La calle del Torniquete de San Juan, cuya descripción pudo parecer fatigante en su tiempo —al principio del estudio titulado Una familia doble (ver las Escenas de la vida privada)—, ese ingenuo detalle del viejo París, sólo tiene hoy esa existencia tipográfica. Para construir la Casa Ayuntamiento tal como se encuentra hoy se destruyó todo un barrio.
En 1830, los transeúntes podían aún ver el torniquete pintado en la muestra de un vinatero; pero esa casa fue derruida más tarde. Recordar este servicio no significa anunciar otro del mismo género. ¡Desgraciadamente el viejo París desaparece con espantosa rapidez! Aquí y allá quedarán, ora un tipo de casa medieval, como la que fue descrita al comienzo de El gato que juega a la pelota, y de la que hoy subsisten uno o dos ejemplares; ora la casa que habitaba el juez Popinot, en la calle Fouarre, espécimen de la vieja burguesía. Aquí los restos de la casa de Fulbert; allá las orillas del Sena, construidas bajo Carlos IX. Nueva Old mortality, ¿por qué no ha de salvar el historiador de la sociedad francesa estas curiosas expresiones del pasado, imitando al viejo de Walter Scott, que reparaba las tumbas? Ciertamente, de diez años a esta parte, los gritos de la literatura no han sido vanos: el arte comienza a cubrir con sus flores las innobles fachadas de esas que llaman en París maisons de produit, y a las que Victor Hugo compara burlonamente con cómodas.
Anotemos aquí que la creación de la Comisión municipal del ornamento, de Milán, que cuida la arquitectura de las fachadas, a la cual todo propietario tiene obligación de someter sus planos, data del siglo XII. Y ¿quién no ha comprobado en esta bella capital el efecto del patriotismo de burgueses y nobles, al admirar sus edificios llenos de carácter y originalidad? La odiosa especulación, desenfrenada, que de año en año estrecha los pisos, construye una casa en el espacio que ocupaba un salón y suprime los jardines, influirá un día en las costumbres de París. Pronto las gentes se verán obligadas a vivir más en las calles que en sus casas. La santa vida privada, la libertad del hogar, ¿dónde puede encontrarse? Desde cincuenta mil francos de renta en adelante. Y aún son pocos los millonarios que se permiten el lujo de un hotelito con un patio a la calle, protegido de la curiosidad pública por un jardín.
Al nivelar las fortunas, la ley del Código que rige las herencias produjo esos falansterios de piedra que alojan a treinta familias y dan cien mil francos de renta. Así, dentro de cincuenta años serán contadas en París las casas semejantes a aquella donde habitaba la familia Thuillier en el momento que comienza esta historia; casa verdaderamente curiosa y que merece los honores de una exacta descripción, aunque no sea más que para comparar la burguesía de antaño a la burguesía de hoy.
La situación y el aspecto de la casa, marco de este cuadro de costumbres, tienen, además, un perfume de pequeña burguesía que atraerá o repelerá la atención de acuerdo con las costumbres de cada uno.
Comencemos diciendo que la mansión Thuillier no pertenecía al señor ni a la señora de este nombre. Pertenecía a la señorita Thuillier, hermana mayor del señor Thuillier.
Esta casa, adquirida en los seis primeros meses que siguieron a la revolución de 1830 por María Juana Brigitte Thuillier, está situada hacia el centro de la calle Saint-Dominique-d’Enfer, a la derecha entrando por la calle del Enfer, de manera que la parte del edificio habitada por los Thuillier es la situada al mediodía.
El movimiento progresivo que lleva a la población parisiense a establecerse en lo alto de la orilla derecha del Sena, abandonando la orilla izquierda, perjudicaba desde hacía bastante tiempo la venta de propiedades en el barrio llamado Latino, cuando causas que se deducirán del carácter y las costumbres del señor Thuillier decidieron a su hermana a adquirir un inmueble: por el precio mínimo de cuarenta y seis mil francos adquirió éste; los gastos menores alcanzaron la cifra de seis mil, lo que hace un total de cincuenta y dos mil francos. Una sintética descripción de la propiedad y los resultados obtenidos por el señor Thuillier explicarán por qué en julio de 1830 se elevaron tantas fortunas mientras tantas otras se derrumbaban.
A la calle, la casa presentaba una de esas fachadas de cantería revocada con yeso, ondeada por el tiempo y rayada por la paleta del albañil para imitar la piedra tallada. Este tipo de fachada es tan común en París y tan feo, que la Alcaldía debería ofrecer ventajas a los propietarios que construyan con piedra y esculpan las fachadas. Este frente grisáceo, con siete ventanas, constaba de tres pisos y terminaba en buhardillas cubiertas de tejas. La puerta cochera, gruesa, sólida, indicaba por su tipo y estilo que la casa había sido construida bajo el Imperio, aprovechando una parte del patio de una vasta y antigua mansión, de la época en que el barrio del Enfer gozaba de cierto favor.
A un lado se encontraba la habitación del portero, al otro la escalera principal del edificio. Dos construcciones, situadas junto a las casas vecinas, sirvieron en otro tiempo de cochera, caballerizas, cocinas y retretes de la casa del fondo; pero desde 1830 fueron convertidas en almacenes.
El ala derecha estaba ocupada por un comerciante de papel al por mayor, llamado Metivier, sobrino; el ala izquierda por un librero apellidado Barbet. Las oficinas de ambos negociantes ocupaban la parte alta de sus respectivos almacenes, habitando el librero en el primer piso y el papelero en el segundo de la casa que daba frente a la calle. Metivier, mucho más comisionista en papelería que papelero, y Barbet, mucho más prestamista que librero, tenían vastos almacenes, el uno para guardar las partidas de papel compradas a fabricantes necesitados, y el otro, las ediciones de obras dadas como garantía de sus préstamos.
El tiburón de la librería y el sollo de la papelería vivían, en buena inteligencia, y sus operaciones, desprovistas del movimiento que exige el comercio al detalle, traían pocos carruajes a aquel patio, habitualmente tan desierto, que el portero arrancaba la hierba de entre las losas. Barbet y Metivier están aquí apenas en categoría de comparsas. La exactitud en el pago de los alquileres los clasificaba entre los buenos inquilinos, y a los ojos de la sociedad de los Thuillier pasaban por muy honorables personas.
El tercer piso estaba dividido en dos departamentos, uno ocupado por el señor Dutocq, escribano en la justicia de Paz, antiguo empleado retirado y visitante asiduo del salón Thuillier; el otro por el héroe de esta escena. Por tanto, hay que contentarse por el momento con conocer el precio de su alquiler: setecientos francos, y la posición que ocupara, en el centro de la plaza, tres años antes de que se levante el telón sobre este drama doméstico.
El escribano ocupaba el mayor de los dos departamentos del tercer piso; tenía a su servicio una cocinera y pagaba mil francos de alquiler. Dos años después de su adquisición, la señorita Thuillier recibía siete mil doscientos francos de una casa a la que el anterior propietario había restaurado y colocado persianas y vidrieras sin conseguir venderla ni alquilarla, y los Thuillier, cómodamente instalados, disfrutaban de uno de los más bellos jardines del barrio, cuyos árboles daban sombra a la desierta callejuela de Santa Catalina.
Esta casa, situada entre el patio y el jardín, parece haber sido obra del capricho de un burgués enriquecido bajo Luis XIV, de un presidente del Parlamento o bien la vivienda de un tranquilo sabio. En su hermosa piedra de talla, estropeada por el tiempo, hay un cierto aire de grandeza luiscatorcesca (permitidme este barbarismo); los soportes de la fachada imitan columnas; las paredes de ladrillos rojos recuerdan el costado de las caballerizas del castillo de Versalles; las ventanas con arcos se ornan con mascarones en la llave del marco y bajo el poyo. En fin, la puerta, de pequeños cristales en la parte superior, a través de los cuales se percibe el jardín, es de ese estilo honesto y sin énfasis que se empleó a menudo para los pabellones de porteros en los castillos reales.
Pudiera ese pabellón ser el resto de algún gran hotel, pero consultados los antiguos planos de París no se ha encontrado nada que confirmase esta conjetura; los títulos de propiedad de la señorita Thuillier dan por propietario, bajo Luis XIV, a Petitot, el célebre pintor de esmaltes, quien a su vez tenía por antecesor en la propiedad al presidente Lecamus. Es posible que el presidente viviese en este pabellón mientras se construía su famoso hotel de la calle de Thorigny.
La toga y el arte han pasado por el pabellón. Pero también… ¡de qué gran unión de necesidades y placeres surgió el interior! A la derecha, en una sala cuadrada que hace de antecámara, se encuentra una escalera de piedra, bajo la cual está la puerta de la bodega (a la izquierda se hallan las puertas de un salón), con dos ventanas que dan al jardín y un comedor al patio. Este comedor comunica por un lado con una cocina unida a los almacenes Barbet. Detrás de la escalera, por la parte del jardín, se extiende un magnífico gabinete largo, con dos ventanas. El primero y el segundo pisos hacen dos departamentos completos, y las claraboyas abiertas junto al techo dan luz a las habitaciones para los criados. Una magnífica estufa adorna la vasta antecámara y las dos ventanas la iluminan. Esta pieza, enlosada en mármol blanco y negro, se distingue por un cielo raso de grandes vigas, en otro tiempo pintadas y decoradas, pero que, sin duda bajo el Imperio, fueron cubiertas con una capa uniforme de pintura blanca. Frente a la estufa hay una fuente, de mármol rojo. Las tres puertas del gabinete, del salón y del comedor ostentan sendos marcos ovalados en su parte superior, cuyas pinturas esperan una restauración más que necesaria. Las maderas son pesadas, pero los adornos no carecen de mérito. El salón recuerda el gran siglo, por su chimenea en mármol de Languedoc, el cielo raso, adornado en los ángulos, y la forma de las ventanas. El comedor, que comunica con el salón por una puerta de dos hojas, está enlosado de piedra; sus maderas son de roble, sin pinturas, y el atroz papel moderno reemplaza en él a las tapicerías de antaño. El cielo raso, de nogal, a grandes cuadros, no ha sido profanado. En el gabinete, modernizado por Thuillier, se dan cita todas las discordancias. El oro y el blanco de las molduras del salón envejecieron tanto que hoy sólo quedan unas líneas rojas en el lugar del oro, y el blanco, amarilleado, se descascara. Nunca la frase latina Otium cum dignitate tuvo más bello comentario a los ojos de un poeta que esta noble habitación. Los herrajes del pasamanos de la escalera son de un carácter digno del magistrado y del artista, pero en cambio, para encontrar hoy los restos de los balcones, finamente trabajados, son necesarios los ojos de un observador poeta. Los Thuillier y sus antecesores han deshonrado frecuentemente esta joya de alta burguesía con las costumbres y las invenciones de la pequeña burguesía. Sillas de crín en nogal oscuro; una mesa de caoba con su hule; aparadores de caoba; un tapiz de ocasión sobre la mesa; lámparas de metal brillante; los execrables grabados a la manera negra y cortinas de indiana con galones rojos, ¡en este comedor, donde celebraron sus fiestas los amigos del pintor Petitot!… ¿Comprenderéis el efecto que hacen en el salón los retratos del señor, la señora y la señorita Thuillier, ejecutados por Pierre Grasson, el pintor de los burgueses; las mesas de juego que cuentan veinte años de servicio; las consolas, del tiempo del Imperio; una mesa de té, que soporta una gran lira; un mueble de mala caoba, adornado con terciopelo pintado sobre fondo chocolate; en la chimenea, un reloj, que representa a la Belona del Imperio; candelabros de columnas acanaladas; cortinas de damasco de lana y de muselina bordada, recogidas con embraces de cobre estampado?… En el suelo se extiende un tapiz de ocasión. En la bella antecámara, oblonga, hay banquetas de terciopelo, y las paredes, de madera esculpida, se ocultan tras los armarios de diversas épocas, procedentes de todos los departamentos anteriormente ocupados por los Thuillier. Una tabla cubre la fuente, y sobre ella luce una lámpara humeante, que data de 1815. En fin, el miedo, esta odiosa divinidad, ha hecho adoptar, por los costados del jardín y el patio, puertas dobles, provistas de láminas de hierro que se repliegan contra el muro durante el día y se cierran por la noche.
Es fácil de explicar la deplorable profanación ejercida sobre este monumento de la vida privada del siglo XVII por la vida privada del XIX. Tal vez, en el comienzo del Consulado, un maestro de obras que adquiriera el pequeño hotel concibió la idea de sacar partido al terreno que daba a la calle, y probablemente derruyó la hermosa puerta cochera, flanqueada por pequeños pabellones, que completaban el bello sejour, para emplear una palabra de la vieja lengua, y la industria del propietario parisiense impuso su marchitez en la frente de esta elegancia, igual que el periódico y sus prensas, la fábrica y sus depósitos, el comercio y sus tiendas reemplazan a la aristocracia, la vieja burguesía, la finanza y la toga donde éstas hicieron brillar su esplendor. ¡Qué curioso estudio el de los títulos de propiedad en París! Una casa de salud funciona en la calle de las Batallas, donde estuvo la casa del caballero Pierre Bayard du Terrail; el tercer estado construyó la calle en el emplazamiento del hotel Necker. El viejo París se va, siguiendo a los reyes que se fueron. ¡Por una obra maestra de la arquitectura que salva una princesa polaca, cuántos palacetes caen, como la casa de Petitot, en manos de Thuillier! He aquí ahora las razones que hicieron a la señorita Thuillier propietaria de esta casa.
A la caída del ministerio Villèle, el señor Luis Jerónimo Thuillier, que contaba entonces veintiséis años de servicio en Finanzas, ascendió a subjefe, pero apenas gozaba de la autoridad subalterna de una plaza que, en otro tiempo, fue su menor esperanza, cuando los acontecimientos de julio de 1830 le obligaron a retirarse. Él calculó, muy sagazmente, que su pensión sería honorable y prestamente arreglada por gentes felices de tener una plaza libre, y tuvo razón: su pensión fue liquidada a razón de mil setecientos francos.
Cuando el prudente subjefe habló de retirarse de la Administración, su hermana, mucho más la compañera de su vida que su propia mujer, tembló por el porvenir del empleado.
—¿Qué va a ser de Thuillier? —fue la pregunta que se hicieron, con un mutuo temor, la señora y la señorita Thuillier, que habitaban entonces un pequeño tercer piso en la calle de Argenteuil.
—El arreglo de su pensión lo ocupará durante un tiempo —había dicho la señorita Thuillier—, pero yo pienso en colocar mis economías de modo que su administración lo haga trabajar. Sí; regir una propiedad será para él casi la administración.
—¡Oh, hermana mía; usted le salvará la vida! —exclamó la señora Thuillier.
—¡Pero si he pensado siempre en esta crisis en la vida de Jerónimo! —respondió la solterona, con aire protector.
La señorita Thuillier había oído decir muy a menudo a su hermano: «¡Fulano murió! ¡No sobrevivió dos años a su retiro!»; muy a menudo había oído a Coleville, el amigo íntimo de Thuillier, empleado como él, chancear sobre esta época climatérica de los burócratas, diciendo: «¡Ya llegaremos también nosotros!», para poder apreciar el peligro que corría su hermano. El paso de la actividad al retiro es, en efecto, el tiempo crítico del empleado. Aquellos de entre los retirados que no saben o no pueden sustituir con otras las funciones que abandonan, cambian extrañamente: algunos mueren; muchos se entregan a la pesca, distracción en la que el vacío es semejante al de sus trabajos en las oficinas; otros, hombres maliciosos, se hacen accionistas, pierden sus economías y son felices al obtener una plaza en la empresa que triunfa, después de un primer fracaso y una primera liquidación, guiada por manos más hábiles que la acechaban; el empleado se frota entonces las suyas, completamente vacías, diciéndose: «Yo había, sin embargo, adivinado el porvenir de este negocio». Pero casi todos se debaten con sus antiguos hábitos.
—Los hay —decía Coleville— que son devorados por el esplín particular de los empleados; mueren indigestos de circulares, y padecen, no de la lombriz, sino de la carpeta solitaria. El pequeño Poiret no podía ver una carpeta blanca forrada de azul sin que esta prisión bien amada le hiciese cambiar de color: pasaba del verde al amarillo.
La señorita Thuillier pasaba por ser el genio de este menaje fraternal, y como su historia particular lo demostrará, no le faltaban fuerza ni decisión. Esta superioridad, en relación con los que la rodeaban, le permitía juzgar a su hermano, a pesar de que ella le adoraba. Después de haber visto derrumbarse las esperanzas que reposaban sobre su ídolo, quedaba en sus sentimientos mucho de maternidad para engañarse sobre el valor social del subjefe. Thuillier y su hermana eran hijos del primer conserje del Ministerio de Finanzas. Jerónimo había escapado, gracias a su miopía, de todas las requisiciones y alistamientos posibles. El padre ambicionó hacer de su hijo un empleado. En el comienzo de este siglo hubo demasiadas plazas en la Armada y, por tanto, hubo también muchas en las oficinas, y la falta de empleados inferiores permitió al grueso padre Thuillier hacer que su hijo franquease los primeros grados de la jerarquía burocrática. El conserje murió en 1814, dejando a Jerónimo en vísperas de ser subjefe, pero sin dejarle otra fortuna que esta esperanza. El grueso Thuillier y su mujer, muerta en 1810, se habían retirado en 1806 con una pensión que hacía toda su fortuna. Con ella sostuvo a sus dos hijos y dio a Jerónimo la educación de la época. Es bien conocida la influencia de la Restauración sobre la burocracia. De los cuarenta y un departamentos suprimidos volvió una masa de empleados honorables solicitando plazas inferiores a las que habían ocupado. A estos derechos adquiridos se unían los derechos de las familias proscritas, arruinadas por la Revolución. Cogido entre estos dos afluentes, Jerónimo se sintió bien feliz de no ser destituido con cualquier pretexto frívolo. Su temor no terminó hasta el día en que, ascendido a subjefe por casualidad, se supo seguro de un retiro honorable. Este resumen rápido explica los pocos alcances y conocimientos del señor Thuillier. En un tiempo había sabido latín, las matemáticas, la historia y la geografía que se aprenden en un pensionado, pero de la clase llamada segunda no había pasado, puesto que de allí le sacó su padre para aprovechar una ocasión de hacerle entrar en el Ministerio, elogiando la soberbia mano de su hijo. Y así, si el pequeño Thuillier escribió sus primeras inscripciones en el Gran Libro de Bonos del Estado, no hizo, en cambio, su retórica ni su filosofía. Engranado en la máquina ministerial, cultivó poco las letras y aún menos las artes; de lo suyo adquirió los conocimientos rutinarios, y cuando, bajo el Imperio, tuvo ocasión de entrar en la esfera de los empleados superiores, tomó las formas superficiales que ocultaban al hijo del conserje, pero en espíritu continuó sin adquirir nada. La ignorancia le enseñó a callar, y su silencio le fue útil; bajo el régimen imperial se habituó a esa obediencia pasiva que gusta a los superiores, y fue a esa cualidad a la que debió, más tarde, su promoción al grado de subjefe. Su rutina se hizo una gran experiencia, sus maneras y su silencio cubrieron su falta de instrucción. Tal nulidad fue un título cuando se tuvo necesidad de un hombre nulo. Se temió desagradar a dos partidos en la Cámara, cada uno protector de un hombre, y el Ministerio salió de la dificultad aplicando la ley de antigüedad. Así ascendió Thuillier a subjefe. La señorita Thuillier, sabiendo que su hermano aborrecía la lectura y no podía reemplazar el tráfago de la oficina por ningún negocio, había, pues, sabiamente, resuelto lanzarlo en las preocupaciones de la propiedad, en el cultivo de un jardín, en las infinitas pequeñeces de la existencia burguesa y en las intrigas de la vecindad.
La trasplantación de la familia Thuillier de la calle de Argenteuil a la calle de Santo Domingo del Infierno; los cuidados necesarios para una adquisición, un portero conveniente que encontrar y los inquilinos a buscar ocuparon a Thuillier de 1831 a 1832. Cuando el fenómeno de este trasplante hubo terminado; cuando la hermana vio que Jerónimo resistía a esta operación, le encontró otras preocupaciones, como se verá más tarde, pero tomando la base para ellas en el carácter mismo de Thuillier, carácter que no será inútil exponer.
Aunque hijo de un conserje de Ministerio, Jerónimo fue lo que se llama un bello hombre; de talla algo más que mediana, esbelto, de fisonomía bastante agradable con sus lentes, pero horrible sin ellos, como sucede a muchos miopes, pues la costumbre de mirar al través de antiparras había dejado sobre sus pupilas una especie de niebla.
Entre los dieciocho y los treinta años, el joven Thuillier tuvo éxito con las mujeres, siempre en una esfera que comenzaba en la burguesía, y terminaba en los jefes de división; mas es sabido que, durante el Imperio, la guerra dejaba a la sociedad parisiense un poco desprovista, al llevarse a los hombres de energía al campo de batalla, y puede que, como ha dicho un gran médico, a ello se deba la poca consistencia de la generación que ocupa el medio siglo XIX.
Thuillier, obligado a hacerse notar por otras cualidades que las del espíritu, aprendió a valsar y a danzar, hasta el extremo de ser citado como ejemplo; se le llamaba el bello Thuillier, jugaba al billar a la perfección, y su amigo Coleville le educó la voz lo suficiente para cantar las romanzas de moda. De estas pequeñas sabidurías resulta esa apariencia de éxito que engaña a la juventud y la anula para el porvenir.
La señorita Thuillier, de 1806 a 1814, creía en su hermano como mademoiselle d’Orleáns cree en Luis Felipe; estaba orgullosa de Jerónimo y lo veía llegando a una Dirección general, con la ayuda de sus triunfos que, en ese tiempo, le abrieron algunos salones donde ciertamente no hubiese nunca penetrado sin las circunstancias que hacían de la sociedad, bajo el Imperio, una ensalada.
Mas los triunfos del bello Thuillier fueron, generalmente, de poca duración; las mujeres se interesaban tan poco por retenerle como él por conservarlas; para el sujeto de una comedia titulada El don Juan a su pesar podía estudiársele a él. El oficio de bello fatigó a Thuillier hasta envejecerle; su cara, cubierta de arrugas como la de una vieja coqueta, tenía doce años más que su acta de nacimiento. De sus éxitos le quedó la costumbre de mirarse en los espejos, oprimirse la cintura para dibujarla y ponerse en poses de bailarín, que prolongó, después del derecho a sus ventajas, el contrato que había hecho con este sobrenombre: el bello Thuillier.
La verdad de 1806 se hizo disparate en 1826. Thuillier conservó algunos vestigios de las ropas de los bellos del Imperio, que no iba mal por cierto a la dignidad de un antiguo subjefe. Continuó usando la corbata blanca de numerosos pliegues, donde el mentón se hunde y cuyos dos extremos amenazan a los transeúntes a derecha e izquierda, mostrando un nudo regularmente coqueto, en otro tiempo hecho por las manos de las bellas. Sin dejar de seguir las modas desde lejos, las adapta a su talante, lleva el sombrero muy hacia atrás, usa zapatos y calcetines finos en verano; sus levitas alargadas recuerdan las del Imperio; aún no abandona las pecheras de encaje y los chalecos blancos; continúa jugando con su bastoncillo de 1810 y camina manteniéndose siempre derecho. Nadie, viendo a Thuillier pasear por los bulevares, le tomaría por el hijo de un hombre que preparaba los almuerzos a los empleados del Ministerio de Finanzas y llevaba la librea de Luis XVI: diríase un diplomático imperial, un viejo prefecto. Luego, no solamente la señorita Thuillier explotó muy inocentemente la debilidad de su hermano lanzándole en un excesivo cuidado de su persona, lo que, en ella, era una continuación de su culto, sino que agregó a esto el regalo de todas las alegrías del hogar, trasplantando junto a ellos a una familia cuya existencia había sido casi colateral a la suya.
Se trata aquí del señor Coleville, el amigo íntimo de Thuillier. Pero antes de pintar a Pílades es indispensable terminar con Orestes, pues debe explicarse por qué Thuillier, el bello Thuillier, se encontraba sin familia, ya que la familia comienza a existir con los hijos; y aquí debe aparecer uno de esos profundos misterios que quedan hundidos en los arcanos de la vida privada y del que salen algunos rasgos a la superficie, en el momento en que los dolores de una situación oculta se hacen demasiado vivos; es de la vida de la señora y la señorita Thuillier de lo que se trata, ya que, hasta ahora, sólo se ha visto la vida, más o menos pública, de Jerónimo Thuillier.
María Juana Brigitte Thuillier, cuatro años mayor que su hermano, le fue enteramente sacrificada; era más fácil darle una posición a él que una dote a ella. La mala suerte, para ciertos caracteres, es un faro que les alumbra las partes oscuras y bajas de la vida social.
Superior a su hermano en energía y en inteligencia, Brigitte era uno de esos caracteres que, bajo el martillo de la adversidad, se concentran, devienen compactos y de una gran resistencia, por no decir inflexibles. Celosa de su independencia, quiso sustraerse a la vida de la portería y hacerse el único árbitro de su suerte.
Catorce años tenía cuando fue a vivir retiradamente a una buhardilla, vecina de la Tesorería, situada en la calle Vivienne y no lejos de la calle de la Vrillière, donde se había establecido la Banca. Allí se entregó animosamente a una industria poco conocida, privilegiada, gracias a los protectores de su padre, que consistía en fabricar sacos para los Bancos, para el Tesoro y para las grandes casas de finanzas. Al tercer año de su pequeña industria tenía a su servido dos obreras. Colocando sus economías en bonos del Estado, tenía en 1814 tres mil seiscientos francos de renta: sus ganancias de quince años. Gastaba poco; mientras su padre vivió, fue siempre a comer a su casa y, además, es bien sabido que las rentas, durante las últimas convulsiones del Imperio, alcanzaron a cuarenta y tantos francos; así se explica este resultado, en apariencia exagerado.
Al morir el antiguo conserje, Brigitte y Jerónimo —ella con veintisiete y él con veintitrés años— unieron sus destinos. El hermano y la hermana se profesaban recíprocamente un excesivo afecto. Cuando Jerónimo, entonces en plena época de éxitos, se veía sin dinero, su hermana, vestida con paños groseros y, los dedos rotos por el hilo y la aguja, le ofrecía siempre unos luises. A los ojos de Brigitte, Jerónimo era el más bello y el más encantador de los hombres del Imperio francés. Llevar la casa de su hermano, ser iniciada en sus secretos de Lindoro y Don Juan, sentirse en criada, en perrillo preferido, fue el sueño de Brigitte; y ella se inmoló a un ídolo, al que aumentaría y del que santificaría el egoísmo. Entonces vendió a una de sus obreras, en quince mil francos, su clientela, y vino a establecerse en la casa de la calle de Argenteuil, donde vivía su hermano, convirtiéndose desde entonces en la madre, la protectora, la criada de este niño mimado de las damas. Por una prudencia natural en una mujer que debía todo a su discreción y a su trabajo, Brigitte no habló a Jerónimo de su fortuna; temía, sin duda, las disipaciones de una vida de hombre afortunado, y contribuyó solamente con seiscientos francos para la casa, lo que, unidos a los mil ochocientos de Jerónimo, permitía cubrir el año.
Desde los primeros días de esta unión, Thuillier escuchó a su hermana como a un oráculo: la consultaba en sus menores asuntos, no le escondió ninguno de sus secretos y comenzó así a hacerle gustar el fruto de la dominación, que debía ser el pecadillo amado por este carácter. Así la hermana sacrificaría todo por su hermano; habiendo depositado todo sobre su corazón, por él vivía. El ascendiente de Brigitte sobre Jerónimo se corroboró singularmente por el matrimonio que ella le procuró hacia 1814.
Viendo el movimiento de comprensión violenta que los recién llegados de la Restauración hicieron en las oficinas, y sobre todo al regreso de la antigua sociedad, que rechazaba a la burguesía, Brigitte comprendió, mejor de lo que su hermano se la explicaba, la crisis social donde se apagaban sus comunes esperanzas. ¡No más éxitos posibles para el bello Thuillier con los nobles que sucedían a los plebeyos del Imperio!
Thuillier no era capaz de hacerse una opinión política y sintió, como sentía por él su hermana, la necesidad de aprovechar sus restos de juventud para prepararse un fin. En esta situación, una mujer celosa como Brigitte quería y debía casar a su hermano, tanto por ella como por él, pues sólo ella era capaz de hacer feliz a su hermano, mientras que la señora Thuillier no sería más que un accesorio indispensable para tener uno o más hijos. Si Brigitte no tuvo todo el espíritu necesario para su voluntad, tuvo, en cambio, el instinto de su dominación, y no teniendo ninguna instrucción, se limitaba a marchar hacia adelante con la testarudez de una naturaleza habituada a triunfar. Poseía el genio del menaje, el sentido de la economía, la comprensión de la vida y el amor al trabajo. Así supo adivinar que no llegaría jamás a casar a Jerónimo en una esfera más alta que la de ellos, donde las familias indagarían sobre su vida privada y se inquietarían encontrando ya una señora en la casa; buscó entonces en la capa social inferior las gentes a quienes podía deslumbrar, y encontró cerca un partido conveniente.
El más antiguo de los empleados de la Banca, apellidado Lemprun, tenía una hija única llamada Celeste. Celeste Lemprun debía heredar la fortuna de su madre, hija única de un granjero, consistente en unas fanegas de tierra en los alrededores de París, que el viejo explotaba siempre; además, heredaría la fortuna del bueno de Lemprun, un hombre salido de la casa Thélusson y de la casa Keller para entrar en el Banco Nacional cuando la fundación. Lemprun, ahora jefe de servicio, gozaba de la estima y de la consideración del administrador y de los censores.
Por ello el Consejo de la Banca, al oír hablar del matrimonio de Celeste con un honorable empleado de Finanzas, prometió una gratificación de seis mil francos. Esta gratificación, unida a doce mil dados por Lemprun, y a doce mil por el señor Galard, granjero en Auteuil, elevaba la dote a treinta mil francos. El viejo Galard y el señor y la señora Lemprun estaban encantados de tal unión; el jefe de servicio tenía a la señorita Thuillier por una de las más dignas y probas mujeres de París. Brigitte hizo relucir sus inscripciones en el Gran Libro de Bonos del Estado, confiando a Lemprun que ella no se casaría nunca, y ni el jefe de servicio ni su mujer, gentes de la edad de oro, se hubieran permitido juzgar a Brigitte: lo que más sorprendía y atolondraba a ambos era el brillo de la posición del bello Thuillier, y el matrimonio se celebró, según una expresión consagrada, en medio de la general satisfacción.
El administrador de la Banca y el secretario sirvieron de testigos a la esposa, y el señor de la Billardière —el jefe de división— y el señor Rabourdin —jefe de la oficina— fueron los de Thuillier. Seis días después del matrimonio, el viejo Lemprun fue víctima de un audaz robo, del que se ocuparon los periódicos de la época, pero rápidamente olvidado con los acontecimientos de 1815. Los autores del robo escaparon y Lemprun quiso saldar la diferencia, y aunque la Banca llevó este déficit a la cuenta de pérdidas, el viejo Lemprun murió de la pena que le causara esta afrenta. Veía tal golpe de mano como un atentado a su probidad septuagenaria.
La señora Lemprun abandonó su herencia en manos de su hija, esposa de Thuillier, y fue a vivir con su padre en Auteuil, donde el viejo Galard murió de resultas de un accidente en 1817. Asustada de tener que regentar o arrendar los huertos y campos de su padre, la señora Lemprun rogó a Brigitte, cuya capacidad y probidad la maravillaban, que liquidara la fortuna de Galard y arreglara las cosas de manera que su hija tomase todo, asegurándole a ella una renta de mil quinientos francos y dejándole la casa de Auteuil. Los campos del viejo cultivador, vendidos por parcelas, produjeron treinta mil francos. La herencia de Lemprun ascendía a otro tanto, y esas dos fortunas, reunidas a la dote, hacían, en 1818, ochenta mil francos.
La dote se había colocado en acciones de la Banca, en un momento en que estas valían novecientos francos, Brigitte compró cinco mil francos de renta por los sesenta mil —el cinco por ciento estaba a sesenta— e hizo una inscripción de mil quinientos francos a nombre de la viuda Lemprun. Así, al comienzo del año 1818, la pensión de seiscientos francos pagada por Brigitte, los mil ochocientos francos de Thuillier, los tres mil quinientos de renta de Celeste y el producto de treinta y cuatro acciones de la Banca, daban a la familia Thuillier una entrada de once mil francos, administrada sin consejos por Brigitte. Ha sido necesario ocuparse de la cuestión financiera, ante todo, tanto para prevenir las objeciones como para desembarazar el drama.
Brigitte comenzó por dar a su hermano una mensualidad de quinientos francos y condujo la Banca de manera que cinco mil bastasen para el gasto de la casa. Probándole que a ella le eran suficientes cuarenta, daba cincuenta por mes a su cuñada. Para asegurar su dominación por el poder del dinero, Brigitte amasaba el sobrante de sus rentas; se murmuraba en las oficinas que hacía préstamos usurarios por intermedio de su hermano, que pasaba por prestamista. Pero si de 1815 a 1830 Brigitte elevó su capital a sesenta mil francos, la existencia de esta suma puede explicarse por operaciones de la renta que presentaba una variación del cuarenta por ciento, sin necesidad de recurrir a acusaciones más o menos fundadas y cuya realidad no agrega nada al interés de la historia.
Desde un principio, Brigitte hundió bajo su fuerza a la desgraciada señora Thuillier, por medio de los primeros espolazos que le dio, y por el duro manejo del freno que le hizo sentir fuertemente.
El exceso de tiranía era inútil; la víctima se resignó rápidamente. Celeste, bien estudiada por Brigitte, desprovista de espíritu, de instrucción, habituada a una vida sedentaria, a una atmósfera tranquila, tenía un carácter excesivamente dulce; era piadosa en el sentido más corriente de la palabra; gustosamente y con duras penitencias ella expiaría un error involuntario que hubiese hecho mal a su prójimo. Acostumbrada a ser servida por su madre, que hacía todo en la casa, ignoraba los secretos de la vida, y su constitución linfática, que se fatigaba con el menor trabajo, la obligaba al reposo; era el perfecto tipo de mujer de ese pueblo de París, del que los hijos son raramente bellos, pues resultan el producto de la miseria, del trabajo excesivo, de casas sin aire, sin libertad de acción, sin ninguna de las comodidades de la vida.
En el momento de su matrimonio era una mujercita de un rubio insípido, gruesa, lenta y de aspecto atontado. Su frente, demasiado vasta, demasiado prominente, semejaba la de un hidrocéfalo y, bajo esta cúpula de un matiz de cera, su cara, evidentemente pequeña y terminada en punta como el hociquillo de un ratón, hizo pensar a algunos que tarde o temprano terminaría enloqueciendo. Sus ojos, de un color azul claro, y sus labios, dotados de una sonrisa casi fija, no desmentían esta suposición. El día solemne de su matrimonio lo pasó envuelta en la actitud, el aire y las maneras de un condenado a muerte que desea el rápido final de todo.
—¡Es un poco tímida!… —había dicho Coleville a Thuillier.
Brigitte, que se hacía notar por el más violento contraste, era, sin duda, el puñal que había de penetrar en esta naturaleza sin defensas. Notable por una belleza regular, correcta, estropeada por los trabajos que desde la niñez la inclinaron sobre tareas ingratas, penosas, y por las privaciones que ella misma se impuso para reunir su peculio. Su piel, oscurecida tempranamente, tenía un matiz acerado. Un círculo negro, amoratado, rodeaba sus ojos castaños; el labio superior se ornaba con un vello oscuro, como de humo; los labios eran pequeños y su frente imperiosa se realzaba por una cabellera, en otro tiempo negra, que ahora tomaba un tono de chinchilla. Majestuosamente erguida, todo denotaba en ella la cordura de sus treinta años, sus deseos apagados.
Para Brigitte, Celeste fue sólo una fortuna a tomar, una madre que hacer y un sujeto más en su imperio. Pronto le reprochó el ser floja —una palabra de su léxico—, y esta celosa solterona, a quien hubiese desesperado una cuñada activa, gustó un salvaje placer estimulando la energía de tan débil criatura. Celeste, avergonzada de ver a su cuñada desplegar su brío de jaca haciéndolo todo, intentó ayudarla, y cayó enferma; inmediatamente Brigitte se dedicó en cuerpo y alma al cuidado de la señora de Thuillier; la cuidaba como a una hermana bien amada, diciéndole delante de Thuillier: «¡Usted no tiene la fuerza necesaria; pues bien, no haga nada, querida!…». Así exponía la incapacidad de Celeste con ese fausto de consuelos que poseen las mujeres y que constituyen su modo de loar. Luego, como esas naturalezas despóticas que gustan ejercer sus fuerzas, pero están llenas de ternura para los dolores físicos, supo atender a su cuñada de tal modo que cuando la madre de Celeste vino a verla se sintió conmovida y contenta.
Cuando la señora Thuillier estuvo restablecida, Brigitte la llamó, de manera que ella se enterase, «emplasto, inutilidad, etc.». Celeste se encerraba en su habitación a llorar, y cuando Thuillier la sorprendía secándose las lágrimas, excusaba a su hermana diciendo:
—¡Si ella es excelente! Es su carácter, que es vivo; ella os quiere a su manera; a mí me trata igual.
Celeste recordaba los cuidados maternales que había recibido y perdonaba a su cuñada. Brigitte trataba a su hermano como al rey de la casa: hablando con Celeste, le elogiaba y hacía de él un autócrata, un Ladislao, un Papa infalible. La señora Thuillier, habiendo perdido a su padre y a su abuelo, poco menos que abandonada por su madre, que sólo venía a verla los jueves, y a quien ellos iban a visitar, durante el buen tiempo, los domingos, no tenía otra persona a quien querer que su marido, primero, porque él era su marido, y luego porque seguía siendo para ella el bello Thuillier. Su mujer al fin, él la trataba bien a veces, y todas estas razones unidas se lo hacían adorable. Y más perfecto le parecía aún, pues que a veces tomaba su defensa reprendiendo a Brigitte, no por interés hacia su mujer, sino por egoísmo y por tener paz en la casa los pocos momentos que permanecía en ella.
En efecto, el bello Thuillier venía a comer y regresaba a acostarse muy tarde; iba a los bailes, en su mundo, solo absolutamente, como si fuese aún soltero. Así las dos mujeres estaban continuamente solas, frente a frente. De modo insensible, Celeste adoptó una actitud pasiva y fue como Brigitte la quería: una ilota. La reina Isabel de la familia pasó de la dominación a una especie de piedad por aquella víctima continuamente sacrificada. Terminó por moderar sus aires altivos, sus palabras cortantes, el tono despreciativo, cuando estuvo segura de que la fatiga de tal situación había roto a su cuñada.
Una vez que vio aparecer las marcas del collar en el cuello de su víctima, cambió completamente y Celeste conoció mejores tiempos. Comparando el principio a la continuación, llegó hasta sentir una especie de afecto por su verdugo. La sola probabilidad que la pobre ilota tenía de encontrar energía, defenderse y ser alguien en el seno de aquella familia, alimentada por su fortuna sin saberlo y recibiendo en cambio las migajas de la mesa, desapareció. En seis años Celeste no tuvo hijos.
Esta esterilidad, que de mes en mes hacía brotar de sus ojos torrentes de lágrimas, conseguía mantener el desprecio de Brigitte, que le reprochaba el no servir para nada, ni siquiera para hacer hijos. Esta solterona que había soñado tanto con amar a un hijo de su hermano como si fuera suyo, no cesó hasta 1820 de gemir sobre el porvenir de sus fortunas que, decía ella, irían al Gobierno.
En el momento en que comienza esta historia en 1839, Celeste, que contaba ya cuarenta y seis años, había dejado de llorar, poseída por la triste seguridad de que no sería nunca madre. Y, ¡cosa extraña!: después de veinticinco años de esta vida, en los que la víctima había terminado por desarmar, por romper el puñal, Brigitte amaba tanto a Celeste como Celeste amaba a Brigitte. El tiempo, las comodidades de la fortuna y el perpetuo roce de la vida doméstica, suavizaron los ángulos, limaron las asperezas, y de otra parte, la resignación y la dulzura de cordero pascual de Celeste trajeron aquel otoño sereno. Además, unía a estas dos mujeres el único sentimiento que poseyó las dos vidas: la adoración por el dichoso y egoísta Thuillier.
Y en fin, estas dos mujeres sin hijos, como todas las mujeres que han deseado vanamente un hijo, habían tomado cariño por un niño. Esta maternidad ficticia, pero igual en fuerza a una maternidad real, necesita una explicación que llevará al corazón mismo de la escena y explicará el porqué del exceso de ocupaciones que la señorita Thuillier buscara a su hermano.
Thuillier entró en el retiro al mismo tiempo que Coleville, su íntimo amigo. Frente al matrimonio sombrío y desolado de Thuillier, la naturaleza social colocó como un contraste el de Coleville, y si es posible no observar que este contraste fortuito es poco moral, es necesario agregar que, antes de juzgar, se necesita ir hasta el fin de este drama, desgraciadamente bien histórico y al que el historiador no agrega nada.
Coleville era el hijo único de un músico de talento, en época de Francoeur y Rebel, primer violín de la ópera. Coleville y Thuillier fueron amigos inseparables; sin secretos entre ambos, la amistad que comenzara a los quince años continuaba igual en 1839.
Coleville fue uno de esos empleados a quienes en las oficinas se les llama por burla acumuladores y se significan por una industriosa inventiva. Coleville, buen músico, debía al nombre y la influencia de su padre la plaza de primer clarinete que ocupaba en la Ópera Cómica. De soltero, siempre más provisto de dinero que Thuillier, Coleville lo compartía a menudo con su amigo. Al contrario de Jerónimo, Coleville se casó por amor con la señorita Flavia, hija natural de una célebre bailarina de la ópera y de cuya paternidad se hacía responsable a Du Bourgnier, uno de los más ricos empresarios de la época, quien arruinado hacia 1800, olvidó a su presunta hija impulsado por sus dudas sobre la fidelidad de la madre.
Por su carácter como por su origen, Flavia estaba destinada a un bien triste oficio cuando Coleville, visitante asiduo de la casa del opulento empresario, se enamoró de Flavia. El príncipe Galathione, que protegía, en septiembre de 1815, a la ilustre bailarina, ya al final de su brillante carrera, dio veinte mil francos de dote a Flavia, y la madre agregó un magnífico ajuar. Los amigos de la casa y compañeros de la ópera hicieron regalos de joyas y vajilla, resultando el matrimonio Coleville mucho más rico en cosas superfluas que en capital. Flavia, criada en la opulencia, tuvo al principio un piso encantador que el tapicero de su madre amuebló y donde reinaba la joven esposa, amante de las artes, los artistas y la elegancia.
La señora Coleville era a un mismo tiempo bella e interesante, espiritual y alegre, simpática, en una palabra, encantadora. Su madre, ya en los cuarenta y tres años, se retiró a vivir al campo, privándola así de los recursos que brindaba una opulencia disipadora. La señora de Coleville tenía una casa muy agradable pero excesivamente pesada. De 1816 a 1826 tuvo cinco hijos. Coleville, repartiéndose milagrosamente —músico por la noche; llevando los libros de un negociante en las mañanas, de siete a nueve, para poder estar en su oficina a las diez— alcanzaba una entrada anual de siete a ocho mil francos.
Y la señora Coleville jugaba a la mujer de sociedad: recibía los miércoles, daba un concierto mensual y una comida cada quince días. A su marido no le veía más que a las horas de comer y en la noche a la hora de acostarse. Como le regalaban a veces entradas, iba al teatro y dejaba una nota en la casa, para cuando Coleville viniese a dormir, diciéndole que pasara a recogerla en tal casa donde cenaba o bailaba. En la casa de la señora Coleville se hacía una excelente comida, y la sociedad, aunque mezclada, era muy divertida; allí se encontraban actrices célebres, pintores, gentes de letras, algunos ricos. La elegancia de Flavia se paseaba al par de la de Tullia, actriz de la ópera a quien ella frecuentaba mucho. Pero si los Coleville gastaron su capital y si llegaron a pasar meses difíciles de terminar, nunca, en cambio, se endeudó Flavia. Coleville era feliz, amaba a su mujer y continuaba siendo para ella su mejor amigo. Siempre acogido por afectuosas sonrisas y una alegría comunicativa, cedía a las gracias y a las irresistibles maneras de Flavia. La feroz actividad que desplegaba en sus tres empleos convenía a su carácter y a su temperamento. Era un buen hombre, un poco grueso, jovial, gastador, lleno de fantasías. En diez años no hubo una sola querella en la familia. En las oficinas pasaba por un aturdido, como todos los artistas decían, pero las gentes superficiales tomaban la prisa constante del trabajador por el va y viene de un chismoso enredador.
Coleville tuvo la inteligencia de hacer un poco el tonto; alabando su felicidad interior, se dedicó a la busca de anagramas a fin de aparecer como absorbido por esta pasión. Los empleados de su división en el Ministerio, los jefes de oficinas, hasta los jefes de división, venían a sus conciertos. De tiempo en tiempo, con cualquier motivo, regalaba entradas del teatro, buscando una excesiva indulgencia que necesitaba para sus eternas ausencias. Los ensayos le tomaban la mitad del tiempo destinado a la oficina, pero la ciencia musical legada por su padre era asaz real, lo bastante profunda para permitirle no asistir más que a los ensayos generales. Gracias a las relaciones de Flavia, el teatro y el Ministerio se prestaban a las exigencias del digno acumulador que, además, enseñaba minuciosamente a un jovencito, gran músico futuro, vivamente recomendado por su mujer y que le reemplazaba en la orquesta con la promesa de la sucesión. Y en efecto, en 1827 el joven fue nombrado primer clarinete, cuando Coleville presentó su dimisión.
Toda la crítica sobre Flavia consistía en esta frase: «¡Es un poquitín coqueta!». El mayor de los hijos de Coleville, nacido en 1816, era el vivo retrato de su padre. En 1818, Flavia consideraba la caballería por encima de todo, las artes incluidas, y distinguía entonces con su amistad a un subteniente de dragones de Saint-Chamans, el joven y rico Carlos Gondreville, que murió más tarde en la campaña de España; ella había tenido ya su segundo hijo, al que destinó desde entonces a la carrera militar. En 1820 miraba a la Banca como la nodriza de la industria, el sostén de los Estados, y el gran Keller, el famoso orador, era su ídolo; entonces tuvo otro hijo, Francisco, al que resolvió hacer más tarde comerciante y al que no faltaría nunca la protección de Keller. Hacia el fin de 1820, Thuillier, el amigo íntimo del matrimonio Coleville, el admirador de Flavia, sintió la necesidad de descubrir sus dolores a esta excelente mujer, y le relató sus miserias conyugales: seis años llevaba tratando inútilmente de tener un hijo, y Dios no bendecía sus esfuerzos; la pobre señora Thuillier hacía inútiles sus novenas. Pintó a Celeste a todo color y las palabras: «¡Pobre Thuillier!» salieron de labios de la señora Coleville, que por su parte se encontraba bien triste, sin ninguna opinión dominante en el momento, y vertió en el corazón de Thuillier todas sus penas.
El gran Keller, héroe de las izquierdas, estaba en realidad lleno de pequeñeces; ella conocía el revés de la gloria, las tonterías de la Banca, la sequedad de un tribuno. El orador sólo hablaba bien en las Cámaras y se había portado bien mal con ella. Thuillier se indignó. «¡Sólo los tontos saben amar, dijo: véame a mí!» El bello Thuillier pasaba entonces por cortejador de la señora Coleville y era uno de sus atentos, una palabrita de tiempos del Imperio.
—¡Ah! ¡Tú también quieres a mi mujer! —le dijo riendo Coleville—; ten cuidado: ella te plantará como a todos los otros.
Frase bien fina, por la cual Coleville salvó en las oficinas su dignidad de marido. De 1820 a 1821, Thuillier usó de su título de amigo de la casa para ayudar a Coleville, que le había ayudado tanto en otro tiempo, y durante dieciocho meses prestó cerca de diez mil francos al matrimonio Coleville, con la intención de no hablar más del asunto. En la primavera de 1821, Flavia dio a luz una niña, que tuvo por padrinos al señor y la señora Thuillier y llevó los nombres de Celeste-Luisa-Carolina-Brigitte. La señora Thuillier quiso dar uno de sus nombres a la niña.
El nombre de Carolina fue un homenaje a Coleville. La vieja mamá Lemprun se encargó de tener a la vista la nodriza de la niña, en Auteuil, donde Celeste y su cuñada iban a verla dos veces por semana. Cuando la señora Coleville se restableció, dijo a Thuillier, francamente y en tono de seriedad:
—Querido Thuillier: si queremos seguir buenos amigos, no seáis otra cosa que nuestro amigo. Coleville le quiere; pues bien, es bastante con uno en la familia.
—¿Puede explicarme —preguntó el bello Thuillier a Tullia, la bailarina— por qué las mujeres no me aman mucho tiempo? Yo no soy un Apolo del Belvedere, pero en fin, tampoco soy un Vulcano; me parece que estoy aceptable; soy espiritual, fiel…
—¿Quiere usted la verdad? —le respondió Tullia.
—Sí —dijo el bello Thuillier.
—Pues bien; si nosotras amamos a veces a un bruto, no podemos, en cambio, amar nunca a un tonto.
Esa frase asesinó a Thuillier; no comprendía. Más tarde tuvo melancolías y terminó acusando a las mujeres de rarezas.
—¿No te había prevenido? —le dijo Coleville—. Yo puede que no sea Napoleón, querido, y hasta me disgustaría serlo; ¡pero tengo mi Josefina…, una perla!
El secretario general del Ministerio, Des Lupeaulx, a quien la señora Coleville creyó más de lo que en realidad era, y de quien más tarde ella decía: «Ése es uno de mis errores…» fue entonces, durante algún tiempo, el gran hombre del salón Coleville; mas no tuvo el poder para hacer pasar a Coleville a la división de Bois-Levant, y Flavia tuvo la buena idea de disgustarse por las atenciones que Des Lupeaulx prestaba a la señora Rabourdin, esposa de un jefe de oficina, una ridícula afectada, que nunca la había invitado y que dos veces cometió la impertinencia de no asistir a sus conciertos.
La muerte del joven Gondreville emocionó vivamente a la señora Coleville; inconsolable, decía sentir en ello la mano de Dios. En 1824 se recogió, habló de economías, suprimió las recepciones, se ocupó de sus hijos, deseando ser una buena madre de familia, y sus amigos no conocieron en su casa ningún favorito, pero en cambio iba a la iglesia, reformaba su tocado, ahora en colores grises, hablaba de catolicismo, de conveniencias… Este misticismo produjo, en 1825, un niño encantador, a quien ella bautizó Teodore, esto es, presente de Dios.
Así, en 1826, el buen tiempo de la Congregación, Coleville fue nombrado subjefe en la división Clergeot, y en 1828 preceptor de un barrio de París. A fin de poder un día educar a su hija en San Dionisio, obtuvo la Legión de Honor. La media bolsa obtenida por Keller para Carlos, el mayor de los hijos de Coleville, en 1823, fue dada al segundo; Carlos pasó con una bolsa entera al colegio San Luis, y el tercero, protegido por la delfina, recibió tres cuartos de bolsa en el colegio Enrique IV.
En 1820, Coleville, que tenía la dicha de conservar todos sus hijos, fue obligado, por lealtad a la rama destronada, a presentar su dimisión. Hábilmente supo tratar el asunto y obtuvo una pensión de dos mil cuatrocientos francos, debida a su tiempo de servicio, y una indemnización de diez mil francos, ofrecida por su sucesor, y al mismo tiempo fue nombrado oficial de la Legión de Honor. Sin embargo, llegó a encontrarse en situación difícil, y en 1832 la señorita Thuillier le aconsejó venir a vivir con ellos, haciéndole entrever la posibilidad de obtener una plaza en la Alcaldía; plaza que tuvo a los quince días y que daba mil escudos.
Carlos Coleville acababa de entrar en la Escuela Naval. Los colegios donde se educaban los dos pequeños Coleville estaban situados en el mismo barrio. El seminario de San Sulpicio, donde debía entrar un día el más pequeño, se encuentra a dos pasos del Luxemburgo. Al fin, Thuillier y Coleville debían llegar juntos al término de sus días. En 1833, la señora Coleville, entonces de treinta y cinco años, vino a establecerse en la calle del Infierno, en el ángulo de la calle de Dos Iglesias, con Celeste y el pequeño Teodoro. Coleville se encontraba a una distancia igual de su Alcaldía y de la calle de Santo Domingo. Este matrimonio, después de una vida sucesivamente brillante, desordenada, llena de fiestas, reposada, calma, se encontró reducido a la oscuridad burguesa y a cinco mil cuatrocientos francos de renta por toda fortuna.
Celeste tenía doce años y era bella; necesitaba profesores; iba a costar, por lo menos, dos mil francos al año. La madre vio la necesidad de colocarla bajo los ojos de sus padrinos. Había aceptado las proposiciones, bien cuerdas, por cierto, de la señorita Thuillier que, sin comprometerse en lo más mínimo, hizo comprender claramente a la señora Coleville que las fortunas de su hermano, su cuñada y la suya propia estaban destinadas a Celeste. La niña había vivido en Auteuil hasta la edad de siete años, adorada por la buena vieja Lemprun, que murió en 1829, dejando veinte mil francos de economías y una casa que fue vendida por la suma exorbitante de veintiocho mil francos. La pequeña había visto poco a su madre y mucho a los hermanos Thuillier. De 1829, año de su entrada en la casa paterna, a 1833, cayó bajo la influencia de su madre, que se esforzaba entonces en cumplir bien con sus deberes, y que los exageraba, como hacen todas las mujeres llenas de remordimiento. Flavia, sin ser una madre cruel, guiaba severamente a su hija; recordaba su propia educación y se juró secretamente hacer de Celeste una mujer honesta, y no una mujer ligera. Para ello la llevaba a la iglesia, y así le hizo hacer su primera comunión con un cura de París que más tarde fue obispo. Celeste se hizo aún más piadosa viendo una santa en su madrina, a quien adoraba; ella se sentía más querida de la pobre mujer abandonada que de su propia madre.
De 1833 a 1839 Celeste recibió la más brillante educación, según las ideas de la burguesía. Los mejores profesores de música hicieron de ella una pasable pianista; era capaz de hacer correctamente una acuarela; bailaba maravillosamente; había estudiado y aprendido lengua francesa e historia, geografía, inglés, italiano, en fin, todo lo que compone la educación de una señorita distinguida. De talla mediana, un poco gorda y un poco miope, no era ni fea ni bonita; no le faltaban blancura ni apariencia; pero ignoraba enteramente la distinción. Su gran sensibilidad contenida hacía que todos estuviesen de acuerdo sobre un punto, el gran recurso de las madres: su capacidad de cariño. Una de sus auténticas bellezas la constituía una magnífica cabellera, fina, de un color rubio plomizo; pero las manos y los pies denunciaban su origen burgués.
Celeste estaba llena de virtudes preciosas: era buena, sencilla, sin hiel; amaba profundamente a sus padres y gustosamente se hubiera sacrificado por ellos.
Educada en la más profunda admiración por su padrino, por Brigitte —que se hacía llamar de ella tía Brigitte—, por la señora Thuillier y su madre; atraída cada vez más por el viejo bello del Imperio, Celeste tenía la más alta idea del ex subjefe. El pabellón de la calle de Santo Domingo le producía el efecto que produciría el castillo de las Tullerías a un cortesano de la joven dinastía.
Thuillier no había resistido a la acción laminadora que gradúa la máquina administrativa, donde uno adelgaza en relación con su extensión. Gastado por un fastidioso trabajo tanto como sus éxitos gastaron al hombre, el ex subjefe había perdido todas sus facultades al venir a la calle de Santo Domingo; pero su cara fatigada, dominada por un aire arrogante, mezclado con cierta alegría, recordaba la fatuidad del empleado superior. Celeste amaba aquella cara descolorida, que la impresionaba vivamente. Ella se sabía la alegría de aquella casa.
Los Coleville fueron, naturalmente, el centro de la sociedad que la señorita Thuillier ambicionó agrupar alrededor de su hermano. Un antiguo empleado de la división La Billardière, el señor Phellion, que habitaba en el barrio de Saint-Jacques desde treinta años antes, jefe de batallón de la Legión, fue rápidamente encontrado, por el antiguo preceptor y el ex subjefe, en la primera revista de la Legión. Este Phellion era uno de los hombres más considerados del barrio. Tenía una hija, antigua maestra del pensionado Lagrave, casada con un instructor de la calle de San Jacinto, el señor Barniol.
El hijo mayor de Phellion, profesor de matemáticas de un colegio real, daba al mismo tiempo lecciones, preparaba para exámenes y se entregaba, según la expresión de su padre, a las matemáticas puras. El hijo segundo estaba en la Escuela de Caminos y Puentes. Phellion tenía un retiro de novecientos francos y poseía mil y pico de renta, fruto de sus economías y las de su mujer en treinta años de trabajos y privaciones. Era propietario de la casita con jardín que habitaba en el callejón sin salida Fevillantines. (En treinta años nunca dejó la expresión «callejón sin salida» para usar la más antigua y común cul-de-sac.)
Dutocq, el escribano de la justicia de Paz, antiguo empleado del Ministerio, sacrificado en otro tiempo a una de esas necesidades que se encuentran en el Gobierno representativo, había aceptado el papel de cargaculpas (en un momento crítico), y fue recompensado secretamente con una suma suficiente para comprar su puesto de escribano. Este hombre, no muy honorable por cierto, espía de las oficinas, no fue acogido por los Thuillier como él esperaba serlo, mas la frialdad de sus propietarios le hizo persistir en visitarles.
Soltero, lleno de vicios, escondía cuidadosamente su vida y sabía, con su adulación, mantenerse a bien con sus superiores. El juez de paz le quería. Por medio de bajas y groseras adulaciones, que hacen siempre su efecto, este vergonzoso personaje supo hacerse tolerar en casa de los Thuillier. Conocía a fondo la vida de Thuillier, sus relaciones con Coleville y, sobre todo, con la señora Coleville; temían su venenosa lengua, y por ello, sin llevarle hasta su intimidad, le sufrían. La familia que se hizo la flor del salón fue la de un empleadillo, en un tiempo compasión de las oficinas que, impulsado por la miseria, abandonó la Administración en 1827 para lanzarse a la industria con una idea.
Minard vio una fortuna en una de esas concepciones perversas que desprestigiaban el comercio francés y que en 1827 no había aún destruido la publicidad. Minard adquirió té y lo mezcló con té ya usado y presecado; más tarde, ciertas alteraciones en los elementos del chocolate le permitieron venderlo a precios económicos. Este comercio de géneros coloniales, comenzando con el barrio de San Marcelo, hizo de Minard un negociante; llegó a tener una fábrica, y sus relaciones le permitieron llegar a la fuente de las materias primas; entonces hizo, honorablemente y en grande, el comercio que en un principio hiciera indelicadamente. Se hizo destilador; sus negocios abarcaban cantidades enormes de géneros, y en 1835 pasaba por ser el negociante más rico del barrio Maubert. Compró una de las más bellas casas de la calle Maçons-Sorbonne; en 1839 fue elegido alcalde de un barrio y juez del Tribunal de Comercio. Tenía coche, tierras cerca de Lagny, su mujer llevaba diamantes en los bailes de la corte y él se enorgullecía de su roseta de oficial de la Legión de Honor.
Tanto él como su mujer eran excesivamente caritativos. Quizá querían devolver poco a poco a los pobres lo que habían estafado al público. Phellion, Coleville y Thuillier encontraron a Minard durante las elecciones, y del encuentro salió la íntima unión de todos. Zelie Minard parecía encantada de hacer a su hija amiga de Celeste Coleville, y fue en un gran baile dado por los Minard donde Celeste hizo su entrada en sociedad, a los dieciséis años y medio, vestida como pedía su nombre, que parecía profético para su vida. Contenta de la amistad de la señorita Minard, cuatro años mayor que ella, Celeste obligó a su padre y a su padrino a frecuentar la casa Minard, de salones dorados y gran opulencia, adonde solían concurrir algunas celebridades políticas del justo medio: él señor Popinot, más tarde ministro de Comercio; Cochin, devenido barón Cochin; un antiguo empleado de la división Clergeot del Ministerio de Finanzas, copropietario de una gran droguería, y quien, con el señor Anselmo Popinot, constituían los oráculos del barrio de los Lombards y de los Bourdonnais. El hijo mayor de Minard, abogado, que aspiraba a suceder a los que desde 1830 abandonaron el foro por la política, era el genio de la casa, y su madre, tanto como su padre, aspiraban a casarle bien. Zelie Minard, antiguamente obrera florista, era apasionada de las altas esferas sociales, en las que quería penetrar por el intermedio de los matrimonios de sus hijos, mientras que Minard, más cuerdo que ella, imbuido de la fuerza de la clase media que la revolución de julio introdujo en las fibras del poder, pensaba solamente en la fortuna.
Minard frecuentaba el salón de los Thuillier para informarse sobre las fortunas a que Celeste podía aspirar. Él conocía, igual que Phellion y que Dutocq, los rumores que había levantado antaño la amistad de Thuillier con Flavia, y comprendió a la primera mirada la idolatría de los Thuillier por su ahijada. Dutocq, para ser admitido en la casa de Minard, aduló a este prodigiosamente. Cuando Minard, el Rothschild del barrio, vino a la casa Thuillier, Dutocq, muy finamente, casi le comparó a Napoleón, al verle gordo, robusto, fresco, él, que le había conocido en la oficina flaco, pálido, débil.
—Cuando usted estaba en la división La Billardière era como Bonaparte antes del 18 Brumario, y ahora me parece ver al Napoleón del Imperio.
Minard acogió fríamente a Dutocq y no le invitó; así se hizo un enemigo mortal del venenoso escribano.
El señor y la señora Phellion, por muy dignos que fuesen, no podían evitar el hacer sus cálculos y tener sus esperanzas, pensando que Celeste podía muy bien ser para su hijo el profesor. Así, para tener una especie de partido en el salón Thuillier, presentaron a su yerno, el señor Barniol, hombre considerado en el faubourg Saint-Jacques, viejo empleado de la Alcaldía, a quien Coleville había relativamente quitado la secretaría en la Alcaldía, que esperaba como recompensa a sus veinte años de servicios. Los Phellion formaban una falange compuesta de siete personas asiduas; la familia Coleville no era menos numerosa, de modo que algunos domingos llegaban hasta treinta los visitantes del salón Thuillier. Jerónimo reanudó su amistad con los Saillard, los Baudoyer, los Falleic, todos gentes importantes del barrio de la plaza Real, y a quienes invitó a menudo a comer.
La señora Coleville era la figura más distinguida de aquella sociedad. Minard hijo y el profesor Phellion eran los hombres superiores. Los restantes, sin ideas, sin instrucción, salidos de rangos inferiores, sintetizaban los tipos y las ridiculeces de la pequeña burguesía. A pesar de que todo advenedizo supone un mérito cualquiera, Minard no era otra cosa que un globo hinchado. Deshaciéndose en frases vacías, tomando la obsequiosidad por la cortesía y la fórmula por la espiritualidad, lanzaba sus lugares comunes con un aplomo y una redondez que se aceptaban como elocuencia. Esas palabras que no dicen nada y responden a todo: progreso, vapor, asfalto, guardia nacional, orden, elemento democrático, espíritu de asociación, legalidad, movimiento y resistencia, intimidación, aparecían en cada fase de la política, inventadas por Minard, que parafraseaba las ideas de su periódico. Julian Minard, el joven abogado, toleraba a su padre tanto como éste toleraba a su mujer. En efecto, con la fortuna, Zelie se llenó de pretensiones sin haber podido aprender nunca el francés, y su gordura le hacía semejar siempre a una cocinera que se hubiese casado con su señor.
Phellion, modelo del pequeño burgués, presentaba tantas virtudes como ridiculeces. Subordinado durante toda su vida burocrática, continuaba respetando las superioridades sociales. Así, delante de Minard estaba siempre callado. El tiempo crítico del retiro lo había resistido tranquilo. He aquí cómo. Nunca este digno y excelente hombre había podido entregarse a sus gustos. Él amaba París y se interesaba por los embellecimientos, las reconstrucciones, y gustaba detenerse frente a los edificios en demolición. Allí se le podía ver, intrépidamente parado, nariz hacia el cielo, asistiendo a la caída de una piedra que el albañil desprende con una palanca desde lo alto de una muralla, y sin dejar su lugar hasta ver caer la piedra; luego se marchaba, contento como un académico lo estaría de la caída de un drama romántico. Verdaderas comparsas de la gran comedia social, Phellion, Landigeois y sus parientes tenían a su cargo las funciones de los antiguos coros. Lloran cuando los demás lloran, ríen cuando hay que reír y cantan en retornelo los infortunios y las alegrías públicas; triunfan en su rincón con los triunfos de Argelia, de Constantinopla, de Lisboa, de Ulloa; deploran la muerte de Napoleón, las funestas catástrofes de Saint-Merry y de la calle Trasnonain, y lloran a los hombres célebres a quienes ignoran. Y Phellion ofrece aún una doble cara: la de dividirse entre las razones de la oposición y las del Gobierno. ¿Que las gentes se baten en las calles? Phellion se pronuncia, lleno de coraje, al lado de sus vecinos. Luego, en la plaza de San Miguel compadecía al Gobierno, y así cumplía con su deber. Antes y durante la sedición sostenía a la dinastía, obra del movimiento de julio; pero desde que el proceso político cambiaba se pasaba al enemigo. Esta veletería asaz inocente se volvía a encontrar en sus opiniones políticas. Para todo aparecía en escena el coloso del Norte, especie de materialismo inglés. Inglaterra es para él, como para el viejo constitucional, una comadre con dos ocupaciones: unas veces la maquiavélica Albión; otras, el país modelo; maquiavélica cuando se trata de los intereses de Francia y de Napoleón; país modelo cuando se habla de errores del Gobierno. Él admite, con el periódico, al elemento democrático, pero rehúsa en la conversación todo pacto con el espíritu republicano. El espíritu republicano en 1793 es la revolución, el terror, la ley agraria. El elemento democrático es el desenvolvimiento de la pequeña burguesía, el reinado de Phellion.
Este hombre vejete está siempre envuelto en dignidad; la dignidad sirve para explicar su vida. Dignamente ha criado a sus hijos, a los ojos de los cuales sigue siendo el padre. En el hogar quiere que se le rindan honores, como él rinde al Poder y a sus superiores. Nunca ha contraído deudas. Juez, su conciencia le hace sudar sangre y agua siguiendo el debate de un proceso, y no ríe nunca, aun cuando rían los magistrados, la Audiencia y el ministerio público. Eminentemente servicial, da sus atenciones, su tiempo, todo, excepto su dinero. Félix Phellion, su hijo, el profesor, es su ídolo; para él, ha de llegar un día a la Academia de Ciencias. Thuillier, entre la audaz nulidad de Minard y la rígida tontería de Phellion, era como una sustancia neutra, que tenía, sin embargo, de ambos por su melancólica experiencia. Así como su peluquero, con arte infinito, le ocultaba la piel amarillenta del cráneo bajo las ondas filamentosas de sus cabellos grises, él ocultaba con trivialidades el vacío de su cerebro.
—En cualquiera otra carrera —decía, hablando de la Administración—, yo hubiese sido otra cosa.
Él conocía lo perfecto, posible en teoría e imposible en la práctica; los resultados contrarios a las premisas; relataba las injusticias, las intrigas, el affaire Rabourdin.
—Después de esto, uno puede creer en todo y no creer en nada —decía—. ¡Ah, es cosa bien graciosa una Administración, y yo estoy bien contento de no tener hijos, porque así no les veré seguir esa carrera!
Coleville, siempre contento, franco, buenazo, amigo del chiste, ocupado con sus anagramas, siempre en movimiento, representaba al burgués capaz y burlón, las facultades sin el éxito, el trabajo tenaz sin resultado, así como la jovial resignación, el espíritu sin alcance y el arte inútil, pues siendo un excelente músico no tocaba ya más que para su hija.
Ese salón era, pues, una especie de salón de provincia, pero iluminado por los reflejos del continuo incendio parisiense: su mediocridad, sus insignificancias seguían la corriente del siglo. La frase de moda y el suceso: en París la frase y el suceso son como el caballo y el jinete, y llegan siempre sucesivamente. Al señor Minard se le esperaba siempre para saber la verdad en las grandes circunstancias. Las mujeres levantaban banderas por los jesuitas; los hombres defendían la Universidad, pero generalmente las mujeres se limitaban a escuchar. Un hombre de espíritu, de haber podido soportar el aburrimiento de estas veladas, se reiría como en una comedia de Molière, oyendo al final de largas discusiones cosas semejantes a estas: «La revolución de 1789, ¿podía haberse evitado? Los empréstitos de Luis XIV la habían preparado. Luis XV, un egoísta, hombre de espíritu ceremonioso, rey disoluto, ¡usted conoce su parque de los ciervos!, contribuyó en mucho. Monsieur De Necker, ginebrino mal intencionado, dio la sacudida. Los extranjeros han odiado siempre a Francia. El máximum hizo mucho daño a la Revolución. Por derecho, Luis XVI no hubiese sido condenado; un jurado lo hubiese absuelto. Bonaparte fusiló a los parisienses, y esta audacia le dio resultado. Luis Felipe se apoyó en este ejemplo. ¿Por qué cayó Carlos X? Napoleón es un gran hombre, y los detalles que prueban su genio están en las anécdotas: aspiraba tabaco cinco veces en un minuto, sacándolo de bolsillos forrados de cuero adaptados a los bolsillos del chaleco. Él mismo llevaba las cuentas de sus proveedores e iba a la calle San Dionisio para saber el precio de las cosas. Taima era su amigo, y de él aprendió los gestos; sin embargo, nunca quiso condecorar a Taima. El emperador montó la guardia de un soldado dormido para evitarle el ser fusilado. Esas cosas le hacían ser adorado por sus soldados. Luis XVIII no fue justo al llamarle monsieur de Buonaparte. El defecto del Gobierno actual es el de dejarse llevar en vez de llevar. Se ha colocado demasiado bajo. Tiene miedo (Minard) a los hombres de energía; debía haber roto los Tratados de 1815 y pedir el Rin a Europa. Se juega demasiado al ministerio con los mismos hombres».
—Usted ya ha combatido bastante por el espíritu —decía entonces la señorita Thuillier—; la mesa está preparada para que juguéis vuestra partidita.
La solterona terminaba siempre con esta proposición las discusiones que aburrían a las mujeres. Si todos los hechos y las generalidades descritas hasta ahora no se encontrasen en forma de argumento para pintar el cuadro de esta escena y dar una idea del espíritu de la sociedad, hubiera redundado en perjuicio del drama. Este esbozo es, por cierto, de una fidelidad verdaderamente histórica, y muestra una capa social de bastante importancia en cuanto a costumbres, sobre todo si se piensa que el sistema político de la rama principal hizo de ella su punto de apoyo.
El invierno del año 1839 fue el momento en que el salón de los Thuillier alcanzó mayor esplendor. Los Minard venían casi todos los domingos a pasar una hora cuando tenían obligación de asistir a otras veladas, y terminaban por marcharse Minard con sus hijos, dejando en el salón a su esposa. Esta asiduidad de los Minard la determinó un encuentro, tardío, por cierto, de los señores Metivier, Barbet y Minard, una noche que los dos importantes inquilinos estuvieron hasta más tarde que de ordinario charlando con la señorita Thuillier. Minard supo por Barbet que la solterona le tomaba cerca de treinta mil francos de valores a cinco y seis meses, a razón de siete y medio por ciento al año, y que tomaba a Metivier valores por una suma igual, de modo que ella debía manejar, por lo menos, ciento ochenta mil francos.
—Yo hago el descuento de la librería a doce, y sólo tomo buenos valores. Nada es más cómodo —terminó Barbet—. Y digo que tiene ciento ochenta mil francos porque sólo puede dar a la Banca efectos a noventa días.
—¿Tiene usted cuenta en el Banco? —preguntó Minard.
—Ya lo creo —respondió Barbet.
Amigo de un regente del Banco, Minard supo que la señorita Thuillier tenía un crédito de cerca de doscientos mil francos, garantizado por un depósito de cuarenta acciones.
—Esta garantía era —le dijeron— superflua; la Banca debía todas las atenciones a una persona que le era bien conocida y que dirigía los asuntos de Celeste Lemprun, la hija de un empleado que llevó tantos años de servicio como la Banca de existencia. La señorita Thuillier, además, no había nunca, durante veinte años, pasado del alcance de su crédito. Ella enviaba siempre sesenta mil francos de efectos por mes a tres meses, lo que hacía alrededor de ciento sesenta mil francos. Por ello —dijo el censor—, si ella nos enviara el tercer mes cien mil francos de efectos, nosotros no devolveríamos uno solo. Ella tiene una casa que no está hipotecada y vale más de cien mil francos. Además, que todos sus valores vienen de Barbet y de Metivier, lo que hace cuatro firmas, la suya comprendida.
—¿Por qué la señorita Thuillier trabaja tanto? —preguntó Minard a Metivier.
—¡Oh!, sin duda para establecer a su Celeste.
—Pero todo eso vendrá, al fin, a parar a manos de usted —dijo Minard.
—¡Oh! —respondió Metivier—, para mí es mejor negocio casarme con una de mis primas; mi tío Metivier me ha hecho sucesor de sus negocios; tiene cien mil francos de renta y sólo dos hijas.
Por muy misteriosa que fuese la señorita Thuillier, y a pesar de que no contaba a nadie, ni siquiera a su hermano, sus inversiones; a pesar de que englobaba en una sola masa las economías hechas sobre la fortuna de la señora Thuillier y sobre la suya propia, era muy difícil que aquella luz no atravesase las capas que cubrían su tesoro.
Dutocq, que frecuentaba a Barbet, con quien tenía más semejanza en el carácter y en la fisonomía, había calculado, más justamente que Minard, las economías de los Thuillier en ciento cincuenta mil francos en 1838, y podía seguir secretamente los progresos, ayudado por el sabio Barbet.
—Celeste tendrá de nosotros doscientos mil francos —había dicho la solterona, en confianza, a Barbet—, y la señora Thuillier quiere asegurarle con un contrato la propiedad de sus bienes. En cuanto a mí, mi testamento está hecho. Mi hermano tendrá todo mientras viva, y Celeste será mi heredera con esta reserva. El señor Cardot, mi notario, es el ejecutor testamentario.
Brigitte Thuillier hizo que su hermano reanudara sus antiguas relaciones con los Saillard, los Baudoyer, los Falleic, quienes ocupaban una situación análoga a la de los Thuillier y los Minard en el barrio de San Martín, del que Saillard era alcalde.
Cardot, el notario, presentó un pretendiente a la mano de Celeste en la persona del señor Godeschal, procurador, sucesor de Dervill, hombre de treinta y seis años, inteligente y que, habiendo pagado cien mil francos por su procuraduría, salvaría una dote de doscientos mil francos. Minard hizo despedir a Godeschal, informando a Brigitte que, de casarse Celeste con Godeschal, tendría por cuñada a la famosa Mariette, de la Ópera.
—Ella sale —dijo Coleville, haciendo alusión a su mujer—, y no es cosa de volver a entrar.
—Además que Godeschal es demasiado viejo para Celeste —expuso Brigitte.
—Y —continuó tímidamente la señora Thuillier— debemos dejarla que se case a su gusto, que sea feliz.
La pobre mujer había visto en Félix Phellion un verdadero amor por Celeste, un amor como una mujer anulada por Brigitte y herida por la indiferencia de un marido que se preocupaba menos de su esposa que de una criada, podía soñarlo; valiente en el corazón, tímido fuera, seguro de sí mismo y temeroso, recogido y escondido para todos, expandiéndose en los cielos. A los veintitrés años, Félix Phellion era un joven dulce, cándido como los sabios que cultivan la ciencia por la ciencia. Educado santamente por un padre que tomaba todo muy en serio, dándole buenos ejemplos acompañados de máximas triviales. Era de talla mediana, los cabellos de un color castaño claro, ojos grises, la piel cuajada de pecas, dotado de una voz simpática y maneras tranquilas, poco gesticulador, soñador, diciendo siempre palabras sensatas, amigo de no contradecir a nadie y, sobre todo, incapaz de un pensamiento sórdido o de un cálculo egoísta.
—¡Así hubiera querido yo un marido! —había pensado muchas veces la señora Thuillier.
A mediados del invierno de 1839 a 1840, en el mes de febrero, el salón de los Thuillier contenía los diversos personajes cuyas siluetas acaban de ser trazadas. Se acercaba el fin del mes. Barbet y Metivier, teniendo cada uno que pedir treinta mil francos a la señorita Thuillier, jugaban un whist con Minard y Phellion. En otra mesa estaban reunidos Julián el abogado, sobrenombre dado por Coleville al joven Minard; la señora Coleville, Barniol y la señora Phellion. Una partida de naipes a cinco céntimos la ficha ocupaba a la señora Minard, que no sabía otro juego; dos Colevilles, el viejo Saillard y Baudoyer, su yerno. Esperaban plaza Landigeois y Dutocq. Las señoras de Phellion, Baudoyer, Barniol y la señorita Minard jugaban un boston. Celeste estaba sentada al lado de Prudencia Minard. El joven Phellion escuchaba a la señorita Thuillier, mirando a Celeste. Al otro lado de la chimenea reinaba sobre una butaca la reina Isabel, de la familia. Sus ropas eran tan simples ahora como hacía treinta años: ninguna prosperidad era capaz de hacerle cambiar sus costumbres. Sobre sus cabellos, de color chinchilla, portaba un gorro de gasa negra, adornado con geranios Carlos X; el vestido, en estofa, color uva de Corinto, valía quince francos; el cuello bordado, que no alcanzaba a esconder el profundo surco que hacían los dos músculos que unen la cabeza a la columna vertebral, valía diez. El actor Mouvel, encarnando a Augusto en sus últimos días, no presentaba un perfil tan duro como el de esta autócrata, tejiendo los calcetines de su hermano. Junto a la chimenea, de pie, dispuesto a salir a recibir a los que llegasen, estaba Thuillier, y junto a él un joven cuya entrada produjera gran sensación cuando el portero, que los domingos vestía con mejor uniforme, anunciara al señor Oliverio Vinet.
Una confidencia de Cardot al célebre procurador general, padre del joven magistrado, era la causa de esta visita. Oliverio Vinet acababa de pasar del tribunal de Arcis al del Sena en calidad de sustituto del procurador del rey. Cardot, el notario, había reunido en una comida a Thuillier, al procurador general, quien parecía indicado para ministro de Justicia, y a su hijo. Cardot evaluaba en setecientos mil francos, por el momento, las fortunas que debían tocar a Celeste. Vinet hijo pareció encantado de poder ir los domingos a la casa Thuillier. Las grandes dotes hacen hoy cometer grandes estupideces, sin ningún pudor.
Diez minutos más tarde, otro joven que charlaba con Thuillier antes de la llegada del sustituto, elevó la voz, apasionando una discusión política, y obligó al magistrado a imitarle, por la vivacidad que tomaba el debate. Se trataba de la votación por la cual la Cámara de diputados acababa de derrotar al Ministerio del 12 de mayo, negándose a la dotación solicitada por el duque de Nemours.
—Sin duda —decía el joven—, que yo estoy lejos de pertenecer a la opinión dinástica y lejos de aprobar el advenimiento al poder de la burguesía. La burguesía no debe, como en otro tiempo no lo debió la aristocracia, tener todo el poder. Pero, en fin, la burguesía francesa se encargó de crear una nueva dinastía, una realeza para ella, ¡y vea cómo la trata! Cuando el pueblo dejó a Napoleón elevarse hizo algo espléndido, monumental, y dio noblemente su sangre y su sudor para construir el edificio del Imperio. Entre las magnificencias del trono aristocrático y las de la púrpura imperial, entre los grandes y el pueblo, la burguesía es mezquina y baja el poder hasta ella en vez de elevarse hasta el poder. Las economías de cabo de vela en sus comercios quiere ejercerlas sobre sus príncipes. Y lo que es virtud en sus almacenes es falta y crimen allá arriba. Yo quisiera muchas cosas para el pueblo, pero yo no hubiera nunca cortado diez millones al nuevo presupuesto. Al convertirse en casi todo, la burguesía nos debía la felicidad del pueblo, el esplendor sin fausto y la grandeza sin privilegios.
El padre de Oliverio Vinet era uno de los jefes de la coalición. La plaza de guardasellos real no acaba de serle concedida. El joven sustituto no sabía qué responder y pensaba que lo mejor sería abandonar la cuestión.
—Usted tiene razón —dijo—, pero creo que antes de salir en parada de gala tiene la burguesía deberes que cumplir con Francia. El lujo de que usted habla viene después de los deberes. Y eso que le ha parecido tan reprochable no ha sido nada menos que la necesidad del momento. La Cámara está muy lejos de tener su parte en los negocios; los ministros son menos de Francia que de la Corona, y el Parlamento ha tratado de que el Ministerio tenga, como en Inglaterra, una fuerza propia y no una fuerza prestada. El día que el Ministerio obre por sí mismo y represente en el poder Ejecutivo a la Cámara, como la Cámara representa al país, el Parlamento será bien liberal con la Corona. Ahí está la cuestión. Yo la expongo sin dar mi opinión, pues que los deberes de mi ministerio tienen, en política, cierta fidelidad a la Corona.
—Fuera de la cuestión política —replicó el joven, cuya pronunciación denunciaba a un provenzal—, no es menos cierto que la burguesía no ha comprendido su misión; así podemos ser procuradores generales, primeros presidentes y pares de Francia que viajan en ómnibus, jueces que viven de su sueldo, prefectos sin fortuna, ministros endeudados. La burguesía, al apoderarse de estos puestos, debía honrarlos como los honró en un tiempo la aristocracia, y en vez de ocuparlos para hacer fortuna —según han demostrado escandalosos procesos—, debían ocuparlos gastando en ellos sus rentas…
«¿Quién será este joven? —se preguntaba Oliverio Vinet escuchándole—. ¿Un pariente? Cardot debió acompañarme en mi primera visita.»
—¿Quién es ese señor? —preguntó Minard a Barbet—. Varias veces lo he visto aquí.
—Es un inquilino —respondió Metivier, dando las cartas.
—Un abogado —dijo Barbet en voz baja— que ocupa un pequeño apartamento en el tercero… ¡Oh!, no es gran cosa y no posee nada.
—¿Cómo se llama ese joven? —preguntó Oliverio Vinet a Thuillier.
—Teodosio de la Peyrade, y es abogado —respondió Thuillier al oído del sustituto.
En aquel momento las mujeres, tanto como los hombres, miraban a los dos jóvenes, y la señora Minard no pudo contenerse y dijo a Coleville:
—Es guapo ese joven.
—Yo hice su anagrama —respondió el padre de Celeste—, y sus nombres y apellidos: Carlos María Teodosio de la Peyrade, profetizan lo siguiente: ¡Eh!, el señor pagará, la dote, los patos y el carro…[1] Por lo tanto, mi querida mamá Minard, guardaos bien de darle vuestra hija.
—Hay quien encuentra a este hombre superior a mi hijo: ¿qué piensa usted?
—¡Oh!, en lo que a lo físico se refiere, una mujer tendría que balancear antes de escoger —dijo la señora de Coleville.
Entonces, contemplando aquel salón lleno de pequeños burgueses, el joven Vinet trató de obrar finamente exaltando a la burguesía y se mostró de acuerdo con el joven abogado provenzal, diciendo que las gentes honradas con la confianza del Gobierno debían imitar al rey, cuya magnificencia sobrepasaba en mucho a la de la antigua Corte, y que economizar el sueldo de un puesto era una tontería, por cierto imposible, sobre todo en París, donde la vida había triplicado de precio y donde el apartamento de un magistrado, por ejemplo, costaba mil escudos…
—Mi padre —dijo terminando— me da mil escudos por año, y con mi sueldo apenas puedo sostener mi rango.
Cuando el sustituto cabalgó por este camino pantanoso donde el provenzal lo había finamente llevado, el joven La Peyrade cambió con Dutocq una mirada que nadie notó.
—Y necesitan tantas plazas —dijo el escribano—, que se habla de crear dos justicias de paz por barrio, con el fin de tener doce escribanías más… Como si estuvieran autorizados para atentar contra nuestros derechos creando esas plazas, que se pagan a un precio exorbitante.
—Yo no he tenido aún el gusto de escucharle en la Audiencia —dijo el sustituto al señor De la Peyrade.
—Yo soy el abogado de los pobres y sólo pleiteo en la justicia de paz —respondió el provenzal.
Oyendo la teoría del joven magistrado sobre la necesidad de gastar las rentas, la señorita Thuillier había tomado un aire de ceremonia cuya significación era bien conocida del provenzal y de Dutocq. El joven Vinet salió con Minard y Julián el abogado, y el campo de batalla quedó, junto a la chimenea, para La Peyrade y Dutocq.
—La alta burguesía —dijo Dutocq a Thuillier— se conducirá como en otro tiempo la aristocracia. La nobleza quería hijas ricas para abonar sus tierras; nuestros advenedizos de hoy quieren dotes para tener recursos con que contar.
—Eso mismo me decía esta mañana el señor Thuillier —respondió atrevidamente el provenzal.
—El padre —continuó Dutocq— se casó con una señorita de Chargebouef y adoptó las opiniones de la nobleza; ahora necesitan dinero a toda costa, su mujer lleva un tren real.
—¡Oh! —dijo Thuillier, a quien la envidia de unos burgueses por otros despertaba—, quitadles sus puestos a esas gentes, y volverán adonde salieron…
Brigitte Thuillier tejía con un movimiento tan precipitado, que se diría impulsado al vapor.
—Le dejo la plaza, señor Dutocq —dijo la señora Minard, levantándose—. Tengo los pies fríos —agregó, acercándose al fuego, donde los oros de su turbante hicieron un efecto de fuegos artificiales bajo la luz de la Estrella que hacía vanos esfuerzos por iluminar el salón.
La señora Coleville examinaba al provenzal y le comparaba al joven Phellion, que charlaba con Celeste sin ocuparse de lo que pasaba alrededor de ellos. He aquí el momento de pintar al extraño personaje que debía representar un gran papel en la casa Thuillier y que merece verdaderamente la calificación de gran artista.
Existe en Provenza, particularmente en Aviñón, una raza de hombres, rubios o castaños, de tez suave y ojos casi tiernos, de pupila dulce, calma o lánguida, que vive ardiente y profundamente, como es bien corriente en los meridionales. Hagamos observar de una vez que, entre los corsos, los tipos sujetos a cóleras e irascibilidades peligrosas son a menudo rubios y de aparente tranquilidad. Esos hombres pálidos, robustos, de mirada un poco turbia y ojos verdes o azules, son lo peor en Provenza; y Carlos María Teodosio de la Peyrade era un bello ejemplar de esta especie, cuya constitución merece un cuidadoso examen de la ciencia médica y de la psicología filosófica. A veces se remueve en ellos una especie de bilis, de humor amargo, que les sube a la cabeza y los hace capaces de acciones feroces, en apariencia ejecutadas fríamente, que son el resultado de su ebriedad interior, incompatible con sus envolturas casi linfáticas y la tranquilidad de sus miradas benévolas.
El joven provenzal, nacido en los alrededores de Aviñón, era de mediana talla, bien proporcionado, casi robusto, de un color de piel indistinto, ni lívido, ni mate, ni coloreado, más bien gelatinoso: sólo esta palabra puede dar la idea de una piel lánguida e insípida bajo la cual se escondían nervios menos vigorosos que susceptibles de prodigiosa resistencia en ciertos casos. Los ojos, de un azul pálido y frío, tenían normalmente una especie de melancolía engañadora que, para las mujeres, debía de tener gran encanto. La frente, bien modelada, no exenta de nobleza, armonizaba con la cabellera fina, de color castaño claro, ligeramente rizado en los extremos. La nariz, exacta a la de un perro de caza, chata, hundida en la punta, curiosa, inteligente, indagadora, en lugar de la lógica expresión alegre, era irónica y burlona; pero estas dos fases del carácter no se mostraban nunca y era necesario que el joven dejara de observarse y entrase en furor para que salieran el sarcasmo y la ironía que multiplicaban sus bromas infernales. La boca, de agradable sinuosidad, de labios de un rojo granada, era el maravilloso instrumento de un órgano, casi suave en la media voz que Teodosio conservaba siempre y que, alta, vibraba en los oídos como el sonido de un gong. Este falsete era la voz de sus nervios y su cólera. Su cara ovalada carecía de expresión a causa de un íntimo deseo de que así fuese. Y en fin, sus gestos, de acuerdo con la calma sacerdotal de la cara, estaban llenos de reserva, de conveniencia, y sus maneras, sin llegar al embeleso, poseían una cierta seducción que no se explicaba cuando él no estaba presente. La simpatía, si tiene su manantial en el corazón, deja profundas huellas; si es un producto del arte, como la elocuencia, produce sólo triunfos pasajeros, y con ellos obtiene sus efectos. Pero en la vida privada, ¿cuántos filósofos hay capaces de diferenciar? Casi siempre, para emplear una expresión popular, el juego está ganado cuando las gentes vulgares comienzan a ver la trampa.
Todo en este joven de veintisiete años armonizaba con su carácter actual; obedecía a su vocación cultivando la filantropía, única expresión que explica al filántropo. Teodosio amaba al pueblo y separaba su amor del de la humanidad. Semejante a los horticultores que se entregan a las rosas, las dalias, los claveles o los geranios y no prestan ninguna atención a las especies no elegidas por su fantasía, este joven La Rochefoucauld-Liancourt pertenecía a los obreros, a los proletarios, a las miserias de los barrios Saint-Jacques y San Marcelo. Al hombre fuerte, al genio acorralado y a los pobres vergonzantes de la clase burguesa, él los separaba del seno de la caridad. En todos los maníacos el corazón es semejante a esas cajas con muchos compartimientos donde se guardan las especias; el suum cuique tribuere es su divisa y miden la dosis para cada deber. Hay filántropos que no se apiadan más que de los errores de los condenados. La vanidad es ciertamente la base de la filantropía; en el joven provenzal era cálculo, hipocresía liberal y democrática, representada con la perfección de que un actor no sería capaz. Él no atacaba a los ricos: se limitaba a no comprenderlos, los admitía; cada uno, decía, debe gozar de sus obras. Había sido ferviente discípulo de Saint-Simon; pero esta falta, afirmaba, había que atribuirla a su extrema juventud: la sociedad moderna no puede tener otra base que la herencia. Católico ferviente, iba todos los domingos a misa y ocultaba su piedad. Semejante a casi todos los filántropos, era de una economía sórdida y no daba a los pobres más que sus consejos, su tiempo, su elocuencia y el dinero que para ellos arrancaba a los ricos. La naturaleza había hecho un gran favor a Teodosio no dotándolo con esa fina y masculina belleza meridional que eran exigencias de imaginación en los otros y a las cuales es más que difícil para un hombre responder, mientras que a él le bastaba con poco para satisfacer; a su gusto le juzgaban hombre guapo o muy ordinario. Nunca, desde su admisión en la mansión Thuillier, había osado, como durante esta noche, elevar la voz y colocarse tan magistralmente como acababa de hacerlo con Oliverio Vinet. Pero quizá Teodosio de la Peyrade no estaba disgustado por haber ensayado salir de la sombra en que hasta entonces se mantuviera; además, era necesario desembarazarse del joven magistrado, como los Minard eliminaron antes al abogado Godeschal. Semejante a los espíritus superiores, pues que a él no le faltaba superioridad, el sustituto no descendió hasta la zona desde donde se distinguen los hilos de estas telas burguesas, y acababa de caer de cabeza, como una mosca, en la trampa casi invisible adonde Teodosio le había llevado, con una de esas astucias de las que no hubieran desconfiado gentes más hábiles que Oliverio.
Para acabar el retrato del abogado de los pobres será conveniente hacer la historia de su presentación en la casa de los Thuillier.
Teodosio había llegado a París hacia el fin del año 1837; licenciado en Derecho, preparó su graduación de abogado en París; pero circunstancias desconocidas, sobre las que guardaba silencio, le impidieron inscribirse en el cuadro de abogados de París y aún continuaba en calidad de abogado no colegiado. Pero una vez instalado en el pequeño apartamento del tercer piso, con los muebles rigurosamente necesarios a su noble profesión, exigidos por el Colegio de Abogados, que no admite un nuevo compañero si no posee un gabinete decente, una biblioteca y que verifica cosas y lugares, Teodosio de la Peyrade fue hecho abogado en la Corte real de París.
Todo el año 1838 lo empleó en operar este cambio en su situación, y llevó una vida absolutamente regular. Estudiaba por las mañanas en su casa, hasta la hora de comer; iba a veces a la Audiencia, a los procesos importantes. Entabló amistad con Dutocq, muy difícilmente, según éste, e hizo a varios pobres del barrio Saint-Jacques, recomendados por el escribano a su caridad, el favor de litigar por ellos en el Tribunal e hizo ocupar en sus asuntos a los abogados que, según los estatutos del Colegio, hacen por turno el servicio de los indigentes; y como no tomó para sí más que causas enteramente seguras, las ganó todas. Puesto en relación con algunos abogados, se dio a conocer al Tribunal por esos rasgos dignos de elogio, y estas causas determinaron su admisión, primero a la corporación de abogados no colegiados, luego su inscripción en el cuadro del Colegio.
Desde entonces, 1839, fue el abogado de los pobres en la justicia de Paz y continuó protegiendo a las gentes del pueblo. Los agradecidos de Teodosio exteriorizaban su agradecimiento y su admiración en las porterías, a pesar de las recomendaciones del joven abogado, y muchos de aquellos rasgos llegaban hasta los oídos de los propietarios. Así, durante este año, los Thuillier, encantados de tener en su casa un hombre tan honorable y caritativo, quisieron atraerle a su salón e interrogaron a Dutocq sobre él. El escribano habló como hablan los envidiosos y, sin dejar de hacer justicia al joven, dijo que era de notable avaricia, «pero puede que eso sea efecto de su pobreza», continuó.
—Yo tengo informes sobre él. Pertenece a la familia de La Peyrade, del condado de Aviñón; vino aquí en busca de un tío cuya fortuna pasaba por considerable, y no descubrió la casa hasta tres días después de su muerte; con los muebles se pagaron los gastos del entierro y las deudas. Un amigo del difunto dio cien luises al pobre joven, comprometiéndole a terminar su Derecho y seguir la carrera judicial; con esos cien luises se defendió durante tres años, viviendo como un monje; pero no pudiendo ver ni encontrar nunca a su protector desconocido, el pobre estudiante llegado a París en 1829 se encontró en 1833 en gran miseria. Entonces se dedicó a la política y a la literatura, y así combatió un tiempo contra la pobreza, sin esperar ayuda de su familia, pues que su padre, el hermano más joven del tío fallecido en la calle de los Gorriones, tiene once hijos que sostener allá en una finquita denominada Les Canquoëlles. Luego entró en un diario ministerial dirigido por el famoso Cerizet, tan célebre por las persecuciones que sufrió bajo la Restauración por su fidelidad a los liberales, y a quien las gentes de la nueva izquierda no perdonan el haberse hecho ministerial; y como hoy el poder no defiende a sus servidores más devotos —y ahí está para probarlo el affaire Pisquet—, los republicanos han terminado por arruinar a Cerizet. Y esto lo cuento para explicar por qué Cerizet es hoy copista de mi escribanía. Pues bien: en el tiempo en que florecía como director de un periódico inspirado por el Ministerio Perier contra la prensa incendiaria, como La Tribuna, etc., Cerizet, que es una buena persona, pero que gusta un poco más de la cuenta de las mujeres, la buena vida y los placeres, fue muy útil a Teodosio, su redactor político, y de no morir Casimiro Perier, La Peyrade hubiera sido nombrado sustituto del procurador general en París. De 1834 a 1835 volvió a caer en la miseria, a pesar de su talento, a causa del perjuicio que le ocasionó su colaboración en el diario ministerial. «Sin mis principios religiosos —me dijo él entonces—, me hubiera tirado al Sena.» En fin, parece ser que el amigo de su tío supo que se encontraba mal de nuevo y Teodosio recibió lo suficiente para hacerse abogado; pero él sigue ignorando el nombre y la dirección de su misterioso protector. Después de todo, en esas circunstancias, su economía es excusable, y se necesita un gran carácter para rehusar lo que le ofrecen los pobres diablos a quienes su devoción hace ganar pleitos. Es indigno ver que hay gentes que especulan con la imposibilidad en que se encuentran los pobres de adelantar los gastos de un proceso que se les entabla injustamente. ¡Oh!, él llegará; yo no me asombraré de ver a ese muchacho en una posición muy brillante; es tenaz, probo, valiente. Y, además, estudia, trabaja.
A pesar de la simpatía con que le acogieron, La Peyrade fue parco en sus visitas a los Thuillier. Cuando le riñeron por sus ausencias, vino más frecuentemente, y terminó por asistir los domingos y ser invitado a las cenas de invitados; llegó a ser tan íntimo, que si llegaba para hablar a Thuillier sobre las cuatro de la tarde, le obligaban sin ceremonias a merendar. La señorita Thuillier se decía:
—¡Así estamos seguros que come bien el pobre joven!
Un fenómeno social, que seguramente ha sido observado, mas no ha sido formulado —o publicado si queréis, y merece ser indicado— es el del retorno de las costumbres, el espíritu y las maneras de su primitiva condición, en algunas personas que, de su juventud a su vejez, se elevaron por encima de su originaria situación. Así, Thuillier, que volvió a ser, moralmente hablando, hijo de portero, hacía uso de bromas y chistes de su padre. En la superficie de su vida reaparecía al fin un poco del limo de los primeros días.
Cinco o seis veces por mes, cuando la sopa se le antojaba buena, decía como una frase enteramente nueva, al dejar la cuchara sobre el plato vacío: «¡Esto es preferible a un puntapié en las piernas!…». Oyendo tal broma la primera vez, Teodosio, que no la conocía, perdió su gravedad, y rio de tan buena gana que Thuillier, el bello Thuillier, sintió acariciada su vanidad como nunca. Luego, cuantas veces se repitió la broma, Teodosio la acogió con fina sonrisilla. Este ligero detalle explica por qué la mañana que precedió a la velada en que Teodosio sostuvo la discusión con el joven sustituto, el provenzal dijo a Thuillier, observando el efecto que hacían sus palabras:
—¡Usted es mucho más inteligente de lo que cree!
Y había recibido de él esta respuesta:
—En cualquier otra carrera, querido Teodosio, yo hubiese sido una gran cosa; pero la caída del emperador me cortó el camino.
—Aún es tiempo —respondió el abogado—. Y si no, dígame, ¿qué ha hecho ese saltimbanqui de Coleville para obtener la Cruz?
Con esto La Peyrade puso el dedo en la herida que Thuillier escondía hasta a su propia hermana y que el provenzal, interesado en el estudio de todos estos burgueses, adivinara: la secreta envidia que devoraba el corazón del ex subjefe.
—Si usted quiere hacerme el honor, usted tan experimentado, de guiarse por mis consejos y no hablar jamás de nuestro pacto, ni siquiera a su excelente hermana, a menos que yo consienta, me encargo de hacerle condecorar en medio de las aclamaciones de todo el barrio.
—¡Oh, si lo consiguiéramos! —había exclamado Thuillier—, usted no se imagina cuánto se lo agradecería…
Esta conversación explica por qué Thuillier rebosó de suficiencia cuando Teodosio osó opinar en su nombre.
En las artes —y tal vez Molière colocó la hipocresía en el rango de las artes, al clasificar a Tartufo para siempre entre los comediantes— hay un punto de perfección después del cual viene el talento y al cual llega sólo el genio. Es tan pequeña la diferencia entre la obra del genio y la obra del talento, que sólo los hombres del genio son capaces de apreciar la distancia que separa, por ejemplo, a Rafael del Correggio, a Tiziano de Rubens. Más aún: el hombre vulgar se engaña. La marca del genio es una cierta apariencia de facilidad. Su obra debe parecer ordinaria, en una palabra, al primer aspecto, a fuerza de ser siempre natural, aun en los sujetos más elevados.
Muchas son las campesinas que cargan a sus hijos como la famosa, Madona de Dresden carga el suyo. Pues bien: el colmo del arte en un hombre del valor de Teodosio es hacer que digan de él más tarde: «¡A cualquiera hubiera engañado!». Pero en el salón Thuillier él veía la oposición y adivinaba en Coleville el espíritu claro y crítico del artista fracasado. El abogado no ignoraba ser antipático a Coleville quien, por circunstancias inútiles de explicar, creía firmemente en la ciencia de los anagramas. Ninguno de los suyos había fallado. Mucho se burlaron de él en las oficinas cuando al pedirle el anagrama del pobre Augusto Juan Francisco Minard, encontró éste: Yo hice mi gran fortuna y, sin embargo, los hechos lo justificaban a diez años de distancia. Y el anagrama de Teodosio era fatal. El de su mujer lo hacía temblar y nunca lo había dicho. Flavia Minoret Coleville daba: La vieja C…, nombre marchito, vuela.
Varias veces Teodosio intentó hacer amistad con el jovial secretario de la Alcaldía, y siempre encontraba una frialdad poco natural en un hombre de ordinario muy comunicativo. El juego terminado, Coleville arrastró a Thuillier a un rincón y le dijo:
—Tú dejas tomar demasiados vuelos en tu casa a ese abogado; hoy ha sido él quien ha llevado la conversación.
—Gracias, mi amigo; hombre advertido vale por dos —respondió Thuillier, riéndose interiormente de Coleville.
Teodosio, que en aquel momento charlaba con la señora Coleville y observaba a los dos amigos, adivinó, con esa presciencia que usan las mujeres para saber cuándo y cómo hablan de ellas, que Coleville trataba de perjudicarle en el espíritu débil y simple de Thuillier.
—Señora —dijo al oído de la devota—, creedme que si hay alguien aquí capaz de apreciaros, ese soy yo. Usted es una perla caída en medio de este fango; sus cuarenta y dos años —una mujer no tiene nunca más edad que la que representa— valen más que los treinta de muchas que no pueden comparárseos y desearían tener vuestro talle y esa sublime cara por donde el amor pasó sin satisfaceros nunca. Usted se ha entregado a Dios, lo sé, y soy lo bastante piadoso para intentar ser otra cosa que vuestro amigo; pero usted se ha entregado a él por no haber encontrado a nadie digno de mereceros. Y yo he adivinado que si habéis sido amada, no os habéis nunca sentido adorada… Pero ¿por qué su marido no ha sabido haceros una posición en armonía con vuestro valor? Él me odia, como si pensase que estoy enamorado de usted y me impide decirle lo que yo creo haber encontrado para colocaros en la esfera a que estáis destinada… No, señora —continuó en alta voz, levantándose—, no es el abate Gondrín quien predicará este año por cuaresma en nuestra pobre iglesia de Saint-Jacques du Haut-Pas; es el señor d’Estival, compatriota mío, quien se ha dedicado a predicar en favor de las clases pobres. Usted oirá a uno de los predicadores de más unción que conozco; un sacerdote de exterior poco agradable, pero en cambio, ¡qué alma!…
—Mis deseos serán, pues, cumplidos —dijo la pobre señora Coleville—; ¡yo no he podido comprender nunca a los predicadores famosos!
Una sonrisa se paseó por los labios secos de la señorita Thuillier.
—Es que se ocupan demasiado de demostraciones teológicas; hace mucho tiempo que soy de esa opinión —dijo Teodosio—; pero yo no hablo nunca de religión y, si la señora de Coleville…
—¿Es que en Teología hay demostraciones? —preguntó ingenuamente y a quemarropa el profesor de matemáticas.
—Yo no creo —continuó Teodosio, mirando a Félix Phellion— que usted haga esta pregunta seriamente.
—Mi hijo —atacó el viejo Phellion en socorro de su hijo y al ver una expresión dolorosa en la cara de la señora Thuillier—, mi hijo separa la religión en dos categorías: él la considera desde un punto de vista humano y desde un punto de vista divino: la tradición y el razonamiento.
—¡Qué herejía, señor! —respondió Teodosio—; la religión es una y quiere la fe ante todo.
El viejo Phellion, clavado por esta frase, miró a su mujer.
—Yo creo que ya es hora, amiga mía…
Y le mostró el reloj.
—¡Oh, Félix! —murmuró Celeste al oído del cándido matemático—, ¡por qué no ha de ser usted sabio y piadoso como Pascal y Bossuet!
Los Phellion, al retirarse en masa, arrastraron a los Coleville; al poco tiempo sólo quedaban Dutocq, Teodosio y los Thuillier.
Los elogios dirigidos por Teodosio a Flavia tienen el carácter del lugar común; pero hay que notar que el abogado se mantenía a la altura de estos espíritus vulgares: navegaba en sus aguas, les hablaba su idioma. Su pintor era Pierre Grasson y no Joseph Bridau; su libro, Pablo y Virginia. El más grande poeta actual era Casimir Delavigne; a sus ojos, la misión del arte era, ante todo, la utilidad. Parmentier, el autor de la patata, valía treinta rafaeles; el hombre de la capa azul le parecía una hermana de la caridad. Estas expresiones de Thuillier él las repetía a veces.
—Ese joven Félix Phellion es en todo el universitario de nuestro tiempo, el producto de una ciencia que ha echado a Dios a un lado. ¡Dios mío! ¿Dónde vamos? Sólo la religión puede salvar a Francia, pues sólo el temor al infierno nos preserva del robo doméstico, perpetrado en todo momento en el seno de la familia y que corroe las más potentes fortunas. Ustedes tienen todos una guerra en el seno de la familia.
Tras esta hábil tirada, que hizo viva impresión a Brigitte, La Peyrade salió seguido de Dutocq, después de haber deseado las buenas noches a los tres Thuillier.
—¡Ese joven está lleno de cualidades! —dijo sentenciosamente Thuillier.
—Sí, lo creo —respondió Brigitte, apagando las lámparas.
—Tiene religión —agregó la señora Thuillier, retirándose la primera.
—Señor —decía Phellion a Coleville, después de asegurarse que estaban solos en la calle—, es costumbre en mí someter mis opiniones a los demás; pero en esta ocasión nadie me convencería de que ese joven abogado no está haciendo de ama de casa de nuestros amigos los Thuillier.
—Mi opinión —continuó Coleville, que caminaba junto a Phellion, detrás de su mujer, de Celeste y de la señora Phellion— es que es un jesuita, y a mí no me gustan esas gentes… El mejor no vale nada. Para mí el jesuita es la perfidia por la perfidia; ellos son pérfidos por el placer de ser pérfidos y, como se dice, para ocuparse en algo. Ésa es mi opinión, yo no me ando con rodeos…
—Yo le comprendo —respondió Phellion.
—No, señor Phellion —interrumpió Flavia—; usted no comprende a Coleville, pero yo sé bien lo que quiere decir, y él hará bien en callarse… Esas cosas no se hablan en la calle, a las once de la noche y delante de una joven.
—Tienes razón, mujer —aprobó Coleville.
Al llegar a la calle de las Dos Iglesias, por donde subía Phellion, se despidieron, y Félix Phellion dijo a Coleville:
—Señor Coleville, su hijo Francisco podría entrar en la Escuela Politécnica si se le empujase fuerte; yo le ofrezco prepararlo para los exámenes de ingreso de este año.
—Gracias, amigo, ya veremos. ¡Y esto no es rehusar! —respondió Coleville.
—¡Muy bien! —opinó Phellion padre.
—No está mal —exclamó la madre.
—Pero ¿qué piensan ustedes? —preguntó Félix.
—Pues que haces la corte a los padres de Celeste.
—¡Que no solucione mi problema si yo pensaba en eso! —exclamó el joven profesor—; he descubierto, charlando con los pequeños Coleville, que Francisco tiene vocación por las matemáticas, y he creído mi deber decírselo a su padre…
—¡Bien, hijo mío! —repitió Phellion—; yo no te quisiera de otro modo. Mis deseos se han cumplido: tengo en mi hijo la probidad, el honor y las virtudes ciudadanas y privadas que yo le deseaba.
La señora Coleville, cuando Celeste se hubo acostado, dijo a su marido:
—Coleville, no opines tan duramente sobre las gentes sin conocerlas a fondo. Cuando tú dices jesuitas yo sé que piensas en los sacerdotes, y me harás el favor de guardarte tus opiniones sobre religión, siempre que esté tu hija delante. Nosotros somos dueños de sacrificar nuestras almas, pero no las de nuestros hijos. ¿Querrías tú por hija a una criatura sin religión?… Hoy, querido, estamos a merced de todos, tenemos cuatro hijos que mantener; ¿puedes tú asegurar que un día no necesitarás de este o del otro? No te hagas enemigos; tú no los tienes, eres bueno, y es gracias a esta cualidad, que en ti va hasta el encanto, como hemos podido vivir bastante bien…
—¡Basta, basta! —dijo Coleville, que tiraba su chaqueta en un sillón y se quitaba la corbata—; estoy equivocado; tú tienes razón, mi bella Flavia.
—Y en la primera ocasión, queridito mío —agregó la astuta mujer acariciando a su marido las mejillas—, tratarás de ser cortés con el abogadito; es un perillán al que necesitamos de nuestro lado. ¿Que está representando una comedia?… Pues bien, represéntala con él; déjate engañar, y si tiene talento y porvenir, es tu amigo. ¿Crees que tengo ganas de verte para siempre en la Alcaldía?
—Venga usted, señora Coleville —dijo riendo el antiguo clarinete de la Ópera Cómica, palmotándose las rodillas para indicar a su mujer dónde debía sentarse—, calentémonos los pies y hablemos… Cuando te miro, más y más me convenzo de que la juventud de las mujeres está en su talle…
—Y en su corazón…
—En uno y otro —continuó Coleville—; el talle ligero y el corazón pesado…
—¡No, animalito!… profundo.
—¡Lo que tú tienes más bello es el haber conservado tu blancura y no haber engordado!… Mira, ¿ves?…, tienes pequeñitos los huesos… De veras, Flavia; de tener que comenzar otra vez la vida, no quisiera otra mujer que tú.
—Tú sabes que siempre te he preferido a los demás… ¡Qué desgracia que monseñor haya muerto! ¿Sabes lo que quisiera para ti?
—No.
—Un puesto en la Alcaldía de París, una plaza de doce mil francos, algo así como cajero en la caja municipal o en la de Poissy.
—Todo eso me gusta.
—Pues bien, si ese monstruo de abogado pudiese; es intrigante: manejémosle… Yo le sondearé… Déjame hacer… y, sobre todo, no estorbes su juego con los Thuillier…
Teodosio había tocado el punto doloroso del corazón de Flavia Coleville, y esto merece una explicación, que tal vez tendrá el valor de una mirada sintética sobre la vida de las mujeres.
A los cuarenta años, la mujer, y sobre todo la que ha probado la manzana envenenada de la pasión, siente un miedo solemne; es entonces cuando se da cuenta de que hay dos muertes para ella: la muerte del cuerpo y la muerte del corazón. Dividiendo a las mujeres en dos grandes categorías, según las ideas más vulgares, esto es, en virtuosas o ligeras, se puede decir que, a partir de esa edad temible, experimentan un dolor vivo. Virtuosas y equivocadas en los deseos de sus naturalezas, sea que se hayan sometido, sea que hayan enterrado sus protestas en el corazón o al pie del altar, al llegar a esta edad no pueden pensar sin terror que todo ha terminado para ellas. Este pensamiento tiene tan extrañas y diabólicas profundidades, que en él puede encontrarse la razón de algunas de esas apostasías que a veces espantan y sorprenden al mundo. Culpables, se encuentran entonces en esas situaciones vertiginosas que se traducen a menudo en locura, o terminan con la muerte o en pasiones tan grandes como la misma situación. He aquí el sentido dilemático de la crisis: o bien han conocido la felicidad, se han hecho una vida voluptuosa y ya sólo pueden respirar este aire cargado de inciensos, y moverse en esa atmósfera florida, donde las adulaciones son caricias y, ¿cómo renunciar a esto?, o bien, fenómeno más extravagante que raro, no han encontrado más que placeres fatigantes buscando una felicidad que les huía, sostenidas en tan ardiente caza por las irritantes satisfacciones de la vanidad, obstinándose en ese juego como un jugador con su martingala, pues que para ellas esos últimos días de belleza son la última ficha para la desesperación.
Esta frase de Teodosio, acompañada de una mirada que leía, no en el corazón, sino en la vida, era la respuesta a un enigma, y Flavia se sentía adivinada.
El abogado había repetido unas cuantas ideas que la literatura ha hecho vulgares; pero ¿qué importa de qué fábrica y especie es el látigo cuando golpea en el lugar sensible del caballo de raza? La poesía estaba en Flavia y no en la oda, semejante al ruido que no es la avalancha, aunque la determina.
Un joven oficial, dos fatuos, un banquero, un jovenzuelo torpe y el pobre Coleville eran bien tristes ensayos. Una sola vez en su vida había alcanzado la felicidad sin saberlo; luego la muerte se apresuró a romper la única pasión donde Flavia encontrara encantos. La voz de la religión le decía desde dos años antes que la Iglesia y la sociedad no hablan de felicidad, de amor, sino de deberes y resignación, que para esas dos grandes potencias la felicidad está en la satisfacción del deber cumplido y que la recompensa no es de este mundo. Pero ella oía dentro de sí misma otra voz distinta, y como su religión era una máscara necesaria y no una conversión, no se despojaba de ella, y la devoción, fingida o verdadera, era una manera de ser, apropiada a su porvenir. Por ello continuaba en la Iglesia, como en el claro de un bosque, sentada en un banco, leyendo las señales de ruta y esperando un azar mientras llegaba la gran noche.
Eso fue lo que excitó su curiosidad hacia Teodosio al oírle formular su situación íntima, sin aprovecharse, simplemente exponiéndole la parte interior de su vida, prometiéndole la realización de un sueño siete u ocho veces derrumbado.
Desde el comienzo del invierno ella se sabía calladamente examinada a fondo, estudiada por Teodosio. Más de una vez había vestido con sus ropas de muaré gris, con sus encajes negros, y había ostentado su peinado con flores y encajes para mostrarse más hermosa, y los hombres saben siempre cuándo un tocado se hace para ellos. El atroz bello del Imperio la asesinaba con bajos cumplidos, ella era la reina del salón; pero el provenzal decía mil veces más con una sola mirada.
Flavia esperaba una declaración de domingo en domingo, y se decía:
«Él sabe que estoy arruinada y es pobre; tal vez sea realmente piadoso».
Teodosio no quería apurar nada y, semejante a un músico hábil, había marcado la parte de su sinfonía en que debía dar el golpe de timbal. Cuando se vio perjudicado por Coleville, lanzó su red, hábilmente preparada desde tres o cuatro meses antes, empleados en estudiar a Flavia, y triunfó, como por la mañana triunfara con Thuillier.
Mientras se acostaba, pensaba:
—La mujer está por mí; el marido no me soporta; en este momento riñen y yo seré el más fuerte, pues ella hace lo que quiere de su marido.
El provenzal se equivocaba en este punto, pues no había tenido lugar la menor discusión, y Coleville dormía junto a su Flavia mientras ella pensaba:
—Teodosio es un hombre superior.
Muchos son los hombres que, al igual que La Peyrade, sacan su superioridad de lo audaz o lo difícil de una empresa; las fuerzas empleadas hacen creer en la robustez de sus músculos; luego, obtenido el éxito o tras la derrota, las gentes se asombran de encontrarlos mezquinos o gastados. Después de sembrar en el espíritu de las dos personas de quienes dependía la suerte de Celeste una curiosidad que debía hacerse febril, Teodosio se hizo el hombre ocupado: durante cuatro o cinco días salió de la mañana a la noche, para no encontrarse con Flavia hasta el momento en que el deseo llega al punto en que salta sobre las conveniencias, y para obligar al viejo bello a venir a su casa.
El domingo siguiente estuvo casi seguro de encontrar a la señora Coleville en la iglesia, y, en efecto, ambos salieron al mismo tiempo, encontrándose en la calle de Dos Iglesias. Teodosio ofreció el brazo a Flavia, y ésta aceptó, dejando a su hija caminar delante con su hermano Teodoro. Éste, su último hijo, destinado al seminario, contaba entonces doce años y recibía la instrucción elemental en la institución Barniol, donde, naturalmente, el cuñado de Phellion había rebajado el precio de la media pensión, en perspectiva de la esperada alianza entre el profesor Phellion y Celeste.
—¿Me ha hecho usted el honor de pensar en lo que le dije el otro día? —preguntó, en tono zalamero, el abogado a la bella devota, oprimiéndole el brazo contra su corazón con un movimiento a la vez dulce y fuerte, conteniéndose para aparentar ser respetuoso a disgusto—. No se equivoque sobre mis intenciones —continuó, recibiendo de la señora Coleville una de esas miradas que las mujeres habituadas a la pasión saben hallar, y cuya expresión conviene tanto a una severa reprimenda como a una confesión de sentimientos—. Yo la amo como se ama a un hermoso temperamento prisionero de la desgracia; la caridad cristiana alcanza tanto a los fuertes como a los débiles, y su tesoro pertenece a todos. Fina, graciosa, elegante, como usted es; hecha para adorno del más alto mundo, ¿qué hombre puede veros sin sentir en su corazón una inmensa compasión, rodando entre esos odiosos burgueses que ignoran todo de usted y ni siquiera comprenden el valor aristocrático de uno de sus gestos o de una mirada, de una de sus coquetas inflexiones de voz? ¡Ah, si yo fuese rico…, si yo tuviese poder, su marido, que evidentemente es un buen diablo, sería jefe de contribuciones, y usted le haría nombrar diputado! Pero yo, pobre ambicioso, cuyo primer deber es callar mi ambición, viéndome en el fondo de un saco, como el último número de una lotería de familia, no puedo ofreceros más que mi brazo, cuando quisiera ofreceros mi corazón. Todo lo espero de un buen matrimonio y, creedme, que no solamente haré a mi mujer feliz, sino que haré de ella una de las primeras del Estado, recibiendo de ella los medios para llegar… Hace un hermoso tiempo, ¿por qué no viene a dar un paseo al Luxemburgo? —agregó cuando llegaban a la calle del Infierno, junto a la casa de la señora Coleville, frente a la cual hay un pasaje que conduce al jardín por la escalera de un pequeño edificio, último resto del famoso convento de los Cartujos.
La languidez del brazo que sostenía le indicó el tácito consentimiento de Flavia, y como ella merecía el honor de una especie de violencia, la condujo con energía, agregando:
—¡Venid, no siempre tendremos tan buena ocasión! ¡Oh! —continuó—, su marido nos observa, está en la ventana; caminemos despacio…
—No temáis nada de Coleville —dijo Flavia, sonriendo—; yo soy completamente dueña de mis actos.
—¡He aquí la mujer que yo he soñado! —exclamó el provenzal, con ese éxtasis y ese acento de que sólo son capaces almas y labios meridionales—. ¡Perdón, señora! —dijo, moderándose y volviendo de un mundo superior al ángel exilado, a quien miró piadosamente—. ¡Perdón!; vuelvo a lo que decía… ¡Cómo no ser sensible a los dolores que uno sufre, viéndolos en un ser a quien la vida sólo debiera traer alegría y felicidad! Vuestros sufrimientos son los míos, y yo no estoy en mi lugar, como usted no está en el suyo; la desdicha nos ha hecho hermanos. ¡Ah, querida Flavia! El primer día que tuve la suerte de verla fue el último domingo de septiembre de 1838… ¡Qué hermosa estaba! Yo la veré siempre con aquel vestido de muselina de lana, con los colores de un tartán de yo no sé qué clan de Escocia. Aquel día yo me dije: ¿Por qué esta mujer está en el salón de los Thuillier? Y, sobre todo, ¿por qué ha tenido relaciones con un Thuillier?…
—¡Caballero! —dijo Flavia, temerosa del giro que el provenzal daba a la conversación.
—Yo lo sé todo —exclamó él, acompañando esta frase de un movimiento de hombros—, y me lo explico todo…, y no la estimo menos por eso. Nunca será ése el pecado de una fea o de una jorobada… ¡Usted tiene que recoger el fruto de su falta, y yo la ayudaré! Celeste será muy rica, y ahí está para usted todo el porvenir; usted no puede tener más que un yerno si tiene el talento de escogerle bien. Un ambicioso será ministro, un insignificante os humillará y hará a vuestra hija desgraciada, y caso de perder la fortuna, no sabrá recuperarla. Pues bien, yo os amo, y os amo con un afecto sin límites; usted está por encima de una multitud de pequeñas consideraciones de que se preocupan los tontos. Entendámonos…
Flavia estaba asombrada, pero no pudo menos de ser sensible a la excesiva franqueza de tal lenguaje, y pensaba: «¡Éste no anda con secretitos!». Al mismo tiempo que se confesaba no haber estado nunca tan emocionada y agitada como lo estaba en aquel momento.
—Caballero, yo no sé quién puede haberle inducido en error sobre mi vida, y con qué derecho usted…
—¡Ah, perdón, señora! —replicó él, con una frialdad llena de desprecio—. He soñado. Yo había pensado: «¡Ella es todo eso!», donde no hay más que apariencias. Ahora sé por qué usted estará para siempre en el cuarto piso de la calle del Infierno.
Y Teodosio comentó su frase con un gesto enérgico, señalando a las ventanas del apartamento de los Coleville, que se veían desde la gran calle de árboles del Luxemburgo, donde se paseaban solos, en ese inmenso campo por donde han desfilado tantas jóvenes ambiciosas.
—He sido franco y esperaba la reciprocidad. Yo he tenido días sin pan, señora; he sabido vivir, terminar mi Derecho, obtener el grado de licenciado en París con dos mil francos por todo capital, habiendo entrado un día por la puerta de Italia con quinientos francos en el bolsillo, jurándome, como uno de mis compatriotas, ser un día uno de los primeros hombres de mi país… Y el hombre que tantas veces recogió su alimento en los cestos donde los fondistas vacían las sobras que han de tirar a sus puertas a las seis de la mañana…, este hombre no retrocederá delante de ningún medio… confesable. ¿Me cree usted el amigo del pueblo? —continuó, sonriendo—. Es que el renombre necesita un heraldo, porque no se hace oír hablando entre dientes…; y sin renombre, ¿de qué sirve el talento? El abogado de los pobres será el de los ricos. ¿Es bastante ya lo que me he abierto el pecho? Abridme vuestro corazón… Decidme: «Seamos amigos», y seremos todos felices un día…
—¡Dios, mío!, ¿por qué vine aquí? ¿Por qué le he dado el brazo? —exclamó Flavia.
—¡Porque está en su destino! —respondió él—. ¿Es que —agregó, apretándole el brazo sobre su corazón—, mi querida y bien amada Flavia, esperaba usted de mí vulgaridades?… Somos hermana y hermano…; eso es todo.
Y caminó hacia el pasaje para volver a la calle del Infierno.
Flavia experimentaba cierto terror en el fondo de la alegría que causa a las mujeres una emoción violenta, y creyó ser este temor el miedo que ocasiona una nueva pasión; pero se sentía encantada y caminaba guardando un profundo silencio.
—¿En qué piensa usted? —le preguntó Teodosio.
—En todo lo que usted acaba de decirme —respondió ella.
—Pero si a nuestra edad se suprimen los preliminares; ya no somos niños, y ambos estamos en una esfera donde uno debe entenderse. En fin, usted lo sabe —agregó al llegar a la calle del Infierno—. ¡A sus pies!
Y saludó profundamente.
«¡Los hierros están al fuego!», se dijo, siguiendo con la mirada a esta presa aturdida.
Al regresar a su casa, Teodosio encontró en el descanso de la escalera a un personaje, en cierto modo submarino, de esta historia, que se encuentra en ella como la iglesia enterrada bajo la fachada de un palacio. La vista de este hombre, que sin duda acababa de llamar a su puerta sin encontrarle y llamaba en la de Dutocq, hizo estremecer al abogado provenzal, pero en sí mismo, sin que nada traicionase en el exterior esta emoción profunda. Este hombre era el Cerizet, de quien Dutocq hablara como de su copista en el salón de los Thuillier.
Cerizet, que sólo tenía treinta y nueve años, representaba cincuenta; tanto le habían envejecido todo lo que puede envejecer a los hombres. Su cabeza, calva, mostraba un cráneo amarillento, mal cubierto por una peluca descolorida; su cara, pálida, desmesuradamente arrugada, aparecía tanto más horrible cuanto que tenía la nariz roída, pero no lo suficiente para poder reemplazarla con una falsa nariz: de la punta a la frente era tal cual la naturaleza la había hecho; la enfermedad había comido las aletas y dejado dos huecos de forma rara, que viciaban la pronunciación y le estorbaban para hablar. Los ojos, en un tiempo azules, pero debilitados por todo género de miserias y por las noches en vela, eran rojos en los bordes y presentaban profundas alteraciones, y la mirada, cuando el alma enviaba a ella una expresión de malicia, hubiera espantado a jueces o criminales, en fin, a esos que no se espantan de nada.
La boca, donde sólo se veían algunos dientes negros, era amenazadora a veces; aparecía en ella una saliva espumosa y rara, que no pasaba de los labios, pálidos y delgados. Cerizet, pequeño de estatura, más bien disecado que seco, trataba de remediar las desgracias de su fisonomía con sus ropas, y si no era opulento, se mantenía en un estado de limpieza que hacía resaltar más su miseria. Todo en él era dudoso; todo semejaba a su edad, a su nariz, a su mirada: tanto podía tener treinta y nueve años como sesenta; era imposible saber si su pantalón azul, desteñido, pero bien ajustado, estaría pronto de moda o si pertenecía a la del año 1835. Sus botas, cuidadosamente embetunadas, arregladas por tercera vez, finas en un tiempo, habían quizá pisado alfombras ministeriales. La levita, de galones lavados por los aguaceros, testimoniaba una elegancia desaparecida. El cuello-corbata, de satén, ocultaba la camisa, pero detrás se veía deshilachada por el uso, y el satén brillaba por efecto de una especie de aceite destilado por la peluca en los tiempos de su juventud; el chaleco no era viejo, pero era uno de esos chalecos de cuatro francos, procedentes de las profundidades del escaparate de una tienda de ropa hecha. Todo estaba cuidadosamente cepillado, como el sombrero, de seda brillante y abollado. Todo se armonizaba y hacía aceptar los guantes negros que ocultaban las manos de este empleado subalterno, cuya vida anterior hela aquí en un solo párrafo.
Cerizet era un artista del mal, a quien en su presentación el mal había dado resultado, y quien, engañado por los primeros éxitos, continuaba urdiendo infamias con aspecto legal. Hecho jefe de una imprenta por traicionar a su amo, había sufrido varias condenas como gerente de un diario liberal, y en provincias, bajo la Restauración, se hizo una de las bestias negras del Gobierno real el infortunado Cerizet, como el infortunado Chauvet, como el heroico Mercier. A esta reputación de patriotismo debió una plaza de subprefecto en 1830; seis meses después fue destituido, pero él pretendía que le habían juzgado sin oírle, y gritó tanto que, bajo el ministerio de Casimiro Perier, fue hecho gerente de un diario contrarrepublicano pagado por el ministerio. De ahí salió para dedicarse a negocios, entre los cuales se encuentra uno que le hizo ser condenado por la Policía de París. Aceptó su condena, achacándola a una venganza urdida por el partido republicano que, decía, no le perdonaba haberle dado rudos golpes en su periódico. Luego estuvo un tiempo en una casa de salud. El poder se avergonzó de un hombre salido del hospicio y cuyas costumbres, casi crapulosas, cuyos vergonzosos negocios, hechos en sociedad con un antiguo banquero apellidado Claparon, le llevaron a una bien merecida desconsideración. Así, Cerizet, caído de escalón en escalón hasta el más bajo grado de la escala social necesitó un último resto de piedad para obtener la plaza de copista en la escribanía de Dutocq. En el fondo de su miseria este hombre soñaba con un desquite, y no quedándole ya nada que perder admitía todos los medios. Dutocq y él se encontraron unidos por sus costumbres depravadas. Cerizet era para Dutocq en el barrio lo que el perro es para el cazador. Cerizet, conocedor de las necesidades de los miserables, hacía esa usura del arroyo que se llama el préstamo a la semana; compartía con Dutocq, y este antiguo pilluelo de París, hecho el banquero de los verduleros, era el insecto devorador de los barrios.
—Bien —dijo Cerizet al ver a Dutocq que abría la puerta—, pues que Teodosio está de regreso, vayamos a su apartamento.
Y el abogado de los pobres dejó pasar a estos dos hombres delante de él.
Atravesaron una pequeña antecámara embaldosada en rojo, donde la luz relucía, pasando al través de cortinas de percal, y permitía ver una modesta mesa redonda de nogal, sillas de nogal y un aparador también de nogal, sobre el que había una lámpara. De esta antecámara se pasaba a un pequeño salón, amueblado de caoba y terciopelo de Utrecht; la pared fronteriza a las ventanas la ocupaba una biblioteca llena de libros de jurisprudencia. La chimenea estaba adornada con objetos vulgares: un reloj de cuatro columnas en madera de caoba y varios candelabros. El gabinete, donde fueron a sentarse los tres amigos ante un fuego de carbón, era el gabinete del abogado que comienza: una mesa, el sillón de brazos, cortinas de seda verde en las ventanas, un tapiz verde, un archivero y una meridiana, por encima de la cual, en la pared, se veía un crucifijo de marfil sobre fondo de terciopelo. Evidentemente, la habitación de dormir y la cocina daban al patio.
—Y bien —preguntó Cerizet—, ¿cómo van las cosas? ¿Caminamos?
—Claro que sí —respondió Teodosio.
—Confesad que he tenido —exclamó Dutocq— una famosa idea al imaginar el modo de hacernos dueños de este imbécil de Thuillier…
—Sí; pero yo no me he quedado atrás —interrumpió Cerizet—. Yo vengo esta mañana a daros las cuerdas para esposar a la solterona y moverla como a un títere… ¡No nos engañemos! La señorita Thuillier es el todo de este negocio; tenerla de su parte es tener la ciudad conquistada… Hablemos poco, pero bien, como se debe hablar entre gentes fuertes. Mi antiguo asociado, Claparon, como ustedes saben, es un imbécil, y debe continuar siendo toda su vida lo que ha sido siempre, un maniquí. Ahora bien: él sirve en este momento de testaferro a un notario de París, asociado con unos empresarios de construcción que, notario y empresarios, están en quiebra. Y ahora es Claparon quien lo paga: él no había quebrado nunca, pero a todo se comienza, y en este momento está escondido en mi covacha, en la calle de las Gallinas, donde jamás le encontrarán. Mi Claparon rabia, está sin dinero y tiene, entre las cinco o seis casas que van a venderse, una joya de casa, bien construida, toda en piedra tallada, emplazada en los alrededores de la Magdalena, con una fachada bordada de esculturas preciosas; pero que, por no estar terminada, será vendida, todo lo más, por cien mil francos; gastando unos veinticinco mil más se tendrá unos cuarenta mil de renta dentro de dos años. Haciendo un servicio de ese género a la señorita Thuillier, uno se hará su preferido, y se le dará a entender que todos los años pueden encontrarse ocasiones semejantes. Para apoderarse de los vanidosos basta halagar su amor propio o amenazarles; para apoderarse de los avaros hay que atacar a su bolsa o llenársela. Y como, después de todo, trabajar para los Thuillier es trabajar para nosotros, es necesario aprovechar este golpe.
—Y el notario, ¿por qué deja escapar eso? —preguntó Dutocq.
—¡Pero, Dutocq, si es el notario quien nos salva! Obligado a vender su notaría, arruinada por cierto, él se reserva esta parte de los restos del pastel. Creyendo en la probidad del imbécil Claparon, le ha encargado de encontrarle un comprador nominal, pues necesita tanta confianza como prudencia. Nosotros le dejaremos creer que la señorita Thuillier es una honesta mujer que presta su nombre al pobre Claparon, y caerán en la trampa el notario y Claparon. Esta jugarreta la merece por cierto mi amigo Claparon, que me dejó cargar con toda la culpa en el asunto de mi condena, donde Conture nos engañó a ambos, y, en la piel de quien yo no os quisiera ver —dijo mientras brillaba en sus ojos marchitos un relámpago de odio infernal—. ¡He dicho, señores míos! —agregó, alzando la voz, que pasó plenamente por las fosas nasales, y tomando una actitud dramática, resto de un momento de excesiva miseria en que se había hecho actor.
El profundo silencio con que fue acogido este último párrafo permitió oír el ruido del llamador, y Teodosio corrió a la puerta.
—¿Continuáis contento de él? —preguntó Cerizet a Dutocq—. Yo le encuentro un aire…, en fin, que soy experto en traiciones.
—Está de tal modo entre nuestras manos, que no vale la pena vigilarle; aquí, entre nosotros, yo no le creía tan fuerte como es… ¡Creíamos meter un alazán entre las piernas de un hombre que no sabía montar a caballo, y el bribón nos resulta un antiguo jockey! Eso es todo.
—¡Que tenga cuidado! —dijo sordamente Cerizet—; yo puedo soplar contra él como contra un castillo de naipes. En cuanto a usted, papá Dutocq, usted puede ver la obra y observarlo en todo momento: ¡vigílelo! Además, tengo el medio de probarlo, haciendo que Claparon le proponga desembarazarse de nosotros, y así le juzgaríamos.
—Está bien eso —dijo Dutocq—; tú no te duermes.
—¡Es que somos del mismo paño! —respondió Cerizet.
Estas palabras fueron dichas en voz baja mientras Teodosio fue a la puerta y volvió. Cerizet examinaba el gabinete cuando el abogado entró.
—Es Thuillier. Esperaba su visita; está en el salón, y es mejor que no vea la levita de Cerizet —agregó, sonriendo—; esos galones le inquietarían.
—¡Bah! Tú recibes pobres diablos, eso está en tu papel… ¿Necesitas dinero? —agregó, sacando cien francos de un bolsillo del pantalón—. Toma, toma, esto no te vendrá mal.
Y los depositó sobre la chimenea.
—Además —dijo Dutocq—, podemos salir por la habitación.
—Adiós, entonces —respondió el provenzal, abriéndoles la puerta que comunicaba con la habitación—. ¡Entre, mi querido Thuillier! —gritó al bello del Imperio.
Y cuando lo vio en la puerta del gabinete, salió para acompañar a sus dos socios por la habitación, el baño y la cocina, cuya puerta daba a la escalera.
—En seis meses, tú serás el marido de Celeste y el amo… ¡Eres bien feliz; no te has sentado dos veces en los bancos de la policía correccional… como yo! La primera en 1824, por una serie de artículos que no había escrito, y la segunda por los beneficios de un negocio que nos pasó frente a las narices. Vamos, ¡arregla eso, bribón!, que Dutocq y yo tenemos necesidad de treinta mil francos cada uno; buena suerte, amigo —terminó, tendiendo la mano a Teodosio y haciendo de este estrechón de manos una prueba.
El provenzal tendió su mano derecha y apretó la de Cerizet con calurosa expresión.
—Estate bien seguro, querido, de que en ninguna posición olvidaré yo aquella de que tú me has sacado para montarme a caballo aquí… Yo soy vuestro anzuelo; pero vosotros me dais la mejor parte, y se necesitaría ser más infame que un forzado que se hace delator para no jugar limpio.
La puerta cerrada, Cerizet miró por el ojo de la cerradura, a fin de ver la cara de Teodosio; pero el provenzal se había vuelto de espaldas para ir a encontrarse con Thuillier, y Cerizet no pudo ver la expresión que tomó la fisonomía de su socio.
Esta expresión no fue de disgusto ni de dolor, sino de alegría por verse libre. Teodosio veía crecer las probabilidades de éxito, y se alegraba de desembarazarse de sus innobles compañeros, a los que debía todo. La miseria tiene profundidades insondables, sobre todo en París, fondos fangosos, y cuando un ahogado retorna de ese fondo a la superficie, trae inevitablemente el fango pegado al cuerpo o a las ropas. Cerizet, el amigo en un tiempo opulento, el protector de Teodosio, era la mancha fangosa, aún impresa en el provenzal, y el antiguo director adivinaba que quería cepillarse al verse en una esfera donde la ropa limpia era de rigor.
—¡Y bien, mi querido Teodosio! —comenzó Thuillier—, hemos esperado verle todos los días de la semana, y noche tras noche hemos visto nuestras esperanzas defraudadas… Como este domingo es el de nuestra cena, mi hermana y mi esposa me encargan que le ruegue que asista.
—He tenido tanto que hacer —replicó Teodosio—, que no he dispuesto de dos minutos para nadie, ni siquiera para usted, a quien cuento en el número de mis amigos y con quien tenía que hablar.
—¡Cómo! ¿Pero usted piensa seriamente en lo que me dijo? —exclamó Thuillier, interrumpiendo a Teodosio.
—Si usted no hubiera venido para tratar de ello, yo no lo estimaría tanto como le estimo —continuó La Peyrade, sonriendo—. Usted ha sido subjefe; usted tiene, pues, un pequeño resto de ambición, muy legítima. ¡Por Dios! Aquí, entre nosotros, cuando vemos a un Minard, un becerro de oro, ir a cumplimentar al rey y pavonearse en las Tullerías; a un Popinot a punto de ser ministro…; y usted, un hombre gastado en el trabajo administrativo, un hombre que tiene treinta años de experiencia, que ha visto pasar más de seis Gobiernos… ¡Vamos, vamos!… Yo soy franco, mi querido Thuillier; yo quiero ayudarle porque usted me ayudará después… He aquí mi plan: se va a nombrar un miembro del Consejo general en este barrio, y ¡es necesario que sea usted! Y —continuó, recalcando la frase— ¡será usted! Un día será diputado del barrio, cuando se reelija la Cámara, que no tardará… Los votos que le habían elegido para el Concejo municipal le elegirán para la diputación. ¡Confíe usted en mí!…
—Pero ¿cuáles son sus medios?… —exclamó, fascinado, Thuillier.
—¡Ya los conocerá; déjeme a mí llevar este largo y difícil asunto; si usted comete una indiscreción sobre lo que se dirá, se tramará, se convendrá entre nosotros, yo le abandono, y tan amigos!
—¡Oh!, usted puede contar con la absoluta discreción de un amigo subjefe; yo he guardado secretos…
—¡Bien! Pero se trata de guardar secretos con su mujer, con su hermana, con el señor y la señora Coleville.
—¡Ni un solo músculo de mi cara se moverá! —respondió Thuillier.
—¡Bien! —continuó La Peyrade—, y yo voy a probaros. Para ser elegible es necesario pagar el censo, y usted no lo paga.
—¡Es cierto!…
—Pues bien, yo tengo por usted tal simpatía, que voy a darle el secreto de un negocio que producirá treinta o cuarenta mil francos de renta, con un capital de ciento cincuenta mil francos como máximo. Pero como en su casa es Brigitte quien tiene la dirección, bien merecida por cierto, de los asuntos de interés, será bueno dejarme ganar su afecto y su amistad, proporcionándole este negocio. Si Brigitte no tuviese fe en mí, sufriríamos complicaciones; y ¿será bueno que sea usted quien diga a su hermana lo de poner el inmueble a su nombre? No; es mejor que sea yo quien le sugiera la idea. Tanto usted como ella serán los jueces del negocio. En cuanto a mis medios, helos aquí: Phellion dispone de una cuarta parte de los votos del barrio; él y Landigeois viven aquí desde hace treinta años y se les escucha como a oráculos. Tengo un amigo que dispone de otra cuarta parte, y el cura de Saint-Jacques, que tiene cierta influencia, debida a sus virtudes, puede obtener algunos. Dutocq, relacionado, como el juez de paz, con los vecinos, me servirá, sobre todo si yo no trabajo para mí y, en fin, Coleville, como secretario de la Alcaldía, representa otra cuarta parte.
—¡Claro, tiene usted razón: yo seré elegido! —exclamó Thuillier.
—¿Usted cree? —repuso La Peyrade con una voz de terrible ironía—. Bien, vaya solamente a rogar a su amigo Coleville que le sirva, y usted verá lo que le dice… Nunca un triunfo electoral lo gana un candidato, sino sus amigos. Jamás debe pedirse nada para sí; hay que hacerse rogar el aceptar, aparecer sin ambición.
—¡La Peyrade!… —exclamó Thuillier levantándose y tomando la mano del joven abogado—, usted es un hombre verdaderamente fuerte…
—No tanto como usted, pero tengo mis pequeños méritos —respondió sonriendo el provenzal.
—Y si triunfamos, ¿cómo os recompensaré? —preguntó ingenuamente Thuillier.
—¡Ah!… Usted va a encontrarme impertinente, mas piense que hay en mí un sentimiento que lo excusa todo, pues es él quien me ha dado fuerza para intentarlo todo. Yo amo y os tomo por confidente…
—¿Pero a quién? —dijo Thuillier.
—A su querida Celeste —respondió La Peyrade—, y mi amor responde de mi devoción por usted; ¡qué no haría yo por un suegro! Es egoísmo, trabajar para mí…
—¡Chis! —exclamó Thuillier.
—¡Ah, amigo mío! —dijo La Peyrade—, sí Flavia no estuviese de mi parte, si yo no lo supiese todo, ¿hablaría así? Solamente, óigame una cosa: de este asunto, ni una palabra a Celeste. Yo soy de la madera que se hacen los ministros y no quiero a Celeste sin merecerla; usted me la dará la víspera del escrutinio del que su nombre saldrá la cantidad necesaria de veces para que sea el nombre de un diputado de París. Para conseguir esto hay que triunfar sobre Minard: hay que anular a Minard y guardar nuestros medios de influencia; para obtener tal resultado, déjeles a Celeste como una esperanza y se la haremos buena a todos… La señora Coleville, usted y yo, seremos un día tres personajes. Pero no me crea usted interesado: yo quiero a Celeste sin fortuna, sólo con esperanzas… Vivir en familia con ustedes, dejaros mi mujer en la casa: ése es mi programa… Ya ve que no tengo segundas intenciones. Y en cuanto a usted, seis meses después del nombramiento para el Consejo general, tendrá la Cruz, y cuando sea diputado, usted mismo se hará hacer oficial… ¿Los discursos en la Cámara? ¡Pues los haremos juntos! Tal vez será bueno que sea usted el autor de un libro grave, sobre cualquier materia mitad moral, mitad política; por ejemplo: los Establecimientos de caridad, desde un punto de vista noble, o la reforma del Monte de Piedad, cuyos abusos son terribles. Pongámosle una pequeña ilustración a su nombre…, eso vestirá bien, sobre todo en este barrio. Yo le he dicho: «Usted puede obtener la Cruz y ser miembro del Consejo general del Departamento del Sena». Pues bien, créame: no piense en permitirme la entrada en la familia hasta que no tenga la condecoración en el ojal, y al día siguiente de aquel en que usted vuelva elegido de la Alcaldía. Y aún haré más: le daré cuarenta mil francos de renta…
—¡Por cada una de esas tres cosas solamente, usted tendría nuestra Celeste!
—¡Qué perla! —dijo La Peyrade elevando los ojos al cielo—; tengo la debilidad de rogar a Dios por ella todos los días… Es encantadora; tiene algo de usted, por cierto… Vaya, es a mí a quien había que hacer recomendaciones de discreción. Fue Dutocq quien me lo contó todo. Bueno, ¡hasta la noche! Ahora voy a la casa de Phellion a trabajar por usted. ¡Ah!, no es necesario indicarle que usted está muy lejos de pensar en mí para Celeste…; de otro modo, se echaría todo a rodar. Silencio en este asunto, ¡hasta con Flavia! Espere que ella le hable. Phellion esta noche os obligará a aceptar su proyecto de llevaros como candidato.
—¿Esta noche? —preguntó Thuillier.
—Esta noche —respondió La Peyrade—, a menos que no le encuentre en casa.
Y Thuillier salió diciéndose:
—¡He aquí un hombre superior! Nosotros nos entenderemos siempre y, verdaderamente, sería difícil encontrar nada mejor para Celeste; vivirán con nosotros, en familia; es un gran muchacho, buena persona…
Para los espíritus del temple de Thuillier una consideración secundaria tiene la importancia de una razón capital, y Teodosio se había portado con la más encantadora bondad.
La casa adonde el provenzal se dirigía momentos después había sido el hoc erat in votis de Phellion durante veinte años; pero tanto la casa de los Phellion como los galones de la levita de Cerizet eran los adornos necesarios.
Esta construcción, levantada contra un gran edificio, sin más profundidad que la de las habitaciones, una veintena de pies, se terminaba en cada extremo por una especie de pabellón de una sola ventana. Poseía como principal belleza un jardín ancho, de unas treinta toesas y más largo que la fachada, y un bosquecillo de tilos más allá del segundo pabellón. El patio a la calle se cerraba con dos rejas, en el centro de las cuales había una puertecita de dos batientes.
Este edificio, de dos pisos, estucado de amarillo, tenía pintadas de verde las persianas, así como los postigos del piso bajo. La cocina ocupaba el bajo del pabellón, que daba al patio, y la cocinera, una mujer gruesa y fuerte, cumplía las funciones de portera. La fachada, de cinco ventanas, y los dos pabellones salientes, de una toesa, eran de un estilo Phellion. Encima de la puerta este había colocado una plaquita de mármol blanco en la que se leía en letras de oro: Aurea mediocritas. Bajo el meridiano trazado en un cuadro de esta fachada, Phellion había hecho inscribir esta cuerda máxima: Umha mea vita sit!
Los poyos de la ventana habían sido recientemente sustituidos por poyos de mármol rojo encontrados en casa de un marmolista. En el fondo del jardín se encontraba una estatua coloreada que hacía creer al transeúnte que una nodriza daba el pecho a un niño. Phellion era su propio jardinero. El piso bajo se componía únicamente de un salón y de un comedor que la escalera separaba y cuyo vestíbulo hacía de antecámara. En el extremo del salón se encontraba una pequeña pieza que servía de gabinete a Phellion.
En el primer piso, las habitaciones de los esposos y del joven profesor; encima, la de los hijos y la del único criado de Phellion. A la izquierda, al entrar en el patio, se veían unas pequeñas habitaciones que servían para guardar leña y donde el anterior propietario alojaba un portero. Los Phellion esperaban, sin duda, el matrimonio de su hijo el profesor para proporcionarse este último placer.
Esta propiedad, durante mucho tiempo deseada por los Phellion, costó dieciocho mil francos en 1831. La casa estaba separada del patio por una balaustrada en piedras de talla, ornada de tejas en canal. Esta defensa de adorno se doblaba con una ringlera de rosales de Bengala, en el centro de los cuales se abría una puerta de madera simulando una reja, situada enfrente de la doble puerta de la calle.
Los que conocen el pasaje des Feuillantines comprenderán cómo la casa Phellion, viniendo en ángulo recto a la calle, estaba situada en pleno mediodía y defendida del norte por el inmenso muro al cual estaba adosada. Las cúpulas del Panteón y el Val-de-Grâce semejan dos gigantes y disminuyen de tal modo el aire, que paseándose por el jardín uno se creería en una habitación. Nada, además, es más silencioso que el pasaje des Feuillantines. Tal era el retiro del gran ciudadano desconocido que saboreaba las dulzuras del reposo, después de haber pagado su deuda a la patria trabajando en el Ministerio de Finanzas, de donde se retirara como copista de orden, después de treinta y seis años de servicio.
En 1832 había llevado su batallón de guardias nacionales al ataque de Saint-Merry; mas los que estaban a su lado vieron las lágrimas en sus ojos por verse obligado a disparar contra franceses descarriados. Ya todo había terminado cuando su legión atravesaba a paso de carga el puente de Nuestra Señora. Este rasgo le valió la estima de su barrio, pero le hizo perder la Legión de Honor; el coronel dijo en voz alta que bajo las armas no se podía ser liberal, frase de Luis Felipe a la Guardia nacional de Metz. Sin embargo, la piedad burguesa de Phellion y la profunda veneración que se le profesaba en el barrio, le mantenían jefe de batallón desde hacía ocho años. Próximo a los sesenta años, y viendo llegar el momento de dejar la espada y el alzacuello, esperaba que el rey se dignaría recompensar sus servicios concediéndole la Legión de Honor; y la verdad nos obliga a decir, a pesar de la mancha que esta pequeñez imprime a tan bello carácter, que el comandante Phellion se hacía ver bien en las recepciones de las Tullerías; se colocaba en primera fila, miraba desde los pasillos al rey-ciudadano mientras éste comía en su mesa, en fin, intrigaba sordamente, y aún no había podido obtener una mirada del rey. La honestidad de este hombre no le permitía pedir a Minard que intercediera en su favor.
Phellion, el hombre de la obediencia pasiva, era estoico en cuanto a sus deberes y de bronce en todo lo que tocaba a la conciencia. Para acabar este retrato con el del físico, a los cincuenta y nueve años Phellion había espesado, para servirnos de este término de la lengua burguesa; su cara, acarnerada y marcada de viruelas, se configuró como Luna llena, de modo que sus labios, en un tiempo gruesos, aparecían normales ahora. Los ojos, debilitados, velados por los lentes, no mostraban ya la inocencia de su azul claro; los cabellos encanecidos, todo, en fin, había hecho grave lo que doce años antes lindaba con la ingenuidad y se prestaba al ridículo. El tiempo, que cambia tan fatalmente las caras de rasgos finos y delicados, embellece a las que en la juventud tienen formas gruesas y toscas: éste fue el caso de Phellion. Autor de varias obras adoptadas por la Universidad, Phellion empleaba la desocupación de su vejez en escribir un compendio de la historia de Francia.
Cuando La Peyrade llegó, estaba toda la familia; la señora Barniol había venido a traer a su madre noticias de uno de sus hijos, que estaba enfermo. El alumno de Caminos y Puentes pasaba el día en familia. Todos endomingados, sentados delante de la chimenea en sillones de caoba, temblaron al oír a Genoveva anunciar al personaje de quien hablaban, a propósito de Celeste, a quien Félix Phellion amaba hasta el punto de ir a misa por verla. El sabio matemático había hecho este esfuerzo aquella misma mañana, y se burlaban de él, sin dejar de desear que Celeste y sus padres reconocieran el tesoro que se les ofrecía.
—¡Ay!, desgraciadamente, los Thuillier me parecen aficionados a un hombre muy peligroso —decía la señora Phellion—. Esta mañana tomó del brazo a la señora Coleville y se fueron juntos al Luxemburgo.
—Hay en este abogado —exclamó Félix Phellion— algo de siniestro; si hubiera cometido un crimen, no me extrañaría nada…
—Vas muy lejos —opinó Phellion padre—; él es primo hermano de Tartufo, esa inmortal figura fundida en bronce por nuestro honesto Molière, pues que Molière, hijos míos, tuvo la honestidad y el patriotismo por base de su genio.
En este punto estaban cuando entró Genoveva para anunciar:
—Ahí está el señor de La Peyrade, que solicita hablar con el caballero.
—¿Conmigo? —exclamó el señor Phellion—. ¡Hágale entrar! —agregó con esa solemnidad para las pequeñas cosas que le daba un tinte ridículo, pero que hasta entonces impusiera a su familia, donde se le aceptaba como a un rey.
Phellion, sus dos hijos, su mujer, y su hija se pusieron en pie y recibieron el saludo circular del abogado.
—¿A qué debemos el honor de su visita, caballero? —preguntó severamente Phellion.
—A su importancia en el barrio, mi querido señor Phellion, y a los negocios públicos —respondió Teodosio.
—Pasemos entonces a mi gabinete.
—No, no, amigo mío —dijo la seca señora Phellion, mujercita flaca y aplastada como una raya, que conservaba en su cara la severidad muequeante con que enseñaba música en los pensionados de jóvenes—; nosotros os dejaremos.
Un piano de Erard, colocado entre las dos ventanas, denunciaba las constantes pretensiones de la digna burguesa.
—¿Seré yo tan desgraciado que os haga escapar? —dijo Teodosio, sonriendo con simpatía a la madre y a la hija—. Tienen ustedes un delicioso retiro —continuó—, y sólo os falta una bella nuera para que paséis el resto de vuestros días en esta aurea mediocritas, el deseo del poeta latino, y entre las alegrías de la familia. Vuestros antecedentes merecen bien tales recompensas, pues que, según lo que se dice de usted, mi querido señor Phellion, sois a la vez un buen ciudadano y un patriarca…
—Caballero —respondió Phellion, embargado—, caballero, he cumplido con mi deber y nada más.
La señora Barniol, tan semejante físicamente a su madre como pueden ser dos gotas de agua entre sí, miró a la señora Phellion y a Félix cuando Teodosio manifestó sus buenos deseos empleando la palabra nuera, como preguntándoles: «¿Nos engañaremos?».
Las ganas de hablar de este incidente hizo que los cuatro salieran al jardín.
—Señor comandante —comenzó Teodosio, una vez que estuvo solo con el digno burgués, a quien esa apelación de comandante enorgullecía—; comandante, pues que yo soy de vuestros soldados, se trata de las elecciones…
—¡Ah, sí!, tenemos que nombrar un consejero municipal —interrumpió Phellion.
—Y es a propósito de una candidatura por lo que yo vengo a turbar vuestra alegría dominical; pero tal vez no saldremos del círculo familiar.
Ya era imposible a Phellion ser más Phellion de lo que Teodosio era Phellion.
—No le dejaré decir una palabra más —respondió Phellion, aprovechando la pausa que hacía Teodosio para ver el efecto de su frase—; tengo mi candidato.
—¡Hemos tenido la misma idea! —exclamó Teodosio—; las gentes de bien pueden coincidir tanto como las gentes inteligentes.
—No lo creo —replicó Phellion—. Este barrio tuvo por representante en la Municipalidad al más virtuoso de los hombres, al mismo tiempo que al más grande de los magistrados, en la persona de Popinot, muerto siendo consejero en la Corte real. Cuando se ha tratado de sustituirle, su sobrino, heredero de su bondad, no era vecino de este barrio; pero más tarde compró y vino a habitar la casa donde vivió su tío en la calle de la Montaña Santa Genoveva; él es médico de la Escuela Politécnica y de uno de nuestros hospitales; es un hombre honra de nuestro barrio; por estos méritos y para honrar la memoria del tío en la persona del sobrino, algunos vecinos del barrio y yo hemos resuelto llevar al doctor Horacio Bianchon, miembro de la Academia de Ciencias, como usted sabe, y una de las jóvenes glorias de la ilustre escuela de París… Un hombre no es grande a nuestros ojos solamente porque es célebre, y el difunto consejero Popinot ha sido, según yo pienso, casi un san Vicente de Paúl.
—Un médico no es un administrador —respondió Teodosio—, y además, se trata de un hombre a quien vuestros más queridos intereses obligan a hacer el sacrificio de esas opiniones completamente indiferentes a la cosa pública.
—¡Ah, caballero! —exclamó Phellion, poniéndose de pie y posando como Lafón representando El Glorioso—, ¿me despreciáis lo suficiente para creer que los intereses personales podrían influir nunca en mi conciencia política? En cuanto se trata de la cosa pública, yo soy tan sólo ciudadano, ni más, ni menos.
Teodosio sonreía para sí pensando en el combate que iba a declararse entre el padre y el ciudadano.
—No se comprometa así contra usted mismo, se lo ruego —dijo La Peyrade—; piense que se trata de la felicidad de su querido Félix.
—¿Qué quieren decir esas palabras?… —replicó Phellion, deteniéndose en el centro del salón, la mano entre los botones del chaleco, gesto copiado del célebre Odilon Barret.
—Pues que yo vengo por nuestro común amigo, el digno y excelente señor Thuillier, cuya influencia en los destinos de la bella Celeste Coleville conocéis bien; y si, como yo pienso, su hijo, un joven que haría orgullosa a cualquier familia y cuyos méritos son indiscutibles, corteja a Celeste con fines honorables, usted no podría hacer nada mejor, para conseguir el eterno agradecimiento de Thuillier, que proponerle al sufragio de nuestros conciudadanos. En cuanto a mí, recién llegado al barrio, a pesar de la influencia que me ha dado el bien hecho a la clase pobre, no podría encargarme de ello, aparte que el servir a los pobres proporciona poco crédito con los fuertes y de que la modestia de mi vida no se acomoda con esos brillos. Yo me he consagrado al servicio de los pequeños, señor, como el difunto Popinot, hombre sublime, como usted decía, y si yo no tuviese este destino, en cierto modo religioso y poco propicio a las obligaciones del matrimonio, mi gusto, mi segunda vocación sería por el servicio de Dios, por la Iglesia… Y no hago ruido, como los falsos filántropos; no escribo, obro simplemente, porque soy un hombre buenamente dedicado a la caridad cristiana. Me ha parecido adivinar la ambición de nuestro amigo Thuillier y he querido contribuir a la felicidad de dos seres hechos el uno para el otro, ofreciéndoos los medios para que ganéis la entrada en el corazón un poco frío de Thuillier.
Esta tirada, admirablemente lanzada, confundió a Phellion; asombrado, cautivado, pero siempre Phellion, caminó al encuentro del abogado tendiéndole la mano.
Ambos se estrecharon las manos con uno de aquellos apretones que se daban por agosto de 1830 entre la burguesía y los hombres del mañana.
—Caballero —dijo el comandante, emocionado—, yo le había juzgado mal. Lo que usted me ha hecho el honor de confiarme morirá aquí… —continuó, señalando su corazón—. Usted es uno de esos hombres como hay pocos, pero que consuelan de tantos males, inherentes, por cierto, a nuestro estado social. El bien se ve tan raramente, que ya está en nuestra débil naturaleza desconfiar de las apariencias. Usted tiene en mí un amigo, si es que me permite tener ese título… Pero usted va a conocerme: yo perdería mi propia estima proponiendo a Thuillier. No, mi hijo no deberá su felicidad a una mala acción de su padre… ¡Yo no cambiaré de candidato porque en ello vaya el interés de mi hijo!… ¡La virtud, señor, es eso!
La Peyrade sacó su pañuelo, se lo hundió en los ojos, hizo salir una lágrima y dijo, tendiendo la mano a Phellion y volviendo la cabeza:
—¡Oh, señor! He aquí unidos lo sublime de la vida privada y lo sublime de la vida política. Este espectáculo basta para que mi visita no sea infructuosa… ¡Qué quiere usted!… En su lugar, yo haría lo mismo… Usted pertenece a lo más grande que Dios ha hecho: ¡los hombres de bien! ¡Muchos ciudadanos a lo Juan Jacobo!, usted es un hombre a lo Juan Jacobo, y la Francia, ¡oh, mi patria, qué no serías tú!… Soy yo, caballero, quien solicita el honor de ser su amigo.
—¿Qué sucede? —exclamó la señora Phellion, que contemplaba la escena por la ventana—; vuestro padre y ese monstruo de hombre se abrazan.
Phellion y el abogado salieron y vinieron al encuentro de la familia, en el jardín.
—Mi querido Félix —dijo el anciano, señalando a La Peyrade, que saludaba a la señora Phellion—, muéstrate bien reconocido a este digno joven; él te será mucho más útil que perjudicial.
El provenzal se paseó cinco minutos con las señoras Barniol y Phellion, bajo los tilos sin hojas, y les dio, en las graves circunstancias que creaba la testarudez política de Phellion, un consejo cuyos efectos debían explotar aquella noche y cuya primera virtud fue la de hacer de las dos damas, dos admiradoras de su talento, su franqueza, sus cualidades inapreciables. El abogado fue acompañado por toda la familia hasta la puerta y todos los ojos le siguieron hasta que dobló la calle del barrio Saint-Jacques. La señora Phellion tomó el brazo de su marido para volver al salón, y le dijo:
—Y qué, amigo mío, tú, tan buen padre, ¿vas, por exceso de delicadeza, a frustrar el mejor matrimonio que podría tener nuestro Félix?
—Querida —respondió Phellion—, los grandes hombres de la Antigüedad, como Bruto y otros, no eran padres cuando se trataba de ser ciudadanos… La burguesía tiene, más que la nobleza, a quien sustituye, la obligación de las altas virtudes. El señor de Saint-Hilaire no pensaba en su brazo arrancado delante de Turena muerto… Nosotros tenemos nuestras pruebas que pasar: pasémoslas en todos los grados de la jerarquía social… ¿He dado yo lecciones a mi familia para renegar de ellas en el momento de aplicarlas?… No, querida; llora, si quieres, hoy; ¡mañana me estimarás! —terminó, viendo a su seca mitad con las lágrimas en los ojos.
Estas grandes palabras fueron dichas junto a la puerta en la cual estaba escrito: Aurea mediocritas.
—Yo debí poner: et digna —agregó, mostrando la placa—; pero esas dos palabras implicarían un elogio.
—Mi padre —dijo Teodoro María Phellion, el futuro ingeniero de caminos y puentes, cuando toda la familia estuvo reunida en el salón—, a mí me parece que no es faltar al honor el cambiar de determinación a propósito de una elección indiferente por sí misma a la cosa pública.
—¡Indiferente, hijo mío! —exclamó Phellion—. Entre nosotros puedo decirlo, y Félix comparte mi opinión: ¡el señor Thuillier no tiene ninguna preparación, no sabe nada! ¡Horacio Bianchon es un hombre capacitado que obtendrá mil cosas para nuestro barrio, mientras que Thuillier no obtendrá ninguna! Pero no olvides, hijo mío, que cambiar una buena determinación por otra mala, por motivos de interés personal, es acción infame que escapa al control de los hombres, pero que Dios castiga. Yo estoy, o creo estar, limpio de toda culpa ante mi conciencia y debo dejaros mi memoria intacta. Por ello nada me hará cambiar de determinación.
—¡Oh, querido papá! —exclamó la señora Barniol—, ¡no quieras ser más papista que el Papa! Bastantes imbéciles y tontos hay en los Consejos municipales, sin que la Francia se resienta de ello. El buen Thuillier opinará lo que opinen los otros… Piensa que Celeste tendrá tal vez quinientos mil francos.
—¡Aunque tuviese millones! —respondió Phellion—, aunque yo los viese aquí…, yo no propondría a Thuillier cuando debo a la memoria del más virtuoso de los hombres el hacer nombrar a Horacio Bianchon. ¡Desde lo alto de los cielos, Popinot me contempla y me aplaude!… —exclamó, exaltado—. Es con consideraciones semejantes como la Francia se perjudica y la burguesía se hace juzgar mal.
—Mi padre tiene razón —dijo Félix, saliendo de una profunda ensoñación—, y merece nuestro respeto y nuestro amor igual que durante todo el curso de su vida modesta y honorable. Yo no quisiera deber mi felicidad ni a un remordimiento de su alma limpia ni a la intriga; yo amo a Celeste tanto como amo a mi familia; mas pongo por encima de todo el honor de mi padre, y desde el momento que es una cuestión de conciencia en él, no hablemos más del asunto.
Phellion, los ojos llenos de lágrimas, abrazó a su hijo mayor, diciendo con voz ahogada:
—¡Hijo mío, hijo mío!…
—Todo eso son estupideces —murmuró la señora Phellion al oído de la señora Barniol—; ven a vestirme, así terminará esto: yo conozco a tu padre y él está resuelto… Para poner en ejecución el medio que nos facilita ese simpático y piadoso joven, tengo necesidad de ti, Teodoro; prepárate, hijo.
En este momento entró Genoveva y entregó una carta al señor Phellion.
—Una invitación a comer para mi esposa y para mí, en casa de los Thuillier —informó.
La magnífica, extraordinaria idea del abogado de los pobres había trastornado tanto a los Thuillier como trastornaba a los Phellion, y Jerónimo, sin confiar nada a su hermana, por honor de fidelidad hacia su Mefistófeles, le había dicho:
—Queridita (él la acariciaba siempre con esta palabra), hoy tendremos gente de altura a comer; voy a invitar a los Minard: cuida de tu menú; ahora escribo a los Phellion invitándoles; es un poco tardía la invitación, pero con ellos no importa… En cuanto a los Minard, hay que cegarles un poco, los necesito.
—Cuatro Minard, tres Phellion, cuatro Coleville y nosotros; total, trece…
—La Peyrade, catorce, y no es inútil invitar también a Dutocq, que me ha de ser útil; yo le avisaré.
—¿Qué preparas tú? ¡Quince invitados, cuarenta francos por lo menos de gasto!
—No lo sientas, queridita y, sobre todo, muéstrate complaciente con nuestro joven amigo La Peyrade. ¡Ése es un amigo!… ¡Tendrás las pruebas!… Si me quieres, cuídale como a las niñas de tus ojos.
Y Jerónimo dejó a Brigitte estupefacta.
«¡Oh, sí, esperaré las pruebas!… —se dijo ella—. ¡Con bellas palabras no se me conquista!… Es un muchacho amable, pero antes de darle entrada en mi corazón tengo que estudiarle un poco más de lo que lo hemos hecho.»
Luego de invitar a Dutocq, Thuillier arreglado como un Adonis, fue a la calle Phaçons-Sorbonne, al hotel de los Minard, para seducir a la gruesa Zelie y disfrazar lo violento de la invitación.
Minard había comprado una de esas grandes y suntuosas casas que las antiguas órdenes religiosas construyeron alrededor de la Sorbonne y, mientras subía la escalera de grandes escalones de piedra y pasamanos de una cerrajería que probaba cuánto florecieron bajo Luis XIII las artes secundarias, Thuillier envidiaba la casa y la posición del señor alcalde.
Este vasto edificio, situado entre patio y jardín, es notable por el carácter a la vez elegante y noble del reino de Luis XIII, singularmente colocado entre el mal gusto del Renacimiento expirante y la grandeza de Luis XIV en su aurora. Esta transición se nota en muchos monumentos. Los caracoleos de las fachadas, como la Sorbonne y las columnas rectificadas según las leyes griegas, comienzan a aparecer en esta arquitectura.
Un antiguo tendero, un defraudador dichoso, reemplazaba en esta casa al director eclesiástico de una institución llamada antaño el Economato, dependiente de la agencia general del antiguo clero francés, fundación del genio previsor de Richelieu. El nombre de Thuillier le hizo abrir las puertas del salón donde reinaba, entre los terciopelos rojos y el oro, en medio de magníficas chinerías, una pobre mujer cuya obesidad era un motivo de risa para los príncipes y las princesas en los bailes populares del Castillo.
—Eso, ¿no da razón a La Caricatura? —dijo un día, sonriendo, una seudodama de cámara a una duquesa, que no pudo contener la risa ante el aspecto de Zelie, enjaezada con sus diamantes, roja como una amapola, apretada por un vestido laminado y rodando como un tonel de su antiguo almacén.
—¿Me perdonará usted, bella dama —dijo Thuillier, parándose en la pose número dos de su repertorio de 1807— el haber dejado esta invitación sobre mi mesa, creyendo haberla enviado? Es para hoy; tal vez llego demasiado tarde…
Zelie examinó la cara de su marido, que llegaba para saludar a Thuillier, y dijo:
—Nosotros debíamos ir a ver una finca y comer en un restaurant al azar; pero renunciaremos a nuestros proyectos con tanto más gusto cuanto que, según yo pienso, es horriblemente vulgar salir de París los domingos.
—Haremos un pequeño asalto al piano para los jóvenes, si hay número, como presumo…
—¿Es necesario vestirse? —preguntó la señorita Minard.
—¡Ah, de ninguna manera; no faltaba más! —exclamó Thuillier—. Usted me haría sufrir un regaño de mi hermana… Estaremos en familia. Bajo el Imperio, señorita, era bailando como se conocía la gente… En aquella gran época se estimaba tanto a un buen bailador como a un buen militar. Hoy se va demasiado a lo positivo.
—No hablemos de política —dijo, sonriendo, el alcalde—. El rey es grande y hábil. Yo admiro mi época y las instituciones que nos hemos dado. El rey, además, sabe bien lo que hace al desarrollar la industria: él lucha cuerpo a cuerpo con Inglaterra, a la que nosotros hacemos más daño con esta paz fecunda que con las guerras del Imperio…
—¡Qué diputado hará Minard! —exclamó, ingenuamente, Zelie—; se ensaya entre nosotros para hablar, y usted nos ayudará a elegirlo, ¿verdad Thuillier?
—No hablemos de política —respondió Thuillier—; les esperamos a las cinco.
—El joven Vinet, ¿estará? —preguntó Minard—; él venía, sin duda, por Celeste.
—Pues puede ponerse de luto —respondió Thuillier—. Brigitte no quiere oír hablar de eso.
Zelie y Minard cambiaron sonrisas de satisfacción.
—¡Pensar que hay que encanallarse con estas gentes por nuestro hijo! —se dijo Zelie cuando Thuillier salió acompañado por el alcalde.
—¡Ah!, ¿tú quieres ser diputado? —pensaba Thuillier, descendiendo las escaleras—. ¡Nada les basta a estos tenderos! ¡Oh, qué diría Napoleón viendo el poder en manos de estas gentes! ¡Yo, por lo menos, soy un administrador! ¡Qué contrariedad! ¿Qué dirá La Peyrade?
El ambicioso subjefe fue a rogar su asistencia a la velada a toda la familia Landigeois, y pasó por la casa Coleville para advertir a Celeste que fuese bien elegante. Flavia estaba muy pensativa; dudaba si ir o no, y Thuillier hizo cesar su indecisión.
—Mi vieja y siempre joven amiga —dijo, cogiéndola por el talle—; yo no quiero tener secretos para usted. Se trata de un gran asunto para mí… No puedo decir más, pero le ruego ser particularmente simpática con un joven…
—¿Quién?
—El joven La Peyrade.
—¿Y por qué, Jerónimo?
—Tiene en sus manos mi porvenir; es un hombre de genio. ¡Oh, yo conozco estos asuntos! ¡Hay que hacerle nuestro, Flavia!… Y, sobre todo, sin dejarle ver nada; no le demos el secreto de su fuerza… Con él yo seré de dando y dando.
—Pero ¿debo ser un poco coqueta?
—No mucho, ángel mío —respondió Thuillier, con aire fatuo.
Y partió sin darse cuenta de la especie de estupor de que era víctima Flavia.
—Es una potencia ese joven —pensaba—. Veremos.
Pero se hizo peinar elegantemente y vistió su lindo traje rosa gris, dejando ver sus finos hombros bajo la mantilla negra, y cuidó de vestir a Celeste un traje de seda con cuello de grandes pliegues, peinándola a lo Berta.
A las cuatro y media Teodosio estaba en su puesto con su aire bobalicón y casi servil, su voz dulce; pero antes salió con Thuillier al jardín.
—Amigo mío, yo no dudo de su triunfo, pero creo necesario recomendaros aún un silencio absoluto. Si le preguntan sobre cualquier cosa, sobre todo sobre Celeste, responda de esa forma evasiva que deja en suspenso al que interroga, y que usted utilizó antaño en las oficinas.
—¡Entendido! —replicó Thuillier—. Pero ¿tiene usted la certeza?
—Usted verá el postre que le he preparado. Sea modesto sobre todo. He aquí a los Minard; déjeme recibirles… Tráigales aquí y luego márchese.
Después de los saludos, La Peyrade procuró estar cerca del alcalde, y en un momento oportuno le llevó aparte y le dijo:
—Señor alcalde, un hombre de su importancia política no viene a aburrirse aquí sin algún proyecto; yo no voy a juzgar los motivos; no tengo el menor derecho, y mi papel aquí abajo no es el de mezclarme en los asuntos de las potencias de la Tierra; perdonad mi intromisión y dígnese escuchar un consejo que oso darle. Si yo le hago un servicio hoy, usted está en posición de hacerme dos mañana; así, caso de que hoy le sirva en algo, sólo lo hago siguiendo la ley del interés personal. Nuestro amigo Thuillier se desespera de no ser nada, y ha decidido ser cualquier cosa, un personaje en su barrio…
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Minard.
—¡Oh, poca cosa! Él quisiera ser nombrado miembro del Consejo municipal. Yo sé que Phellion, adivinando la influencia de semejante servicio, se propone designar a nuestro pobre amigo como candidato. Tal vez creerá usted necesario para sus proyectos adelantársele en esto. La elección de Thuillier no puede por menos de seros favorable, agradable; él sabrá cumplir su cometido en el Consejo; los hay más flojos que él… Y ciertamente, debiéndoos tal apoyo, verá por vuestros ojos, puesto que os mira como a una de las antorchas de la ciudad.
—Querido, se lo agradezco —dijo Minard—; me hace un servicio que yo sabré recompensar, y que me prueba…
—Que no me gustan esos Phellion —continuó La Peyrade, aprovechando un titubeo del alcalde, quien temía exponer una idea que el abogado podía interpretar como un desprecio—; odio a las gentes que hacen profesión de su probidad y alardean de sus buenos sentimientos.
—¡Los conoce bien! —dijo Minard—; son unos sicofantas. Este hombre explica toda su vida desde hace diez años con ese pedazo de cinta roja —agregó el alcalde, señalando al ojal de su solapa.
—¡Tened cuidado! —dijo el abogado—; su hijo ama a Celeste y tiene ocupada la plaza.
—Sí, pero mi hijo tiene doce mil francos de renta.
—¡Oh! —interrumpió el abogado con un gesto de asombro—, Brigitte dijo el otro día que ella quería tuviese, al menos, esa cantidad el pretendiente de Celeste. Y, además, antes de seis meses usted se enterará de que Thuillier posee un inmueble de cuarenta mil francos de renta.
—¡Ah, diantre; no lo suponía! —respondió el alcalde—. Pues bien, ¡será miembro del Consejo general!
—En todo caso, no le habléis de mí —dijo el abogado de los pobres, apurándose a ir a saludar a la señora Phellion—. Y bien; mi bella señora, ¿triunfó usted?
—Esperé hasta las cuatro; pero el digno y excelente doctor Bianchon no me dejó terminar. Phellion recibió una carta suya agradeciéndole la intención e informándole que sus muchas ocupaciones le impiden aceptar, y que su candidato es el señor Thuillier, en favor de quien empleará su influencia y rogándole hacer lo mismo.
—¿Qué ha dicho vuestro admirable esposo?
—He cumplido mi deber; no he traicionado a mi conciencia y ahora estoy a la disposición de Thuillier.
—Pues todo se ha arreglado —dijo La Peyrade—; olvidad mi visita, para que tengáis todo el mérito de esta idea.
Y fue junto a la señora Coleville, tomando una actitud llena de respeto.
—Señora —dijo—, tenga la bondad de traerme aquí a ese buen papá Coleville; se trata de una sorpresa que dar a Thuillier y debe estar en el secreto.
Mientras que La Peyrade se mostraba artista con Coleville, dejándose deslizar en muy espirituales burlas al explicarle la candidatura de Thuillier, y diciéndole que debía apoyarla, aunque sólo fuese por espíritu de familia, Flavia oía en el salón la conversación siguiente, que la dejaba atontada:
—Quisiera saber qué dicen los señores Coleville y La Peyrade, para reír de ese modo —preguntaba tontamente la señora Thuillier, mirando por la ventana.
—Dicen tonterías, como acostumbran a decir los hombres entre ellos —respondió Brigitte, quien por un instinto natural de solterona atacaba a menudo a los hombres.
—Él es incapaz —dijo gravemente Phellion—; el señor de La Peyrade es uno de los más virtuosos jóvenes que haya encontrado nunca. Todos saben mi opinión sobre Félix; pues bien, yo lo coloco en la misma línea y aún más; quisiera en mi hijo un poco de la piedad del señor Teodosio.
—Es, en efecto, un hombre de mérito, que llegará lejos —continuó Minard—. Por mi parte, mi voto, no conviene decir mi protección, lo ha conquistado.
—Gasta más en aceite de lámpara que en pan —dijo Dutocq.
—Su madre, si él tiene la dicha de conservarla, debe de estar bien orgullosa —opinó, sentenciosamente, la señora Phellion.
—Para nosotros es un verdadero tesoro —agregó Thuillier— y ¡si ustedes conocieran su modestia! No se da ningún valor.
—De lo que puedo responder —continuó Dutocq— es de que ningún joven ha conservado más noble actitud en la miseria; triunfó de ella; pero ha sufrido, se ve.
—¡Pobre joven! —exclamó Zelie—. ¡Oh, estas cosas me hacen daño!…
—Se le pueden contar fortunas y secretos —dijo Thuillier—, y en estos tiempos es lo mejor que puede decirse de un joven.
—Es Coleville quien le hace reír —exclamó Dutocq.
En aquel momento, Coleville y La Peyrade volvían del fondo del jardín los mejores amigos del mundo.
—¡Señores —dijo Brigitte—, la sopa y el rey no deben esperar; el brazo a las damas!
Cinco minutos después de esta broma de portería Brigitte tuvo la satisfacción de ver la mesa rodeada por los principales personajes de este drama; por su salón pasarían todos, con excepción del odioso Cerizet. El retrato de esta antigua fabricante de sacos sería tal vez incompleto si se omitiese la descripción de una de sus mejores comidas. La fisonomía de la cocina burguesa de 1840 es uno de esos detalles necesarios a la historia de las costumbres. No se han hecho durante veinte años sacos vacíos sin buscar el medio de llenar unos cuantos para sí. Y Brigitte tenía esto de particular: que reunía la economía, a la que se debe la fortuna, con el conocimiento de los gastos necesarios. Su relativa prodigalidad, cuando se trataba de su hermano o de Celeste, era antípoda de la avaricia. Así, se quejaba a veces de no ser avara. En su última comida había relatado cómo, después de haber sufrido martirio y discutido durante diez minutos, había terminado por dar diez francos a una pobre obrera del barrio a quien sabía en ayuno forzoso desde hacía dos días.
—El temperamento —dijo ingenuamente— fue más fuerte que la razón.
La sopa era un caldo casi limpio, pues hasta en ocasiones como esta la cocinera tenía orden de hacer mucho caldo; la carne debía ser el alimento de la familia al día siguiente y al otro; por tanto, cuanto menos jugo daba al caldo más sustanciosa quedaba. Poco cocida, la retiraban siempre a esta frase, dicha por Brigitte, mientras Thuillier le hundía el cuchillo:
—Me parece un poco dura y, además, no importa, Thuillier; nadie la comerá; tenemos otra cosa.
La sopa estaba, en efecto, rodeada de cuatro platos, colocados sobre viejos portafuentes, y que en esta comida, llamada más tarde de la candidatura, consistían en dos patos con aceitunas, una empanada de albóndigas, una anguila a la tártara y un fricandó con escarola.
El segundo servicio tenía por plato central una oca rellena de castañas, una ensalada de berros adornada con rodajas de remolacha roja, tarros de crema fresca y nabos con azúcar y una cacerola de macarrones. Esta comida, de portero que celebra bodas, costaba todo lo más veinte francos, y con los restos se alimentaban los Thuillier durante dos días, lo que no impedía a Brigitte decir:
—¡Virgen santa! ¡Cuando hay invitados se va el dinero que es un escándalo!
La mesa estaba iluminada por dos horribles candelabros de cobre plateado, de cuatro brazos, donde brillaban las bujías económicas llamadas La Estrella; la platería, desigual, era la herencia paterna, fruto de compras hechas durante la Revolución por Thuillier padre y que sirvieron en el restaurante anónimo que tenía en su portería, suprimido en 1816 en todos los Ministerios. La comida estaba, pues, en armonía con el comedor, con la casa, con los Thuillier, que no podían elevarse de tal régimen y tales costumbres. Los Minard, Coleville y La Peyrade cambiaron unas cuantas miradas de las que reflejan ideas satíricas contenidas. Sólo ellos conocían el lujo superior. La Peyrade, sentado al lado de Flavia, le dijo al oído:
—Confiese que necesitan que les enseñen a vivir y que usted y Coleville, en cambio, viven con privaciones, algo bien conocido por mí. Pero esos Minard, ¡qué odiosa avidez! Su hija se perdería para siempre; estos advenedizos tienen los vicios de los grandes señores de otro tiempo sin tener la elegancia. El hijo, con sus doce mil francos de renta, puede encontrar mujer en la familia Potasse sin venir a pasar aquí el rastrillo de su especulación. ¡Qué placer burlarse de estas gentes!
Flavia escuchaba sonriendo y no retiró su pie cuando Teodosio metió su bota debajo.
—Es para advertiros de lo que pase —dijo él—; entendámonos por el pedal; usted debe conocerme de memoria después de esta mañana; yo no soy hombre de pequeñas malicias…
A Flavia no se le había dado ventaja en cuanto a superioridad; el tono cortante, la seguridad de Teodosio deslumbraban a esta mujer, a quien el hábil prestidigitador había presentado el combate forzándola a responder sí o no. Había que adoptarle o rechazarle absolutamente; y como su conducta era el resultado de un cálculo, él seguía con mirada tranquila los efectos de su fascinación. Mientras retiraban los platos del segundo servicio, Minard, inquieto por Phellion, dijo a Thuillier con aire grave:
—Mi querido Thuillier, si he aceptado la invitación a comer ha sido porque tenía algo muy importante que comunicaros y que os honra tanto que me complacía hacer testigos de ello a todos los invitados.
Thuillier palideció:
—¡Me ha conseguido la Cruz!… —exclamó, recibiendo una mirada de Teodosio y queriendo probarle que no le faltaba finura.
—La tendrá un día —respondió el alcalde—; por el momento se trata de algo mejor. La Cruz es un favor debido a la buena opinión de un ministro, mientras que ahora se trata de una elección debida al asentimiento de todos sus conciudadanos. En una palabra, un número bastante grande de electores de mi barrio ha puesto sus ojos en usted y quiere honraros con su confianza al encargaros de representar a este barrio en el Consejo Municipal de París que, como todo el mundo lo sabe, es el Consejo general del Sena…
—¡Bravo! —dijo Dutocq.
Phellion se levantó.
—El señor alcalde se me ha adelantado —dijo con voz emocionada—; pero es tan halagador para nuestro amigo ser el designado por todos los buenos ciudadanos a la vez y reunir la voz pública en todos los extremos del barrio, que yo no puedo quejarme de llegar en segundo lugar y, además: ¡al poder la iniciativa!… (Y saludó a Minard respetuosamente.) Sí, señor Thuillier, varios electores pensaban en usted en la parte del barrio donde levanto mis modestos penates, con la particularidad de haberles sido designado por un hombre ilustre… (¡sensación!), por un hombre en quien nosotros queríamos honrar a uno de los más virtuosos vecinos del barrio, que fue durante veinte años el padre de todos: me refiero al difunto señor Popinot, en vida consejero de la Corte real y nuestro consejero en el Consejo municipal. Pero su sobrino, el doctor Bianchon, una de nuestras glorias…, ha declinado, a causa de su absorbente labor, la responsabilidad de que se cargaría; al agradecernos nuestro homenaje, él ha designado, notad bien esto, al candidato del señor alcalde, como en su opinión, el más capaz, a causa de la plaza que ocupara en un tiempo, de ejercer la magistratura de la edilidad…
Y Phellion tornó a sentarse en medio de un rumor aclamatorio.
—Thuillier, puedes contar con tu viejo amigo —dijo Coleville.
En este momento todos los invitados fueron emocionados por el espectáculo que daban la vieja Brigitte y la señora Thuillier. Brigitte, pálida como si fuera a desmayarse, dejaba correr por sus mejillas lágrimas que se sucedían lentamente, lágrimas de una alegría profunda, y la señora Thuillier estaba como fulminada, con la mirada inmóvil. De pronto, la solterona corrió a la cocina, gritando a Josefina:
—¡Ven conmigo a la cueva, hija mía!… Vamos a buscar vino del mejor.
—Amigos míos —comenzó Thuillier con voz emocionada—: éste es el día más hermoso de mi vida, más bello de lo que lo será el de mi elección, si yo consiento en dejarme designar al sufragio de mis conciudadanos (¡vamos, vamos!); me siento muy gastado por mis treinta años de servicio público, y ustedes saben que un hombre de honor debe consultar sus fuerzas y sus capacidades antes de asumir las funciones edilicias…
—¡Yo no esperaba menos de usted, señor Thuillier!… —interrumpió Phellion—. ¡Perdón! Es ésta la primera vez en mi vida que interrumpo a alguien, y a un antiguo superior nada menos; pero hay circunstancias.
—¡Acepte, acepte! —exclamó Zelie—; necesitamos hombres como usted para gobernar.
—Resígnese, jefe —dijo Dutocq—, y ¡viva el futuro consejero municipal!… Mas no tenemos nada que beber…
—Entonces, está dicho —continuó Minard—; ¿es usted, pues, nuestro candidato?
—Cree usted demasiado en mí —respondió Thuillier.
—¡Vamos! —exclamó Coleville—. ¡Un hombre que tiene treinta años de galeras en las oficinas de finanzas es un tesoro para la ciudad!
—Es usted demasiado modesto —opinó el joven Minard—; su capacidad nos es bien conocida, en finanzas ha quedado como un prejuicio…
—¡Sois vosotros quienes lo habéis querido!… —aceptó Thuillier.
—El rey estará muy contento de esta elección —dijo Minard, hinchado de orgullo.
—Señores —dijo La Peyrade—, ¿queréis permitir a un joven vecino del barrio Saint-Jacques una pequeña observación que no deja de tener importancia?
La conciencia que todos tenían del abogado de los pobres hizo un profundo silencio.
—La influencia del señor alcalde del barrio limítrofe, inmensa en el nuestro, donde ha dejado tantos buenos recuerdos; la del señor Phellion, el oráculo, digamos la verdad —observó, percibiendo un gesto de Phellion—, el oráculo de su batallón; la no menos potente que el señor Coleville debe a su franqueza, a su urbanidad; la del señor escribano de la justicia de paz, que no será menos eficaz, y los pequeños esfuerzos que yo puedo ofrecer en mi modesta esfera de actividad, son promesas de triunfo; ¡pero no es el triunfo!… Para obtener un rápido triunfo, debemos todos comprometernos a guardar la más profunda discreción sobre la manifestación que acaba de tener lugar aquí… Excitaríamos, sin saberlo y sin quererlo, la envidia, las pasiones secundarias, que nos crearían más tarde obstáculos que vencer. El sentido político de la nueva cuestión, la base misma de su síntoma y la garantía de su existencia están en un cierto reparto, en una limitación del poder con la clase media, la verdadera fuerza de las sociedades modernas, el verdadero asiento de la moralidad, de los buenos sentimientos, del trabajo inteligente; mas no podemos ocultarnos que la elección extendida a casi todas las funciones, ha dado lugar a que entren las preocupaciones de la ambición, el furor de ser algo, permitidme la frase, en profundidades sociales que no debieran agitar. Algunos ven un mal; otros, un bien; no es a mí a quien pertenece juzgar la cuestión en presencia de espíritus ante cuya superioridad me inclino; me contento con exponerla para hacer ver el peligro que puede correr el estandarte de nuestro amigo. La muerte de nuestro honorable representante en el Consejo municipal data apenas de ocho días, y ya el barrio está sublevado por las ambiciones subalternas. A todo precio se quiere estar a la vista. La orden de convocatoria no tendrá efecto, tal vez, hasta dentro de un mes. De aquí allá, ¡cuántas intrigas!… No expongamos, yo os lo suplico, a nuestro amigo Thuillier a los golpes de sus adversarios; no le libremos a la discusión pública, esta arpía moderna, portavoz de la calumnia, de la envidia, el pretexto que toman las enemistades, que disminuyen todo lo grande, ensucian todo lo respetable, que deshonran todo lo sagrado…; hagamos lo que el tercer partido en la Cámara; ¡estemos callados y votemos!
—Habla muy bien —dijo Phellion a su vecino Dutocq.
—¡Bien y lleno de ideas!…
De envidia, el hijo de Minard estaba verde y amarillo.
—¡Bien dicho y verdad! —exclamó Minard.
—¡Adoptado por unanimidad! —agregó Coleville—; señores, somos gentes de palabra, y basta que estemos de acuerdo en ese punto.
—Quien quiere el fin, quiere los medios —recitó enfáticamente Phellion.
En este momento apareció Brigitte, seguida por sus dos criadas, la llave de la cueva en la cintura y tres botellas de champaña, tres de vino (viejo) de la Ermita y una de Málaga fueron colocadas sobre la mesa; junto a ella, con atención casi respetuosa, colocó una botellita vieja y deforme. En medio de la risa provocada por esta abundancia de exquisiteces, fruto del agradecimiento, que la pobre mujer, en su delirio, servía profusamente, llegaron numerosos platos de postres: pirámides de naranjas y manzanas, quesos, confituras, frutas confitadas procedentes de la profundidad de sus armarios y que, sin las circunstancias, no hubieran figurado sobre la mesa.
—¡Celeste, te van a traer una botella de aguardiente que mi padre compró en 1802; haz una ensalada de naranjas! —gritó a su cuñada—. ¡Señor Phellion, descorche el champaña!; esta botella para vosotros tres. ¡Señor Dutocq, tome esta otra! ¡Señor Coleville, usted, que sabe hacer saltar los tapones!…
Las dos criadas distribuían copas de champaña, de vino de Burdeos.
—¡Del año del cometa! —exclamó Thuillier—. ¡Señores, han hecho ustedes perder la cabeza a mi hermana!
—¡Y esta noche, ponche y pasteles! —dijo ella—. He enviado a buscar té. ¡Dios mío!, si yo hubiese sabido que se trataba de una elección —agregó mirando a su cuñada—, hubiera preparado el pavo…
Una risotada general acogió la frase.
—¡Oh!, pero tuvimos una oca —dijo riendo Minard hijo.
—¡Los carros se descargan! —exclamó la señora Thuillier viendo servir marrons glacés y merengues.
Brigitte tenía la cara roja; nunca el amor de una hermana tuvo expresión tan furibunda.
—Para quien la conoce, es emocionante —dijo la señora Coleville.
Las copas estaban llenas, todos se miraban como esperando un brindis, y La Peyrade dijo:
—¡Señores, brindemos por algo sublime!…
Todo el mundo quedó en un asombroso interrogante.
—¡Por la señorita Brigitte!…
Se levantaron, bebieron y gritaron:
—¡Viva la señorita Thuillier!
Tanto entusiasma la expansión de un verdadero sentimiento.
—Señores —dijo Phellion, leyendo en un papel escrito con lápiz—: «¡Por el trabajo, por sus esplendores, en la persona de nuestro antiguo compañero, hoy uno de los alcaldes de París, por el señor Minard y su esposa!».
Después de cinco minutos de conversación, Thuillier se alzó y brindó:
—¡Señores, por el rey de la familia real! No agrego nada; este brindis lo dice todo.
—¡Por la elección de mi hermano! —dijo la señorita Thuillier.
—Voy a haceros reír —dijo La Peyrade, que no cesaba de hablar al oído de Flavia.
Y se levantó:
—¡Por las mujeres; por ese sexo encantador a quien debemos tanta felicidad, a excepción de nuestras madres, hermanas y esposas!…
Este brindis provocó la hilaridad general, y Coleville, ya un poco contento, gritó:
—¡Canalla! ¡Me robaste mi frase!
El señor alcalde se puso en pie; reinó el más profundo silencio.
—¡Señores, por nuestras instituciones! ¡De ellas viene la fuerza y la grandeza de la Francia dinástica!
Las botellas desaparecían en medio de las aprobaciones de vecino a vecino, sobre la sorprendente calidad y la fineza de los líquidos.
Celeste Coleville pidió tímidamente:
—Mamá, ¿me permiten hacer un brindis?…
La pobre joven había visto la cara embrutecida de su madrina, olvidada, ella, la dueña de la casa, ofreciendo casi la expresión del perro que no sabe a qué dueño obedecer, pasando con la mirada de la fisonomía de su terrible cuñada a la de Thuillier; consultando las caras, olvidándose de ella misma; la alegría sobre esta faz de ilota, habituada a no ser nadie, a comprimir sus ideas, sus sentimientos, hacía el efecto de un pálido sol de invierno sobre la niebla. El birrete de gasa adornado con flores sombrías, la negligencia del peinado, el vestido color carmelita, cuyo corpiño tenía por único adorno una gruesa cadena de oro; todo, hasta el aspecto, estimuló el afecto de la joven Celeste, única persona en el mundo que conocía el valor de esta mujer condenada al silencio, que conocía todo lo que la rodeaba, sufría por todo y se consolaba con ella y con Dios.
—Dejadle hacer su brindis —dijo La Peyrade a la señora Coleville.
—¡Anda, hija mía! —gritó Coleville—; ¡aún tenemos el vino de la Ermita para brindar!
—¡Por mi buena madrina! —brindó la joven, inclinando su copa con respeto y ofreciéndosela.
La pobre mujer, espantada, miró alternativamente, al través de un velo de lágrimas, a su cuñada y a su hermano, pero su posición en el seno de la familia era bien conocida, y en el homenaje de la inocencia a la debilidad había algo tan bello, que la emoción fue general; todos los hombres se alzaron y se inclinaron ante la señora Thuillier.
—¡Ah, Celeste! ¡Yo quisiera tener un reino que depositar a sus plantas! —le dijo Félix Phellion.
El buen Phellion enjugaba una lágrima, y hasta el mismo Dutocq estaba emocionado.
—¡Qué niña encantadora! —dijo la señorita Thuillier, levantándose para ir a besar a su cuñada.
—¡Por mí! —dijo Coleville, adoptando una pose de atleta—. ¡Escuchad bien! ¡Por la amistad! ¡Vaciad las copas! ¡Llenad las copas! ¡Bien! ¡Por las bellas artes!, la flor de la vida social. ¡Vaciad las copas! ¡Llenad las copas! ¡Por una fiesta igual el día siguiente a la elección!
—¿De qué es esa botellita?… —preguntó Dutocq a Brigitte.
—Es —respondió ésta— una de las tres botellas de licor de madame Amphoux; la segunda es para el matrimonio de Celeste, y la última para el día del bautizo de su primer hijo.
—¡Mi hermana ha perdido la cabeza! —dijo Thuillier a Coleville.
La comida terminó con un brindis de Thuillier, apuntado por Teodosio, en el momento en que la botella de Málaga brilló en las copitas como otros tantos rubíes.
—¡Coleville, señores, bebió por la amistad; yo bebo este vino generoso por mis amigos!…
Un ¡hurra! lleno de calor acogió esta sentimentalidad; mas, como dijo Dutocq a Teodosio:
—Es un crimen dar semejante vino de Málaga a paladares de última clase…
—¡Ah! ¡Si se pudiera imitar esto! —decía Brigitte, haciendo vibrar el cristal por el modo de chupar el licor español—, ¡qué fortuna se haría!…
Zelie había llegado a su más alto grado de incandescencia; estaba horrible.
—¿Qué piensa usted, hermana mía? ¿Tomamos el té en la sala?…
La señora Thuillier se levantó:
—¡Ah!, es usted un brujo —dijo Flavia Coleville aceptando el brazo de La Peyrade para pasar del comedor al salón.
—Y yo no quiero —respondió él— embrujar más que a usted; y créame, es un desquite: ¡está usted hoy más hermosa que nunca!
—Y Thuillier —continuó ella para evitar el combate—, Thuillier se cree un hombre político.
—Pero querida, en el mundo la mitad de los ridículos son fruto de conspiraciones de esta clase; el hombre no es tan culpable en estos casos como se cree. ¡En cuántas familias no se ve al marido, los hijos, los amigos de la casa, persuadir a una madre muy tonta de que es espiritual; a una madre de cuarenta y cinco años de que es joven y bella!… De ahí vienen las incomprensiones de los indiferentes. Tal hombre debe su fatuidad estúpida a una querida, otro su fatuidad de mal rimador a los que fueron pagados para hacerle creer que era un gran poeta. Cada familia tiene su gran hombre, y de ello resulta lo que en la Cámara: una oscuridad general con todas las antorchas de Francia… ¡Y bien! Las gentes inteligentes ríen entre ellos. Usted es el espíritu y la belleza de este mundillo burgués; es eso lo que me hace dedicaros un culto; mas mi segunda idea es la de sacaros de aquí, pues que la amo sinceramente; y más amistad que amor, aunque se haya escurrido mucho amor —agregó, apretándola contra sí.
—La señora Phellion ocupará el piano —dijo Coleville—; ¡todo debe bailar hoy: las botellas, las piezas de un franco de Brigitte y nuestras hijas! Yo voy a buscar mi clarinete.
Y pasó su taza de café vacía a su mujer, sonriendo al verla en tan buena armonía con Teodosio.
—¿Qué le ha hecho usted a mi marido? —preguntó Flavia a su seductor.
—¿Es necesario que le diga todos mis secretos?
—¿Usted no me ama entonces? —respondió ella, mirándole con la coquetería de una mujer casi decidida.
—¡Oh!, pues que usted me dice todos los suyos —continuó él, dejándose llevar de esa exaltación cubierta de alegría provenzal, tan simpática y tan natural en apariencia—, yo no quisiera ocultaros nada…
Y llevándola junto a una ventana, le dijo sonriendo:
—Coleville ha visto en mí el artista oprimido por todos estos burgueses, callando delante de ellos porque sería incomprendido, mal juzgado, expulsado; pero él ha sentido el fuego sagrado que me devora. Sí, yo soy —dijo con un tono de convicción profunda— artista de la palabra, al modo de Berryer: yo podría hacer llorar a los jueces llorando yo, que soy nervioso como una mujer. Y este hombre a quien toda esta burguesía horroriza, se ha burlado de ellos conmigo; comenzamos contra ellos riendo y me encontró tan fuerte como él. Luego le conté todo el plan trazado para hacer algo de Thuillier, y le dejé entrever el partido que él podía sacar de un maniquí político: «Aunque sólo fuese —le dije— para devenir M. de Coleville, y colocar a su encantadora esposa en el lugar que ella merece, una dirección de impuestos, por ejemplo, desde donde usted se haría nombrar diputado, pues que, para ser todo eso que usted debe ser, bastaría con ir unos años a un rincón cualquiera de un departamento —Bajos o Altos Alpes, por ejemplo—, donde todo el mundo le quiera, donde su mujer seducirá a todo el mundo… Y esto no le faltará si, sobre todo, da usted su hija Celeste a un hombre capaz de tener influencias en la Cámara…». La razón, traducida en bromas, posee la virtud de penetrar más profundamente en ciertos caracteres de lo que podría penetrar sola: así Coleville y yo somos hoy los mejores amigos del mundo. En la mesa me dijo: «Canalla, me robaste mi frase». Esta noche nos tutearemos… Más tarde, una jugada fina a la que yo le arrastraré nos hará seriamente amigos, tal vez más de lo que lo es con Thuillier, pues que le he dicho que Thuillier reventaría de celos si le viese con la roseta de la Legión… He aquí, adorada mía, todo lo que un sentimiento profundo da el valor de hacer. ¿No es necesario que Coleville me adopte, que yo pueda estar en vuestra casa por su deseo?… ¡Qué quiere!, ¡por usted iría a lamer las llagas de los leprosos, comería sapos vivos, seduciría a Brigitte; sí, emplazaría mi corazón con ese gran mástil si fuera necesario servirme de ello como de una muleta para arrastrarme a sus pies!
—Esta mañana usted me espantó…
—¿Y esta noche está usted segura?… Sí; nada malo podría sucederos jamás conmigo.
—¡Ah, usted es, lo confieso, un hombre bien extraordinario!…
—No, no; los más pequeños, al igual que los más grandes esfuerzos, son los reflejos de la llama que usted ha encendido; yo quiero ser su yerno para que podamos estar juntos siempre… Mi mujer, ¡bah!, no podrá ser otra cosa que una máquina para hacer hijos; pero el ser sublime, la divinidad serás tú —le susurró en el oído.
—¡Es usted Satanás! —dijo ella, con cierto terror.
—No; soy un poco poeta, como todos los de mi país. ¡Sed mi Josefina!… Iré a veros mañana, a las dos; tengo el más ardiente deseo de saber dónde duerme, ver sus muebles, el color de los paños, cómo están dispuestas las cosas a su alrededor; ver, en fin, ¡la perla en su concha!…
Y muy hábilmente se alejó después de estas palabras, sin querer escuchar la respuesta.
Flavia, para quien nunca el amor había tomado el lenguaje apasionado de la novela, quedó sorprendida, pero feliz, el corazón palpitante, diciéndose que nadie podía escapar de tal influencia.
Por primera vez Teodosio se había puesto un pantalón nuevo, medias de seda gris y escarpines, un chaleco de seda negra y la corbata de satén, también negra, en el nudo de la cual brillaba un alfiler de buen gusto. Llevaba una levita negra a la nueva moda y guantes amarillos; era el único hombre de maneras finas, buen porte, en medio de aquel salón que los invitados llenaban insensiblemente.
La señora Pron, de soltera Barniol, había llegado con dos pensionistas jóvenes, confiadas a sus maternales cuidados por dos familias que habitaban en Bourbon y en la Martinica. El señor Pron, profesor de retórica en un colegio dirigido por sacerdotes, pertenecía a la clase de los Phellion, mas en vez de aparecer a la superficie, mostrarse con frases, con demostraciones y ponerse siempre en ejemplo, era seco y sentencioso. El señor y la señora Pron, las flores del salón Phellion, recibían los lunes; por medio de los Barniol habían ligado estrecha amistad con los Phellion. Aunque profesor, el pequeño Pron bailaba. El gran renombre del Instituto Lagrave, al cual pertenecieron durante veinte años los Phellion, se acrecentó aún bajo la dirección de la señorita Barniol, la más hábil y la más antigua de las subdirectoras. El señor Pron gozaba de cierta influencia en la parte del barrio circunscrita por el bulevar Montparnasse, el Luxemburgo y la ruta de Sèvret. Por ello, desde que Phellion vio a su amigo, sin necesitar consejo, le tomó por el brazo para ir a un rincón a iniciarle en la conspiración Thuillier, y diez minutos después los dos se acercaron a Thuillier. El poyo de la ventana opuesta a aquella junto a la que estaba Flavia escuchó, sin duda, un trío digno en su género, del de los tres suizos en Guillermo Tell.
—¡Vea —vino a decir Teodosio a Flavia— al honesto y puro Phellion intrigando!… Dadle una razón al hombre probo y se encharcará perfectamente en las más sucias estipulaciones; Phellion agarra a Pron, y Pron obedece únicamente en interés de Félix Phellion, que acompaña en este momento a su Celeste… Cualquiera los separa…, hace diez minutos que están juntos y que Minard hijo se pasea alrededor de ellos, como un bulldog irritado.
Félix, aún bajo la influencia de la profunda emoción producida por la generosa acción de Celeste, cuando ya nadie, excepto la señora Thuillier, pensaba en ello, tuvo una de esas finezas ingenuas que hacen el honesto charlatanismo del verdadero amor. Se acercó a la señora Thuillier, pensando en que ésta haría acercarse a Celeste, profundo cálculo de una profunda pasión.
Este gesto fue aún más simpático a la señora Thuillier, viendo que el abogado Minard, que no veía en Celeste más que una dote, no tuvo tal ocurrencia y bebía su café charlando de política con Landigeois.
—¡Quién podría no querer a Celeste! —dijo Félix a la señora Thuillier.
—¡Querida pequeñita mía, nadie más que ella me quiere en el mundo! —respondió la ilota, reteniendo sus lágrimas.
—¡Eh, señora, que somos dos a quererla! —respondió el cándido joven, riendo.
—¿Qué están diciendo ustedes? —se acercó a preguntar Celeste a su madrina.
—Hija mía —respondió la piadosa víctima, acercando a su ahijada para besarla en la frente—, él dice que son ustedes dos a quererme…
—¡No se enoje por esta predicción, Celeste —dijo en voz muy baja el futuro candidato a la Academia de Ciencias—; déjeme hacer todo lo posible para realizarla!… Qué quiere, yo estoy hecho así: la injusticia me subleva profundamente. ¡Oh, cuánta razón tuvo el Salvador de los hombres al prometer el futuro a los corazones dulces, a los corderos inmolados!… ¡Un hombre que sólo la amara, Celeste, la adoraría después de su sublime impulso en la mesa! ¡Pero sólo a la inocencia corresponde consolar a los mártires!… ¡Es usted una buena joven, y será una de esas mujeres que son a la vez la gloria y la felicidad de una familia! ¡Feliz quien tenga la dicha de gustaros!
—Querida madrina, ¿qué piensa de mí el señor Félix?…
—Él te aprecia, ángel mío, y yo rogaré a Dios por vosotros…
—¡Si usted supiera cómo me hace dichoso que mi padre pueda prestar ese servicio al señor Thuillier…, y cuánto yo quisiera ser útil a su hermano!…
—En fin —dijo Celeste—, ¿ama usted a toda la familia?
—¡Pues sí! —respondió Félix.
El verdadero amor se envuelve siempre con los misterios del pudor hasta en sus expresiones, pues que se prueba por sí mismo; no siente la necesidad, como el falso amor, de hacer un incendio, y un observador, si hubiese podido entrar uno en el salón Thuillier, hubiera hecho un libro comparando las dos escenas y viendo las enormes preparaciones de Teodosio y las simplicidades de Félix: uno era la naturaleza, el otro la sociedad; lo verdadero y lo falso frente a frente. En efecto, viendo a su hija contenta, exhalando el alma por todos los poros de su cara y bella como una jovencita cortando las primeras rosas de una declaración indirecta, Flavia tuvo un momento de celos, y acercándose a Celeste le dijo al oído:
—No te conduces bien, hija mía; todo el mundo os observa, y tú te comprometes hablando tanto tiempo sola con el señor Félix, sin saber si eso nos conviene.
—¡Pero mamá; mi madrina está con nosotros!
—¡Ah, perdón!, querida amiga, no la veía…
—Hace usted como todo el mundo —replicó Félix. Esta frase molestó a Flavia, que la recibió como una flecha; mirando a Félix altivamente, dijo a Celeste:
—Ven a sentarte acá, hija mía.
Sentóse ella misma junto a la señora Thuillier y designó una silla a su lado.
—Yo me mataré trabajando —dijo entonces Félix a la señora Thuillier— o seré miembro de la Academia de Ciencias, para obtener su mano a fuerza de gloria.
—¡Ah! —se dijo la pobre mujer—, ¡así hubiera yo querido, un sabio dulce y tranquilo, como él! Habría vivido tranquilamente bajo una vida en sombra… ¡Dios mío, tú que no lo has querido, reúne y protege a estos dos niños, que nacieron el uno para el otro!
Y quedó pensativa, escuchando el ruido que hacía su cuñada, un verdadero caballo en el trabajo, ayudando a sus dos criadas, retirando el servicio, desalojando el comedor para prepararlo a los bailarines, vociferando como un capitán de fragata preparándose al ataque:
—¿Tenéis aún jarabe de grosella? ¡Id a comprar horchata! O: ¡No hay bastantes copas; traigan esas seis botellas de vino ordinario que acabo de subir! ¡Cuidad que Coffinet, el portero, no beba! ¡Carolina, hija; quédate tú en el buffet! ¡Os daré una lasca de jamón si aún se baila a la una de la mañana! ¡No derrochéis; tened cuidado de todo! ¡Dame la escoba…, echad aceite en las lámparas…, sobre todo no rompan nada…, arreglen los restos del postre para el buffet! ¡Llamen a mi cuñada, para que ayude! ¡Yo no sé qué piensa esa inútil! ¡Dios mío, qué calmosa es! ¡Bah!; ¡quiten las sillas, para hacer más lugar!
El salón estaba lleno por los Barniol, los Coleville, los Landigeois, los Phellion y todos a quienes el rumor de una fiesta en la casa de los Thuillier, oído en el Luxemburgo entre las dos y las cuatro de la tarde, hora en que la burguesía del barrio se pasea, había atraído.
—¿Ya está todo listo? —preguntó Coleville, irrumpiendo en el comedor—. Son las nueve, y están todos apretados, como sardinas, en el salón. Cardot, su mujer, su hijo, su hija y su futuro yerno acaban de llegar, acompañados del joven sustituto Vinet. ¿Pasamos el piano del salón aquí?
Y dio la señal ensayando su clarinete, cuyos alegres sones fueron acogidos con un hurra en el salón.
Es inútil describir un baile de esta clase. Las ropas, las caras, las conversaciones, todo estaba en armonía con un detalle que bastará a la imaginación menos viva. En todo caso, un solo detalle sirve de muestra, por su color y su carácter: en bandejas descoloridas se pasaban vasos comunes llenos de vino puro, de agua con vino o de agua azucarada. Las bandejas donde se veían vasos de horchata o de jarabe se ausentaban frecuentemente. ¡Había cinco mesas de juego, veinticinco jugadores, dieciocho bailarines! A la una de la mañana se comenzó una extravagante contradanza, vulgarmente llamada la Boulangère, donde tomaron parte la señora Thuillier, Brigitte, la señora Phellion y Phellion padre, y Dutocq figuraba con la cabeza velada, a la manera de las cabilas. Los criados que esperaban a sus amos y los de la casa hicieron de público, y como esta interminable contradanza duró una hora, se quiso llevar en triunfo a Brigitte, cuando ésta anunció la cena.
Tanto se divertían las matronas como las jóvenes, y Thuillier dijo:
—¡Esta mañana no sabíamos que tendríamos una fiesta semejante!
—Nunca se divierte uno tanto —dijo el notario Cardot— como en estos bailes improvisados. ¡No me habléis de esas reuniones donde cada uno viene preparado!
Esta opinión constituye un axioma en la burguesía.
La Boulangère terminada, Teodosio sacó a Dutocq del buffet, donde comía un sandwich de lengua, para decirle:
—Vámonos; debemos estar mañana temprano en casa de Cerizet para tener todos los detalles del asunto; hay que pensarlo mucho, pues no es tan fácil como piensa Cerizet.
—¿Por qué? —preguntó Dutocq, viniendo a comer su sandwich al salón.
—¿Pero usted no conoce las leyes?… Yo sé lo bastante para estar enterado de los peligros del negocio. Si el notario quiere la casa y nosotros se la quitamos, le queda el recurso de la subasta para readquirirla, y él podrá esconderse bajo la piel de un acreedor inscrito. En la legislación actual del régimen hipotecario, cuando una casa se vende a petición de un acreedor, si el precio que alcanza la adjudicación no basta para pagar a todos los acreedores, éstos tienen derecho a sacarla a subasta, y el notario, una vez que se la hayamos hecho, se preparará.
—¡Es cierto! —dijo Dutocq—. ¡Bien; iremos a ver a Cerizet!
Estas palabras, «iremos a ver a Cerizet», fueron oídas por el abogado Minard; pero no tenían ningún sentido para él. Ambos hombres estaban tan lejos de él, de su camino y de sus proyectos, que los escuchó sin comprenderles.
—Éste ha sido uno de los más bellos días de nuestra vida —dijo Brigitte cuando se encontró sola con su hermano en el salón desierto, a las dos y media de la madrugada—. ¡Qué gloria ser así escogido por sus conciudadanos!
—No te equivoques, Brigitte; todo eso se lo debemos a un hombre…
—¿A quién?
—A nuestro amigo La Peyrade.
La casa donde se dirigieron, no al día siguiente, lunes, sino el martes, Dutocq y Teodosio es uno de los rasgos salientes en la fisonomía del barrio Saint-Jacques, tan importante como la casa de Thuillier o la de Phellion. No se sabe (es verdad que no existe una comisión encargada de estudiar ese fenómeno), no se sabe cómo ni por qué los barrios de París se degradan y encanallan moral y físicamente; cómo el asiento de la Corte y de la Iglesia, el Luxemburgo y el barrio Latino, se convierten en lo que son hoy, a pesar de uno de los más bellos palacios del mundo, a pesar de la cúpula audaz de Santa Genoveva, la de Mausard, en el Val-de-Grâce, y los encantos del Jardin-des-Plantes; por qué la elegancia de la vida se va; cómo las casas Vauques, las Phellion, las Thuillier, pululan, con los pensionados, sobre los palacios de los Estuardos, de los cardenales Mignon, Duferron, y por qué el fango, las bajas industrias y la miseria se apoderan del centro en vez de mostrarse lejos de la vieja y noble ciudad… Una vez muerto el ángel cuya bondad protegía al barrio, llegó la usura de última clase. Al consejero Popinot sucedía un Cerizet, y cosa extraña, el efecto producido, socialmente hablando, era el mismo. Popinot prestaba sin interés y sabía perder; Cerizet no perdía nada y obligaba a los miserables a trabajar mucho, a tener formalidad. Los pobres adoraban a Popinot, pero no odiaban a Cerizet. Aquí funcionaba la última rueda de la finanza parisiense. Arriba, la casa Nucingen, los Keller, los Du Tillet, los Mongenod; un poco más abajo, los Palma, los Gigonne, los Gobsek; más abajo aún, los Samanon, los Chaboisseau, los Barbet; luego, en fin, después del Monte de Piedad, ese rey de la usura que tiende sus lazos en las esquinas de las calles para estrangular todas las miserias, un Cerizet.
Era ésta una casa devorada por el salitre, cuyos muros, manchados de verde, sudaban, apestaban como esos hombres, situada en la esquina de la calle de las Gallinas, ocupada por un tabernero de última clase, cuya taberna, pintada de rojo vivo, se adornaba con cortinas rojas y lucía un mostrador de plomo, armado de formidables barrotes.
Encima de la puerta de un pasillo horrible se balanceaba un farol, sobre el que se leía: Hotel con pensión. La casa, medio en ruinas, pertenecía al tabernero, que ocupaba la mitad del piso bajo y el entresuelo. La señora viuda Poiret dirigía el hotel, que ocupaba el primero, el segundo y el tercer piso, habitado por los estudiantes más pobres.
Cerizet ocupaba una pieza en el bajo y una en el entresuelo, adonde se subía por una escalera interior, con ventanas a un horrible patio enlosado, de donde subían olores mefíticos. Cerizet pagaba cuarenta francos al mes por sus comidas a la viuda Poiret; haciéndose su pensionista consiguió la amistad de la hotelera y la del tabernero, procurándole una venta enorme; beneficios realizados antes de levantarse el sol. La taberna del señor Cadenet se abría antes que la oficina de Cerizet, que comenzaba sus operaciones los martes hacia las tres de la mañana en verano, hacia las cinco en invierno.
La hora del gran mercado, donde iban muchos de sus clientes, determinaba la de su vergonzoso comercio. Así, Cadenet, en consideración a esta clientela, debida enteramente a Cerizet, le cobraba solamente ochenta francos por año de alquiler, con un contrato de doce, que sólo Cerizet tenía derecho a romper sin indemnización. Cadenet mismo traía todos los días una excelente botella de vino para la comida de su precioso inquilino, y cuando Cerizet se encontraba sin dinero le bastaba decir a su amigo: «Cadenet, préstame cien escudos». Pero los devolvía siempre religiosamente. Decíase que Cadenet tenía la prueba de que la viuda Poiret había prestado dos mil francos a Cerizet, lo que explicaría el progreso de sus negocios desde el día en que viniera a establecerse en el barrio; con un último billete de mil francos y la protección de Dutocq. Cadenet, animado por una avaricia que el éxito aumentaba, había propuesto a Cerizet desde principio del año una veintena de miles de francos. Cerizet rehusaba, con el pretexto de que se corrían riesgos cuyas desgracias serían causa de litigios entre socios.
—Lo único que puedo hacer es tomarlos al seis por ciento, y mejor negocio que ese lo hace usted por su cuenta —había dicho a Cadenet—. Asociémonos más tarde para un negocio serio; pero una buena ocasión vale por lo menos cincuenta mil francos; cuando tenga esa suma, hablaremos…
Cerizet había dado el negocio de la casa a Teodosio, después de convencerse de que entre ellos tres, la viuda Poiret, Cadenet y él, jamás podrían reunir cien mil francos.
El prestamista tenía algunas mañanas hasta sesenta u ochenta personas esperando en el corredor, en la taberna, sentados en la escalera o en la oficina, donde el desconfiado Cerizet no admitía más de seis personas de una vez. Los primeros llegados conservaban su puesto, y como nadie pasaba más que por su número, el tabernero o su mozo numeraban los hombres en el sombrero y las mujeres en la espalda.
Los números primeros se vendían y cambiaban por los últimos. Ciertos días en que los negocios del mercado exigían rapidez, un número de los primeros se compraba por un vaso de aguardiente y cinco céntimos. Los números que salían llamaban a los siguientes al gabinete de Cerizet, y cuando se levantaban disputas, Cadenet imponía silencio diciendo:
—Cuando hagan venir a la policía, ¿qué adelantarán? Él tendrá que cerrar.
Él era el nombre de Cerizet. Si, durante el día, una pobre mujer desesperada, sin pan en la casa, venía a pedir un franco:
—¿Está él? —era la palabra que dirigía al tabernero o a su mozo.
Cadenet, pequeño y gordo, vestido de azul con manguillo negro y delantal de tabernero, parecía un ángel a los ojos de aquellas pobres madres, cuando respondía:
—Él me ha dicho que usted es una mujer honrada y que le diera dos francos…
Y, cosa increíble, él era bendecido como bendecían en otro tiempo a Popinot.
Se le maldecía el domingo por la mañana al arreglar las cuentas; se le maldecía en todo París, el sábado, cuando se trabajaba a fin de devolver la suma prestada y el interés. Pero él era la providencia, Dios, del martes al viernes de cada semana.
La pieza que le servía de gabinete fue, en otro tiempo, la cocina del primer piso. El techo, blanco de cal, estaba sucio de humo. Los muros, a lo largo de los cuales había colocado bancos, y el piso de asperón, guardaban la humedad. La chimenea había sido reemplazada por una estufa de hierro. Junto a la campana de la antigua chimenea se extendía una especie de tarima de medio pie de alto y una toesa cuadrada de extensión, donde había una mesa de última calidad y un sillón de madera y cuero verde.
En el fondo de esta pieza, en un ángulo, se veía una escalera, procedente de algún almacén demolido y que Cadenet comprara en la calle Chapon. Ajustada en el piso del entresuelo, suprimía toda comunicación con el primer piso. La puerta del entresuelo que daba a la escalera fue tapiada por exigencia de Cerizet. Así su domicilio era una fortaleza. Arriba, el cuarto de este hombre tenía por todo mobiliario una alfombra comprada por veinte francos, una cama de pensionista, una cómoda, dos sillas, un sillón y una caja de hierro que servía de escritorio, construida por un excelente cerrajero y comprada de ocasión. Cerizet se afeitaba frente al espejo de la chimenea; poseía dos pares de sábanas de indiana y seis camisas de percal. Una o dos veces Cadenet vio a Cerizet vestido elegantemente; él escondía, pues, en la última gaveta de la cómoda, un disfraz completo con el que podía alternar en sociedad y no ser reconocido.
Lo que más agradaba de este hombre a sus compinches era su jovialidad, sus chistes. Hablaba su lenguaje. Cadenet, sus dos mozos y Cerizet, viviendo en el seno de las más horribles miserias, conservaban la indiferencia del sepulturero con los dolientes o de los viejos sargentos de la guardia en medio de los muertos. Ya no se enternecían al escuchar los gritos del hambre, de la desesperación, como no se enternecen los cirujanos oyendo a sus pacientes en los hospitales, y decían como los soldados o los enfermeros: «Tened paciencia; ¡un poco de valor! ¿De qué sirve desolarse?… A todo se acostumbra uno; un poco de razón», etcétera.
Como Cerizet tenía la precaución de esconder el dinero necesario para su operación de la mañana en un doble fondo de su sillón y no tener en el bolsillo más que cien francos para la operación del momento, no tenía nada que temer de las diferentes desesperaciones, venidas de todas partes a estas citas de dinero.
Ciertamente, existen muchas maneras de ser probo o virtuoso, y la Monografía de la virtud[2] no tiene otra base que este axioma social. El hombre falta a su conciencia, falta a su delicadeza —flor del honor que, perdida, no acarrea aún la desconsideración general—, falta, en fin, al honor y aún no va a la Policía correcional; ladrón, aún no llega a la Audiencia; y por fin, después de la Audiencia, puede ser honrado en la cárcel, si lleva esa especie de probidad de los delincuentes, que consiste en no denunciarse, compartir lealmente, correr los mismos peligros. Pues bien: esta última probidad, cuya práctica brinda todavía ocasiones de grandeza y de retorno al bien, reinaba absolutamente entre Cerizet y sus gentes. Nunca Cerizet cometía errores, ni sus pobres tampoco: nunca se negaban recíprocamente capital ni intereses. Varias veces, Cerizet, salido del pueblo, había rectificado una semana después un error involuntario en beneficio de una pobre familia que no se había dado cuenta. Así pasaba por un perro, pero un perro honrado; su palabra, en medio de esta ciudad doliente, era sagrada. Una mujer murió debiéndole treinta francos:
—¡Vean mis ganancias! —dijo a su asamblea—; y después habláis de mí. Sin embargo yo no molestaré a los pequeños… Y Cadenet les ha llevado pan.
Después de ese rasgo, hábil cálculo por cierto, se decía de él en los dos barrios:
—¡No es un mal hombre!…
El préstamo a la semana, entendido como lo entendía Cerizet, no es, guardando proporciones, una llaga tan cruel como la del Monte de Piedad. Cerizet daba diez francos el martes, a condición de recibir doce el domingo por la mañana. En cinco semanas doblaba su capital, pero en cambio hacía muchas transacciones. Su bondad consistía en no recobrar de vez en cuando más que once francos cincuenta céntimos, dejando el resto de los intereses a cobrar. Cuando daba cincuenta francos por sesenta a un pequeño frutero, o cien francos por ciento veinte a un verdulero, corría sus riesgos.
Llegando por la calle de Correos a la calle de las Gallinas, Teodosio y Dutocq vieron un grupo de hombres y mujeres, a la luz de los quinqués del tabernero, se espantaron de esta masa de caras rojas, carcomidas, arrugadas, serias de sufrir, mustias, inquietas, calvas, gordas por el vino, enflaquecidas por los licores, unas amenazantes, otras resignadas, otras burlonas, aquellas espirituales, esotras atonadas, elevándose por encima de terribles andrajos que el dibujante no sobrepasa jamás en sus más extravagantes fantasías.
—¡Me van a reconocer! —dijo Teodosio a Dutocq—; hemos hecho una estupidez en venir a buscarle en medio de sus funciones…
—Y algo peor que no recordamos… Claparon está en su buhardilla, cuyo interior no conocemos. Escuche: hay inconvenientes para usted y no los hay para mí, que puedo tener que hablar con mi copista; yo iré a decirle que venga a comer con nosotros; nos citaremos en la Chaumière, en uno de los gabinetes del jardín…
—Malo; podemos ser oídos sin darnos cuenta; mejor en el Petit Rocher-de-Cancale: entraremos en un reservado y hablaremos bajo.
—¿Y si le ven con Cerizet?
—¡Ya sé! Vayamos al Cheval Rouge en el muelle de la Tournelle.
—Eso es mejor; a las siete no habrá nadie.
Dutocq avanzó solo en medio de aquel congreso de bribones, escuchando su nombre al pasar; tan fácil era que él encontrase delineantes como que Teodosio encontrase clientes.
En esos barrios, el juez de paz es el Tribunal supremo, y todos los asuntos terminan allí, sobre todo después de la ley que hace competente a este Tribunal en los asuntos en que el valor del litigio no pase de ciento cuarenta francos. Las gentes abrieron camino al escribano, no menos tímido que el juez de paz. En los escalones vio Dutocq mujeres sentadas: horrible exposición semejante a la de flores expuestas en gradas y entre las cuales había jóvenes, pálidas, enfermas; la diversidad de colores, de boinas, de ropas, de delantales, hacía la comparación tal vez más exacta de lo que debe ser una comparación. Dutocq casi se asfixió cuando abrió la puerta de la pieza por donde sesenta personas habían pasado dejando sus olores.
—¿Su número? ¿El número? —gritaron muchas voces.
—¡Cierren el pico! —gritó una voz enronquecida desde la calle—; es la pluma de la justicia de paz.
Se hizo el más profundo silencio. Dutocq encontró a su copista vestido con un chaleco de piel amarilla como los guantes de los gendarmes.
—No puede ser así, papá Lantiméche —decía Cerizet a un viejo alto, como de setenta años, que le escuchaba con su boina de lana roja en la mano, al aire la calva cabeza y mostrando al través de su mala blusa de obrero un pecho cubierto de pelos blancos—; no puede ser; ¡póngame al corriente de lo que quiere hacer! Cien francos, aunque sea a condición de devolver ciento veinte, no se dejan ir así como quien no les da importancia…
Los otros cinco clientes, entre los que había dos mujeres, una tejiendo y otra amamantando a un niño, rompieron a reír.
Al ver a Dutocq Cerizet se levantó respetuosamente para saludarle, agregando:
—Tiene tiempo de reflexionar.
Y dirigiéndose a Dutocq:
—¡Es demasiado! Cien francos que me pide un viejo camarada cerrajero.
—¡Pero se trata de un invento!… —exclamó el viejo obrero.
—¡Un invento y pide cien francos!… —dijo Dutocq—. Usted no conoce las leyes; hacen falta dos mil francos; la patente, se necesitan recomendaciones…
—Es cierto —dijo Cerizet—. Escuche, papá Lantiméche, venga mañana por la mañana, a las seis, y hablaremos: no se habla de un invento en público…
Y Cerizet atendió a Dutocq, cuya primera palabra fue:
—¡Si el asunto es bueno, a partes iguales!…
—¿Por qué se ha levantado tan temprano? Supongo que no sería para venir a decirme eso —preguntó el desconfiado Cerizet, molesto por aquel a partes iguales—. Usted podría haberme visto en el Juzgado.
Y miró desconfiadamente a Dutocq, quien a pesar de estar diciendo la verdad, hablando de Claparon y de la necesidad de trabajar rápidamente en el negocio de Teodosio, parecía vacilante. Luego salió, después de darle cita.
—De todos modos, podía haberme visto en el Juzgado… —respondió Cerizet, acompañando a Dutocq hasta la puerta.
—¡Este tipo —se decía mientras volvía a ocupar su puesto— apagó el farol para que yo no vea!… Tendré que dejar mi puesto de copista… ¡Ah!, ¿es usted, mamaíta? —dijo en voz alta—; usted inventa hijos… ¡Es divertido eso, aunque el truco es bien conocido!
Sería inútil relatar la entrevista de los tres socios, pues lo convenido fue la base de las confidencias de Teodosio a la señorita Thuillier; pero es necesario decir que la habilidad desplegada por La Peyrade casi espantó a Cerizet y Dutocq. Desde este momento el banquero de los pobres tuvo en germen en su conciencia la idea de retirarse del juego, al verse en compañía de jugadores tan fuertes. Ganar la partida a toda costa, triunfando sobre los más hábiles, aunque sea por medio de trampas, es una inspiración de la vanidad muy particular en los amigos del tapete verde. De aquí vino el terrible golpe que La Peyrade había de recibir.
Él conocía bien a sus dos socios, y por ello, más que la perpetua vigilancia de sus fuerzas intelectuales y que los cuidados que exigía el manejo de su personaje de diez caras, le fatigaba el tratar con ellos. Dutocq era un gran bribón y Cerizet había sido actor; ambos eran prácticos en el engaño. Una cara inmóvil, a lo Talleyrand, les hubiera hecho separarse del provenzal; para moverse entre ellos se necesitaba una tranquilidad, una confianza y un actuar franco que es ciertamente el colmo del arte. Ganarse a los espectadores del patio de butacas es un triunfo diario; pero engañar a la señorita Mars, Federico Lemaître, Potier, Tala o Monrose[3] es el colmo del arte.
La entrevista tuvo por resultado principal el terrible miedo que llenó a La Peyrade durante la última parte de la difícil partida.
Al día siguiente el provenzal fue a comer con los Thuillier, y bajo el pretexto vulgar de una visita a la señora de Saint-Fondrille, Thuillier se marchó con su esposa para dejar solos a Teodosio con Brigitte.
—Joven, no abuse de la inocencia de mi hermana, respétela —dijo solemnemente el viejo bello del Imperio antes de salir.
—¿Ha pensado usted, señorita —comenzó Teodosio, acercando su sillón a la butaca donde tejía Brigitte—, ha pensado usted en que el comercio del barrio coopere en interés de su hermano?…
—¿Y cómo? —preguntó ella.
—Usted está en relaciones comerciales con Barbet y Metivier.
—¡Ah! ¡Tiene razón! ¡No es usted tonto! —respondió ella, después de una pausa.
—¡Cuando se ama a la gente, se la sirve! —respondió el provenzal sentenciosamente.
Seducir a Brigitte era, en esta larga batalla comenzada dos años antes, como ocupar el gran reducto de la Moscowa, el punto culminante. Pero de esta solterona había que posesionarse como el diablo en la Edad Media se posesionaba de las gentes: haciendo imposible en ella todo despertar. Tres días llevaba La Peyrade estudiando el asunto para llegar al conocimiento de las dificultades. La adulación, ese medio infalible en manos hábiles, fracasaba con una mujer que, desde mucho tiempo antes, sabía no tener ninguna belleza. Pero el hombre de voluntad no encuentra nada inexpugnable. Por ello es por lo que no debe omitirse nada de lo sucedido en la memorable escena; cada cosa con su valor: las pausas, los ojos bajos, las miradas, las inflexiones de voz.
—Mas… —respondió Brigitte— usted nos ha probado ya que nos quiere mucho…
—¿Su hermano le ha dicho algo?…
—No; él me dijo solamente que usted tenía que hablarme…
—Sí, puesto que es usted el hombre de la familia; pero pensándolo bien, he encontrado demasiados peligros para mí en este asunto; sólo tratándose de íntimos amigos puede uno comprometerse así… Se trata de toda una fortuna, treinta o cuarenta mil francos de renta, y sin la menor especulación… ¡un inmueble!… La necesidad de dar a Thuillier una fortuna me convenció al principio… Esto hace sospechar, como le dije a él… pues que, a menos de ser imbécil uno se pregunta: «¿Por qué nos quiere favorecer tanto?». Y, como le dije: trabajando para él sé que trabajo para mí. Si él quiere ser diputado, dos cosas son absolutamente necesarias: pagar impuestos y hacerse un hombre recomendable por una especie de celebridad. Si llevo mi devoción por él hasta el extremo de pensar en ayudarle a hacer un libro sobre el crédito público o sobre no importa qué… tenía derecho también a pensar en ayudarle a conseguir una fortuna… y sería absurdo de vuestra parte el regalarle esta casa…
—¿Para mi hermano?… ¡Mañana la pondré a su nombre!… —exclamó Brigitte—. Usted no me conoce…
—Yo no la conozco enteramente —dijo La Peyrade—, pero sé de usted cosas que me han hecho lamentarme por no haberos puesto al corriente de todo en el momento en que concebí el plan al cual Thuillier deberá su elección. ¡Al día siguiente había celosos y por tanto había un trabajo rudo que hacer!
—Y en el negocio… —preguntó Brigitte—, ¿en qué consisten las dificultades?
—Señorita, las dificultades vienen de mi conciencia… y yo no haré nada en este asunto hasta no haber consultado con mi confesor… En lo que corresponde al mundo, ¡oh!, el negocio es perfectamente legal, y yo soy un abogado colegiado, miembro de una corporación rígida, e incapaz de proponer un negocio que diese lugar a críticas… Mi excusa principal será la de no ganar nada con ello…
Brigitte estaba sentada sobre ascuas: rompía la lana, la anudaba y no sabía qué decir ni hacer.
—Hoy no se consigue —opinó al fin— una renta de cuarenta mil francos de un inmueble, a menos de intervenir un millón ochocientos mil francos…
—Yo le garantizo que usted verá el inmueble, estimará la renta probable y que puedo hacer propietario a Thuillier por cincuenta mil francos.
—¡Ah, bien! Si usted nos hace obtener eso —exclamó Brigitte, llegada al más alto grado de avaricia—, hágalo, querido Teodosio, y…
Se detuvo.
—¿Qué, señorita?
—Tal vez trabajará para usted mismo…
—¡Ah!, si Thuillier le ha dicho mi secreto, abandono la casa inmediatamente.
Brigitte levantó la cabeza.
—¿Le ha dicho que amo a Celeste?
—¡No, palabra de mujer honrada! —gritó Brigitte—; pero yo iba a hablaros de ella.
—¡Ofrecérmela!… ¡Oh!, que Dios nos perdone; yo no quiero deberla más que a ella misma, a sus padres, o bien dejar que ella escoja… No, yo no quiero de ustedes más que benevolencia, protección… Prométame, como Thuillier, por pago de mis servicios, su influencia, su amistad; dígame que usted me ha de tratar como a un hijo… Y entonces, yo os consultaré…, aceptaré vuestra opinión y no hablaré con mi confesor. Hace dos años que observo la familia donde yo quisiera llevar mi nombre y mis energías… pues confío en mi futuro…, Posee usted una probidad como las de antaño, un juicio recto e inflexible… Conoce los negocios y a uno le gusta tener esas cualidades junto a sí… Con una madre como usted, encontraré mi vida interior desembarazada de una multitud de detalles de fortuna, que estorban el camino en política cuando hay que ocuparse de ellos… Yo la admiré de veras el domingo por la noche… ¡Ah! ¡Qué bien estuvo usted! En diez minutos yo creo que estaba el comedor preparado… Y, sin salir de la casa, encontró usted cuanto hacía falta para los refrescos, para la cena… «He aquí, me decía yo, una verdadera mujer administradora…»
Las narices de Brigitte se dilataron, respiraba las palabras del abogado mientras él la examinaba de reojo para ver el efecto de su triunfo. Había tocado la cuerda sensible.
—¡Ah! —dijo—, estoy habituada al menaje, soy práctica en eso…
—¡Interrogar a una conciencia neta y pura! —continuó Teodosio—: ¡eso me basta!
Estaba en pie, tornó a sentarse y dijo:
—He aquí nuestro negocio, querida tía… porque usted será un poco mi tía…
—¡Cállese, mala persona!… —dijo Brigitte— y hable del asunto…
—Voy a decirle las cosas crudamente, y fíjese que me comprometo al decírselas, pues que esos secretos los debo a mi posición de abogado… ¡Piense usted que cometemos juntos un crimen de leso gabinete! Un notario de París se asoció con un arquitecto, compraron terrenos y construyeron; en estos momentos hay un fracaso…; se engañaron en sus cálculos…; no nos ocupemos de esto… Entre las casas que su compañía ilícita —ilícita, porque los notarios no deben tener negocios de construcciones— construyó, hay una que, por no estar terminada, sufre tan gran depreciación que será puesta a la venta en cien mil francos, aunque el terreno y la construcción han costado cuatrocientos mil. Sólo faltan para terminar algunos interiores. Es fácil calcular lo que costaría terminarlos, consultando a unos contratistas; pero de todos modos no pasarán los gastos de cincuenta mil francos. Ahora bien: por su posición, la casa rentará más de cuarenta mil francos, impuestos pagados. Es toda de piedra labrada; la fachada cubierta de bellísimas esculturas; ¡más de veinte mil francos se gastaron en ellas!; las ventanas, de cristal, con herrajes del nuevo sistema llamado de crémone.
—¡Y bien!, ¿en qué consiste la dificultad?
—Hela aquí: el notario se ha reservado esta parte del pastel que se ve obligado a abandonar, y él es, bajo el nombre de un amigo, uno de los licitadores que concurren, al ser subastada por el síndico de la quiebra; la demanda no se entabló, cuesta demasiado caro, y se vende sobre publicaciones voluntarias; ahora bien: este notario se ha dirigido, para poder adquirir, a uno de mis clientes pidiéndole su nombre; mi cliente es un pobre diablo, y me dijo: «Hay una fortuna, quitándole ese negocio al notario…».
—¡En el comercio eso se hace!… —dijo vivamente Brigitte.
—Si no hubiese más que esa dificultad —continuó Teodosio—, eso sería, como decía uno de mis amigos a un alumno suyo que se quejaba de las dificultades que presentan las obras maestras de la pintura: «¡Ah, amigo mío, si no fuese así, las harían los lacayos!». Pero señorita, si se logra burlar a este odioso notario, quien, créalo, bien merece ser burlado, pues ha comprometido muchas fortunas particulares, como es un hombre muy fino, será tal vez muy difícil burlarlo dos veces. Cuando se compra un inmueble, si los que han prestado dinero para construirlo no están contentos de perderlo por la insuficiencia del precio, tienen el derecho, en un cierto plazo, a recurrir, ofreciendo mayor cantidad y quedándose con el inmueble. Si no se puede engañar a este engañador hasta el fin del plazo dado para recurrir, es necesario cambiar de astucia. Pero ¿es legal este negocio?… ¿Puede llevarse para beneficio de la familia en la que se quiere entrar?… He aquí lo que me pregunto desde hace tres días…
Brigitte, hay que confesarlo, dudaba, y Teodosio utilizó entonces su último recurso.
—Tomad la noche para reflexionar; mañana hablaremos…
—Escuche, amigo mío —dijo Brigitte mirando al abogado con dulzura casi amorosa—, antes de nada habría que ver la casa. ¿Dónde está?
—¡En los alrededores de la Magdalena! ¡Ése será el corazón de París dentro de diez años! ¡Y, si usted supiera, desde 1819 se pensaba en esos terrenos! ¡La fortuna del banquero Du Tillet viene de ahí!… La famosa quiebra del notario Roguien, que sembró el pánico en París y dio tan rudo golpe al notario, golpe que arrastró al célebre perfumista Birotteau, no tuvo otra causa; ellos especulaban un poco temprano sobre esos terrenos.
—Recuerdo eso —respondió Brigitte.
—La casa podrá, sin duda, estar terminada para fin de año, y los inquilinos podrán venir desde mediados del próximo.
—¿Podemos ir mañana?
—Bella tía, estoy a sus órdenes.
—¡Ah!, cuidado con eso; no me llaméis jamás así delante de la gente. En cuanto al negocio —continuó—, no puede decirse nada hasta haber visto la casa.
—Tiene seis pisos, nueve ventanas de fachada, un bello patio, cuatro locales comerciales y ocupa una esquina. ¡Oh!, el notario no es tonto, ¡vaya a verla! Viene un acontecimiento político y las rentas y los negocios se derrumban. En su lugar, yo vendería todo lo que posee la señora Thuillier y todo lo que usted posee, para comprar a Thuillier este bello inmueble; luego se reharía la fortuna de esta pobre devota con las futuras economías… Las rentas, ¿pueden ir más alto de lo que lo están hoy?… ¡Ciento veintidós! Es fabuloso; hay que apurarse.
Brigitte se chupaba los labios, viendo la manera de guardar sus capitales y de enriquecer a su hermano a costa de la señora Thuillier.
—Mi hermano tiene razón —dijo a Teodosio—: es usted un hombre raro, e irá muy lejos…
—¡Él irá delante de mí! —respondió Teodosio con una ingenuidad que emocionó a la solterona.
—Usted será de la familia —dijo ella.
—Habrá sus obstáculos —objetó Teodosio—; la señora Thuillier está un poco loca y no me quiere bien.
—¡Ah! ¡No faltaba más!… —exclamó Brigitte—. Hagamos el negocio, si es factible, y deje sus intereses en mis manos.
—Thuillier, miembro del Consejo general, propietario de un inmueble alquilado en cuarenta mil francos, condecorado, publicando una obra política, grave, seria… será diputado en las elecciones de 1842. Pero entre nosotros, tiíta: uno no puede dedicarse a un hombre de ese modo si este hombre no es un verdadero suegro.
—Tiene usted razón.
—Si es verdad que yo no tengo fortuna, habré en cambio duplicado la vuestra; y si este negocio se hace discretamente, buscaré otros semejantes…
—Mientras que yo no haya visto la casa no puedo inclinarme hacia nadie…
—¡Muy bien! Tomad mañana un coche e iremos; yo conseguiré un permiso para ver la casa…
—Hasta mañana hacia mediodía —respondió Brigitte, tendiendo la mano a Teodosio para que éste la estrechase; pero el provenzal depositó en ella el beso más tierno y más respetuoso que Brigitte recibiera jamás.
—¡Adiós, hijo mío! —dijo ella cuando llegaron a la puerta.
Luego llamó a una de sus criadas:
—Josefina, vaya inmediatamente a casa de la señora Coleville y dígale que venga a hablar conmigo.
Un cuarto de hora después Flavia entraba en el salón donde Brigitte se paseaba presa de terrible agitación.
—Querida, se trata de hacerme un gran servicio que concierne a nuestra querida Celeste… Usted conoce a Tullia, la bailarina de la ópera; yo he oído hablar mucho de ella a mi hermano en un tiempo…
—Sí, querida; pero ya no es bailarina: ahora es la señora condesa de Bruel. ¿No es par de Francia su marido?…
—¿Es aún amiga vuestra?
—Hace tiempo que no nos vemos…
—Bueno, pues yo sé que Chaffraroux, el rico contratista, es tío de ella… —dijo la solterona—. Vaya a ver a su antigua amiga y consiga una carta para su tío, en la que le diga que será prestarle un gran servicio el darle consejos de amigo sobre el negocio que usted le consultará, y mañana a la una iremos a verle usted y yo. ¡Pero que la sobrina recomiende el más grande secreto a su tío! ¡Id, hija mía! Celeste, nuestra querida hija, será millonaria y tendrá, conseguido por mí, un marido que la llevará al pináculo de la gloria.
—¿Quiere usted que le diga la primera letra de su nombre?
—Diga…
—¡Teodosio de la Peyrade! Tiene usted razón. ¡Es ése un hombre que, sostenido por una mujer como usted, llegará a ministro!…
—Es Dios quien lo ha traído a nuestra casa —exclamó la solterona.
En ese momento volvían el señor y la señora Thuillier.
Cinco días después, en el mes de abril, la orden que convocaba a los electores para elegir miembro al Consejo municipal apareció en el Monitor.
Desde un mes antes funcionaba el ministerio llamado del Primero de Marzo. Brigitte estaba del mejor humor del mundo, pues había comprobado la verdad de lo dicho por Teodosio. La casa, visitada de arriba abajo por el viejo Chaffraroux, fue reconocida por él como una obra maestra de construcción; el pobre Grindot, el arquitecto interesado en los negocios del notario y de Claparon, creyó que trabajaba para él; el tío de la señora de Bruel pensó que se trataba de los intereses de su sobrina, y dijo que con treinta mil francos terminaría la casa. Por todo esto, desde hacía una semana La Peyrade era el dios de Brigitte; ella le probaba, con los argumentos más ingenuamente deshonestos, que a la fortuna había que cogerla cuando se presentaba.
—Y bien, si hay en esto algún pecado —le decía ella en el jardín—, se confiesa usted…
—¡Vaya, mi amigo —exclamó Thuillier—, qué diablos, uno se debe a sus parientes!
—Yo me decidiré —respondió La Peyrade, con voz emocionada—, pero con las condiciones que voy a poner. No quiero, al casarme con Celeste, que se me pueda tachar de avidez, de avaricia… Si ustedes me hacen tener remordimientos, haced también, por lo menos, que siga siendo lo que soy a los ojos del público. No dé a Celeste, mi viejo Thuillier, más que la propiedad sin rentas del inmueble cuya adquisición le proporciono.
—Nada más justo…
—No se despoje de nada —continuó Teodosio— y que mi querida tía haga lo mismo en el contrato. Poned el resto de los capitales disponibles a nombre de la señora Thuillier, y ella hará lo que quiera. Así viviremos en familia, y yo me encargo de hacer mi fortuna una vez que esté sin inquietudes respecto al porvenir.
—Perfectamente —exclamó Thuillier—. Así habla un hombre honrado.
—Déjeme que le bese en la frente, hijo mío —exclamó Brigitte—; mas, como es necesario una dote, nosotros daremos sesenta mil francos a Celeste.
—Para su ajuar —dijo La Peyrade.
—Los tres somos personas de honor —dijo Thuillier—. Ya está dicho; usted nos hace el negocio de la casa, escribiremos juntos mi obra sobre política y usted hace lo necesario para conseguir mi condecoración.
—Todo eso será, como será usted consejero el 1 de mayo. Solamente, mis buenos amigos, guardad el más profundo secreto y no escuchéis las calumnias que me asesinarán cuando todos aquellos a quienes voy a burlar se revuelvan contra mí… Yo seré un miserable, un canalla, un hombre peligroso, un jesuita, un ambicioso, un busca fortunas… ¿Oiréis vosotros todas esas acusaciones con calma?…
—Estad tranquilo —dijo Brigitte.
Desde este momento Thuillier fue buen amigo. Buen amigo era el nombre que le daba Teodosio, con inflexiones de voz tan tiernas, que asombraban a Flavia. Pero tiíta, el nombre que gustaba tanto a Brigitte, no se decía más que en familia y algunas veces delante de Flavia. La actividad de Teodosio y de Dutocq, de Cerizet, de Baret, de Metivier, de los Minard, de los Phellion, de los Landigeois, de Coleville, de Pron, de Barniol y de sus amigos fue excesiva. Grandes y pequeños ponían su mano en la obra. Cadenet consiguió treinta votos en su sección. El 30 de abril, Thuillier fue proclamado miembro del Consejo general del Sena por imponente mayoría. Sólo sesenta votos faltaron para la unanimidad. El 1 de mayo Thuillier se unió al cuerpo municipal para ir a las Tullerías a felicitar al rey con motivo de su santo. Volvió feliz. Había entrado allí siguiendo los pasos de Minard.
Diez días después, un anuncio amarillo avisaba la admisión de ofertas para la subasta de la casa, con un precio de setenta y cinco mil francos; la adjudicación definitiva tendría lugar hacia fines de julio. Sobre esto hubo un convenio entre Cerizet y Claparon, por el cual Cerizet aseguró a Claparon la suma de quince mil francos, de palabra, naturalmente, en el caso de que éste engañase al notario hasta pasado el plazo para recurrir. La señorita Thuillier, enterada por Teodosio, se adhirió completamente a esta cláusula secreta, comprendiendo que había que pagar a los autores de tan infame traición. La suma debía pasar por las manos del digno abogado. Claparon tuvo una cita a media noche en la plaza del Observatorio con su cómplice, el notario.
Este joven, sucesor de Leopoldo Hannequin, había querido correr hacia la fortuna en vez de caminar. En esta entrevista había llegado a ofrecer hasta diez mil francos para comprar su seguridad en el sucio negocio. Este hombre sabía que esta suma era el capital que serviría a Claparon para rehacer su fortuna, y se creyó seguro de él.
—¿Quién, en todo París, podría darme semejante comisión por tal negocio? —le dijo Claparon—. Duerme tranquilo; tengo por comprador visible a uno de esos hombres de honor, demasiado brutos para tener ideas como la vuestra… Es un viejo empleado retirado.
Cuando el notario hizo comprender a Claparon que no obtendría de él más de diez mil francos, Cerizet le ofreció doce mil, para pedir luego a Teodosio quince mil, de los cuales sólo entregó a Claparon tres mil.
Todas estas escenas entre los cuatro hombres estuvieron sazonadas con las más bellas palabras sobre los sentimientos y la honradez, sobre las obligaciones que tienen entre sí los hombres que trabajan juntos. Mientras que estos trabajos submarinos se efectuaban en beneficio de Thuillier, a quien Teodosio se los detallaba, manifestando el más profundo asco por tener que hundirse en tales cosas, los dos meditaban juntos sobre la gran obra que buen amigo debía publicar, y el miembro del Consejo General del Sena se convencía de que no podría jamás llegar a nada sin este hombre de genio, cuyo espíritu y facilidad le maravillaban cada día más, hasta llegar a ver una necesidad en hacerlo su yerno. Desde el mes de mayo Teodosio comía cuatro de los siete días de la semana con el buen amigo.
Éste fue el momento en que Teodosio reinó sin discusión en la familia; tenía la aprobación de todos los amigos de la casa. He aquí cómo. Los Phellion temían enojar a los hermanos Thuillier, que cantaban eternamente los elogios de Teodosio. Con los Minard sucedía lo mismo. Además, la conducta de este amigo de la casa fue constantemente excelente; desarmaba a la desconfianza por su manera de no aparecer en nada; era como un mueble más; hizo creer a los Phellion y a los Minard que él había sido bien pesado y medido por los Thuillier para ser otra cosa que un buen joven a quien se podía ser útil.
—Él cree tal vez que mi hermana le citará en su testamento; no la conoce —dijo un día Thuillier a Minard.
Esta frase, obra de Teodosio, calmó las inquietudes del desconfiado Minard.
—Nos quiere —dijo un día la solterona a Phellion—; pero también es verdad que nos tiene que estar reconocido: le damos su alquiler, casi se alimenta en nuestra casa…
Esta salida de Brigitte, inspirada por Teodosio, repetida de oreja en oreja por todas las familias que ocupaban el salón Thuillier, disipó todos los temores, y Teodosio apoyó todas las frases escapadas a Thuillier y a su hermana con el más vulgar servilismo. En el whist justificaba las faltas de buen amigo. Su sonrisa, benévola y fija como la de la señora Thuillier, estaba dispuesta para todas las tonterías burguesas de los hermanos Thuillier.
Así obtuvo lo que deseaba más ardientemente: el desprecio de sus verdaderos antagonistas. Con ello se hizo una manta para ocultar su potencia. Durante cuatro meses tuvo la cara adormilada de una serpiente que digiere su presa. Corría al jardín con Coleville o Flavia para reír, quitándose la máscara, descansar junto a su futura suegra o dejarse arrastrar por sus impulsos nerviosos y apasionados.
—¿No me tiene usted piedad? —le decía a Flavia la víspera de la adjudicación en que Thuillier adquirió la casa por setenta y cinco mil francos—. ¡Un hombre como yo, subiendo como un gato, callando mis epigramas, comiéndome la hiel…, y sufrir aún sus negativas!
—¡Amigo mío, hijo mío! —decía Flavia, desesperada.
Estas palabras son un termómetro que debe indicar a qué temperatura mantenía este hábil artista su intriga con Flavia. La pobre mujer vacilaba entre su corazón y la moral, entre la religión y la pasión misteriosa.
Mientras tanto, Félix Phellion, con una constancia y devoción dignas de elogio, daba lecciones al joven Coleville; prodigaba sus horas y creía trabajar para su futura familia. Para agradecer sus atenciones, y siguiendo los consejos de Teodosio, se invitaba al profesor a comer los jueves en casa de los Coleville, y el abogado no faltaba nunca. Flavia le hacía una cartera, unas pantuflas, un portatabaco, y el feliz joven exclamaba:
—Yo estoy demasiado bien pagado, señora, con la felicidad que experimento al seros útil.
—Nosotros no somos ricos —respondía Coleville—; pero ¡qué diablos!, debemos ser agradecidos.
El viejo Phellion se frotaba las manos al oír a su hijo cuando volvía de aquellas veladas, y le veía ya esposando a Celeste.
Celeste, sin embargo, cuanto mayor era su amor, más seria y grave devenía con Félix, sobre todo desde que una noche su madre la había sermoneado en la siguiente forma:
—No brindes ninguna esperanza al joven Phellion, hija mía; ni tu padre ni yo somos quién para casarte; hay esperanzas que dependen de ti; se trata mucho menos de gustar a un profesor sin un céntimo que de asegurarte el afecto de Brigitte y el padrino. Si tú no quieres matar a tu madre, ángel mío, sí, matarme… obedéceme en este asunto ciegamente y métete bien en la cabeza que nosotros queremos, ante todo, tu felicidad.
Como la adjudicación definitiva estaba indicada para fines de julio, Teodosio aconsejó a Brigitte tenerlo todo en regla; la víspera vendió ésta todas las acciones públicas de su cuñada y las suyas. La catástrofe del tratado de las cuatro potencias, verdadero insulto a Francia, es un hecho histórico, pero es necesario recordar que, de julio a fines de agosto, las rentas francesas, espantadas por la perspectiva de una guerra, a la que se entregó demasiado el señor Thiers, cayeron en unos veinte francos, y llegó a verse el tres por ciento a sesenta. Eso no fue todo; esta caída financiera influyó sobre los inmuebles de París de manera desagradable, y todos los que estaban en venta se vendieron en baja. Estos acontecimientos hicieron de Teodosio un profeta, un hombre de genio ante los ojos de Brigitte y de Thuillier, a quien la casa fue definitivamente adjudicada por setenta y cinco mil francos. El notario, complicado en este desastre político, se vio en la necesidad de ir al campo unos días, pero guardando con él los diez mil francos de Claparon. Aconsejado por Teodosio, Thuillier hizo un esfuerzo con Grindot, quien creía trabajar para el notario terminando la casa; y como durante este período los trabajos se habían suspendido, el arquitecto pudo acabar satisfactoriamente su obra predilecta.
¡Por veinticinco mil francos doró cuatro salones!… Teodosio exigió que el contrato de gastos fuese escrito y se pusiesen cincuenta mil francos en vez de veinticinco mil. Esta adquisición duplicó la importancia de Thuillier. En cuanto al notario, había perdido la cabeza frente a acontecimientos políticos que fueron como una tempestad en medio de un día espléndido. Seguro de su dominación, fuerte por los servicios prestados y dueño de Thuillier por la obra que hacían en colaboración, pero admirado sobre todo de la discreción de Brigitte, no habiendo hecho nunca alusión a sus dificultades y no hablando jamás de dinero, Teodosio comenzó a tener un aire un poco menos servil que de ordinario. Brigitte y Thuillier le habían dicho:
—Nada podrá hacer que le retiremos nuestra estimación; usted está aquí como en su casa; la opinión de Minard y de Phellion, a la que usted parece temer, tiene el valor de una estrofa de Victor Hugo para nosotros. Por tanto, déjelos decir… ¡Alce la cabeza!
—¡Aún necesitamos de ellos para la elección de Thuillier en la Cámara! —dijo Teodosio—. Seguid mis consejos. Cuando la casa sea bien vuestra, la habréis adquirido por nada, puesto que podréis comprar el tres por ciento a sesenta francos, a nombre de la señora Thuillier, para reintegrarle toda su fortuna… Esperad solamente a la expiración del plazo para recurrir, y preparadme los quince mil francos para nuestros bribones.
Brigitte no esperó: empleó todo su capital, excepto ciento veinte mil francos y, haciendo el descuento de la fortuna de su cuñada, compró doce mil francos de renta al tres por ciento, a nombre de la señora Thuillier, por doscientos cuarenta mil francos; diez mil francos de renta, en el mismo fondo, a su nombre. Así proporcionaría a su hermano cuarenta mil francos de renta, además de su retiro; doce mil de renta a la señora Thuillier, y para ella dieciocho mil, lo que hacía un total de setenta y dos mil francos por año y los alquileres, que ella calculaba en ocho mil francos.
—¡Ahora valemos tanto como los Minard!… —exclamó ella.
—No cantemos victoria —le dijo Teodosio—; el plazo para recurrir no expira hasta dentro de ocho días. Yo he hecho todos vuestros negocios y los míos están bien mal…
—¡Pero hijo mío, usted tiene amigos!… —exclamó Brigitte— y si necesita veinticinco luises, aquí los habrá siempre para usted…
A esta frase Teodosio cambió una mirada sonriente con Thuillier, quien lo llevó aparte para decirle:
—Excuse a mi pobre hermana; ella ve el mundo por el hueco de una botella… Pero si usted necesita veinticinco mil francos, yo se los prestaré… de mis primeros alquileres —agregó.
—Thuillier, tengo una cuerda al cuello —dijo Teodosio—. Desde que soy abogado debo unas letras de cambio… ¡pero motus!… —agregó, temeroso de haber dejado escapar el secreto de su situación—. Estoy entre las garras de los bribones…, pero quiero burlarlos…
Al decir su secreto, Teodosio tenía dos motivos: probar a Thuillier y prevenir un golpe funesto que podía llegarle en la lucha sorda y siniestra prevista desde mucho antes. Con dos palabras se explicará su situación.
Cuando más profunda era su miseria, Cerizet vino a verle a su buhardilla, en época de gran frío. Estaba acostado, sin ropas. Sólo le cubría la camisa. Llevaba tres días viviendo con un pan del que cortaba pedazos discretamente, mientras se preguntaba: «¿Qué hacer?», cuando apareció su antiguo protector; venía de la prisión. Los proyectos que aquellos dos hombres desenvolvieron junto al fuego, uno cubierto con las sábanas de su patrona y otro con su infamia, es inútil relatarlos. Al día siguiente, Cerizet, que durante la mañana había visto a Dutocq, le llevó un pantalón, un chaleco, una chaqueta, un sombrero, zapatos, y le invitó a comer en la casa de Pinson, en la calle de la Antigua Comedia, la mitad de un menú que costó cuarenta y siete francos. En los postres, entre dos vinos, Cerizet dijo a su amigo:
—¿Quieres firmarme letras de cambio por cincuenta mil francos, por adquirir el título de abogado?…
—Tú no conseguirás con ello cinco mil francos… —respondió Teodosio.
—Eso no importa: tú las pagarás íntegramente; ésa es la parte del señor que te ayuda, y la mía, en un negocio en que no arriesgas nada y donde tendrás el título de abogado, una buena clientela, la mano de una chica joven y rica y de veinte a treinta mil francos de renta por lo menos. Ni Dutocq ni yo podemos casarnos con ella; por eso debemos equiparte, darte el aire de un hombre honrado, alimentarte… Nos hacen falta, pues, garantías. No lo digo por mí, yo te conozco, pero no así el señor de quien soy el testaferro… ¡Nosotros te equipamos corsario, para hacer la trata de blancas! Si no capturamos esta dote haremos otras expediciones… Entre nosotros no hay necesidad de agarrar las cosas con pinzas, desde luego… Te daremos las instrucciones; el negocio debe ser trabajado largamente… He aquí el papel sellado…
—¡Camarero, una pluma y tinta! —dijo Teodosio.
—¡Así me gustan los hombres! —exclamó Dutocq—. Firma: «Teodosio de la Peyrade» y pon tú mismo: «Abogado, calle de Santo Domingo del Infierno», bajo las palabras: Aceptada por diez mil.
Al día siguiente de su aceptación, el alguacil de la justicia de paz hizo a Cerizet el favor de continuar las diligencias secretamente, y por la noche vino a visitar al abogado, poniendo todo en regla sin ninguna dificultad. Es bien conocida la rigidez de los Reglamentos del Consejo de Orden de los Abogados del Tribunal de París. Este Cuerpo y el Colegio de abogados ejercen una disciplina severa con sus miembros. Un abogado susceptible de ir a Clichy será borrado del Colegio de abogados. Por ello Cerizet, aconsejado por Dutocq, había tomado contra su maniquí las únicas medidas que podían asegurarles a cada uno veinticinco mil francos de la dote de Celeste. Al firmar aquellas letras, Teodosio no había pensado más que en su vida asegurada y en la posibilidad de hacer algo; mas a medida que el horizonte se aclaraba, a medida que representando su papel subía más y más escalones en la escala social, sus deseos de desembarazarse de sus asociados aumentaban. Al pedir los veinticinco mil francos a Thuillier lo hacía con la intención de tratar con Cerizet la compra de sus letras a un cincuenta por ciento.
Desgraciadamente, esta infame especulación no es un hecho excepcional; demasiado corrientemente y bajo formas más o menos agudas, sucede tal cosa en París para que el historiador la olvide en una pintura exacta y fiel de la sociedad. Dutocq, libertino impenitente, debía aún veinte mil francos de su notaría y, con la esperanza del éxito, intentaba alargar el pago hasta fines del año 1840. Hasta este momento, ninguno de los tres personajes había rugido ni saltado. Cada uno sentía su fuerza y conocía el peligro. Igual era la desconfianza, igual la observación, igual la aparente confianza, igualmente sombríos el silencio o las miradas cuando mutuas sospechas florecían en la superficie de las mejillas o en las conversaciones. Sobre todo desde dos meses antes, la posición de Teodosio adquiría una fortaleza de fuerte avanzada. Dutocq y Cerizet tenían bajo su esquife un barril de pólvora, y la mecha estaba continuamente encendida, pero el viento podía apagar el fuego o el diablo mojar la pólvora.
El momento en que los animales feroces van a coger su alimento ha aparecido siempre el más crítico, y este momento llegaba para estos tres tigres hambrientos. Cerizet decía a veces a Teodosio, con esa mirada revolucionaria, que en este siglo han visto los soberanos dos veces:
—Yo te he hecho rey y yo no soy nada. El no serlo todo equivale a no ser nada.
Una reacción de envidia se desarrollaba en Cerizet. Dutocq estaba dominado por su copista enriquecido. Teodosio hubiera querido quemar a sus dos comanditarios y sus papeles en dos incendios distintos. Los tres estudiantes sabían demasiado cómo esconder sus pensamientos para no adivinarlos. Teodosio llevaba una vida infernal pensando en el dorso de sus cartas, en su fuego, en su porvenir. Su frase a Thuillier fue un grito de desesperación; al echar la sonda en las aguas del viejo burgués no encontró más que veinticinco mil francos.
—Y —pensaba al regresar a su casa—, dentro de un mes, tal vez nada.
Cobró a los Thuillier un odio profundo. Pero a Thuillier lo tenía agarrado con un arpón entrado hasta el fondo del amor propio, con la obra titulada Del impuesto y de la amortización, donde había coordinado todas las ideas publicadas en El Globo saint-simoniano, coloreándolas con un estilo meridional, lleno de fuerza, y dándoles forma sistemática. Los conocimientos de Thuillier en la materia habían ayudado mucho a Teodosio. Asido de esta cuerda, resolvió combatir con esta pobre base de operaciones: la vanidad de un tonto. Según los caracteres, esta puede ser de granito o de arena. Después de reflexionarlo, se alegró de su confidencia.
—Al ver que le aseguro su fortuna entregando sus quince mil francos, en un momento en que tengo tanta necesidad de dinero, me tendrá por el Dios de la probidad.
He aquí cómo Claparon y Cerizet entretuvieron al notario la antevíspera del día en que expiraba el plazo para recurrir. Cerizet, a quien Claparon dio todos los informes e indicó el retiro del notario, fue a verle y le dijo:
—Uno de mis amigos, Claparon, a quien usted conoce, me ha rogado os venga a ver; él le espera a usted con los diez mil francos pasado mañana por la noche, en el lugar designado; tiene el papel que usted espera, pero yo debo estar presente en la entrega de la suma, pues se me deben cinco mil francos… y yo le prevengo, señor, que el nombre de la contraletra está en blanco.
—Iré —dijo el ex notario.
Este pobre diablo esperó hasta la salida del sol, y uno de sus acreedores, con quien Cerizet se entendió mediante el reparto de la deuda, le hizo arrestar y recibió los seis mil francos a que ascendía su deuda.
—Con estos mil escudos —pensó Cerizet— haré dejar el campo a Claparon.
Cerizet volvió a ver al notario y le dijo:
—¡Claparon es un miserable, señor! Ha cobrado quince mil francos al comprador, quien quedará de propietario… Amenazadle con descubrir su escondite a sus acreedores, acusadle de bancarrota fraudulenta y os dará la mitad.
En medio de su furia, el notario escribió una carta fulminante a Claparon. Éste, desesperado, temió un arresto, y Cerizet se encargó de conseguirle un pasaporte.
—Tú me has hecho muchas trastadas, Claparon —dijo Cerizet—, pero escucha, vas a ver quién soy. Tengo por toda fortuna mil escudos… ¡Voy a regalártelos! Vete a América, y trata de hacer allá tu fortuna como yo hago aquí la mía…
Por la noche, Claparon, disfrazado de vieja por Cerizet, salió para El Havre en diligencia. Cerizet era dueño de los quince mil francos exigidos por Claparon y esperaba a Teodosio, tranquilamente, sin prisas. Este hombre, de inteligencia verdaderamente rara, había recurrido a nombre de un acreedor de dos mil francos, idea de Dutocq que él se había apresurado a poner en ejecución. En este asunto veía un suplemento de siete mil francos, cantidad que necesitaba para terminar un negocio absolutamente igual al de Thuillier. Se trataba de una casa situada en la calle de Geoffroy-Marie, que debía ser vendida en la cantidad de sesenta mil francos. La viuda Poiret le ofrecía diez mil, el tabernero otro tanto y créditos por diez mil. Estos treinta mil francos y lo que debía recibir, unidos a seis mil que poseía, le permitían tentar a la fortuna, con mucha más razón puesto que daba por seguros los veinticinco mil de Teodosio.
—El plazo para recurrir está vencido —se decía Teodosio mientras iba a pedir a Dutocq que avisase a Cerizet—; ¿si ensayase a desembarazarme de mi sanguijuela?…
—Usted no puede tratar este negocio más que en casa de Cerizet, puesto que Claparon está allá —le respondió Dutocq.
Teodosio fue, pues, entre las siete y las ocho a la covacha del banquero de los pobres, a quien el escribano había prevenido de la visita.
La Peyrade fue recibido por Cerizet en la horrible cocina donde se guisaban las miserias, donde se cocían los dolores y donde ellos se paseaban como dos bestias enjauladas, representando la escena que sigue:
—¿Traes los quince mil francos?
—No, pero los tengo en mi casa.
—¿Por qué no en tu bolsillo? —preguntó muy ásperamente.
—Vas a saberlo en seguida —respondió el abogado, que en el camino había trazado su plan.
Este provenzal, al retorcerse en la parrilla en que le colocaron sus dos comanditarios, tuvo una buena idea que brilló entre los carbones encendidos. El peligro tiene relámpagos que iluminan. Contaba con la potencia de la franqueza que mueve a todo el mundo, hasta a los bribones. Molesta cuando un adversario se desnuda el pecho en el duelo.
—Bueno —dijo Cerizet—, comienzan las farsas.
Esta frase siniestra pasó por la nariz de Cerizet, tomando un horrible acento.
—Tú me has colocado en magnífica posición y yo no podré olvidarlo nunca, amigo mío —continuó Teodosio emocionado.
—¡Oh!, ¡qué bien está eso!… —dijo Cerizet.
—Escucha: ¿tú no dudas de mis intenciones?
—¡Oh!, ¡sí! —replicó el prestamista.
—¡No!
—Tú no quieres soltar los quince mil…
Teodosio alzó los hombros y miró fijamente a Cerizet que, inquieto por estos dos gestos, quedó silencioso.
—¿Vivirías en mi posición, sabiéndote frente a un cañón cargado, sin sentir el deseo de terminar?… Escúchame bien. Tú haces negocios peligrosos y estarías contento de tener una sólida protección en el corazón de la justicia de París… Puede que yo sea un día, si continúo mi camino, sustituto del procurador del rey, tal vez abogado del rey dentro de unos tres años… Hoy te ofrezco una parte de amistad ferviente que indudablemente te servirá más tarde, aunque no sea más que para reconquistar una situación honorable. Éstas son mis condiciones…
—¡Condiciones! —exclamó Cerizet.
—Dentro de diez minutos te traigo veinticinco mil francos a cambio de la entrega de todas las letras que tienes contra mí.
—¿Y Dutocq? ¿Y Claparon?… —exclamó Cerizet.
—¡Los mandas a paseo!… —dijo Teodosio al oído de su amigo.
—¡Qué bien, qué bonito! —respondió Cerizet—. ¡Y acabas de inventar eso cuando tienes en el bolsillo quince mil francos que no son tuyos!…
—Yo agrego diez mil… Pero, además, nosotros nos conocemos…
—Si tienes poder para sacarles diez mil francos a tus burgueses —dijo vivamente Cerizet—, les pedirás veinte mil más… Por treinta mil, soy tuyo… Franqueza por franqueza.
—¡Tú pides lo imposible! —exclamó Teodosio—. En este momento, si tuvieras que tratar con Claparon, tus quince mil francos estarían perdidos, pues que la casa ya pertenece a Thuillier…
—Voy a decírselo —replicó Cerizet subiendo al cuarto de donde Claparon acababa de salir diez minutos antes de la llegada de Teodosio.
Los dos adversarios habían hablado en voz baja y, cuando Teodosio alzó la voz, un gesto de Cerizet dio a entender al abogado que Claparon podía oírles. Los cinco minutos durante los cuales Teodosio escuchó el rumor de las dos voces fueron un suplicio para él, pues que se jugaba su vida. Cerizet volvió junto a su socio, la sonrisa en los labios, los ojos brillantes de infernal malicia, estremecido de alegría, horrible Lucifer contento.
—¡Yo no sé nada!… —dijo alzando los hombros—; pero Claparon tiene amigos, ha trabajado para banqueros de categoría, y se ha echado a reír, diciendo: «¡Ya lo pensaba yo!…». Estarás obligado, hijito mío, a traerme los veinticinco mil francos que me ofreces y además tendrás que pagar tus letras.
—¿Y por qué?… —preguntó Teodosio, sintiendo que su columna vertebral se licuaba como si una descarga interior de fluido eléctrico la hubiese fundido.
—¡Porque la casa es nuestra!
—¿Y cómo?
—Claparon ha recurrido en nombre de un capataz, el primero que le persiguió, un canalla nombrado Sauvaignou; Desroches, el procurador, se encargó del negocio; mañana por la mañana recibirás el aviso… El negocio valía la pena para que Claparon, Dutocq y yo nos ocupáramos de él… ¿Qué hubiera hecho yo sin Claparon?… Por eso le he perdonado… Le perdono, y tal vez tú no me creas, pero ¡lo he abrazado! Cambia tus condiciones…
Esta última frase fue espantosamente dicha, sobre todo comentada por la fisonomía de Cerizet.
—¡Oh! ¡Cerizet!… —exclamó Teodosio—, ¡yo que trataba de hacerte tanto bien!
—¡Ya ves, querido, entre nosotros es necesario esto…! —Y se golpeaba en el corazón—. Tú no tienes. Desde que crees tener ganada la partida, quieres aplastarnos… ¡Yo te he sacado de los harapos y de los horrores del hambre! Tú te dejabas morir como un imbécil… ¡Nosotros te colocamos frente a la fortuna, te pusimos una bella corteza social, te situamos donde había algo que coger… y esto es lo que resulta! Ahora, ya te conozco; iremos armados.
—¡Eso es la guerra! —dijo Teodosio.
—Tú has disparado primero sobre mí —contestó Cerizet.
—¡Pero si ustedes me destruyen, adiós las esperanzas! y si no me destruyen, ¡tienen en mí un enemigo!…
—Eso es lo que yo decía ayer a Dutocq —replicó fríamente Cerizet—; mas ¡qué quieres!, escogeremos entre los dos…, iremos con las circunstancias… Yo soy bueno —continuó después de una pausa—: tráeme tus veinticinco mil francos mañana a las nueve y Thuillier se quedará con la casa… Continuaremos sirviéndote y nos pagarás… Después de lo que acaba de pasar, ¿no es esto muy gentil por mi parte?…
—¡Pues bien!, dame plazo hasta mañana a mediodía —respondió el provenzal—, pues como tú dices, hay que pensar el asunto…
—Trataré de decidir a Claparon; ¡está apurado el hombre!
—¡Bien, hasta mañana! —dijo Teodosio con aire de hombre que ha tomado una decisión.
—Buenas noches, mi amigo —respondió Cerizet con un tono nasal que deshonraba la más bella palabra del idioma.