XVI

Ya llevaban tres horas tratando de vender la carga de leña, y al parecer no había en Augusta una sola persona que quisiera comprarla. En algunas de las casas a que había ido Jeeter, al principio le dijeron que necesitaban leña, pero después de preguntarle cuánto quería por ella entraban en sospechas. Jeeter les decía que solamente quería un dólar, y entonces le preguntaban si vendía pino cortado tan barato, teniendo que explicarles que era roble enano y que ni siquiera estaba cortado en forma uniforme. Tras eso le daban con la puerta en las narices, y tenía que ir a la casa vecina para probar de nuevo.

Poco después de las seis de la tarde la leña seguía apilada en el coche y no había señales de un posible comprador. Jeeter había empezado a parar a la gente en la calle, en un esfuerzo final y desesperado por vender la leña a cincuenta centavos; pero los hombres y mujeres a que se acercó, después de echar una ojeada a la leña se marchaban, creyendo evidentemente que se trataba de una broma. Nadie era tan tonto como para comprar roble enano, cuando la madera de pino ardía mucho mejor y daba menos trabajo.

—No sé qué vamos a hacer —dijo Jeeter a Bessie—. Ya se está haciendo casi demasiado tarde para volver a casa, y nadie quiere comprar la leña. Antes la vendía sin ningún trabajo cuando traía una carga.

Dude dijo que tenía hambre y que quería ir a algún lado a comer algo. Bessie tenía un dólar; Jeeter no tenía nada, y Dude, naturalmente, tampoco tenía nada.

Jeeter había pensado vender la leña en un dólar y comprar harina y carne para llevar a casa, pero ahora no sabía qué hacer. Se volvió a Bessie interrogándola con la mirada.

—Tal vez sea mejor que nos volvamos a Fuller —dijo la mujer—. Puedo comprar dos galones de gasolina y eso debe bastar.

—¿No vamos a comer nada? —preguntó Dude—. Mi pobre estómago no da más.

—Tal vez podríamos vender alguna otra cosa —dijo Jeeter, mirando el coche—. Aunque no sé qué podríamos vender.

—No vamos a vender mi coche nuevo —dijo Bessie con rapidez—. Era completamente nuevo sólo ayer, y eso es cosa que nadie va a vender.

Jeeter examinó el coche de una punta a otra.

—No, ni pensaría en hacer una cosa así. Pero ¿sabes, Bessie?, a lo mejor podríamos vender alguna cosita del coche.

Dio una vuelta alrededor del coche y cogió la rueda de repuesto, sacudiéndola violentamente.

—De todas maneras, está casi suelta —dijo— y el coche no perdería nada, Bessie.

—Bueno, supongo que tendremos que hacerlo —dijo Bessie, con tono pesaroso—. Al fin y al cabo, esa rueda no nos sirve para gran cosa, Solamente podemos usar cuatro a la vez y una más no sirve de nada.

Dieron vuelta a la manzana hasta encontrar un garaje. Jeeter entró a preguntar, y al ratito salió un hombre, sacó la rueda y se la llevó rodando adentro.

Jeeter cruzó con paso rápido la calle, con varios billetes verdes en la mano, contándolos uno por uno delante de Bessie y Dude.

—¡Qué suerte hemos tenido! —dijo.

—¿Cuánto dinero te dieron por la rueda? —preguntó Bessie.

—El hombre me dijo que tres dólares era más que suficiente, pero a mí me pareció así y todo mucho dinero, ¡y aquí está! ¡Y qué billetes nuevecitos! En Fuller todo el dinero que he visto parecía que se iba a caer en pedazos de arrugado, pero aquí en Augusta la gente tiene dinero bueno.

En seguida se pararon en una tienda. Jeeter bajó y compró una bolsa de galletas y dos libras de queso. Volvió al coche y ofreció la comida a Bessie y Dude, y todos partieron grandes trozos de queso y se llenaron la boca de galletas.

—Sírvete, Bessie —dijo—. Toma todo lo que quieras; mete la mano en la bolsa y come hasta llenarte, porque si no te apuras ese Dude es capaz de comérselo todo.

Jeeter se sentía contento. Era la primera vez que recordaba haber estado en Augusta y podido comer cuando tenía ganas. Sonrió a Bessie y Dude, y saludaba con la mano a la gente que pasaba, y cuando se cruzó una mujer se descubrió ante ella.

—Augusta es un lugar espléndido —dijo—. Toda esta gente es como nosotros; son ricos, pero eso no me importa. Ahora todos me son simpáticos.

—¿Dónde vamos ahora? —dijo Bessie.

—Arriba de la tienda hay un sitio donde podemos dormir —dijo Jeeter—. Podíamos dormir allí esta noche, y mañana por la mañana venderemos la leña, ¿no es lo mejor?

A Dude le gustó la idea, pero Bessie vacilaba. Le parecía que costaría mucho dinero pasar la noche en un hotel.

—Tal vez sea demasiado caro —dijo—. Sube a ver cuánto cuesta.

Jeeter se llenó la boca de queso, y subió las escaleras del hotel. Sobre la puerta había un pequeño letrero, mal iluminado, que decía que era un hotel.

Antes de cinco minutos estaba de vuelta.

—Nos dejarán estar por cincuenta centavos por cabeza —dijo—. Está lleno, y solamente tienen un cuarto libre, pero podemos quedarnos si queremos. Yo tengo ganas, ¿y tú, Bessie? Nunca he pasado antes una noche entera en un hotel.

A Bessie le habían entrado ganas de pasar la noche en un hotel, y estaba lista a subir cuando Jeeter dijo que les costaría cincuenta centavos por cabeza.

—Ten cuidado con ese dinero, Jeeter —dijo—. Es mucho dinero para perderlo, y no querrás que te lo quiten.

Subieron la estrecha escalera y se encontraron en una habitación pequeña y polvorienta. Era el vestíbulo, y todo el mobiliario consistía en una mesa y media docena de sillas. El encargado del hotel los llevó a la mesa y les dijo que firmaran en el registro. Jeeter le indicó que tendrían que hacer una señal porque no sabían escribir.

—¿Cómo se llama? —preguntó el hombre.

—Jeeter.

—¿Jeeter, qué?

—Jeeter Lester, de al lado de Fuller.

—¿Cómo se llama el muchacho?

—El nombre de Dude es Dude, y es mi hijo.

—¿Dude Lester?

—Eso es.

—Y ella, ¿cómo se llama? —mirando a Bessie.

Bessie le sonrió y él le miró las pantorrillas. Bessie sacó el busto y bajó la cabeza. El hombre la volvió a mirar de pies a cabeza.

—Su nombre es señora Dude —dijo Jeeter.

El hombre miró a Dude y luego a Bessie, y sonrió. Tenía la pluma para que ellos la tocaran cuando hizo una cruz al lado de cada uno de sus nombres.

Jeeter le pagó, y el hombre los llevó por otra escalera al segundo piso. El vestíbulo estaba a oscuras, lo mismo que los cuartos sin ventilar. El hombre abrió una puerta y les dijo que entraran.

—¿Es aquí donde dormiremos? —preguntó Jeeter.

—Éste es el cuarto, y es el único que me queda. Esta noche tenemos mucha gente.

—Es un cuarto hermoso —dijo Jeeter—. No sabía que los hoteles fueran sitios tan buenos. Ojalá Lov estuviese aquí para verme ahora.

En el cuarto había sólo una cama grande y alta.

—Supongo que nos podremos arreglar de alguna manera —dijo Jeeter—. Yo dormiré en el medio.

—Hay sitio de sobra para los tres —dijo el hombre—, pero puede ser que encuentre una cama para uno.

En seguida salió, cerrando la puerta.

Jeeter se sentó en la cama y empezó a soltarse los zapatos, dejándolos caer al suelo. Dude se sentó en la silla y miró las paredes y el techo. En varios sitios se había caído el revoque y en otros estaba suelto, listo a caerse en cuanto dieran un portazo.

—Lo mejor que podemos hacer es meternos en la cama —dijo Jeeter—. No ganamos nada estando sentados.

Colgó su sombrero negro en la cabecera y se echó. Bessie estaba de pie ante el espejo del lavabo, soltándose el cabello.

—Ada debería verme ahora —dijo Jeeter—. Nunca pasé la noche en un hotel en toda mi vida. Apuesto a que Ada no cree que le digo la verdad cuando se lo cuente.

—No está bien que duermas en la cama conmigo y Bessie —dijo Dude—. Debías de acostarte en el suelo.

—Dude, ¿no irás a impedirme que duerma una noche bien? —contestó Jeeter—. Bessie está muy conforme, ¿no es verdad, Bessie?

—¡Cállate la boca, Jeeter! Me haces sentirme tan rara cuando dices eso…

—Sólo somos tú y yo, Dude. No es lo mismo que fuera algún otro. Hace mucho que he estado deseando dormir contigo y Bessie.

En ese momento golpearon en la puerta, y antes de que pudieran contestar entró el hombre.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó a Bessie.

Fue hasta el lavabo donde estaba la mujer, y esperó a su lado.

—Señora Dude… —dijo Jeeter—. Ya se lo he dicho antes.

—Ya lo sé, ¿pero cuál es su primer nombre? Saben lo que quiero decir…, su nombre de soltera.

Bessie se puso el vestido antes de contestarle.

—Bessie —dijo—; ¿para qué quiere saberlo?

—Por nada, Bessie. Es lo que quería saber.

Y salió, cerrando la puerta.

—Esta gente de la ciudad tiene las cosas más raras —dijo Jeeter—. Uno nunca sabe lo que van a preguntarle.

Dude se quitó los zapatos y la chaqueta y esperó a que Bessie se acostara. Ésta se había sentado en el suelo para sacarse las medias y los zapatos.

Jeeter se sentó en la cama, esperando que terminara. Cerca cerraron una puerta con tal violencia, que cayeron trozos del revoque del cielorraso sobre la cama.

De repente alguien llamó de nuevo a la puerta y ésta fue abierta de inmediato. Esta vez era un hombre que no habían visto antes.

—Baje al vestíbulo, Bessie —dijo.

Y esperó afuera hasta que Bessie se levantó del suelo y se dirigió a la puerta.

—¿Yo? —dijo—. ¿Qué quiere conmigo?

—Baje a otro cuarto, Bessie. Aquí están demasiado incómodos.

—Deben haber encontrado otra cama para nosotros —dijo Jeeter—. Supongo que habrán encontrado más camas vacías de las que pensaban.

Él y Dude vieron cómo Bessie recogía su ropa y salía de la habitación. Llevaba el vestido, medias y zapatos en una mano y el sombrero en la otra. Una vez que cerró la puerta, volvió a reinar el silencio en la casa.

—Esta gente de la ciudad tiene cosas raras, ¿no es cierto, Dude? —dijo Jeeter, dándose vuelta y cerrando los ojos—. No son como nosotros, los del lado de Fuller.

—¿Por qué no fuiste tú a la otra cama? —dijo Dude—. ¿Por qué le dijo el hombre a Bessie que fuera?

—Uno nunca sabe las costumbres raras de la gente de la ciudad, Dude. A veces hacen las cosas más endemoniadas.

Ambos siguieron despiertos más de media hora, pero sin decirse una palabra. La luz seguía encendida, pero no trataron de apagarla.

Se oyó crujir el piso en el vestíbulo, y entró Bessie con sus ropas en las manos.

—¿No te gusta el sitio que te dieron? —dijo Jeeter, sentándose—. ¿Por qué has vuelto, Bessie?

—Creo que me debí de meter en una cama equivocada por error, o algo parecido —dijo Bessie—. Había otra persona adentro.

Dude se frotó los ojos, y miró a Bessie.

—Bessie es una predicadora bien bonita, ¿no es cierto? —dijo Jeeter, mirándola.

—No tuve tiempo de vestirme de nuevo. Tuve que salir en seguida y no me dieron tiempo de ponerme la ropa.

—Ese hombre debe saber lo que hace. No tiene sentido eso de estar haciendo que la gente cambie de cama toda la noche. Tendría que dejar que la gente se quede en una cama todo el tiempo, y dejarnos dormir un rato.

—Los hombres son verdaderamente raros en un hotel —dijo Bessie—. Dicen y hacen las cosas más raras que he visto. Estoy de verdad contenta de que nos hayamos quedado aquí, porque me estoy divirtiendo esta noche. No es como en el camino del tabaco.

Nuevamente se oyó golpear en la puerta, y un hombre la abrió. Miró a Bessie y le hizo seña de que se acercara.

—Venga, Bessie —le dijo—, en el otro lado del vestíbulo hay un cuarto para usted.

Se quedó esperando junto a la puerta entornada.

—Fui a un cuarto hace un ratito, y había un hombre en la cama.

—Bueno, eso está arreglado. En ese otro cuarto hay una cama para usted. Venga y yo la acompañaré y le enseñaré dónde está.

—¡Por Cristo bendito! —dijo Jeeter—. Nunca he oído nada igual en mi vida. Estos hombres van a cansar a Bessie, llevándola de una cama a otra toda la noche. No creo que volveré más a un hotel de esta clase. No puedo conseguir estar tranquilo y dormir.

Bessie cogió sus ropas y salió. La puerta se cerró y oyeron a los dos que marchaban hacia el vestíbulo.

—Espero que esta vez la hayan acomodado para que no tenga que cambiar de nuevo de cama —dijo Jeeter—. No puedo seguir estando despierto para averiguarlo.

Dude también se durmió unos minutos más tarde.

Al rayar el día, Jeeter ya estaba levantado y vestido, y Dude lo hizo unos minutos más tarde. Durante media hora estuvieron esperando a Bessie, hasta que, finalmente, el primero se dirigió a la puerta, la abrió y se asomó al vestíbulo.

—Creo que vamos a tener que buscar a la hermana Bessie —dijo—. A lo mejor se ha perdido, y no puede encontrar este cuarto. Estaba muy oscuro aquí anoche, y las cosas parecen distintas de día, en la ciudad.

Ambos salieron al vestíbulo. Todas las puertas estaban cerradas y Jeeter no sabía cuál abrir. Los dos primeros cuartos en que entró estaban vacíos, pero el siguiente no; había dos personas en la cama, pero la mujer no era Bessie. Jeeter salió de puntillas y cerró la puerta. Dude probó el otro cuarto; la puerta estaba también sin llave, y Jeeter tuvo que ir hasta la cama y mirar a la cara de la mujer que estaba durmiendo en ella para saber que no era Bessie. En los demás cuartos que entraron tampoco estaba, y Jeeter ya no sabía qué hacer. En el último cuarto en que entraron solamente había una cama, y estaba por cerrar la puerta cuando la muchacha que estaba en ella abrió los ojos y se incorporó. Jeeter se quedó mirándola, sin saber qué hacer. Cuando la muchacha estuvo del todo despierta, sonrió e hizo seña a Jeeter que se acercara.

—¿Qué quiere? —preguntó éste.

—¿Para qué entró?

—Estoy buscando a Bessie, y creo que es mejor que la siga buscando. Si me quedo aquí mirándola es probable que haga algo malo.

La muchacha llamó de nuevo a Jeeter, pero éste le volvió la espalda y salió corriendo. Dude le siguió.

—Por Cristo bendito, Dude —dijo Jeeter—, nunca vi tantas muchachas y mujeres bonitas en mi vida. Este hotel está lleno de ellas, y estoy seguro de que perdería mi religión si me quedara mucho más. Tengo que salir a la calle ahora mismo.

Al pie de la escalera vieron al hombre que les había dado el cuarto la noche antes. Estaba leyendo el diario.

—Queremos irnos ahora mismo —dijo Jeeter—, pero no podemos encontrar a la hermana Bessie…

—¿La mujer que vino anoche con ustedes?

—Esa misma; su nombre es hermana Bessie.

—Ahora la traigo —dijo el hombre, empezando a subir la escalera—. ¿Qué le pasa en la nariz? Anoche no me fijé, pero la vi esta mañana. Me da escalofríos mirarla.

—Nació así —dijo Jeeter—. La cara de Bessie no vale mucho, pero está bien para vivir con ella. Dude lo sabe, porque se casó con ella.

—Tiene la nariz más terrible que he visto —dijo el hombre, subiendo por las escaleras—. Espero que nunca más me engañaré así en la oscuridad.

Cinco minutos más tarde volvió con Bessie.

Una vez en la calle, en donde habían dejado el coche, Jeeter encontró la bolsa de galletitas y el queso y empezó a comerlos con buen apetito. Dude cogió un puñado de galletitas y se las llevó a la boca. A unos metros había una bodega y todos entraron a tomar un refresco.

—No tienes cara de haber dormido mucho anoche, Bessie —dijo Jeeter—. ¿No pudiste dormir?

Bessie bostezó y se frotó la cara con las palmas de las manos. Se había vestido de prisa y no había tenido tiempo de peinarse, y el cabello lacio le caía por la cara y los hombros.

—El hotel debía estar bien lleno anoche —dijo—. A cada rato venía alguien y me llevaba a otro cuarto, y a cada uno que fui había alguno durmiendo en la cama. Parecía como si nadie supiera dónde estaba mi cama y todo el tiempo estaban diciéndome que fuera a dormir a otra. No pude dormir nada, hasta hace una hora. Verdaderamente hay un montón de hombres que paran ahí.

Salieron de la bodega, subieron al coche y se dirigieron hacia el centro de la ciudad. Bessie bostezó y trató de echar un sueño en el asiento.

La venta de la leña no fue más fácil que el día anterior. Nadie deseaba comprar leña, por lo menos de la clase que quería vender Jeeter. Para las tres de la tarde, todos ellos estaban hartos de tratar de encontrar quién quisiera comprarla.

Bessie quería volver a casa, lo mismo que Jeeter. Estaba fatigada y muerta de sueño, y Jeeter empezaba a blasfemar cada vez que veía a alguno que pasaba. Su opinión de los ciudadanos de Augusta era peor aún que la que tenía antes de haber empezado el viaje, y echaba pestes contra todo el dinero de la ciudad.

Dude también estaba ansioso por volver, porque así tendría la oportunidad de poder tocar la bocina en las curvas del camino.

Bessie compró la gasolina, que Jeeter pagó con el resto del dinero que les quedaba. El motor no les dio ningún trabajo, y recorrieron una quincena de kilómetros a buena velocidad.

—Paremos un momento —dijo Jeeter.

Dude paró el coche sin decir nada, y todos bajaron. Jeeter empezó a soltar las correas y a cortar el alambre que sujetaba la leña.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Bessie, viéndole que empezaba a tirar los leños.

—Voy a tirar toda esta maldita carga y a prenderle fuego. Da mala suerte llevar algo a la ciudad para vender y traerlo de vuelta a casa. No es bueno hacerlo, y lo voy a tirar todo.

Dude y Bessie le ayudaron, y pocos minutos después el roble enano estaba apilado en el borde de la cuneta.

—Y no voy a dejar que nadie más lo use, tampoco —dijo—. Si la gente rica de Augusta no quiere comprar mi leña, no voy a dejarla aquí para que vengan y se la lleven sin que les cueste nada.

Reunió un puñado de hojas secas, las metió bajo la pila y las encendió. Las hojas no tardaron en arder y una columna de humo se alzó en el aire.

Jeeter abanicaba el fuego con su sombrero, esperando que empezara a arder la leña.

—Éste ha sido un viaje a Augusta con mala suerte —dijo—. No recuerdo que nunca haya tenido tan mala suerte; todas las demás veces he podido vender mi leña por algo, aunque no fuese más que un cuarto de dólar. Pero esta vez nadie la quería, ni sin pagar yo creo.

—Yo quiero volver alguna vez, para pasar otra noche en ese hotel —dijo Bessie, riéndose—. Lo pasé muy bien anoche, y me hizo sentirme bien. Verdaderamente saben cómo tratar a las mujeres.

Esperaron que ardiera la leña para poder seguir, pero las hojas se habían consumido, sin que el roble enano cogiera fuego. Jeeter reunió un montón de hojas mayor, le puso fuego y empezó a arrojar encima los leños. Las hojas ardieron vivamente unos minutos, y en seguida se apagaron bajo el peso de la leña verde.

Jeeter se quedó mirando con tristeza a la pila. No sabía cómo hacerla arder. Entonces Dude sacó un poco de gasolina del tanque y la echó sobre la pila, alzándose una llamarada de tres o cuatro metros, pero ésta tampoco tardó mucho en extinguirse, dejando un montón de leños ennegrecidos en la cuneta.

—Bueno, yo creo que eso es todo lo que puedo hacer con ese recondenado roble enano —dijo Jeeter, subiendo al coche—. Parece que no hay forma de librarse de esa condenada leña; no se puede vender y no se puede quemar. Yo creo que se le ha metido el demonio dentro.

Partieron en medio de una nube de tierra y pronto estuvieron en el camino del tabaco. Dude avanzó despacio por la arena, tocando la bocina todo el tiempo hasta llegar a casa.