El auto de fe
El día 19 de noviembre de 1659, la Inquisición de México iba a celebrar un solemne auto de fe.
El gran tablado se había puesto en la Plaza Mayor de la ciudad y al frente de las Casas de Cabildo.
Pero esta solemnidad tenía sus preparativos ceremoniales, una especie de prólogo, que consistía en una procesión.
El martes 18 de noviembre, víspera del auto, a las cuatro de la tarde salió esta procesión.
Poco antes de esta hora llegó al convento de Santo Domingo el conde de Santiago, corregidor interino de la ciudad, acompañado de las personas más notables de ella.
El conde y los que le acompañaban vestían ricamente; y como todos los que por causa de su oficio, o por haber sido invitados, concurrían a esta clase de funciones, procuraban lucir sus más magníficos trajes y sus más ricas joyas.
Recibieron al conde y a los que le acompañaban, los frailes, con las mayores muestras de respeto y de cariño, y les condujeron a la iglesia.
El templo presentaba un aspecto tristísimo y solemne; el Sagrario, el altar mayor y todos los demás altares, estaban cubiertos con velos negros espesísimos.
En el centro del presbiterio había una sencilla cruz de madera, pintada de verde, en medio de cuatro velas encendidas.
Allí, delante de esa cruz, estaban sentados Pedro López de Soto, alguacil mayor del Santo Oficio, y los demás oficiales de ese tribunal, todos vistiendo ricos trajes, todos aderezados como para asistir a una gran fiesta.
Al llegar allí el conde de Santiago, se pusieron en pie aquellos hombres, y el conde, con su comitiva, tomó también asiento, y comenzaron los frailes dominicos a preparar la salida de la procesión.
El silencio que reinaba en aquellos momentos en el templo era solemne; parecía que la muchedumbre que llenaba las naves no se atrevía ni aun a respirar, y casi podía escucharse el ruido de la atmósfera chocando contra los macizos muros.
Ni el murmullo de una oración, ni el vago cuchicheo de los espectadores, ni los sonoros pasos de los sacristanes; apenas el chasquido de las velas de cera que ardían delante de la cruz.
Aquélla parecía la concurrencia de los cadáveres en el vacío, porque las ondas sonoras del viento no traían de afuera ni el menor ruido.
Repentinamente la multitud se estremeció; había sonado una campana; era el pavoroso tañido de la plegaria que interrumpía el silencio mortal que reinaba en el templo.
Todas las campanas de la iglesia de Santo Domingo sonaron luego con aquel triste toque; y como si sus ecos hubieran despertado a la ciudad, primero en un campanario y después en otro, y luego en todos, aquella plegaria sonó repetida por todas partes, desde la Catedral hasta la más pobre iglesia de los barrios.
Los desgraciados que gemían en las cárceles, condenados ya a salir al día siguiente en el auto de fe, escucharon aquel toque como el de su agonía.
Aún no se había pronunciado la sentencia de esos infelices, pero cada uno comprendía la suerte que le aguardaba, porque a los que debían de ser quemados se les habían dado confesores, a fin de que se preparasen a morir «cristianamente».
La Inquisición no condenaba a ninguno a ser quemado, porque esto correspondía al brazo secular; pero sí sabía cómo debía arreglarse para que el brazo secular diese esa sentencia, y además el Santo Oficio mandaba disponer el «quemadero» y proporcionaba la leña y todo lo demás que pudiera necesitarse para ejecutar aquellas horribles sentencias.
Don Guillén esperaba ya, si no con impaciencia, sí con indiferencia el día de su muerte.
Había sufrido tanto, había pensado tanto en la muerte, había sentido tan vacío su corazón, tan fría la realidad, tan negro y tan pesado el porvenir si le condenaban a cárcel perpetua, que la espantosa idea de morir en la hoguera no le aterraba.
Aquella muerte debía de ser dolorosísima; aquella agonía, terrible y prolongada; pero todos aquellos sufrimientos pasarían y él encontraba ya el descanso eterno.
Para don Guillén el mundo era tan aborrecible, que la entrada de la eternidad era su única ilusión, aun cuando aquella entrada fuera por el brasero del Santo Oficio.
Sonaron las cuatro, y la procesión comenzó a salir de Santo Domingo.
Por delante marchaban los caballeros particulares de la ciudad, seguíanle los empleados, y tras ellos el conde de Santiago, llevando el estandarte de la Inquisición.
A los lados del conde, y llevando las borlas de los cordones de ese estandarte, caminaban, a la derecha el conde de Penal va, y a la izquierda el hijo mayor del conde de Santiago.
Seguían todas las corporaciones y comunidades religiosas, que eran muchas, y todas ellas muy numerosas, y cerraba la marcha el prior de Santo Domingo, acompañado de todos los religiosos de su convento, y llevando en las manos la cruz de madera pintada de verde.
La procesión atravesó la plaza de Santo Domingo, llegó a la esquina de la calle de Cordobanes, y torció por la del Reloj para pasar delante del Palacio.
El virrey y la virreina, acompañados de sus amigos y amigas, y de toda la servidumbre, ocupaban los balcones y miraron desde allí pasar aquella comitiva.
La procesión atravesó la Plaza Real, como se llamaba entonces, y llegó al tablado que estaba frente a las Casas de Cabildo.
Aquel tablado, que costó a la Inquisición 5,000 pesos, medía veinte varas en cuadro y tenía escaleras por sus cuatro lados, y en medio de él se levantaba un altar.
Los cantores de la Catedral, que iban en la procesión, comenzaron a cantar lo que se llamaba motetes, y al son de estos cantos la procesión subió al tablado por la escalera principal, y el prior de Santo Domingo colocó en el altar del centro la cruz que llevaba.
Entretanto no cesaba en todas las iglesias el tristísimo clamoreo de las campanas.
Colocada la cruz en el altar, cantáronse algunos versos; el prior dijo una oración, y todo el mundo se retiró, a excepción de los religiosos dominicos, que se quedaron en el tablado velando toda la noche.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, las campanas de los templos comenzaron a tocar rogativa.
Las gentes de la ciudad, que desde muy temprano se habían preparado para la diversión, se lanzaron a la calle, a fin de no perder ni un solo paso de la ceremonia.
Al sonar las rogativas, las calles se llenaron literalmente de hombres y de mujeres y de niños, todos y a cual más vestidos con el mayor lujo; trajes de seda bordados y recamados de oro y plata, cadenas y joyas de todas clases: pocas veces se había visto en México tanta y tan magnífica concurrencia, porque desde muchas leguas a la redonda habían llegado gentes atraídas por el interés de presenciar un auto de fe, que se decía iba a ser uno de los más solemnes que había celebrado el Santo Oficio.
Pocos momentos después de las seis comenzó a salir de Catedral una gran procesión.
Era toda la clerecía de las parroquias con sus cruces, los clérigos todos con sobrepellices, las cruces cubiertas con velos negros, y los ayudantes de cura con cruces verdes en las manos.
Aquella procesión iba presidida por el cura más antiguo del Sagrario don Jacinto de la Cerna, que llevaba la capa, y a sus lados caminaban los curas doctor don Cristóbal de Medina y licenciado Luis Forte de Mesa.
Aquella procesión, cantando en vos baja el Miserere mei, se dirigió a la Inquisición, atravesando por medio de un inmenso concurso que llenaba las calles.
Llegaron en esta forma hasta las puertas de la Inquisición, cuyas puertas estaban cerradas, pero al momento de acercarse ellos allí, aquellas puertas se abrieron, como si no más a eso se hubiera esperado, y toda aquella procesión penetró en los patios del edificio.
La procesión de los clérigos entró al gran patio de la Inquisición para hacer la ceremonia de la absolución, y volvió a salir en seguida; pero entonces ya se organizó el cortejo general.
Detrás de la clerecía marchaban los penitenciados, que eran treinta entre hombres y mujeres, negros y negras algunos, que iban allí por renegados; dos mulatas por hechiceras.
Seguían ocho hombres, y éstos llevaban capisayos y corozas.
Entre ellos iba don Guillén de Lombardo, y estos ocho hombres eran los destinados a ser quemados vivos.
Don Guillén marchaba sereno, pero sin afectación; sin temer la muerte, pero sin despreciar aquel momento solemne: era un valiente, no un farsante.
Al lado de todos los reos iban frailes de todas las órdenes exhortándoles y consolándoles, y a don Guillén le acompañaba el padre Fray Francisco de Armenta, de la orden de la Merced y catedrático de prima Teología.
Después de los reos marchaba el alguacil mayor Pedro de Soto, acompañado de doce alabarderos y del secretario del Santo Oficio, que cuidaba de una mula ricamente enjaezada, que del diestro llevaban dos lacayos.
En esa mula iban un magnífico cofre en que se guardaban las causas de los penitenciados, y una gran cantidad de varas de membrillo, y todo cubierto con un rico tapete de terciopelo carmesí guarnecido con franjas de oro.
Aquella fúnebre comitiva atravesó las calles en medio de un gentío inmenso que callaba y se descubría con respeto.
Los penitenciados y los condenados ya a la hoguera, fueron sentados en una especie de cimborrio o media naranja que se había construido al lado del tablado cerca de la puerta de la Alhóndiga.
A las ocho de la mañana el virrey salió de Palacio.
Acompañábale toda la nobleza, todos los que habían sido alcaldes mayores, y los que lo eran entonces en la ciudad y en siete leguas a la redonda.
Tras ellos seguían el consulado, la Universidad, todos los doctores con borlas y muceta; el cabildo metropolitano, caminando todos los canónigos en mulas con gualdrapas negras. Después los regidores y los alcaldes ordinarios, que en aquella sazón lo eran don Gonzalo Fernández de Osorio y don Pedro de Toledo; el tribunal de oficios reales, los oficiales de la contaduría mayor, alguaciles y procuradores, y los alcaldes de corte y los oidores.
El virrey, a quien acompañaba todo ese concurso, era el que cerraba aquella marcha, lujosamente vestido con un traje bordado de plata.
Aquella comitiva era deslumbradora por su lujo y su elegancia, y la muchedumbre alzaba gritos de contento, porque jamás habíase visto otra igual.
Dirigiéronse para la plaza de Santo Domingo y llegaron a la Inquisición. Allí hicieron alto, y el virrey, acompañado sólo de su caballerizo mayor don Prudencio de Armenta, entraron a la casa de la Inquisición, en donde le esperaban ya don Pedro de Medina Rico, inquisidor más antiguo y visitador del Santo Tribunal, don Francisco de Estrada y Escobedo, don Juan Sáenz de Mañozca y don Bernabé de la Higuera y Amarillas.
Al entrar el virrey, que iba a caballo como todos los de su comitiva, encontróse ya a los inquisidores, caballeros en poderosas mulas con gualdrapas, teniendo por tocado bonetes y sombreros con borlas.
Saludáronse virrey e inquisidores, saliendo luego de allí, llevando los inquisidores, en medio de ellos cuatro, al virrey, y conduciendo el estandarte de la fe don Bernabé de la Higuera y Amarillas.
La tropa del gobierno de la colonia se reducía a ocho compañías de infantería, que todo aquel día y la víspera estuvieron sobre las armas y haciendo salvas.
Llegó aquella lucida cabalgata al asiento destinado para el virrey, inquisidores y demás comitiva, echaron pie a tierra, y tomó cada uno su respectiva colocación.
Estos asientos estaban cerca de la Casa de Cabildos, y tan cerca, que de allí podían entrarse por los balcones de dicha casa hasta la sala de los archivos, en donde estaba dispuesta una suntuosa mesa para la comida.
Apenas llegó el virrey, un fraile subió al púlpito, predicó un sermón, y comenzaron a leerse las causas y las sentencias.
A la una de la tarde el virrey pareció cansado. Cesó por entonces el auto, y S. E. se retiró con los inquisidores al archivo del ayuntamiento, en donde se sirvió la comida, que fue costeada por el arzobispo.
Leyóse la causa y sentencia de don Guillén, y fue entregado al brazo secular.
El brazo secular estaba representado en ese día por el corregidor, el conde de Santiago, cuyo tribunal estaba colocado en la bocacalle de Plateros.
Don Guillén fue condenado a «ser quemado vivo», y en el acto se procedió a la ejecución de la sentencia.
Todos los condenados a la hoguera fueron montados en mulas, y tras ellos se colocó el pregonero que anunciaba su delito y su sentencia.
Púsose en marcha esta comitiva, atravesando por las calles de San Francisco, y la voz del pregonero sonando triste y pavorosa a cada momento.