Los preparativos
Por toda la ciudad se sabía en México que iba a celebrarse un solemne auto de fe.
Un auto de fe era en aquellos tiempos una de las «diversiones» más concurridas y más del gusto del pueblo.
La Inquisición desplegaba en semejantes casos un lujo y un esplendor que fascinaban.
Preparábase el auto de fe con muchísima anticipación.
Se hacía un presupuesto de lo que en él debía de gastarse, y, por supuesto, que no se economizaba ni se olvidaba nada.
Un anfiteatro levantado en una plaza, que casi siempre era la mayor. Y en ese anfiteatro, como si se tratase de dar una corrida de novillos o la representación de un auto sacramental, o unas maromas, se preparaban lujosos palcos desde dónde pudiesen «gozar de la diversión» el virrey, la audiencia, los empleados públicos, las comunidades religiosas, los personajes de la nobleza y las principales damas de la población; además, había graderías para el pueblo, es decir, para los plebeyos.
Los palcos principales, sobre todo el del virrey, que solía ir acompañado de la virreina, se adornaban con gran lujo: alfombras de seda, cortinajes, muebles soberbios; y ese palco estaba comunicado por medio de una especie de puente levadizo con una de las casas inmediatas al lugar en que se celebraba el auto de fe.
Por ese puente, el virrey pasaba de la casa al palco y del palco a la casa, y en ésta se preparaba un convite, y camas y alcobas para dormir, porque como el auto duraba muchas horas, y algunas veces días, el virrey, cuando se fastidiaba de oír condenaciones y de ver penitenciados, o se sentía con hambre, pasaba con los inquisidores a la casa a comer opíparamente, y a descansar y a dormir.
Pero los muebles y demás útiles que se ponían en esta casa eran de gran lujo; las vajillas siempre de plata, los tapices de seda recamados de oro, y nada se omitía para que S. E. y las personas que le acompañaban se encontrasen satisfechas y contentas.
Se adornaban los balcones y las ventanas de todas las casas vecinas, con cortinajes y con cuadros que representaban algún santo.
Todos los concurrentes al auto vestían lo más lujosamente que les era posible, y las azoteas y los balcones se llenaban de gente, que iba a ver la procesión de inquisidores, y clero, y virrey, y audiencia, y empleados y señores de la nobleza, que salían de la Inquisición seguidos de los penitenciados y se dirigían al lugar destinado para el auto de fe.
Los penitenciados iban acompañados cada uno de dos clérigos o frailes que le exhortaban en el camino; vestían el sambenito, que era una túnica de colores, en donde estaban pintados o bordados, sapos, culebras, demonios, llamas, cráneos, y cuanto podía causar horror: por tocado llevaban un gorro de ridícula figura, y en la mano velas de cera, generalmente de color verde.
En el anfiteatro en que se celebraba el auto de fe, se ponía un púlpito para que se predicase un sermón alusivo al auto, y dos ambones o tribunas para que allí se leyesen las causas y las sentencias.
Enfrente de aquellas tribunas se establecía un alcalde, que representaba al «brazo secular», es decir, a la justicia ordinaria.
Relajábase a un reo, es decir, se le sentenciaba por el Santo Oficio a ser entregado al brazo secular, e inmediatamente se pasaba la causa al alcalde, y éste, allí mismo, sin más ver ni estudiar ese proceso, sentenciaba al reo a ser quemado, vivo muchas veces, y otras después de ser ahorcado.