Presentación

El joven Honoré Balzac presenció, como quien asiste al desenlace de una representación teatral, el exilio de Napoleón hacia Santa Elena. Habían pasado dieciséis años luego de que el corso llegara al poder y once de que fuese proclamado emperador. El espectáculo que Napoleón había ofrecido a la humanidad, consagró la figura del vencedor y su voluntad. Balzac no olvidó el ejemplo. Conjeturo que tras evocar las campañas de Napoleón, resolvió su propio destino. Quizá por eso, y armado acaso con una certidumbre, escribió sobre la estatua de Bonaparte: «Lo que comenzó con la espada, lo acabaré con la pluma». Así, de la estirpe del hombre que opone su voluntad al desafío, la del conquistador, la misma de Carlomagno y de Napoleón, hizo Balzac su propia tradición. Sus héroes aparentes —como ha señalado Torres Bodet— podrían llamarse Levater, Cuvier, Swedenborg o Walter Scott, pero su maestro más profundo fue Bonaparte. Por eso, el autor de La comedia humana, llamado el Napoleón de las letras, escribió en 1844: «¡Cuatro hombres habrán tenido una vida inmensa: Napoleón, Cuvier, O’Connell, y quiero yo ser el cuarto! El primero vivió la vida de Europa: se inoculaba ejércitos. El segundo se desposó con la tierra. El tercero encarnó a todo un pueblo. Yo habré llevado, dentro de mi cabeza, a toda una sociedad…».

Existe además otra correspondencia, más sutil, entre el corso guerrero y el escritor prolífico. Para el mundo que anhelaba, Balzac nació casi extranjero, quizá sólo un poco menos que el Bonaparte de Córcega. Balzac, ese adorador del lujo, defensor de la monarquía y del catolicismo, quien adoptara en su nombre la partícula nobiliaria «de» poco después de sus primeros éxitos literarios, nació en el seno de una familia humilde y provinciana, en Tours, Francia, el 20 de mayo de 1799. Pero, como quien emprende una campaña militar, consagró su vida a conquistar un mundo y crear otro. Tal vez por eso, sus dos mundos, el imaginario y el real, el que habita en sus novelas y el que pobló sus recuerdos, sean harto parecidos. En todo caso, el avance de Balzac hacia esa conquista fue posible sólo mediante el esfuerzo de una voluntad magnífica. Un avance que, a pesar de su itinerario social, que bien podría leerse como una sucesión de fracasos, no se detuvo hasta terminar en una obra vastísima, reconocida aún en vida del escritor. Pero en los inicios de su carrera abundan los fracasos: financieros, amorosos —aunque este aspecto no estuvo exento de muchas batallas—, y tropiezos incluso en sus primeros escritos. Éste es el caso de su Cromwell, drama en verso que Balzac había escrito inspirado en la figura de Oliverio Cromwell. El manuscrito fue enviado a Andrieux, profesor del Colegio de Francia, para quien Balzac de plano debía dedicarse a otra cosa que no fuesen las letras. Sólo el fabuloso empeño, vital acaso, hizo posible que Balzac escribiera cerca de un centenar de narraciones, que constituyen alrededor de catorce mil cuartillas.

El ansia de poder, ha escrito Freud, no tiene sus raíces en la fuerza, sino en la debilidad. En el caso de Balzac, habría que añadir que en la carencia. Carencia no sólo de fortuna, sino de pertenencia a un mundo del cual ansiaba reconocimiento. Este carácter foráneo es también el que dota de una capacidad crítica a Balzac. Su mirada es la del que está afuera y quiere entrar. O mejor aún, conquistar. Para acceder al mundo que deseaba, el autor de La piel de zapa se enfrentó, siendo un adolescente, al París hostil de la segunda década del siglo XIX. Hombre de acción a la par que de contemplación, intentó primero varias empresas comerciales. En ellas pudo conocer algo más que el solo lenguaje del vago y del noble, del comerciante y del legislador, de una «madame» o de un ladrón. Balzac los enfrentaba para vencerlos. Es su recorrido hacia el éxito social, más que literario, un ejercicio de exploración y disección de la misma sociedad que deseaba escalar. ¿Y qué es el conocimiento sino un acto de dominio sobre el objeto que deseamos conocer, es decir, una forma de posesión?

Entre la circunstancia de Balzac y su mundo imaginario no hay grandes distancias. «La sociedad francesa iba a ser el historiador, y yo tenía que limitarme a ser el secretario», escribió alguna vez. «Volvamos a la realidad, hablemos de Eugenia Grandet», apuntó en otra ocasión. Pero todavía más, poco antes de morir, y quizá en algún delirio, exclamó, refiriéndose al médico que inventara en sus novelas: «Llamen a Bianchon, él me salvará». Pero si hablamos de imaginación, ¿no es el pasado, en última instancia, otra posibilidad de lo imaginario? El recuerdo no es otra cosa que una reinvención del instante, y la historia, una infinita colección de interpretaciones. Para Balzac, la Francia de los últimos años del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX se distinguió por una nota predominante: la ambición. Con acierto, Zola escribió: «Balzac, autor del drama del dinero, ha extraído de él todo lo terriblemente político que encierra en nuestra época». Balzac no deseaba retratar su sociedad, sino entenderla. Y el instrumento que eligió para esto fue la novela.

El procedimiento analítico, que Balzac explica en el prólogo de La comedia humana, es el inverso al del fabulista. Este último propone ilustrar las pasiones humanas en el reino animal. Balzac busca la animalidad en el complejo social. Distingue entre hombres león y hombres buitre, como su personaje Vautrin (deformación de vautour, buitre en español). Para el escritor, su visión de una zoología social se aliaba además a otras certezas. Balzac creyó en la unidad de la materia. Para él no hay más que un animal. «El creador —escribió en el mismo texto— no se ha servido sino de un solo y único patrón para todos los seres organizados.» Y más adelante: «Los hombres (al igual que los animales) también se lanzan los unos contra los otros; pero su mayor o menor grado de inteligencia hace que el combate se complique en otra forma». Torres Bodet ha sugerido que Balzac fue, a su modo, un predarwinista. Y es que, en toda la obra de Balzac, predomina la visión de la vida como un combate y una constante selección natural del más fuerte.

Para representar esta lucha en la sociedad, Balzac dota a sus personajes de una suerte de radicalismo pasional. No existen en sus historias seres tibios, los hombres y mujeres que pueblan La comedia humana siempre viven en el límite de la heroicidad o la maldad. No importa lo que deseen los personajes, sino la vehemencia que pondrán en conseguirlo, ya sea el amor, la venganza o el dinero. El oro ciega al padre Grandet; la paternidad, a papá Goriot; la ambición, a Vautrin. Y en esta lucha, la supervivencia del más fuerte no incluye los finales felices. Por eso Balzac es devastador, las buenas pasiones son derrotadas, el animal de caza triunfa al final. Y no es que la obra de Balzac esté exenta de una intención moral; su actitud, más bien, será la del médico ante la enfermedad: ésta es un hecho y no distingue entre el bondadoso y el rufián. El cirujano moral, analiza y estudia. Luego de diagnosticar, hunde el bisturí, pero no califica el mal de la sociedad, sólo lo expone, lo muestra.

En 1834, el entonces ya Honoré «de» Balzac concibió la estructura general de toda su obra. Ésta se dividiría en «Escenas de la vida privada», «Escenas de la vida de provincia», «Escenas de la vida parisina», «Escenas de la vida política», «Escenas de la vida militar», y «Escenas de la vida del campo». Estas seis partes, compuestas por numerosas novelas, forman los estudios de «Costumbres» que junto con los «Estudios filosóficos» y los «Estudios analíticos», constituyen La comedia humana.

En la vasta geografía que es la obra balzaciana, muchos de sus protagonistas transitan de una novela a otra. Este recurso otorga mayor unidad a La comedia humana. Pero no sólo eso, la vida así prolongada de sus personajes otorga mayor independencia al mundo imaginario de Balzac. Los personajes que en una novela son protagonistas, en otra tendrán un papel secundario.

La novela que ahora se presenta, Alberto Savarus, pertenece a las «Escenas de la vida privada» y fue escrita en 1842, uno de los periodos más fecundos del autor. En esta obra, Balzac confecciona al personaje que, por amor, cae en la vileza. La señorita Rosalía de Watteville engaña, traiciona y corrompe por conseguir al ser amado: Alberto Savarus. Pero si Rosalía es el egoísmo y la intriga, la entrega define a Savarus. No hace falta adelantar qué sentimiento triunfará. En esta novela, Balzac ejercita su procedimiento de avance lento, largas descripciones y regodeo en la ambientación, para después, en trazos rápidos, ofrecer una sucesión de acontecimientos que resolverán la historia.

Savarus es, de alguna forma, un personaje que puede identificarse fácilmente con Balzac. Al igual que el escritor, el protagonista de la novela es también un joven que busca hacer fortuna y escalar socialmente. Pero hay otro rasgo definitivo. Savarus escribe narraciones que tratan de lo que vive y le sucede, y no como en un diario fiel, sino, al igual que Balzac, en forma de novela. Así, en Alberto Savarus el autor nos ofrece una narración dentro de su narración, enriqueciendo la estructura de su novela.

Se ha pretendido ver en Balzac al padre de la novela realista. Pero cada generación discute a partir de qué realidad se define al realismo. La categoría es, pues, insuficiente.

Propongo que las energías subyacentes en su quehacer como novelista, acaso sean dos. En primer lugar, una vitalidad hecha vastedad. Es decir, existe una relación definitiva entre su forma de escribir y el número de sus novelas. Balzac no sería tal si nos mostrara sólo un río o un monte. Es el constructor de una gran geografía literaria que en sus relieves y paisajes conforma un universo propio, con múltiples relaciones. Construcción de una obra a la que consagró hasta dieciocho horas al día y que sólo se interrumpió con la muerte del escritor, a la edad de cincuenta y un años, antes de terminar el plan general que se había propuesto en La comedia humana.

Por otro lado, en su intención de conquistar un mundo, en realidad Balzac contribuyó a su destrucción. Para esto, tuvo que guardar una distancia —saludable— entre sus principios y su actitud crítica. Ésta es elemento principal en toda su obra, aunque no el único. En sus novelas ejerció siempre una crítica implacable al sistema de relaciones establecido en la Francia de la primera mitad del siglo XIX; examinó a la aristocracia hipócrita y a la burguesía rapaz. La crítica fue su forma de creer en lo que llamó «dos verdades eternas»: la monarquía y la religión. Sólo con esta actitud, pudo mostrar la decadencia y la corrupción de un orden social. En este sentido, es irónico que Balzac resultara, años después, el escritor favorito de Carlos Marx.

Gustavo Fierros