XIX

Había terminado la época de arar, durante las dos últimas semanas de febrero el tiempo había sido seco y la tierra se podía abrir fácilmente; hacía seis o siete años que no se conocía un tiempo tan bueno para arar. En general, en esa época solía llover con frecuencia y la tierra estaba siempre húmeda y pegajosa; pero este año la temporada empezó a mediados de febrero con cielo despejado, y una brisa suave fue secando la humedad de la tierra desde que terminaron las lluvias de invierno.

Los labradores de los alrededores de Fuller que pensaban cosechar algodón ese año, habían terminado de arar para finales de mes, y habiendo empezado tan temprano, no existía motivo para que, contando con un verano caluroso, no se recogieran más de dos fardos de algodón por hectárea. Todos los cultivadores pondrían todo el guano que pudieran comprar, y no había límite de cantidad de algodón que podría dar cada hectárea si se echaba suficiente abono. Dos fardos y medio por hectárea era la ambición de todos los cultivadores de algodón del lado de Fuller, pero el gorgojo y las fuertes lluvias de verano casi siempre reducían esa cantidad a la mitad, por lo menos. Y, por otra parte, si la cosecha era buena, el precio probablemente bajaría más que nunca, y pocos eran, por cierto, los que se podían conformar con estar trabajando todo el año, para que en otoño les pagaran seis o siete centavos la libra.

Jeeter había dejado pasar el tiempo de quemar los juncales y malezas y el tiempo de arar, sin haber hecho ninguna de las dos cosas. Todavía no era demasiado tarde para hacerlo, pero Jeeter no tenía una mula ni el crédito necesario para comprar semilla de algodón y guano en el almacén. Hasta este año había vivido en la esperanza de que por fin ocurriría algo que le permitiría contar con la mula y el crédito, pero ahora le estaba pareciendo que era inútil esperar nada. Aún podía pensar en el año próximo, en el que tal vez podría recoger una cosecha de algodón, pero esa anticipación no era ya tan intensa como antes. Sentía que se iba hundiendo más y más bajo y que su situación era peor y peor, año tras año, hasta haber llegado ahora al punto en que su confianza en Dios y la tierra no podría sufrir un nuevo desengaño sin que peligrara su razón. Seguía aún sin comprender por qué no tenía nada ni lo tendría jamás, y no había nadie que lo supiera y pudiera decírselo. Era el misterio insoluble de su vida.

Pero aunque no pudiera pensar en una cosecha ese año, aún podía hacer todos los preparativos para la siembra. Podía quemar los juncales, los bosquecillos de roble enano y los pinos jóvenes. Podía tener la tierra preparada para ararla en caso de que sucediese algo que le permitiera sembrar algodón. Tendría la tierra preparada, por si acaso…

Era el atardecer del primero de marzo, y Jeeter avanzó a través del juncal que cubría el antiguo plantío de algodón hacia el bosquecillo de roble enano situado detrás de la casa, pensando en que aún estaba a tiempo de poder conseguir algún crédito con los almaceneros de Fuller. Sabía que la época de quemar y arar los campos había terminado el día anterior, pero aún quedaba en el aire templado de marzo algo de la nueva temporada. El olor de la tierra recién abierta y el aroma de los pinos y juncales ya quemados aún flotaban en el aire, y Jeeter lo aspiró profundamente, llenando su cuerpo con ese aire vigorizador.

—Tal vez Dios halle alguna manera de que pueda sembrar algodón —dijo—. Él ha puesto la tierra aquí, y el sol y la lluvia… De una forma u otra, también debía de dar la semilla y el guano.

Jeeter creía con firmeza que sucedería algo que permitiese seguir viviendo. Todavía le quedaba esperanza.

El sol de media tarde aún calentaba, y el aire era tibio; ya hacía casi una semana que no había habido noches frías. La gente podía estar sentada en sus galerías sin sentir el aire frío de las noches de febrero.

La brisa soplaba del este, y el humo blanco que se alzó del juncal fue llevado hacia el oeste, apartándose de la casa y el camino del tabaco. Jeeter se quedó inmóvil mirando al fuego que iba comiendo el juncal y alejándose de él. Había varios centenares de hectáreas que quemar, y los campos que no habían sido cultivados, algunos de ellos en diez o quince años, estaban cubiertos por una alfombra de hierbas secas, y más allá estaban los bosquecillos de pinos y roble enano. El fuego seguiría probablemente durante tres o cuatro días antes de que fuera a extinguirse y morir en las orillas de los arroyos que estaban más lejos.

—Si Tom y algunos de los otros muchachos estuviesen aquí, tal vez pudieran ayudarme a conseguir algo de semilla y guano —se dijo—. Sé dónde podría conseguir prestada una mula, pero una mula no sirve para nada sin las demás cosas. En los nuevos surcos no crecerían más que retamas y roble enano.

Se volvió a la casa para sentarse un rato en las escaleras de atrás antes de acostarse y contemplar el fuego en los juncales.

Hacía mucho que había caído la noche cuando se levantó y entró en la casa. Mientras se sacaba los zapatos, por la ventana de atrás del dormitorio Jeeter contemplaba fascinado las llamas que parecían más vivas en la oscuridad. En algunos puntos el fuego había llegado hasta las colinas, y todo lo que podía verse era un resplandor anaranjado en el cielo. En algunos otros lados se había corrido en círculo por el campo, que ahora ardía a ambos lados de la casa. En el centro, donde encendió por la tarde la cerilla, sólo se veía un agujero negro en la tierra, en donde el campo quedaría así hasta que lloviese de nuevo.

Siguió despierto hasta mucho después de haberse dormido Ada. En la casa reinaba un profundo silencio, ahora que estaban ellos dos solos.

Jeeter daba vueltas en la cama, aspirando el aroma del humo de los juncales y pinos en la noche. Junto con él le llegaba el olor de la tierra recién arada muy lejos de allí. En la oscuridad se quedó mirando fijamente al techo, y se juró con solemnidad levantarse temprano para conseguir una mula. Araría un pedazo del campo para plantar algodón, aunque ése fuera el último acto de su vida.

Y poco a poco se quedó dormido, pensando en la tierra y su olor y con la renovada decisión de ararla y cultivar algodón.

El fuego siguió ardiendo con fuerza durante la noche. Se fue alejando cada vez más hacia el oeste, en donde se encontraban los nuevos pinos, y consumió los bosquecillos de roble enano, dejando solamente los troncos marchitos y ennegrecidos.

Por el este empezaba a despuntar el alba, cuando el viento cambió al norte, aumentando la brisa al amanecer. En los juncales de ambos lados de la casa el fuego adquirió nuevo vigor a impulsos del viento y se fue extendiendo hacia el lugar en donde había empezado. Cuando llegase al punto en donde los matorrales terminaban en el trozo ya quemado, el fuego moriría, pero aún quedaban por arder los terrenos de ambos lados de la casa. Después de eso, solamente quedarían los trozos más lejanos, junto a los bosquecillos y en las colinas, donde las llamas llegaban hasta las copas de los árboles.

Junto a la casa, el fuego adquirió más violencia con la brisa matinal, y se fue aproximando más y más a ella: estaba separado del edificio sólo por la estrecha faja del baldío. Si una ráfaga de viento llegara a soplar en el momento en que el fuego ardía con más violencia, llevaría las matas en llamas contra la casa, el techo y debajo de ella.

En el momento en que salió el sol, el viento impulsó al fuego por la hierba resecada y, arrastradas por el viento, matas en llamas llovieron sobre la casa, muriendo algunas al consumirse, mientras otras caían sobre las tejas podridas que habían cubierto la casa durante cincuenta años, o más. En el techo había grandes grietas, en los sitios en que las tejas habían sido llevadas por el viento, y allí las chispas no tardaron en morder y propagarse.

Jeeter y Ada por lo común se levantaban con el sol, y ya era la hora habitual de que lo hicieran, pero ninguno de ellos salió a las ventanas ni abrió la puerta. Ambos estaban profundamente dormidos.

En pocos minutos el techo se convirtió en una roja masa de llamas. Las tejas, secas como yesca, podridas por las lluvias de otoño e invierno y resecadas por el sol ardiente de primavera y verano durante dos generaciones, ardían como pólvora. En pocos momentos el techo quedó consumido y en seguida las vigas, resecas y rezumando resina, empezaron a caer sobre el piso y las camas. Media hora después de haber empezado a arder el techo, la casa no era más que un montón de cenizas humeantes. Jeeter y Ada jamás supieron lo que había pasado.

Varios labradores que vivían cerca vieron el humo y las llamas al levantarse. La mayor parte corrió por el camino del tabaco y a través de los campos para tratar de salvar algo del mobiliario. No comprendieron la rapidez con que la casa impregnada de resina había ardido hasta llegar a ella.

Había veinte o treinta hombres junto a las cenizas cuando llegaron Lov y Ellie May, seguidos por Dude y Bessie. Ya nadie podía hacer nada, ni nada podía ser salvado. El coche viejo de Jeeter había quedado convertido en un montón de hierros herrumbrados.

Algunos de los hombres cogieron largos palos y empezaron a revolver la masa de cenizas, esperando encontrar los cadáveres para sacarlos antes de que se consumieran más, pero el calor de las brasas obligó a que todos se retiraran por un rato.

—El Señor había maldecido esta casa —dijo Bessie—. No quería que siguiera más tiempo en pie. ¡Alabado sea el Señor!

Nadie le hizo caso.

—Jeeter está mejor ahora —dijo uno de los labradores—. Estaba medio muerto de hambre la mitad del tiempo y no podía cultivar nada. A mí me parece que sus hijos debían de haberse quedado en casa para ayudarle a labrar la tierra.

Lo primero que recordó Lov al ver las cenizas humeantes fue el ruego de Jeeter sobre el cuidado que quería que tuvieran de su cuerpo cuando muriese, pero ahora no importaba, porque no quedaba mucho de él.

Después de haberse enfriado las cenizas, los hombres sacaron de entre ellas a los dos cadáveres y los depositaron debajo del amole que estaba junto al camino. Las ramas del árbol habían quedado chamuscadas, pero estaba separado de la casa y por eso se había salvado de quemarse. Los demás amoles del patio se habían quemado casi tan rápidamente como la casa.

En seguida se empezaron los preparativos para abrir una fosa. Los hombres encontraron dos o tres palas medio quemadas y un pico detrás del granero semiabrasado, y preguntaron a Lov dónde quería que se abriera la fosa. Finalmente decidieron excavarla en el bosquecillo de robles enanos, porque si alguno decidía cultivar la tierra ese año o los siguientes, no habría peligro de que la tumba fuera arada tan pronto.

Los hombres abrieron la fosa y, sobre parihuelas hechas de ramas de roble enano, llevaron los restos hasta el bosquecillo, depositándolos en la tierra. Alguien pidió a Bessie que dijera una oración antes de cubrir los restos, pero ésta se negó a decir nada por Jeeter y Ada. No quedaba más que hacer que echar encima la tierra y apisonarla con las palas.

La mayor parte de los labradores se volvieron a sus casas para desayunarse. Ya no quedaba nada más por hacer.

Lov se sentó debajo del amole solitario contemplando a la negra masa de cenizas. Bessie y Dude se quedaron también; tenían que esperarlo. Ellie May permaneció a alguna distancia, mirando pero sin acercarse lo suficiente para que Lov o los otros notaran su presencia.

—Calculo que es lo mejor que podía haberle pasado al pobre Jeeter —dijo Lov—. Se estaba matando con sus preocupaciones por plantar una cosecha. Eso es todo lo que quiso en su vida; para él plantar algodón era mejor que cualquier otra cosa. Me parece que ya no quedan muchos como él. A la mayoría de la gente ya no le importa nada más que conseguir trabajo en alguna hilandería, pero no todos ellos pueden trabajar en hilanderías, y tendrán que quedarse aquí lo mismo que Jeeter hasta que a ellos también les toque el turno. No tiene sentido que traten de cosechar algodón; nunca ganarán dinero y ni siquiera bastante para vivir, y si recogen algo de algodón, viene alguno que se lo saca engañándolos. Parece como si el Señor ya no quisiera que se recogieran cosechas como antes o, si no, yo creo que ayudaría más a los pobres. Podría hacer que los ricos prestaran su dinero y dejaran de tenerlo guardado, Por más que pienso, yo no sé cómo pueden haber conseguido todo el dinero y me parece que debía de estar repartido entre todos.

Dude empezó a revolver entre las cenizas, tratando de encontrar algo. Nunca hubo nada de valor en la casa, pero le gustaba revolver entre las cenizas y tirar afuera los retorcidos platos de estaño de la cocina y las manijas de porcelana de las puertas. También estaban allí los chamuscados y retorcidos tirantes de hierro de las camas y los clavos y tornillos; casi todo lo demás había sido hecho de madera o tela.

—Uno de los deseos del viejo Jeeter —dijo Lov— se ha cumplido. No se cumplió exactamente como él pensaba, pero ha sido lo mismo. Me solía decir que no quería que lo encerrara en el granero y lo dejara allí cuando muriese, como le pasó a su padre. Cuando murió su padre, Jeeter y los demás que lo estaban velando encerraron el cuerpo en el granero mientras se fueron a Fuller para comprar tabaco y bebidas, y lo pusieron en el granero para que no le pasara nada mientras ellos estaban fuera. Cuando fueron a enterrarlo al otro día, una rata grandota saltó del cajón. Había roído el cajón mientras estaba en el granero y se comió un lado de la cara y el cuello del viejo Lester. Eso es lo que temía Jeeter que le pasara a él, y me hacía prometer dos o tres veces al día que no lo encerraría en el granero cuando muriese. Era una tontería que se hubiera preocupado así, porque hace muchos años que no ha habido ratas en el granero, menos cuando vuelven algunas veces para mirar si se ha puesto maíz en él.

—No creo que el Señor quisiera mucho a Jeeter —dijo Bessie—. Ha de haber sido un hombre muy pecador en sus años verdes, porque el Señor no fue bueno con él como es conmigo. El Señor nos conoce a todos y sabe cuándo somos buenos y cuándo tenemos dentro al diablo.

—Bueno, ahora no importa mucho —dijo Lov—. Jeeter está bien muerto y ya no estará más preocupado por querer hacer crecer cosas en la tierra. Eso es lo que más quería hacer, pero nunca realmente tuvo mucha oportunidad de hacerlo. Jeeter hubiera preferido mucho más recoger una buena cosecha de algodón que ir al cielo.

—Si hubiera ido a Augusta a trabajar en las hilanderías como los demás, hubiese estado bien. Un hombre no puede conseguir dinero labrando la tierra cuando, como él, no tiene crédito.

—Yo creo que Jeeter hizo bien —dijo Lov—. Era un hombre que quería hacer crecer cosas en la tierra, y las hilanderías no son sitios para un hombre que tiene eso metido en los huesos. Las hilanderías son algo así como los coches; están muy bien para pasar el rato y andar en ellos, pero no hacen sentir cariño como la tierra. La tierra parece que mirara por la gente que sigue con los pies sobre ella. Cuando la gente está todo el tiempo sobre tablas en las casas y camina por las calles duras, la tierra parece como si ya no se interesara por los hombres.

Dude salió de los escombros, sacudiéndose la ceniza de los zapatos y el overalls, y luego se sentó en el suelo y se quedó mirando sin hablar. Ellie May seguía aún apartada, como si temiera acercarse a las cenizas de la casa.

—Ada no pudo tener su vestido elegante para morir —dijo Lov— y esperaba que lo hubiese podido conseguir; es una lástima, pero ahora ya no importa. Su vestido viejo se quemó también, y tuvo que ser enterrada como Dios la mandó al mundo. Después de todo, tal vez ha sido mejor que si hubiese tenido el vestido elegante. Si hubiese muerto de vieja o algo así, tampoco habría tenido el vestido y la habrían enterrado con el viejo. Así ha sido mejor, porque no supo que no lo tenía, y no importaba si era del largo justo o no.

Nadie mencionó a la abuela, pero Lov se alegró de que hubiese muerto el día antes. No le parecía que hubiera estado bien enterrarla en la misma fosa ni en el mismo campo que Ada y Jeeter; la habían odiado tanto que hubiese sido aprovecharse de su muerte colocar el cadáver de mamá Lester junto al de ellos. Había vivido tanto tiempo en la casa con Jeeter y Ada, que llegaron a considerarla lo mismo que el quicio de una puerta o un tablón, pero había que decir de ella, pensó Lov, que jamás se quejó de la forma en que la trataban. Hasta cuando estaba hambrienta o enferma, nunca salía una palabra de sus labios. Vivió tanto tiempo con Ada y Jeeter, que estaba convencida de que era inútil protestar; si hubiera dicho algo, Jeeter o Ada la habrían golpeado.

Dude fue el primero en subir al coche y pronto le siguió Bessie, y esperaron que subiese Lov para poder ir a su casa y hacer el desayuno.

Después de haber subido éste, Ellie May entró a su vez y se sentó junto a él en el asiento trasero. Dude sacó el coche del baldío y tomó el camino del tabaco hacia el sucio cargadero de carbón y el río de aguas rojizas y cenagosas. Tan pronto como arrancó, Dude empezó a tocar la bocina.

Cuando estaban sobre la primera duna de arena, Dude levantó la mano del botón de la bocina, y se volvió hacia Lov.

—Estoy pensando en conseguirme una mula en algún lado, y algo de semilla y guano —dijo— y voy a plantar algodón. Me parece que éste va a ser un buen año para el algodón, y a lo mejor llego a recoger dos fardos por hectárea, como siempre estaba soñando hacer mi viejo.

Lov, sin contestar, miró hacia atrás por el vidrio de la cortinilla trasera hacia la casa de los Lester. Lo único que quedaba era la chimenea de ladrillos que se alzaba ennegrecida por el fuego, como un monumento funerario, en la mañana bañada por el sol.