Cuando Teodosio dobló por la calle del Correo, siguió con un andar rápido rumbo a la casa de la señora Coleville, exaltado hasta el extremo de hablar a solas. El fuego de sus pasiones despertadas y esa especie de incendio interior que muchos parisienses conocen —estas situaciones son frecuentes en París— le llevó a un cierto frenesí, a una especie de elocuencia que una frase basta para hacer comprender. Llegando a la callejuela de las Dos Iglesias, exclamó:
—¡Lo mataré!…
—¡Uno que no está contento! —comentó un obrero que pasaba. Esta burla calmó la locura de que era víctima Teodosio.
Al salir de la casa de Cerizet lo había hecho pensando en confiarse a Flavia y confesarle todo. Las naturalezas meridionales son fuertes hasta llegar a ciertas pasiones, donde todo se derrumba. Cuando entró, Flavia estaba sola en su habitación; al ver a Teodosio se vio violada o muerta.
—¿Qué le pasa a usted? —exclamó.
—Yo… ¿Me ama usted, Flavia?
—¡Oh!, ¿puede usted dudarlo?
—¿Me ama usted de todos modos…, hasta si soy un criminal?
«¿Habrá matado a alguien?», pensó ella. Y respondió con un gesto de la cabeza.
Teodosio, feliz de agarrarse a esta rama, pasó de su silla al canapé de Flavia, y allí dos torrentes de lágrimas corrieron de sus ojos, entre un diluvio de sollozos capaz de hacer llorar a un juez viejo.
—¡No estoy para nadie! —fue a decir Flavia a su criada.
Luego cerró las puertas y vino a sentarse junto a Teodosio, sintiéndose conmovida en su más alto grado maternal. El niño de la Provenza estaba reclinado, la cabeza entre las manos, llorando. Cuando Flavia quiso quitarle el pañuelo, pesaba de lágrimas.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó ella.
La naturaleza, más penetrante que el arte, servía admirablemente a Teodosio, que esta vez era sincero; era él mismo; estas lágrimas, esta crisis nerviosa eran como la firma de sus precedentes escenas de comedia.
—¡Es usted un niño! —dijo con voz dulce, acariciando los cabellos de Teodosio; en los ojos de éste se secaban las lágrimas.
—¡No tengo más que a usted en el mundo! —exclamó besando casi rabiosamente las manos de Flavia—, y si usted no me abandona, si usted me acompaña como el cuerpo al alma, como el alma al cuerpo —continuó con infinita gracia—, pues bien, tendré valor.
Se levantó y paseó por la habitación.
—Sí; lucharé, ¡volveré a tener fuerzas, como Anteo, al besar a su madre!, ¡y ahogaré con mis brazos a esas serpientes que me enlazan, que me dan besos de serpiente y me babean las mejillas, que quieren chupar mi sangre, mi honor! ¡Oh!, ¡la miseria!… ¡Oh!, ¡qué fuertes, qué grandes son los que saben mantenerse de pie, la frente levantada!… ¡Yo debí dejarme morir de hambre sobre mi camastro hace tres años y medio!… ¡El ataúd es un lecho bien dulce en comparación con la vida que llevo!… ¡Hace dieciocho meses que como de los burgueses!… y, en el momento de alcanzar una vida honrada, feliz, cuando tengo un magnífico porvenir; en el momento en que me adelanto para sentarme en la mesa del festín social, el verdugo me toca en un hombro… ¡Sí, el monstruo!, me ha tocado en un hombro y me ha dicho: «¡Paga la prima del Diablo o muere!…». ¡Y no podré vencerles!…; ¡y no le hundiré mi brazo en el hocico hasta llegarle a las entrañas!… ¡Oh!, sí, ¡lo haré!… Dígame, Flavia, ¿tengo secos los ojos? ¡Ah!, ahora río, siento mi fuerza y vuelvo a encontrar mi potencia. Dígame que me ama, ¡vuélvalo a decir! Eso es para mí en este momento como para el condenado a muerte la palabra «¡Gracia!».
—¡Es usted terrible!…, ¡amigo mío!… —dijo Flavia—. ¡Oh!, me ha destrozado.
Ella no comprendía nada, pero cayó sobre el canapé como muerta, agitada por el espectáculo. Teodosio se arrodilló junto a ella.
—¡Perdón!…, ¡perdón!… —dijo.
—Pero, por fin, ¿qué le pasa?… —preguntó ella.
—¡Me quieren hundir! ¡Oh!, ¡prométame a Celeste y verá de qué bella vida la haré partícipe!… Si usted duda… quiere decir que será mía, ¡que lo es!…
E hizo un movimiento tan violento, que Flavia, asustada, se levantó.
—¡Oh!, ¡ángel mío!, ¡a sus pies!… ¡Qué milagro! ¡Ciertamente, Dios está conmigo! Veo claro. ¡He tenido de pronto una idea!… ¡Oh!, ¡gracias, mi buen ángel, gran Teodosio!… ¡Me has salvado!
Flavia admiraba a este ser camaleonesco; rodilla en tierra, las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos alzados al cielo, en éxtasis religioso, recitaba una plegaria; era el católico más ferviente; hizo la señal de la cruz. Todo esto resultaba tan bello como la comunión de san Jerónimo.
—¡Adiós! —dijo él con una voz melancólica que seducía.
—¡Oh! —exclamó Flavia—, déjeme ese pañuelo.
Teodosio bajó las escaleras como un loco, salió a la calle y corrió rumbo a la casa de los Thuillier; al volver la cabeza vio a Flavia en la ventana y le hizo un signo de triunfo.
—¡Qué hombre!… —pensó ella.
—Buen amigo —dijo él con un tono dulce y tranquilo, cuando estuvo junto a Thuillier—, estamos entre las manos de atroces bribones, pero yo voy a darles una leccioncita.
—¿Qué pasa? —preguntó Brigitte.
—Pues que quieren veinticinco mil francos, y para obligarnos a darlos, el notario o sus cómplices han recurrido: tome cinco mil francos y venga conmigo Thuillier, voy a asegurarle su casa… ¡Haciendo esto me hago de enemigos implacables!… —exclamó—, que tratarán de asesinarme moralmente. Con tal que ustedes resistan a sus infames calumnias y que no cambien nunca para mí; eso es todo lo que pido. Después de todo, ¿qué significa esto para vosotros? Si triunfo, habréis pagado ciento veinticinco mil francos en vez de ciento veinte mil.
—¿No se repetirá esto? —preguntó Brigitte, inquieta, los ojos dilatados por violento temor.
—Sólo los acreedores inscritos tienen derecho a recurrir y, como sólo éste ha usado de tal derecho, podemos estar tranquilos. La deuda es sólo de dos mil francos, pero es necesario pagar a los abogados en estos negocios y saber deslizar un billete de mil francos en las manos del acreedor.
—Anda, Thuillier —dijo Brigitte—, coge tu sombrero y tus guantes; el dinero lo encontrarás donde tú sabes…
—Como yo he tirado los quince mil francos sin éxito, no quiero que el dinero pase más por mis manos… Thuillier pagará directamente —dijo Teodosio cuando estuvo a solas con Brigitte—. Usted se ha ahorrado veinte mil francos con Grindot que creía trabajar para el notario; su inmueble, dentro de cinco años valdrá un millón. ¡Es una esquina de bulevar!
Brigitte le escuchaba inquieta, semejante a un gato que oye andar los ratones bajo el piso. Le miraba a los ojos y, a pesar de lo justo de sus observaciones, dudaba.
—¿Qué le pasa, tiíta?…
—¡Oh! Estaré mortalmente inquieta hasta que seamos propietarios…
—Usted daría bien veinte mil francos porque Thuillier fuera lo que se llama propietario inmutable, ¿no es cierto?; pues bien, no olvide que yo les he ganado dos veces esa fortuna…
—¿Dónde vamos?… —preguntó Thuillier regresando.
—¡A casa de Godeschal, que será nuestro procurador!…
—¡Pero si lo hemos rechazado para Celeste!… —exclamó la solterona.
—Precisamente es por eso por lo que voy —respondió Teodosio—; le he juzgado bien: es un hombre de honor y le será agradable haceros un servicio.
Godeschal, sucesor de Derville, había sido durante diez años primer escribano de la procuraduría de Desroches. Teodosio, que conocía este detalle, oyó el nombre pronunciado por una voz interior, en medio de su desesperación, y vislumbró la posibilidad de hacer caer de manos de Claparon el arma con que Cerizet le amenazaba. Ante todo el abogado debía ir al gabinete de Desroches e informarse de la situación de sus adversarios. Únicamente Godeschal, a causa de la intimidad que subsiste entre el escribano y el patrón, podía guiarle.
Entre los procuradores de París, cuando les une una amistad como la que unía a Godeschal y Desroches, viven en verdadera confraternidad, de la que resulta cierta facilidad para solucionar los asuntos solucionables. Obtienen unos de otros, a título de revancha, las concesiones posibles, por aquello del proverbio: Préstame el ruibarbo que yo te prestaré el sen, seguido y usado en todas las profesiones, entre los ministros, en el ejército, entre los jueces, los comerciantes, por todas partes donde la enemistad no ha levantado muy altas barreras entre los partidos.
«Mis honorarios son buenos en esta transacción» es un pensamiento que no necesita ser expuesto; está bien visible en el gesto, el acento, la mirada. Y, como los procuradores se reencuentran fatalmente en este terreno, el asunto se arregla. El contrapeso de esta camaradería está en eso que llamaremos la conciencia del oficio. Un procurador de París dice a su colega: «No puedes obtener eso, mi cliente está rabioso» como puede decirle: «¡Bien, bien; veremos!».
La Peyrade, hombre fino, sabía hasta dónde podían ayudar a su proyecto las costumbres judiciales.
—Espere en el coche —dijo a Thuillier al llegar a la calle Vivienne, donde Godeschal era jefe después de haber hecho sus primeras armas—; usted no bajará si él no se encarga del asunto.
Eran las once de la noche; La Peyrade no se había engañado en sus cálculos al pensar que un procurador de título reciente estaría a esa hora ocupado en su bufete.
—¿A qué debo la visita de un abogado? —dijo Godeschal saliendo al encuentro de La Peyrade.
Los extranjeros, los provincianos, las gentes de sociedad, ignoran tal vez que el abogado es al procurador lo que es el general al mariscal; existe una línea de excepción severamente mantenida entre los abogados y el Colegio de procuradores de París. Por muy venerable que sea un procurador, por inteligencia que se le reconozca debe ir a ver al abogado. El procurador es el administrador que traza el plan de campaña, recoge las municiones, prepara todo; el abogado libra la batalla. El Colegio de abogados prohíbe a sus miembros hacer nada que concierna a los procuradores. Es muy raro que un gran abogado vaya a una procuraduría; procurador y abogado se ven en el tribunal; sólo en casos de urgencia un abogado va en busca de un procurador.
—¡Ah! —dijo La Peyrade—, se trata de un asunto grave, y sobre todo de una cuestión de delicadeza que debemos resolver entre los dos. Thuillier está abajo en un coche; yo vengo como amigo de Thuillier, no como abogado. En sus manos está el prestar a Thuillier un inmenso servicio, y yo he dicho que usted tiene un alma demasiado noble (por algo es el sucesor del gran Derville) para no poner a su servicio toda vuestra capacidad. He aquí el asunto.
Después de haber explicado, siempre a su favor, toda la trama canallesca a que había de hacer frente con habilidad —los procuradores encuentran muchos más clientes embusteros que veraces—, el abogado resumió su plan de campaña.
—Usted debería ir esta noche a ver a Desroches, ponerle en autos de la trama; que él llame mañana por la mañana a su cliente, ese Sauvaignou; entre los tres lo confesaremos y si quiere un billete de mil francos más el importe de su deuda, se lo daremos, además de los quinientos francos por vuestros honorarios y otros tantos para Desroches… Ese Sauvaignou, ¿qué quiere? ¡Su dinero! Pues bien, no resistirá al cebo de un billete de mil, aunque sea el instrumento de una avaricia escondida tras él. El debate entre quienes le hacen mover y nosotros nos importa poco… Saque usted de este apuro a la familia Thuillier…
—Voy a casa de Desroches en seguida —dijo Godeschal.
—No; no antes de que Thuillier le firme un poder y le entregue cinco mil francos. En estos casos el dinero debe ir por delante…
Después de una entrevista en la que Thuillier se encontró molesto, La Peyrade llevó a Godeschal en un coche hasta la calle de Béthisy, donde habitaba Desroches, pretextando que tenían que pasar por allí, y al despedirse a la puerta, La Peyrade le citó para el siguiente día, a las siete.
El porvenir y la fortuna de La Peyrade dependían del éxito de esta entrevista. Por ello no debemos asombrarnos de verle pasar por encima de las costumbres de los abogados y venir a casa de Desroches, estudiar a Sauvaignou, mezclarse en el combate, a pesar del peligro que corría al ponerse bajo los ojos del más temible de los procuradores de París.
Desde el momento en que entró, comenzó a estudiar a Sauvaignou. Éste era, como el nombre lo hacía presumir, un marsellés, un obrero colocado, como su nombre de capataz indica, entre los obreros y el maestro carpintero de las obras, para vigilar la ejecución de los trabajos. El beneficio del contratista lo hace la diferencia entre el precio del capataz y la suma dada por el constructor que, deducción hecha de los materiales, se reduce a la mano de obra.
El maestro carpintero en quiebra, Sauvaignou se hizo reconocer, por juicio del Tribunal de Comercio, acreedor del inmueble, y se había inscrito como tal. Este pequeño asunto había determinado la catástrofe; Sauvaignou, pequeño, regordete, vestido con una blusa gris, tocado con una gorra, estaba sentado en un sillón. Tres billetes de mil francos, colocados frente a él, sobre la mesa de Desroches, hicieron comprender a La Peyrade que la proposición se había hecho y no había sido aceptada. Los ojos de Godeschal lo decían bien. La mirada que Desroches dirigió al abogado de los pobres fue como un azadonazo en una fosa. Estimulado por el peligro, el provenzal estuvo magnífico; puso la mano sobre los billetes de mil francos y los dobló para guardarlos.
—Thuillier no quiere ya —dijo a Desroches.
—¡Muy bien!; estamos de acuerdo —dijo el terrible procurador.
—Sí; su cliente va a abonarnos sesenta mil francos de gastos hechos en el inmueble, según el contrato firmado entre Thuillier y Grindot. Yo no le dije esto ayer —agregó, volviendo hacia Godeschal.
—¿Oyó usted eso?… —dijo Desroches a Sauvaignou—. Ése es el objeto de un proceso que yo no haré sin garantías…
—Pero, señores míos —dijo el capataz—, yo no puedo decir sin hablar antes con ese buen hombre que me ha dado quinientos francos a cuenta por firmarle un papel de procuración.
—¿Tú eres de Marsella? —preguntó La Peyrade en dialecto de Sauvaignou.
—¡Oh!, ¡si lo discute en dialecto está perdido! —dijo en voz baja Desroches a Godeschal.
—Sí, señor.
—Pues bien; pobre diablo —continuó Teodosio—, te quieren arruinar… ¿Sabes lo que debes hacer? Coge esos tres mil francos y cuando el otro venga, agarra una regla y dale una buena paliza diciéndole que es un sinvergüenza, que te quería explotar y que tú revocarás tu procuraduría y que le devolverás su dinero la semana de los tres jueves. Luego, con esos tres mil quinientos francos y tus economías te vas a Marsella. Y si te pasa algo, ven a ver a este señor… Él sabrá encontrarme y yo te sacaré de apuros; ya ves que yo soy no solamente un buen provenzal, sino que también soy uno de los primeros abogados de París, y el amigo de los pobres…
Cuando el obrero encontró en un compatriota una autoridad para sancionar las razones que tenía de traicionar al prestamista de su barrio, capituló, pidiendo tres mil quinientos francos.
—Una buena paliza, bien la merece, y debía ir a la policía correccional…
—No, no pegues sino cuando te diga tonterías —le respondió La Peyrade—, que entonces será en defensa propia…
Cuando Desroches le afirmó que La Peyrade era un abogado, Sauvaignou firmó la renuncia, dándose por recibido del interés y capital de su deuda, hecha por acta doble entre Thuillier y él, ambos asistidos por sus abogados respectivos, con el fin de que esta pieza tuviese la virtud de terminarlo todo de una vez.
—Les dejamos los mil quinientos francos —dijo La Peyrade al oído de Desroches y Godeschal—, pero a condición de que me deis la renuncia; voy a hacerla firmar por Thuillier, que no ha dormido en toda la noche, en casa de Cardot, su notario.
—¡Bien! —dijo Desroches—. Ya puede estar contento —agregó haciendo firmar a Sauvaignou, de haber ganado fácilmente mil quinientos francos.
—¿Son bien míos… señor procurador?… —preguntó el capataz, inquieto ya.
—¡Oh!, bien legítimamente —respondió Desroches—. Solamente que usted va a notificar a su mandatario una revocación de poderes, con fecha de ayer; pase al estudio, por aquí…
Desroches dijo a su primer escribano lo que tenía que hacer, encargando a un empleado de ocuparse que el alguacil fuese a casa de Cerizet antes de las diez.
—Muchas gracias, Desroches —dijo La Peyrade dándole la mano al procurador—; ha pensado usted en todo, yo no olvidaré este servicio…
—No lleve el acta a casa de Cardot hasta después de mediodía.
—¡Eh, paisano!, ¡paséate todo el día y, sobre todo, no vayas a tu casa!…
—¡Entendido —dijo Sauvaignou—, hasta mañana!
—Algo hay bajo todo esto —decía Desroches a Godeschal en el momento en que éste volvía del estudio al gabinete.
—Que los Thuillier adquieren un magnífico inmueble por nada, eso es todo —dijo Godeschal.
—La Peyrade y Cerizet me hacen el efecto de dos buzos que luchan bajo el mar. ¿Qué diré a Cerizet que me ha dado este asunto? —preguntó al abogado, que regresaba.
—Que ha sido obligado por Sauvaignou —replicó La Peyrade.
—¿Y usted no teme nada? —preguntó a quemarropa Desroches.
—¡Oh, yo tengo ciertas lecciones que darle!
—Mañana lo sabré todo —dijo Desroches a Godeschal—. ¡Nadie es más hablador que un vencido!
La Peyrade salió llevando su acta. A las once estaba en la audiencia del juez de paz, tranquilo, decidido y, al ver llegar a Cerizet, pálido de rabia, los ojos llenos de veneno, le dijo al oído:
—¡Querido, yo soy buena persona también! Tengo a tu disposición veinticinco mil francos en billetes que te entregaré a cambio de todas las letras que tienes contra mí…
Cerizet miró al abogado sin encontrar qué responderle. ¡Estaba verde como si absorbiera la bilis!
—¡Soy propietario inmutable!… —exclamó Thuillier al regresar de la casa de Jacquinot, el cuñado sucesor de Cardot—. Ninguna potencia humana puede quitarme mi casa. Ellos me lo han dicho.
Los burgueses creen mucho más a lo que les dicen los notarios que a lo que les dicen los procuradores. El notario está mucho más cerca de ellos que cualquier otro representante del Foro. El burgués de París no va sin miedo a casa de su procurador, cuya audacia beligerante le inquieta, mientras que va siempre con nuevo gusto a ver a su notario, de quien admira la cordura y el sentido común.
—Cardot, que busca una buena casa, me ha pedido uno de los departamentos del segundo piso —continuó—; si quiero, él me presentará un subarrendador que propone un contrato de dieciocho años, a cuarenta mil francos, con los impuestos a su cargo… ¿Qué piensas tú, Brigitte?
—Hay que esperar —respondió ella—. ¡Ah!, ¡nuestro querido Teodosio me ha hecho pasar un gran susto!…
—¡Oh, querida!; Cardot, al preguntarme quién me había proporcionado este negocio, me dijo que debía hacerle un regalo lo menos de diez mil francos. ¡Y en verdad, le debo todo!
—Pero si él es el hijo de la casa —respondió Brigitte—. A este pobre muchacho hay que hacerle justicia; él no pide nada.
—¡Eh!, ¿qué tal, buen amigo? —dijo La Peyrade al regresar, a las tres, de la justicia de Paz—. ¡Ya está usted riquísimo!
—Y por ti, mi querido Teodosio…
—Y a usted, tiíta, ¿le ha vuelto ya la vida?… ¡Ah!; ustedes no tuvieron tanto miedo como yo… Vuestros intereses van antes que los míos. Hasta hoy a las once no he respirado con libertad; ahora ya estoy seguro de tener tras de mí dos enemigos mortales en las dos personas que he engañado por vosotros. Mientras venía ahora para acá, pensaba cuál ha sido vuestra influencia para hacerme cometer esta especie de crimen; y si la felicidad de pertenecer a vuestra familia, de devenir vuestro hijo, lavara la mancha que veo sobre mi conciencia…
—¡Bah!, ya te confesarás —dijo Thuillier.
—Ahora —dijo Teodosio a Brigitte—, usted puede pagar sin temor el precio de la casa, ochenta mil francos; los treinta mil de Cardot; en total, con los gastos, ciento veinte mil francos, que con estos últimos veinte mil hacen ciento cuarenta mil. Si ustedes alquilan a un subarrendador, pídanle el último año adelantado; y resérvenos, para mi mujer y para mí, todo el primer piso en el entresuelo. Aun con esas condiciones, encontrarán un contrato para doce años por cuarenta mil francos. Si ustedes quieren dejar este barrio para ir a habitar al de la Cámara, tendrán bastante con ese vasto primero que tiene cochera, caballeriza y todo lo que requiere una gran existencia. ¡Y ahora, Thuillier, voy a conseguirle la Legión de Honor!
A estas últimas palabras, Brigitte exclamó:
—De veras, hijo mío, que usted ha hecho tan perfectamente nuestros negocios, que le dejo terminar el de la casa Thuillier…
—¡No abdique, bella tía —dijo Teodosio—, y Dios me guarde de dar un solo paso sin usted, que es el genio tutelar de la familia! Yo pienso solamente en el día en que Thuillier sea de la Cámara. Dentro de dos meses usted cobrará cuarenta mil francos. Y esto no impedirá que Thuillier cobre sus diez mil de alquiler del primer plazo.
Después de haber dado esta esperanza a la solterona, se llevó a Thuillier al jardín, y allí, sin vacilar, le dijo:
—Buen amigo; busca la manera de pedir diez mil francos a tu hermana, y que ella no sepa jamás que son para mí; dile que esta suma es necesaria en las oficinas para facilitar tu nombramiento como caballero de la Legión de Honor, y que tú sabes entre quiénes debes distribuir esta suma.
—Muy bien —dijo Thuillier—; además, yo se los devolveré de mis alquileres.
—Consíguela esta noche, buen amigo; voy a salir para asuntos de tu Cruz; mañana sabremos a qué atenernos…
—¡Qué hombre eres! —exclamó Thuillier.
—El ministerio del Primero de marzo va a caer; es necesario obtener esto de él —respondió finalmente Teodosio.
El abogado corrió a la casa de la señora Coleville para decirle:
—He vencido; tendremos para Celeste un inmueble que vale un millón y cuya propiedad, sin las rentas, le será cedida por Thuillier en el contrato; pero guardemos este secreto; si se supiera, hasta los pares de Francia la pedirían en matrimonio. Ahora, prepárese; vamos a casa de la condesa de Bruel; ella puede conseguir la cruz para Thuillier. Mientras usted se viste, yo voy a hacer un poquitín de corte a Celeste; ya hablaremos en el coche.
La Peyrade había visto en el salón a Celeste con Félix Phellion. Después del gran éxito obtenido por la mañana, Teodosio comprendía la necesidad de comenzar a enamorar a Celeste. Había llegado la hora de disgustar a los enamorados, y sin vacilar un instante, acercó el oído a la puerta del salón, antes de entrar, para saber qué letra del alfabeto del amor pronunciaban. A cometer este crimen de educación le impulsó un elevarse de voces que le indicaba una discusión. El amor, según uno de nuestros poetas, es un privilegio que dos seres se otorgan para disgustarse recíprocamente a causa de nada.
Una vez elegido Félix en su corazón para compañero de su vida, Celeste tuvo menos deseo de estudiarle que de unirse a él con esa comunión de almas de donde nacen todos los afectos y que, en los espíritus jóvenes, trae un examen involuntario. La discusión que Teodosio escuchaba tenía su origen en un disentimiento profundo, nacido días antes entre el matemático y Celeste.
Esta hija, fruto moral de la época en que la señora Coleville quiso arrepentirse de sus faltas, era de sólida piedad; pertenecía al verdadero rebaño de fieles y, en ella, el catolicismo absoluto, templado por el misticismo que tanto agradó a las almas jóvenes, era una poesía íntima, una vida en la vida. Las jóvenes parten de ahí para llegar a mujeres excesivamente ligeras o santas. Pero durante este hermoso período de su juventud tienen en el corazón un poco de absolutismo en sus ideas, siempre como modelo la imagen de la perfección, y para ellas todo debe ser celeste, angelical o divino. Fuera de su ideal nada existe, todo es fango y mancilla. Y esta idea hace que, jóvenes que más tarde han de adorar baratijas, rechacen los falsos diamantes.
Celeste había visto, no la religión, sino la indiferencia de Félix en materia religiosa. Como la mayor parte de los geómetras, químicos, matemáticos y grandes naturalistas, había sometido la religión a la razón: en ella veía un problema tan insoluble como la cuadratura del círculo. Deísta in petto, pertenecía a la religión de la mayoría de los franceses sin darle más importancia que a la nueva ley aparecida en julio. Hacía falta Dios en el cielo como un busto del rey sobre un pedestal de la Alcaldía. Félix Phellion, digno hijo de su padre, no había colocado ningún velo sobre su conciencia y dejaba a Celeste leer en ella con el candor y la distracción de un matemático: la joven mezclaba la cuestión religiosa con la cuestión civil y sentía un profundo horror por el ateísmo; su confesor le decía que el deísta es el primo hermano del ateo.
—¿Pensó usted en hacer lo que me prometió, Félix? —preguntó Celeste inmediatamente que Flavia los dejó solos.
—No, querida —respondió Félix.
—¡Oh, faltar a una promesa! —exclamó ella dulcemente.
—Se trataba de una profanación —respondió él—. Yo la quiero tanto y con ternura incapaz de oponerse a sus deseos, que prometí una cosa contraria a mi conciencia. La conciencia, Celeste, es nuestro tesoro, nuestra fuerza, nuestro apoyo. ¿Cómo quería usted que yo fuese a una iglesia a arrodillarme ante un sacerdote en quien no veo más que un hombre?… Me hubieseis despreciado de haber obedecido.
—Entonces, mi querido Félix, ¿no quiere ir a la iglesia?… —dijo Celeste mirando a su amado con los ojos cuajados de lágrimas—. Si yo llegase a ser su esposa, ¿me dejaría ir sola?… ¡Usted no me quiere como yo le quiero!…, pues que hasta el presente he tenido en mi corazón (para un ateo) ¡un sentimiento contrario a lo que Dios quiere de mí!
—¡Un ateo! —exclamó Félix Phellion—. ¡Oh, no! Óigame, Celeste… Indudablemente hay un Dios, pero yo tengo de Él más hermosas ideas de las que tienen sus sacerdotes; yo no le rebajo hasta mí; yo intento elevarme hasta Él… Escucho la voz que ha puesto en mí, eso que las gentes honradas llaman conciencia, y trato de no oscurecer los divinos rayos que llegan a mí. Por ello no haré nunca mal a nadie, y no haré nada contra los mandamientos de la moral universal, que fue la moral de Confucio, de Moisés, de Pitágoras, de Sócrates tanto como la de Jesucristo… Seré siempre puro ante Dios; mis acciones serán mis plegarias; no mentiré jamás, mi palabra será sagrada y nunca haré nada bajo ni vil… Ésas son las enseñanzas de mi virtuoso padre y las que legaré a mis hijos. Todo el bien que pueda hacer, lo haré, aun cuando para ello tenga que sufrir. ¿Qué más puede pedirse a un hombre?…
Esta profesión de fe de Phellion hizo bajar la cabeza tristemente a Celeste.
—¡Lea con atención —dijo ella— la Imitación de Jesucristo!… Ensaye de convertirse a la santa Iglesia católica, apostólica y romana, y reconocerá cuán absurdas son sus palabras… Escúcheme, Félix: el matrimonio no es, según la Iglesia, un asunto de un día, la satisfacción de nuestros deseos; se hace para la eternidad… ¿Cómo sería posible?; ¡estaríamos unidos noche y día, deberíamos formar una sola carne, un solo verbo, y tendríamos en nuestro corazón dos idiomas, dos religiones, una causa de disentimiento perpetuo! ¡Usted me condenaría a llorar a escondidas por vuestra alma, y yo no podría dirigirme a Dios viendo constantemente su mano armada contra usted!… ¡Su sangre de deísta y sus convicciones podrían animar a nuestros hijos!… ¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas desgracias para una esposa!… No, esas ideas son intolerables… ¡Oh! ¡Félix, hágase de mi fe ya que no puedo ser de la suya! No abra abismos entre nosotros… ¡Si usted me quisiera ya habría leído la Imitación de Jesucristo!…
Los Phellion no amaban el espíritu clerical. Félix cometió la imprudencia de responder a esta especie de oración salida de un alma ardiente.
—Usted repite, Celeste, una lección de su confesor y nada es tan fácil para la felicidad, créame, como la intervención de los sacerdotes en las familias…
—¡Oh, usted no me ama! —exclamó indignada Celeste, a quien sólo el amor había inspirado—. ¡La voz de mi corazón no va al suyo! Usted no me ha comprendido, pues que no me ha escuchado, y yo le perdono porque usted no sabe lo que dice.
Y se envolvió en un silencio soberbio, mientras Félix fue a tamborilear con los dedos en un cristal de la ventana: música familiar de los que se entregan a reflexiones dolorosas. En efecto, Félix se exponía a estas singulares y delicadas cuestiones de conciencia phellionesca.
«Celeste es una rica heredera y, cediendo a sus ideas, en contra de mi religión natural, yo lo haría pensando en hacer un matrimonio ventajoso: acto infame. Yo no debo, como padre de familia, dejar que los curas tengan la menor influencia en mi casa; si yo cedo en esto hoy, cometo un acto débil que será seguido de muchos otros perniciosos para la autoridad del padre y del marido… Todo esto es indigno de un filósofo…»
Y volvió junto a su amada.
—Celeste, yo se lo suplico de rodillas, no mezclemos lo que la ley en su sabiduría ha separado. Vivimos para dos mundos, la sociedad y el cielo. A cada uno su camino para conseguir la salvación; mas en cuanto a la sociedad, ¿no es obedecer a Dios el observar las leyes? El Cristo dijo: «Dad al César lo que es del César». César es el mundo político… ¡Olvidemos esta pequeña querella!
—¡Una pequeña querella!… —exclamó la joven—. ¡Yo quiero daros todo mi corazón, como quiero tener todo el vuestro, y usted hace dos partes!… ¿No es una desgracia? Usted olvida que el matrimonio es un sacramento…
—¡Su clerigalla le envenena las ideas! —exclamó impaciente el matemático.
—¡Señor Phellion —dijo Celeste interrumpiéndole—, basta de este asunto!
A esta frase, Teodosio creyó necesario entrar, y encontró a Celeste pálida y al joven profesor inquieto como un amante que ha disgustado a su querida.
—He oído la palabra basta. ¿Había, pues, demasiado? —dijo mirando a ambos.
—Hablábamos de religión… —respondió Félix— y yo le decía a la señorita cuán funesta es la influencia religiosa en el seno de la familia.
—No se trataba de eso, señor —dijo agriamente Celeste—, sino de saber si el marido y la mujer pueden formar un solo corazón siendo uno ateo y otra católica.
—¿Pero es que hay ateos?… —exclamó Teodosio fingiendo una profunda estupefacción—. ¿Es que una católica puede casarse con un protestante? ¡No hay perfección posible entre dos esposos si no existe entre ambos una conformidad absoluta en cuestión de opiniones religiosas!… Yo, que soy, en verdad, del Condado, y de una familia que tiene un Papa entre sus antecesores —nuestras armas son gules con llave de plata, y los soportes del escudo son un monje cargando una iglesia y un peregrino con bordón de oro y estas palabras por divisa: Yo abro y yo cierro—, soy en estas cuestiones de un absolutismo feroz. Pero hoy, ¡gracias al moderno sistema de educación, no me parece extraordinario hablar de estas cuestiones!… Yo no me casaría con una protestante aunque tuviera millones…, ¡y aunque la amara locamente! La fe no se discute. Una fides, unus Dominus, ésa es mi divisa en política.
—¿Oye usted?… —exclamó triunfalmente Celeste mirando a Phellion.
—Yo no soy un devoto, voy a misa a las seis de la mañana, cuando nadie me ve; ayuno los viernes; en fin, soy un hijo de la Iglesia y no emprendería nada serio sin rezar antes, a la vieja moda de mis antecesores. Nadie se apercibe de mi religión… Durante la revolución de 1789 sucedió en mi familia un caso que nos unió aún más estrechamente con nuestra santa madre la Iglesia. Una pobre señorita de La Peyrade, de la rama mayor, la que posee el pequeño dominio de La Peyrade —somos Peyrade des Canquoelle, pero las dos ramas heredan una de otra—, esta señorita casó, seis años antes de la Revolución, con un abogado que, según la moda de la época, era volteriano, esto es, incrédulo, o deísta, si lo prefieren. Cayó en las ideas revolucionarias para llegar a esas lindezas que ustedes saben: el culto de la diosa Libertad-Razón. Volvió a nuestro país imbuido, fanático de la Convención. Su esposa era muy bella y él la obligó a representar el papel de la Libertad; la pobre infortunada se volvió loca… ¡Murió loca! ¡Y bien: en los tiempos que corren no es difícil ver un nuevo 1793!…
Esta historia, creada a su gusto, hizo tal impresión en la imaginación fresca y joven de Celeste, que se levantó, saludó a los dos jóvenes y se retiró a su habitación.
—¡Ah, señor!, ¿qué ha dicho usted?… —exclamó Félix alcanzado en el corazón por la mirada fría que Celeste acababa de lanzarle al pasar, afectando una profunda indiferencia. Ella se cree ya transformada en diosa de la Razón…
—¿De qué se trata, pues? —preguntó Teodosio.
—De mi indiferencia en materia de religión.
—La gran plaga del siglo —respondió Teodosio con aire grave.
—Aquí estoy —dijo la señora Coleville apareciendo elegantemente vestida—. Pero ¿qué le pasa a mi hija?, está llorando.
—¡Está llorando, señora!… —exclamó Félix—; dígale que inmediatamente comenzaré a estudiar la Imitación de Jesucristo.
Y Félix bajó con Teodosio y Flavia, a quien el abogado apretaba el brazo para darle a entender que en el coche le explicaría la demencia del joven sabio.
Una hora después, Flavia, Celeste y Teodosio entraban en casa de los Thuillier. Teodosio y Flavia llevaron a Thuillier al jardín, y el abogado le dijo:
—Bueno, amigo, tendrá la Cruz dentro de ocho días. Mira, esta querida amiga va a relatarte nuestra visita a la condesa de Bruel…
Y Teodosio dejó a Thuillier al ver a Desroches acompañado de Brigitte. Empujado por un horrible presentimiento, salió al encuentro del procurador.
—Querido doctor —dijo Desroches al oído de Teodosio—, vengo a ver si puede procurarse veintisiete mil seiscientos ochenta francos con sesenta céntimos…
—¿Es usted el procurador de Cerizet? —exclamó el abogado.
—Él ha entregado los documentos a Louchard y usted sabe lo que le espera, después de un arresto. ¿Cerizet se engaña al creer que tiene usted veinticinco mil francos? Usted se los ofreció y él encuentra muy natural el no dejarlos en vuestra casa…
—Le agradezco mucho su informe —dijo Teodosio—; yo había previsto este ataque…
—Entre nosotros —respondió Desroches—, usted le ha fastidiado bien… El tipo no recula ante nada para vengarse y perderá todo si usted quiere jugar el todo por el todo y dejarse encarcelar…
—¡Yo! —exclamó Teodosio—. ¡Yo pagaré!… Pero él tiene cinco letras de cinco mil francos cada una: ¿qué piensa hacer?
—¡Oh!, después del asunto de esta mañana, no puedo decir nada, pero mi cliente es perro fino y tiene sus proyectos.
—Veamos, Desroches —dijo Teodosio echando la mano sobre los hombros del flaco y seco Desroches—: ¿las letras están aún en su casa?
—¿Quiere usted pagar?
—Sí; dentro de tres horas.
—Muy bien; venga a mi casa a las nueve; recibiré los fondos y le entregaré las letras; pero a las nueve y media estarán en casa de Louchard…
—¡Bien!; esta noche a las nueve… —dijo Teodosio.
—Hasta las nueve —respondió Desroches, cuya mirada había abarcado a toda la familia reunida en el jardín; Celeste, con los ojos enrojecidos, charlaba con su madrina, Coleville y Brigitte, Flavia y Thuillier.
Mientras subían la escalera que bajaba de la sala de entrada al jardín, Desroches dijo a Teodosio:
—¡Bien puede usted pagar sus letras!
Con aquella sola mirada, Desroches, que acababa de hacer hablar a Cerizet, había visto los inmensos trabajos del abogado.
Al día siguiente, muy de mañana, Teodosio fue a casa del prestamista a ver el efecto que había producido en su enemigo el pago efectuado puntualmente la víspera y hacer una última tentativa para desembarazarse de su tábano.
El provenzal encontró a Cerizet en conferencia con una mujer. Desde lejos, el prestamista hizo imperativamente una seña para que no se acercase. El abogado tuvo que limitarse a hacer conjeturas sobre la importancia de esta mujer que preocupaba al prestamista. Teodosio tuvo el presentimiento, excesivamente vago, de que el objeto de esta conferencia iba a influir sobre las decisiones de Cerizet. La fisonomía de este presentaba ese cambio completo que produce la esperanza.
—Pero, mi querida mamá Cardenal…
—Sí, mi querido señor…
—¿Qué quiere usted?
—Hay que decidir…
Estos comienzos o fines de frases eran los únicos relámpagos que de la conversación animada y en voz baja llegaban hasta el testigo inmóvil que fijaba su atención en la señora Cardenal.
La señora Cardenal, pescadera, era una de las primeras clientas de Cerizet. Si los parisienses conocen bien estas casi creaciones particulares de su ciudad, los extranjeros en cambio no sospechan siquiera la existencia, y la madre Cardenal merecía todo el interés que excitaba en el abogado. El transeúnte encuentra tantas mujeres de este tipo en la calle que ya no les presta más atención que la que se presta a los tres mil cuadros de una exposición. Pero en este caso, la Cardenal tenía todo el valor de una obra maestra aislada. Era el tipo completo de su especie.
Dentro de las zuecas enlodadas se veían unos escarpines y las piernas se cubrían con largas medias negras. Su vestido de indiana se remataba con una falbalá de lodo. La pieza principal de sus ropas era un chal de los llamados cachemira de piel de conejo. Una grosera tela de algodón que servía de blusa, dejaba ver un cuello rojo y rayado como el estanque de la Villete después de haberse patinado en él. A la cabeza llevaba un pañuelo de seda amarillo anudado de modo pintoresco.
Baja y gorda, su tez rica en color decía que la madre Cardenal bebía su vaso de aguardiente por las mañanas. Había sido hermosa. El Mercado le reprochaba, con su lenguaje de imágenes atrevidas, haber salido a la búsqueda de su jornal, más de una vez, de noche. Su voz, para colocarse en el diapasón de una conversación decente, estaba obligada a ahogar su violenta sonoridad; entonces brotaba espesa y gruesa de aquel gaznate acostumbrado a lanzar hasta el fondo de las buhardillas el nombre del pescado de cada estación. La nariz fina, la boca bien dibujada, los ojos azules, todo lo que en un tiempo constituyera su belleza, se hundía entre pliegues de grasa vigorosa que hablaban de una vida al aire libre. El vientre y los senos se distinguían por una abundancia a lo Rubens.
—¿Y quiere usted que yo me quede sin nada?… —decía a Cerizet—. ¿Qué me importan los Poupillier?… ¿No soy también una Poupillier? ¿Dónde quiere usted que tiremos a los Poupillier?…
Esta salvaje salida fue reprimida por Cerizet con uno de esos chis prolongados a los que obedecen todos los conspiradores.
—Bueno, vaya a ver lo que hay —dijo Cerizet empujando a la mujer hacia la puerta y diciéndole unas palabras en voz baja.
—Y bien, querido amigo —dijo Teodosio a Cerizet—, ¿recibiste tu dinero?
—Sí —respondió éste—; hemos medido nuestras garras; son de idéntica dureza, del mismo largo, de igual fuerza… ¿Y ahora?
—¿Debo decir a Dutocq que recibiste ayer veintisiete?…
—¡Oh!, ¡mi querido amigo, ni una palabra!…, ¡si me quieres!… —exclamó Cerizet.
—Escucha —continuó Teodosio—; es necesario que yo sepa de una vez lo que tú quieres. Tengo la formal intención de no estar veinticuatro horas más sobre la parrilla en que me habéis colocado. Que engañes a Dutocq me es perfectamente indiferente, pero quiero que nosotros nos entendamos… Veintisiete mil francos es una fortuna en tus manos, agregados a unos diez mil que debes de tener, producto de tu negocio; con esto hay bastante para hacerse un hombre honrado. Cerizet si me dejas tranquilo, si no estorbas mis planes para llegar a ser el marido de la señorita Coleville, yo seré un día algo así como el abogado del rey; nada será mejor para ti que asegurarte una protección en esta esfera.
—He aquí mis condiciones, que no admiten discusión; las aceptas o las dejas. Tú harás que yo sea el subarrendador de la casa de los Thuillier, con un contrato por dieciocho años y te entregaré una de las otras cinco letras de cambio. Desapareceré de tu camino; para las otras cuatro letras te entenderás con Dutocq… Él no tiene fuerzas para luchar contigo…
—Consiento si estás dispuesto a dar cuarenta y ocho mil francos del alquiler de la casa, el último año adelantado y datar el contrato desde el mes de octubre próximo.
—Sí, pero daré solamente cuarenta y tres mil francos en efectivo; con tu letra, son los cuarenta y ocho. He examinado bien la casa; la estudié; me conviene.
—Una última condición —dijo Teodosio—: tú me ayudarás contra Dutocq.
—No —respondió Cerizet—; él está ya bien cocido para ti sin que yo vaya a freírlo aún más. Hay que ser razonable. Ese hombre no sabe cómo pagar los últimos quince mil francos de su deuda, y es bastante para ti saber que con quince mil francos puedes comprar tus letras.
—¡Bien! Dame quince días para conseguirte el contrato.
—¡No más tarde que el lunes próximo! El martes tu letra será protestada, a menos que pagues el lunes o que Thuillier me dé el contrato.
—Sea; el lunes… —dijo Teodosio—. ¿Somos amigos?…
—Lo seremos el lunes —respondió Cerizet.
—Bien, hasta el lunes; ¿me invitarás a comer? —dijo riendo Teodosio.
—En el Rocher-de-Caucale, si tengo el contrato. Dutocq vendrá…, nos reiremos… Hace tiempo que no me río…
Teodosio y Cerizet se estrecharon las manos, diciéndose:
—¡Hasta pronto!
Aquella rápida calma de Cerizet tenía su razón. Primero porque, según la frase de Desroches, «la bilis no facilita los negocios», y el usurero había comprendido su exactitud; y de allí su resolución de sacar partido a su posición y a exprimir (la palabra técnica) al bribón provenzal.
—Es una revancha —le había dicho Desroches—; ese hombre está en sus manos. Extráigale la quintaesencia.
Cerizet había visto, en los últimos diez años, varias personas que se enriquecen con aquel oficio de subarrendador. El subarrendador es, en París, a los propietarios de casa, lo que son los colonos a los propietarios de tierras.
Cerizet, a caza de negocios, examinó las oportunidades de ganancia que podía ofrecer el alquiler de la casa robada a Thuillier, como decía a Desroches, y había visto la posibilidad de sacarle más de sesenta mil francos al cabo de seis años.
Cerizet esperaba ganar una decena de miles de francos por lo menos, al año, durante doce años, sin contar las eventualidades y los regalos hechos a cada renovación de contrato por los comercios que se establecieran y a los cuales no daría en un principio más que seis años de contrato. Además, se proponía vender su negocio de usura a la viuda de Poiret y a Cadenet por unos diez mil francos; su fortuna alcanzaba a otros diez mil; estaba, pues, en situación de dar el año adelantado que los propietarios exigen como garantía a los subarrendadores. Cerizet había pasado una noche feliz, durmiéndose acariciando un hermoso sueño, y se reía a punto de comenzar un oficio honrado, de devenir burgués como Thuillier, como Minard, como tantos otros.
Renunciaba a la adquisición de la casa en construcción de la calle Geoffroy-Marie. Pero tuvo que despertar inesperado al encontrar a la Fortuna junto a él, vertiendo en catarata su cuerno dorado, en la persona de la Cardenal.
Él había guardado siempre consideraciones a esta mujer, y desde un año antes le estaba prometiendo la suma necesaria para comprar un asno y un pequeño carro, a fin de que ella pudiera hacer su comercio en grande yendo de París a los alrededores. La Cardenal, viuda de un cargador del mercado, tenía una hija cuya belleza fue elogiada a Cerizet por otras comadres. Olympia Cardenal contaba trece años cuando, en 1837, Cerizet comenzó el préstamo en el barrio y, con un fin de libertinaje infame, colmó de atenciones a la Cardenal; él la había sacado de la miseria esperando hacer de Olympia su querida; pero en 1838 la chica había abandonado a su madre y hacía sin duda la vida, para emplear la expresión con que el pueblo parisiense designa el abuso de los preciosos dones de la naturaleza y la juventud.
Buscar a una muchacha en París equivale a buscar una sardina en el Sena: hace falta el azar de un golpe de caña.
Este azar había llegado. La madre Cardenal, que para festejar a una comadre la había llevado al teatro Bobino, había encontrado a su hija en la persona de la primera actriz, a quien el primer actor cómico tenía bajo su dominio desde tres años antes. La madre, orgullosa en un principio de ver a su hija vestida con un traje laminado, peinada como una duquesa, con zapatos de satén, y que era aplaudida al aparecer en escena, había terminado por gritarle desde su localidad:
—¡Vas a recibir noticias mías, asesino de tu madre!… ¡Yo voy a enterarme si bribones canallas tienen el derecho de venir a corromper niñas de trece años!…
Quiso esperar a su hija a la salida, pero la primera actriz y el primer actor cómico salieron sin duda entre el público en vez de salir por la puerta de artistas, donde la madre Cardenal y la madre Mahondeau, su buena amiga, armaban un escándalo infernal que dos guardias municipales se encargaron de apagar. Esta augusta institución, ante quien las dos mujeres bajaron el diapasón de sus voces, hizo observar a la madre que a los dieciséis años su hija tenía la edad reglamentaria para el teatro, y que en lugar de gritar en la puerta llamando al director, debía citarla por medio de la justicia de Paz o de la policía correccional.
Al día siguiente mamá Cardenal se proponía consultarle, pues que él trabajaba en la justicia de Paz; Perrache, el portero de la casa donde vivía el viejo Poupillier, su tío, la dejó como herida por el rayo al informarle que a su tío no le quedaban dos días de vida.
—¿Y usted qué quiere que haga? —respondió la viuda Cardenal.
—Contamos con usted, querida mamá Cardenal; usted no nos olvidará por el buen informe que vamos a darle. He aquí la cosa: En los últimos tiempos, su pobre tío, que ya no podía moverse, me confió el ir a cobrar los alquileres de su casa de la calle Nuestra Señora de Nazareth, y los intereses de una inscripción de renta que tiene sobre el Tesoro, de mil ochocientos francos…
A estas palabras, los ojos de la Cardenal, errantes hasta entonces, quedaron fijos.
—Sí, querida amiga —continuó el señor Perrache—, y en vista de que usted era la única que se acordaba de él, que le llevaba de vez en vez unos pescados y que le visitaba, quién sabe si hará testamento a su favor… Mi mujer, en estos últimos días le ha cuidado y le ha hablado de usted, pero él no quería que usted supiera que estaba tan enfermo… Y ahora ya es la hora de ir. ¡Virgen santa! Hace dos meses que no va a su negocio.
—Confiese, mi viejo rastacuero —decía la mamá Cardenal al portero, zapatero de oficio, mientras corrían casi, rumbo a la calle de Honorato-Chevalier, donde vivía su tío en una horrible buhardilla—; ¡confiese que podía crecerme pelo en la palma de la mano antes de que yo pudiese imaginar esto!… ¡Qué!; ¡mi tío Poupillier rico!; ¡el buen limosnero de la iglesia de San Sulpicio!
—¡Ah! —dijo el portero—, él se alimentaba bien…, se acostaba todas las noches con su buena amiga, una gran botella de vino del Rosellón. Mi mujer lo probó; a nosotros nos decía que era vino de treinta céntimos. El tabernero de la calle Des Canettes es quien se lo vendía.
—No hable nada de esto, buen hombre —dijo la viuda Cardenal—, me acordaré de ustedes…, si hay algo.
Este Poupillier, antiguo tambor mayor de la Guardia francesa, había pasado, dos años antes de 1789, al servicio de la Iglesia al llegar a suizo en San Sulpicio. La Revolución le había privado de su puesto y había caído en una espantosa miseria. Entonces se hizo modelo, favorecido por su interesante físico.
Con el renacimiento del culto recuperó su alabarda, pero en 1816 fue destituido, tanto por su inmoralidad como por su edad muy avanzada; pasaba por ser septuagenario; sin embargo, como retiro, se le permitía estar a la puerta, donde daba el agua bendita. En 1820 su hisopo excitó la envidia, y él lo cedió a cambio de que se le permitiera estar, en calidad de pobre, a la puerta de la iglesia. En 1820, de sesenta y cinco años cumplidos, se concedió noventa y seis y comenzó el oficio de centenario.
En todo París era imposible encontrar barba y cabellos como los de Poupillier. Curvado casi en dos, portaba el bastón con mano temblorosa, una mano cubierta de ese liquen que se ve en el granito, y tendía el sombrero clásico, grasiento, de anchas alas, en el que caían abundantes las limosnas. Sus piernas, envueltas en paños y harapos, arrastraban horribles alpargatas, dentro de las cuales adaptaba excelentes plantillas de crin. Se salpicaba la cara con ingredientes que simulaban manchas de enfermedades graves, rugosidades, y representaba admirablemente la senilidad de un centenario. A partir de 1825 tuvo cien años; realmente tenía setenta. Era el jefe de los pobres, el amo de la plaza, y todos los que venían a mendigar bajo las arcadas de la iglesia, al abrigo de la persecución de los agentes de policía y bajo la protección del suizo, del donador de agua bendita y de la parroquia, le pagaban una especie de diezmo. Cuando, al salir un matrimonio o un padrino, decía: «¡Vaya para todos!», Poupillier, designado por el suizo su sucesor, guardaba para sí las tres cuartas partes y daba la otra cuarta parte a sus acólitos. En 1820, la avaricia y la pasión por el vino eran sus únicos sentimientos; reguló el segundo y se entregó completamente al primero, sin descuidar por ello su bienestar. Bebía por la noche, después de cerrada la iglesia. Así se durmió durante veinte años en brazos de la borrachera, su última querida.
Por la mañana temprano estaba en su puesto. Hasta la hora de la cena se limitaba a roer cortezas de pan por todo alimento, y las roía con tan artística resignación, que las limosnas le caían en abundancia. El suizo y el donador de agua bendita, con quienes tal vez estaba en combinación, decían de él:
—Es el pobre de la Iglesia; conoció al padre Languet, que construyó San Sulpicio; fue suizo durante veinte años, antes y después de la Revolución; tiene cien años.
Esta pequeña biografía, conocida de todos los devotos, era su mejor anuncio, y ningún sombrero fue más favorecido en todo París que el suyo. En 1826 compró la casa, y en 1830 los valores. La casa le costó cuarenta mil francos y la renta cuarenta y ocho mil. La sobrina, engañada por el tío igual que los porteros, los pequeños funcionarios de la iglesia y las almas devotas, le creía más miserable que ella, y cuando tenía pescados ya poco frescos se los llevaba.
Ella creyó justo sacar partido de sus mercancías y de su piedad por un tío, que debía tener una multitud de parientes desconocidos: era la tercera y última hija de Poupillier, tenía cuatro hermanos varones y su padre le hablaba en su niñez de tres tías y cuatro tíos.
Después de haber visto a su tío, volvió con el mismo galope para consultar a Cerizet, contándole cómo había encontrado a su hija y las razones, las observaciones, los indicios que le hacían creer que su tío Poupillier escondía un montón de oro en su camastro. Mamá Cardenal no se creía lo bastante capaz para apoderarse de la fortuna del pobre, legal o ilegalmente, y venía a ponerse en manos de Cerizet.
El usurero de los pobres, como los albañaleros, encontraba por fin diamantes en el fango donde chapoteaba desde hacía cuatro años, esperando vigilante la aparición de un azar de esos que, dícese, se encuentran en medio de los barrios de donde salen herederas que calzan zuecos. Éste era el secreto de su bondad con el hombre a quien había jurado la ruina. Puede imaginarse cuál era su ansiedad mientras esperaba el regreso de la viuda Cardenal, a quien tal tejedor de tramas tenebrosas había indicado los medios de confirmar sus sospechas sobre la existencia del tesoro, y a quien en su última frase había prometido todo si ella quería dejarle a él la recolección de la cosecha. Cerizet no era hombre que reculase ante un crimen, sobre todo cuando veía oportunidad de hacerlo cometer por otro y recoger él los beneficios. Ya se veía propietario de la calle Geoffroy-Marie y, por fin, burgués de París, capitalista y en situación de emprender bellos negocios.
—¡Querido Benjamín! —dijo la pescadora, abordando a Cerizet, con la cara inflamada por el correr y la avaricia—, ¡mi tío está acostado sobre más de cien mil francos de oro!…, y estoy segura de que los Perrache, con el pretexto de cuidarle, se han olido el montón.
—Esta fortuna, repartida entre cuarenta herederos —dijo Cerizet—, no daría gran cosa a cada uno. Escuche, mamá Cardenal, yo me caso con su hija: déle el oro de su tío, y yo le dejo a usted los valores y la casa… en usufructo.
—¿No corremos ningún riesgo?
—Ninguno.
—¡Aceptado! —dijo mamá Cardenal—; ¡qué buena vida con seis mil francos de renta!
—¡Y con un yerno como yo! —exclamó Cerizet.
—¡Yo seré, pues, burguesa de París! —dijo la Cardenal.
—Ahora —continuó Cerizet después de una pausa en que suegra y yerno se besaron— debo ir a estudiar el terreno. No se mueva de allí, y dígales a los porteros que esperen al médico; el médico seré yo, y usted no me conoce.
—¡Qué listo eres, bribón! —dijo mamá Cardenal dándole un golpe en el vientre, a guisa de despedida.
Una hora después, Cerizet, todo vestido de negro, disfrazado con una peluca rubia y desfigurado por una cara artísticamente dibujada, llegó en coche a la calle Honorato Chevalier. Pidió que le indicaran la habitación de un pobre llamado Poupillier al portero, y este le interrogó:
—¿El señor es el médico que espera la señora de Cardenal?
Y a un gesto afirmativo de Cerizet, le condujo a la escalera de servicio, por donde se subía a la buhardilla ocupada por el pobre.
Perrache salió, y el cochero, interrogado por él, confirmó la cualidad que Cerizet fingía.
La casa donde habitaba Poupillier es una de esas que están obligadas a perder la mitad de su profundidad en virtud del plan de alineación, pues la calle Honorato Chevalier es una de las más estrechas del barrio de San Sulpicio. El propietario, a quien la ley prohibía construir más pisos o hacer reparaciones, se veía obligado a alquilar esta casucha en el estado en que la comprara. El edificio, excesivamente feo de fachada, se componía de un primer piso rematado por buhardillas y un piso bajo. El patio se terminaba en un jardín lleno de árboles que dependía del primer piso. Este jardín, separado del patio por una verja, habría permitido a un propietario rico vender a la ciudad la casa y construir otra en el terreno que ocupaba el patio, pero no solamente el propietario era pobre, sino que había alquilado el primer piso, con un contrato por dieciocho años, a un personaje misterioso sobre quien no había podido morder la curiosidad del portero ni la de los otros inquilinos.
Este inquilino, entonces de unos setenta años, había, en 1829, hecho adaptar una escalera a la ventana que daba al jardín, para bajar y pasearse sin pasar por el patio. La mitad del piso bajo, a la izquierda, estaba ocupada por un encuadernador que, desde diez años antes, había transformado las cocheras y las caballerizas en talleres, y la otra mitad por un empastador. El encuadernador y el empastador ocupaban cada uno la mitad de las buhardillas que daban a la calle. Las de la derecha dependían del apartamento del misterioso personaje. En fin, Poupillier pagaba cien francos por la buhardilla que coronaba el ala izquierda.
Cerizet se agarró a una cuerda que servía de pasamanos a la especie de escalera que conducía a la habitación donde agonizaba el centenario y donde le esperaba el horrible espectáculo de una fingida miseria.
En París, todo lo que se hace a propósito sale admirablemente. Los pobres están en esto tan fuertes como los comerciantes en sus vitrinas o los falsos ricos que quieren obtener créditos.
El piso no se había barrido jamás; las losas desaparecían bajo una capa de basuras, polvo, lodo seco y de todo lo que tiraba Poupillier. Una mala estufa adornaba esta covacha, en el fondo de la cual había un camastro con colgaduras de sarga verde transformadas en encajes por la polilla. La ventana, casi cegada, tenía sobre sus vidrios una tela de polvo y grasa que evitaba el poner cortinas. Los muros, de cal, tenían un tinte fuliginoso producido por el humo de la estufa. Sobre una chimenea condenada se veían una jarra descascarada, dos botellas y un plato roto. Una mala cómoda carcomida contenía la ropa blanca y los trajes limpios. El mobiliario consistía en una mesa de noche de las más vulgares, una mesa barata y dos sillas de cocina deterioradas. El tan pintoresco traje del centenario estaba colgado de unos clavos, y las informes alpargatas que le servían de zapatos bostezaban en el suelo. Su prestigioso bastón y su sombrero estaban cerca de la cama.
Al entrar, Cerizet contempló al viejo. Reposaba este su cabeza en una almohada negra de grasa, sin funda, y su perfil anguloso, semejante a ese que hicieron en el siglo pasado unos grabadores y que tiene por fondo un paisaje de grandes rocas amenazadoras y vemos hoy en las tiendas de grabados de los bulevares, se dibujaba en negro sobre el fondo verde de las colgaduras. Poupillier miraba fijamente a un objeto ideal y no se movió al oír rechinar la pesada puerta de gran cerradura que cerraba sólidamente su domicilio.
—¿Tiene conocimiento? —dijo Cerizet, ante quien la Cardenal reculó, reconociéndole sólo por la voz.
—Casi —dijo esta.
—Venga a la escalera, nadie nos oirá. Éste es el plan —continuó Cerizet, hablando al oído de su futura suegra—. Poupillier está muy débil, pero tiene buena cara y le quedan lo menos ocho días. Voy a buscar un médico que nos convenga. Volveré el martes con seis adormideras. En el estado en que está, un cocimiento de adormideras lo hundirá en profundo sueño. Os enviaré una cama plegable con el pretexto de pasar las noches velándole. Le trasladaremos de su camastro a la cama plegable y, cuando hayamos examinado la suma que contiene el precioso mueble, ya encontraremos manera de transportarle. El médico nos dirá si puede vivir aún algunos días y, sobre todo, si puede testar…
—¡Hijo mío!…
—Pero hay que enterarse de quiénes son los inquilinos de esta barraca. Los Perrache pueden dar la alarma y habrá tantos espías como inquilinos.
—¡Bah!, yo sé ya que el señor Du Portail, el inquilino del primero, cuida de una loca a quien desde esta mañana oigo llamar Lidia; está vigilada por una vieja nombrada Katt. Este viejo tiene como único criado un ayuda de cámara, Bruno, que hace todo, excepto la cocina.
—Pero el empastador y el encuadernador trabajan desde por la mañana. Vamos a la Alcaldía; necesito, para la publicación de los edictos, el nombre y los apellidos de su hija y el lugar de nacimiento, para buscar las actas necesarias. ¡Del sábado próximo en ocho días, el matrimonio!
—¡Ve!, ¡ve!, ¡bribonazo! —dijo mamá Cardenal, empujando por un hombro a su peligroso yerno.
Al bajar, Cerizet se sorprendió al ver al tal viejo Du Portail paseándose por el jardín en compañía de uno de los más importantes personajes del Gobierno, el conde Marcial de la Roche-Hugón. Cerizet se detuvo en el patio examinando la vieja casa, construida bajo Luis XIV; miraba los dos talleres y contaba los obreros. La casa era silenciosa como un claustro. Al sentirse observado, Cerizet se marchó pensando en todas las dificultades que presentaba la extracción de la suma escondida por el moribundo, aun cuando fuera un pequeño volumen.
—¿Llevárselo por la noche? —pensaba—; los porteros están a la expectativa; durante el día uno sería visto por veinte personas… Es difícil llevar consigo veinticinco mil francos…
Las sociedades tienen dos fines de perfección: el primero es el estado de una civilización, donde la moral, igualmente infusa, aleja la idea del crimen y los jesuitas alcanzaban ese fin sublime que presentó la Iglesia primitiva; el segundo es el estado de una civilización donde la vigilancia de unos ciudadanos por otros hace imposible el crimen, ese término que busca la sociedad moderna donde el crimen presenta tantas dificultades, que se necesita no razonar para cometerlo. En efecto, ninguna de las iniquidades que la ley no castiga queda impune, y el juicio social es más severo aún que el de los tribunales. Se amaña un testamento sin testigos, como hizo Minoret, el jefe de Correos de Nemours, y el crimen se frustra por el espionaje de la virtud, como el robo es vigilado por la policía. Ninguna indelicadeza pasa inadvertida, y dondequiera que hay lesión aparece el síntoma. Ya no se pueden hacer desaparecer bienes o personas cuando —en París, sobre todo— las cosas están numeradas, las casas cuidadas, las calles observadas, las plazas vigiladas. Para existir, el delito necesita una sanción como la donada por los clientes de Cerizet, que no se quejaban y hubiesen temblado al saber que no le encontrarían más en su covacha.
—Y bien, señor —dijo la portera, acercándose a Cerizet—, ¿cómo está ese amigo de Dios, el pobre hombre?…
—Yo soy el encargado de los negocios de la señora Cardenal —respondió Cerizet—; acabo de aconsejarle el traer una cama para quedarse por las noches a velar a su tío, y voy a enviarle un notario, un médico y una mujer que le cuide.
—¡Ah!, yo puedo cuidarle —expresó la Perrache—; yo he cuidado a varias parturientas.
—¡Bien!, veremos —continuó Cerizet—; yo arreglaré eso… ¿Quién es el inquilino del primero?
—El señor Du Portail… ¡Oh!, hace ya treinta años que vive aquí; es un rentista, un anciano muy respetable… Usted sabe, los rentistas viven de sus rentas… Él ha tenido negocios. Pronto hará once años que trata de devolverle la razón a la hija de uno de sus amigos, la señorita Lidia de la Peyrade. Ella está muy bien cuidada; la curan dos famosos médicos, pero hasta hoy nada ha podido devolverle la razón.
—¡La señorita Lidia de la Peyrade! —exclamó Cerizet— y ¿está usted bien segura del apellido?
—La señora Katt, su gobernanta, que hace también la cocina, me lo ha dicho mil veces, aunque en general ni la señora Katt ni Bruno, el ayuda de cámara, me hablan. Es hablarle a paredes querer saber nada de ellos. Hace veinte años que somos porteros, y nunca hemos sabido nada sobre el señor Du Portail. Más todavía, señor, él es propietario de la casita de al lado, ¿ve usted, aquella de la puerta falsa?; pues bien, él puede salir a su gusto y recibir a quien quiera sin que nosotros sepamos nada. Nuestro propietario no sabe más que nosotros sobre esto; cuando llaman a la puerta falsa, el señor Bruno es quien sale a abrir…
—¿Entonces? —dijo Cerizet—, ¿usted no ha visto pasar a ese señor con quien el anciano misterioso habla en este momento?
—¡Ya ve usted!, no…
—Es la hija del tío de Teodosio —se decía Cerizet al subir al coche—. ¿Será Du Portail el protector que hace tiempo envió los dos mil quinientos francos a mi amigo?… ¿Si yo le enviase una carta anónima para anunciarle el peligro que hacen correr al joven abogado veinte mil francos en letras de cambio?
Una hora después llegó una cama plegable para la señora Cardenal, a quien la curiosa portera ofreció servir la comida.
—¿Quiere usted ver al señor cura? —preguntó mamá Cardenal a su tío, a quien el montaje de la cama preocupaba.
—¡Yo quiero vino! —respondió el pobre—, y no otro medicamento.
—¿Cómo se siente usted, papá Poupillier? —inquirió la portera.
—No me siento —contestó él, sonriendo—; hace doce días que no voy a mi negocio…
La mendicidad religiosa, su puesto en la puerta de la iglesia de San Sulpicio era el negocio…
—Vuelve en sí —dijo mamá Cardenal.
—Ellos me roban, no se ocupan de mí —continuaba él, lanzando miradas amenazadoras—. ¡Ah!, hete aquí, mi querida Cardenal, un nombre de iglesia…
—¡Qué gusto de veros mejorar! —exclamó la Cardenal.
El centenario había vuelto a recaer.
—Da lo mismo; él podrá testar, como dice mi mono —el pueblo da a las gentes de negocios el sobrenombre de monos. Este nombre se lo dan también a los contratistas.
—Usted no me olvidará —dijo la portera—; fui yo quien dije a Perrache que fuese a buscarla.
—¡Olvidaros!; yo olvidaría al buen Dios, hija mía… Tan verdad, como que me llamo Poupillier, que le daré lo bastante para hacer estallar el delantal…
Cerizet regresó al comienzo de la noche después de haber hecho todas las diligencias para conseguir las actas necesarias para su matrimonio y hacer publicar los edictos en las dos Alcaldías. Una sola taza de agua de adormideras había hundido en profundo sueño al viejo Poupillier. La sobrina y Cerizet trasladaron al centenario de una cama a la otra. Después, con impúdica rapidez, deshicieron la cama y hundieron la paja del colchón, la caja de caudales de los mendigos. El colchón estaba vacío, pero el camastro tenía un fondo de madera, semejante a una gaveta, y la pesadez del camastro, que aquella mañana mamá Cardenal no había podido mover, se explicó por sí misma cuando los dos herederos se dieron cuenta que existía un doble fondo. A fuerza de rebuscar, Cerizet terminó por descubrir que el travesaño delantero estaba escondido por medio de una tapa ajustada como las que cierran las cajas de dominós. Cerizet tiró de esta lengüeta y vio cuatro cajones de tres pulgadas de espesor, completamente llenos de piezas de oro.
—Los reemplazaremos con piezas de diez céntimos —dijo tocando con el codo a mamá Cardenal.
—¿Cuánto tiene ahí?
—Noventa mil francos; por lo menos treinta mil por caja —respondió Cerizet—; el dote de vuestra hija. Pero volvámosle a su cama; nada será tan fácil como explotar esta mina una vez conocido el ingenioso secreto…
—Debe de haber comprado esta cama de avaro en casa de algún comerciante de muebles… —exclamó la Cardenal.
—Veamos si puedo llevar mil piezas de cuatro francos —dijo Cerizet, llenando de oro los dos bolsillos de su pantalón, donde pudo guardar trescientas piezas; los dos bolsillos de su chaleco, donde metió doscientas, y los dos de su levita, donde guardó doscientas cincuenta; dentro del pañuelo, y doscientas cincuenta en el de mamá Cardenal—. ¿Tengo aspecto de ir muy cargado? —preguntó, caminando por la buhardilla.
—¡No!…
—Pues bien; en cuatro viajes, el oro de los cajones estará en mi casa.
El viejo, dormido, fue de nuevo colocado en su cama, y Cerizet caminó hasta la plaza de San Sulpicio, donde tomó un coche que le condujo a su casa. Para no despertar sospechas, volvió una segunda vez acompañado de un médico del barrio San Marcelo, que estaba acostumbrado a visitar a los pobres y conocía sus enfermedades y la consulta estaba terminada hacia las nueve. El médico declaró que el viejo no pasaba de tres dias al verle tan profundamente dormido por el efecto de la taza de adormideras; en seguida que el médico hubo salido, Cerizet tomó una…
(Aquí termina el texto dejado por Balzac.)