Continúa el anterior
El quemadero estaba rodeado de una muchedumbre inmensa: en las calles, en las ventanas, en los terrados, en las ramas de los árboles, en todas partes había espectadores ansiosos de ver a los «quemados».
Y aquello para los espectadores no tenía el aspecto sólo de una diversión; era, además, un acto religioso porque no faltó un Papa que concediera algunos años de indulgencia a todos los cristianos que con devoción acudiesen a ver quemar a algún hereje; de modo que muchos en aquella tarde estaban ganando la indulgencia.
Doña Inés y Felipe llegaron hasta el Quemadero, pero no podían acercarse demasiado, porque era difícil abrirse paso entre aquella multitud de personas.
—¿Quieres que permanezcamos aquí? —preguntó Felipe, afectando la mayor indiferencia.
—Preferiría yo llegarme hasta el Quemadero —contestó doña Inés.
—Pues vamos a emprender la lucha para penetrar, aunque me parece imposible acercarnos al brasero.
—Probemos.
Felipe comenzó a abrirse paso, y doña Inés le seguía sin hablar una palabra.
Mucho caminaron; pero aún estaban lejos, y entonces Felipe, cansado sin duda de tantos esfuerzos, volvió el rostro y dijo a doña Inés:
—¿Te parece que aquí estamos bien?
—Más adelante, más adelanté; no quiero perder nada, absolutamente nada de lo que va a pasar.
—Pero ¿pudieras explicarme ese repentino cambio?
—¿Cuál?
—Hace un momento te estremecías de horror pensando sólo cuanto iba a pasar aquí, y ahora no quieres perder ni el menor movimiento de los que estos herejes hagan para morir.
Felipe dijo estas últimas palabras afectando un profundo desprecio por los condenados, y, mirando fijamente a doña Inés, esperaba con esas palabras sondear el alma de aquella desgraciada.
Pero su cálculo salió errado, porque doña Inés permaneció impasible: ni uno solo de los músculos de su fisonomía se contrajo, ni varió el color de su rostro, bien que estaba algo encendido por la fatiga.
—Yo tengo mis razones —contestó— sigamos adelante.
Felipe conoció que era inútil insistir, y emprendieron de nuevo el trabajo de atravesar aquel gentío para llegarse más al lugar de la ejecución.
Por fin, los dos se colocaron en primera línea, no sin haber sufrido injurias y haber oído mil maldiciones, y haber desgarrado sus vestidos; pero doña Inés estaba en el lugar que deseaba a pocos pasos del Quemadero, y en donde nada le impedía ver y ser vista por don Guillén, y escuchar sus últimas palabras.
Había dispuestos en el Quemadero ocho postes de madera para atar en ellos a los ajusticiados, y al pie de cada uno de esos postes preparada ya la leña para la hoguera.
Comenzaron a subir uno por uno a aquellos desgraciados, y reinó entonces un espantoso silencio en la multitud, de manera que se oían distintamente y a gran distancia los pavorosos gritos de los frailes que les exhortaban y consolaban, y los llantos y los gemidos de algunos de los condenados, que se quejaban con tanta fuerza, que hubieran sido capaces de enternecer a un concurso menos religioso que aquél.
Don Guillén subió también al patíbulo; pero firme, sereno, resignado.
La palidez de su rostro era espantosa: parecía un cadáver caminando en virtud de un conjuro. Debajo de la coroza que le servía de tocado le escapaban largos mechones de canas; su fisonomía expresaba un largo y terrible sufrimiento, pero sus ojos no habían perdido su brillo, a pesar de que su mirada era profundamente melancólica.
El madero a que iban a atar a don Guillén estaba precisamente enfrente de doña Inés.
Apenas le colocaron allí y comenzaron a asegurarle con las argollas de hierro que del madero pendían, bajó él la vista, y sus ojos se encontraron con los de doña Inés: entonces se coloreó suavemente su rostro, y una sonrisa imperceptible de felicidad vagó por sus labios.
Aquélla había sido para él una suprema felicidad.
Había creído no volver a encontrar a aquella mujer después de haberla visto al pasar para el patíbulo; y aunque el término de su vida era tan corto, su único deseo para morir tranquilo era volver a mirarla un solo instante, y no podía ya buscarla sobre la tierra, porque iba a morir, y esta consideración despedazaba su alma ya tan atribulada.
Los que sienten delante de sí muchos años de existencia no se conforman con hablar todos los días a la mujer que aman y desean no separarse nunca de su lado, porque el que más tiene en el mundo más desea; pero el que nada tiene, cualquier cosa le parece un gran beneficio del cielo.
Don Guillén no contaba ya sino con algunos minutos de vida, y ¡qué vida! los tormentos infernales de la hoguera: mas esos minutos de espantosa agonía los iba a pasar mirando siquiera el rostro de una mujer que le amaba, porque él leía en los ojos de doña Inés que no había venido allí por gozarse en sus tormentos, por divertirse con su agonía, sino por acompañarle, aunque fuese de lejos, en tan terrible trance.
Desde ese momento don Guillén no quiso separar ni por un solo movimiento sus ojos de los de doña Inés, y ambos en voz baja comenzaron a murmurar su despedida, moviendo apenas sus labios, pero adivinándose.
—Adiós, ángel mío —decía doña Inés— adiós: el cielo se abre para recibirte, pobre y noble mártir. Yo te entregué a tus verdugos; yo soy la que enciendo esa hoguera; pero si tú pudieras comprender el infierno que siento dentro de mi alma; si tú pudieras ver lo que pasa en mi corazón, querrías mejor expirar en la hoguera que sentir lo que yo siento. ¡Oh!, ¡si con mi sangre, con mi vida, con la salvación de mi alma pudiera libertarte de esa muerte, con cuánto gusto perdería mi existencia, condenaría mi alma! Adiós, adiós, mi bien, mi amor; pronto te seguiré; pero antes quedarás vengado.
—Adiós —decía don Guillén— adiós, noble mujer, que vienes a despedazar tu alma mirando mi agonía y mi muerte, pero que no me abandonas en este horrible trance: cuánto te amo, único ser que me ama en el mundo; ya me voy, adiós. No sé qué habrá más allá de esta tierra; pero si el alma guarda memoria de la vida, tuya será siempre mi alma. Adiós, adiós.
Entretanto los frailes exhortaban a don Guillén y los verdugos preparaban la ejecución, y el escribano y los testigos de asistencia se acercaban para presenciar el acto y dar fe.
Pero él, con la mirada fija en doña Inés, no se apercibía de nada.
El verdugo introdujo la tea encendida entre la leña cubierta de resina, que formaba la pira en que estaba parada la víctima.
Alzóse rápidamente la llama rodeada de un humo denso, y se escuchó un alarido horrible, al que contestó otro en el momento.
El primero lo había lanzado don Guillén al sentir las llamas que quemaban repentinamente su cuerpo; el otro era el de doña Inés, que cayó desmayada en los brazos de Felipe.
El fuego se apoderó del capisayo y de la ropa, y de los cabellos de don Guillén, envolviéndole en un manto de humo y de llamas.
Durante algún tiempo se vio aquel cuerpo, ya informe, retorcerse con desesperación, y estremecerse de dolor, y lanzar gemidos ahogados y gritos estridentes.
Y luego, después de esta espantosa agitación, que no fue muy larga, quedar inmóvil y sostenido tan sólo por las ligaduras que le ataban al poste.
Don Guillén había expirado, y era ya sólo un cadáver el que «iba a reducirse a cenizas», según lo disponía la sentencia del corregidor.
Doña Inés volvió pronto en sí; parecía que algo la llamaba a la vida.
Púsose en pie y sus ojos buscaron a don Guillén; pero ya no le vio: en el lugar en que pocos momentos antes le había contemplado por última vez, no existía más que una masa negra, que ardía lanzando torrentes de negro y pestilente humo, y crujiendo e hirviendo, y presentando el más repugnante de los espectáculos.
Apenas podía creerse que era el cadáver de un hombre llevado allí por el tribunal protector y defensor de la fe.
Sin embargo, doña Inés no apartaba un momento sus ojos de aquel cuerpo que se consumía en la hoguera.
Y aquella masa informe ardía y ardía lentamente, y los verdugos arrojaban algunas veces leña en la hoguera para alimentar la llama.
Luego movieron la hoguera, y el cuerpo de don Guillén, ya enteramente carbonizado, se hizo pedazos, y aquellos pedazos se confundieron después con las brasas…
Al fin todo quedó reducido a un montón de cenizas humeantes que, movidas y removidas de nuevo por los verdugos, arrojaban al aire una que otra chispa.
Entonces todas aquellas cenizas fueron recogidas y arrojadas a una de las acequias de los alrededores.
La sentencia estaba cumplida: de don Guillén de Lampart no quedaban ya ni las cenizas.
La noche había cerrado completamente, y estaba negra y lluviosa, y soplaba un viento frío, que parecía gemir entre las ramas de los árboles.
Toda la gente, cansada, se había retirado ya, y el lugar de la ejecución estaba casi desierto.
Apenas se veían allí algunos de los empleados del Santo Oficio, que a la rojiza y escasa luz de un farolillo, buscaban entre las cenizas de los quemados, que iban arrojando al canal, las esposas y los grillos con que habían estado atados aquellos infelices; única cosa que había resistido a la voracidad de la hoguera, la única memoria que de ellos quedaba, y que se llevaba a la Inquisición para aprovecharse en la primera oportunidad.
¡Cuántas veces aquellos grillos y aquellas cadenas habían salido de la hoguera para volver después con otra víctima!
Quedaban en pie también los restos de algunos de los postes, medio quemados, porque los cuerpos se desprendían de ellos algunas veces muy pronto, y esos macizos maderos ennegrecidos, señalaban por muchos días el lugar de aquellos horribles sacrificios.
En aquel silencio y en aquella soledad podían, sin embargo, distinguirse dos personas:
Un hombre y una mujer.
Los dos, como estatuas de granito, habían permanecido inmóviles durante toda la ejecución hasta que se arrojó al agua de la acequia el último puñado de ceniza de la hoguera de don Guillén.
Eran… Felipe y doña Inés.
Doña Inés tuvo una tenaz fijeza en su mirada hasta el último instante. No volvió a desmayarse, ni a llorar, ni siquiera a suspirar: su semblante presentaba la inmovilidad de un cadáver.
Felipe por el contrario: estaba convulso, sus ojos se abrían desmesuradamente algunas veces, y se cerraban otras con fuerza; su respiración era desigual, y de cuando en cuando enjugaba un sudor copioso y frío que inundaba su frente.
Cuando todo terminó, doña Inés se volvió a él serena, y con una voz ronca, pero firme, le dijo:
—¿Estás completamente satisfecho? ¿Tu venganza está saciada?
—¡Oh, esto es demasiado, demasiado! —exclamó él, como volviendo en sí, y llevando sus dos manos a la frente.
—Pues ahora a mí me toca ¡infame!
Y con la velocidad del rayo, doña Inés se arrojó sobre Felipe y le hundió en el corazón una daga.
Felipe lanzó un débil quejido y cayó muerto.
Doña Inés se arrodilló a su lado, y con una sangre fría, espantosa, se puso a examinar si había dejado de existir verdaderamente.
—Está bien muerto —dijo levantándose, y se dirigió lentamente a la acequia en donde había visto arrojar las cenizas de don Guillén.
—¡La muerte nos une! —exclamó, y se arrojó al agua.
—Alguien ha caído al agua —dijo uno de los del Santo Oficio, y corrió a ver.
Pero apenas se movía ya la superficie de aquel cenagoso depósito.