere hacer aparecer algunas veces en nuestros días como el noble protector de la religión santa de Jesucristo.
Acusado un hombre de un delito cualquiera, real o imaginario, contra la religión, inmediatamente se procedía a su aprehensión, aun cuando la denuncia no fuera más que un simple anónimo; aun cuando no se tratara sino de una frase dicha en medio del calor de una conversación animada, y sin la dañada voluntad de atacar el dogma o la fe, ni de causar escándalo.
Mandábanse de lejanas tierras denuncias en cartas o en escritos; acusaban los padres a los hijos, los hijos a los padres, el esposo a la esposa, los amigos a sus amigos, sin respeto a los vínculos de familia, sin consideración alguna; y asombra ver el inmenso número de denunciantes y denunciados que había, sobre todo en el tiempo de Cuaresma; y lo más admirable de todo es que hubo infinito número de desgraciados que ocurrían a denunciarse a sí mismos como culpables de algún delito.
Otras veces se publicaban edictos a la hora de la misa, y por ellos se mandaba que todos cuantos tuviesen noticia de que alguien había hecho o dicho algo contra la fe, ocurriesen luego a presentar sus denuncias a la Inquisición, bajo la pena terrible de excomunión mayor; y esos edictos se publicaban con un aparato tan imponente, que todos los corazones se sentían sobrecogidos de pavor, y cada uno creía tener sobre su cabeza la terrible espada de las armas del Santo Oficio.
Revelar el más insignificante pormenor de lo que pasaba dentro de la Inquisición, hubiera sido uno de los crímenes más terriblemente castigado, y por eso se ignoraba entonces completamente todo lo que existía dentro de ese palacio del terror. Los ministros, los familiares, los carceleros, los presos que después de algunos años lograban alcanzar su libertad, guardaban sobre cuanto habían allí visto u oído, el secreto más profundo, y con razón.
Dos juramentos se exigían a cualquiera que, habiendo estado en las cárceles secretas, llegaba a salir de allí, bien en libertad o bien para extinguir una condena. El primero, guardar un profundo silencio sobre todo cuanto hubiese oído o visto; el segundo, denunciar cuanto en las cárceles hubiera podido advertir que ofendiera a Dios, o a los ministros del Santo Oficio, o al respeto del tribunal.
Muchos, con la timidez del que tanto había sufrido, denunciaban a otros reos o a los carceleros, y se formaban por este motivo voluminosos procesos, que han dado luz a los misterios de aquellas cárceles, pudiendo, por decirlo así, traducirse en ellos las costumbres de aquel mundo separado de la sociedad.
Y aquellos procesos, como todos los que en la Inquisición se seguían, participaban del misterio que envolvía al tribunal: el acusado no conocía jamás a su acusador, ni a los testigos que contra él deponían, porque ellos le veían a él por la rejilla de una puerta preparada con tal objeto, y él no podía verles a ellos, y no se le decían nunca los nombres de esos testigos, velados bajo la fórmula de «una cierta persona»; y con tantas precauciones, que se prevenía que nada se dijese al reo, a la hora de leerle las declaraciones, que pudiera darle una idea siquiera de quién podía ser el testigo.
Venía luego el tormento; horrible modo de obtener una confesión, si bien es cierto que el tormento no era exclusivo de Santo Oficio, sino que en esos tiempos, los tribunales civiles lo aplicaban también para obligar a los reos a confesar su delito.
Y muchas veces, por escapar de la tortura, el inocente se confesaba culpable, buscando la muerte por huir de aquellos espantosos sufrimientos.
Defensores tímidos o ignorantes, que no tenían ni la conciencia de su deber, ni el valor y la libertad que requerían los compromisos de su sagrada misión, tomaban a su cargo, las más veces por nombramiento del mismo tribunal, la defensa de los reos; y apenas se encuentra uno solo de estos escritos que merezca la honra de darle el nombre de defensa.
Apenas se encuentra, sin embargo de esta limitación en la defensa, uno que otro proceso en el que se haya observado este requisito y dádosele al acusado esa garantía, que es de derecho divino, por más que así lo proclamaran y lo mencionaran como una cosa acostumbrada escritores de fama de aquellos tiempos, en materias de Inquisición, como Páramo, Torreblanca, Rafael de la Torre y otros, que fundaban el derecho de defensa declarando a Dios el primer Inquisidor y a Adán el primer reo; en que Dios pidió a Adán explicaciones y disculpas de su pecado antes de lanzarle del paraíso, cuando él sabía y conocía todo lo que había pasado con la mujer y la serpiente.
Venía, por último, la sentencia, y la Inquisición no mandaba quemar a los reos: dicen en esto bien los que sostienen que el Santo Oficio no mandaba a los hombres a la hoguera; la sentencia de los inquisidores se reducía a entregar al culpable al brazo secular, a declararlo «relajado»; pero esta sentencia tenía por consecuencia precisa e indeclinable el brasero. Y lo que se llamaba el brazo secular, no formaba nueva causa, ni más averiguación, sino que en el momento que llegaba el reo a su poder le enviaba a la hoguera.
Y para esto no transcurría más que el tiempo necesario para leer, en el auto de fe, la sentencia del Santo Oficio, que estaba allí constituyendo tribunal, y pasar acto continuo el proceso al tribunal ordinario, que estaba colocado muy cerca del de la Fe. ¡Rápida administración de justicia!
Duraba, sin embargo, mucho tiempo la sustanciación y secuela de una causa, por delitos contra la religión: años y más años pasaban los acusados en las cárceles secretas; y cuando eran muchos los complicados, a cada uno de ellos se le formaba un proceso separado, y en todos ellos constaban las mismas declaraciones. ¡Enorme trabajo para los secretarios!
Al terminarse por fin una causa, y resultando culpable o no el reo (que esto último acontecía raras veces), no se le condenaba en el acto, ni en el acto se le daba libre, sino que todos ellos se iban guardando para celebrar un auto de fe público o privado, en el cual se dictaban todas las sentencias, y por eso hubo algunos autos de fe que duraron hasta tres días, y se declaraba más brillante y lucido el auto en que salían a oír sus sentencias mayor número de desgraciados.
Mostrábase en estas solemnidades el gran lujo del tribunal que las disponía: preparábase con mucha anticipación el local, y por eso se elegía generalmente la Plaza Mayor de la ciudad.
Iban y venían con gran diligencia, durante meses enteros, los dependientes del Santo Oficio, con gran actividad, haciendo compras y arreglando contratos con pintores, carpinteros y tapiceros: levantábase casi un edificio, con palcos y tribunas para el rey o virrey, para los ministros del Santo Oficio, para las audiencias, para los empleados, para la nobleza, para las damas: tapizábanse aquellas tribunas de seda y de brocado, y se procuraba que algunas tuviesen comunicación con alguna casa, en la cual se preparaban comida y cenas para las personas de alta categoría.
Alzábase en medio de este lujo una gradería aislada, en donde se sentaban los reos, vistiendo el sambenito, llevando la coroza y velas verdes en la mano.
Terminados estos preparativos, se daba lectura desde un púlpito y después de un sermón, a todos los procesos, aun cuando en ellos, como hay muchos, hubiera cosas ofensivas al pudor y a la dignidad del hombre, y se pronunciaba la sentencia.
Un libro como este no permite extenderse más en pormenores sobre este punto; pero remitimos a nuestros lectores que deseen tener una idea exacta sobre los preparativos y modo de celebrarse un auto público y solemne de fe, al fiel trasunto que en El libro rojo publicamos de la relación escrita por un testigo presencial, por mandato del Santo Oficio, del auto celebrado en 1603.
¡Qué lujo y qué magnificencia se desplegaba en aquellas solemnidades!
Un pueblo, ávido de emociones violentas, acudía en masa a escuchar la lectura de los procesos y de las sentencias, a presenciar la primera parte de aquel drama, que se preparaba allí para tener su desenlace en el Quemadero.
¡El Quemadero! Había un lugar que se llamaba el Quemadero, preparado para ese objeto; para quemar hombres: estaba situado frente al convento de San Diego, y existen las cuentas de lo que costó su construcción.
Hacíanse allí los preparativos necesarios, se acumulaba la leña y se disponían las hogueras, y del lugar en que se celebraba el auto de fe, los condenados caminaban, montados en borricos o mulas, hasta el Quemadero, y la triste voz del pregonero anunciaba su delito y su pena.
Al llegar al lugar del suplicio, los verdugos se apoderaban del condenado, le quemaban vivo o muerto, según la sentencia, y las cenizas se arrojaban a la zanja que rodeaba aquel lugar.