XV

Jeeter sorbió su tercera taza de achicoria y carraspeó. Dude ya había salido de la cocina al patio, y la hermana Bessie estaba en la galería peinándose. Jeeter salió por la puerta trasera y se apoyó en el brocal del pozo.

—Sería un buen negocio si me llevara hoy una carga de leña a Augusta —dijo—. Yo y Dude tenemos una pila bien grande cortada y lista para llevarla. Si la pusiéramos en el coche nuevo no llevaría nada de tiempo para acarrearla a la ciudad, ¿no es cierto, Bessie?

La hermana terminó de peinarse, se puso media docena de horquillas y una peineta, y junto con Jeeter fue hasta el coche.

—Tal vez podría llevar una carga —dijo—, aunque me parece que no hay mucho sitio en el asiento de atrás.

—El mío lleva una buena carga, y no es más grande que éste. Son la misma clase de automóviles; la única diferencia es que el tuyo es casi nuevo.

Dude apretó el arranque y aceleró el motor; marchaba perfectamente y la dureza que el día antes había molestado a Dude había desaparecido; ahora marchaba a las mil maravillas. Hizo sonar la bocina varias veces, sonriendo a Jeeter.

—Me parece que me gustaría ir hasta Augusta —dijo Bessie—. Yo y Dude íbamos a ir allí ayer, antes de cambiar de idea para irnos a McCoy.

—No tardaremos mucho en cargar leña en el asiento de atrás —dijo Jeeter—, y podemos salir en seguida. Dude, lleva el coche por el campo aquel hasta la pila de leña que estuvimos cortando la semana pasada, mientras yo busco unos trozos de alambre para sujetar la carga bien para que no se caiga.

Bessie subió junto a Dude, y marcharon a través del antiguo algodonal hacia el bosquecillo de robles enanos. El campo se había convertido en un matorral, en que los juncos y retamas alcanzaban una altura de más de un metro, en los últimos años. En un tiempo había sido el mejor tabacal de toda la plantación.

Todavía estaban los surcos de la última cosecha de algodón, y a medida que aumentaba la velocidad del coche, los surcos hacían saltar a Dude y Bessie, tan seguido y tan fuerte, que no podían mantenerse en el asiento. Dude se aferró bien al volante, sosteniéndose mejor que Bessie; mientras ésta subía y bajaba al pasar el coche sobre los surcos, y cada vez que había un obstáculo algo mayor se daba con la cabeza en la capota. Habían recorrido cerca de medio kilómetro y estaban casi al borde del bosquecillo en que se encontraba la pila de leña, cuando de repente se produjo un choque violento y el coche quedó inmóvil.

Dude se golpeó contra el volante, mientras que Bessie era proyectada del asiento, yendo a dar de cabeza contra el parabrisas. En el sitio en que se golpeó contra el vidrio, éste se resquebrajó, pero sin saltar, dando a la luz del sol la impresión de que fuera una telaraña. Bessie no supo lo que había sucedido.

—¡Santo cielo! —gritó, levantándose del piso del coche donde había caído—. ¿Qué hemos hecho esta vez, Dude?

—Creo que nos hemos dado contra un tronco —dijo el muchacho—. Me olvidé completamente de estos troncos muertos que hay en el matorral, y las retamas no me dejaban ver nada; cubren todo el terreno.

Los dos bajaron del coche, para ver qué había pasado. Un tronco de medio metro los había parado.

El tronco ennegrecido y escondido por los matorrales había golpeado de frente, en el centro del eje.

Estaba medio podrido, y si no hubiera sido porque aún estaba intacto un trozo del centro, el coche lo hubiese tumbado sin sufrir nada. Aun después del choque, el eje no se había torcido gran cosa; es verdad que el coche no iba a más de veinte kilómetros por hora, y el choque no había sido lo bastante fuerte para deformar el eje. Las ruedas se habían movido unos centímetros de su línea, pero fuera de eso no había nada de importante. El coche seguía aún casi tan bueno como nuevo.

Jeeter llegó corriendo en ese momento con un rollo de alambre cubierto de herrumbre que había hallado en el granero.

No tuvieron que decirle lo que había pasado porque podía ver tan bien como ellos que el eje había chocado contra el tronco y que se habían desviado unos centímetros las ruedas.

—No parece que se haya estropeado mucho —dijo—. A lo mejor no tiene nada, y tenemos que llevar la carga de leña hoy a Augusta, porque ya no queda más achicoria ni carne para comer en la casa.

Bessie miró cómo Dude hacía arrancar el motor y daba marcha atrás para apartarse del tronco. Luego dio vuelta pasando al lado, y recorrió con cuidado los pocos metros que le faltaban para llegar a la pila de leña. Jeeter empezó a tirar los trozos de leña al asiento de atrás.

—Me parece que será mejor que baje la capota —dijo Dude—. No va a entrar mucha leña si no la bajo.

Empezó a aflojar las mariposas que la sostenían contra el parabrisas, mientras Jeeter y Bessie continuaban echando la leña en el asiento de atrás.

—No va a quedar sitio para que Ada también venga, ¿no? —dijo Jeeter—. Se fastidiará cuando nos vea marcharnos a Augusta y que no nos paramos para llevarla. La última vez que yo y Dude fuimos allí en mi coche, ella y Ellie May hubiesen querido venir, pero no podía ser porque necesitábamos todo el espacio para la leña.

—Pues yo no me voy a quedar en casa —dijo Bessie—. Yo voy como el primero, y nadie me va a hacer quedar.

—Yo voy —dijo Dude—. Nadie va a hacer que me quede aquí, y conduciré el coche.

Había echado atrás la capota y estaba tratando de sujetarla. Había conseguido plegar la mayor parte, pero un trozo colgaba hasta el eje y no podía hallar forma de plegarla, así que la dejó.

—Bien seguro que yo no dejaré de ir —dijo a su vez Jeeter—. Vamos a vender mi leña, y seré el primero en ir.

El roble enano había sido cortado en trozos de distinto largo la semana anterior, cuando Jeeter y Dude pasaron un día en el bosquecillo preparando una carga para venderla. Algunos pedazos tenían unos treinta centímetros, pero la mayoría variaban entre un metro y un metro noventa. Su longitud era la de los arbustos después de haber sido cortados a ras del suelo. En seguida de cortados, Jeeter había podado las ramas con el hacha, dejándolos así. Los robles enanos rara vez alcanzaban mayor altura que un hombre; son una variedad de roble que emplea su savia en endurecer sus fibras, en lugar de crecer como los demás árboles, y sus troncos tenían de cinco a ocho centímetros de diámetro, y eran tan duros como si fueran tubos de hierro.

Tardaron casi media hora en apilar toda la leña que cabía en el asiento de atrás, y luego Jeeter empezó a atarla a la carrocería con el alambre para que no se cayera al camino mientras iban a Augusta. Los extremos del roble se proyectaban en todas las direcciones sobresaliendo varios pies a cada lado y por detrás del coche. Otros trozos habían sido clavados en los asientos y eran los únicos que no necesitaban ser sujetados. El alambre herrumbrado se rompía a cada momento, al tratar Jeeter de atarlo a las puertas, y tenía que volver a unirlo. La tarea de sujetar la leña les llevó casi dos horas, y aun así varios trozos se caían cada vez que uno de ellos tocaba el coche o se apoyaba en él.

Una vez en su sitio la leña, Dude volvió a través del campo hacia la casa, a paso de hombre, pero aun así a cada momento se caía algún trozo de leña, y Jeeter y Bessie que venían detrás los recogían llevándolos a la casa.

Ada y Ellie May estaban en el patio cuando llegaron, mientras la abuela esperaba detrás de un amole, para ver qué hacían. Ada se plantó delante del coche, para ver dónde se sentaría ella. La abuela se fue a una esquina de la casa, y se quedó allí, asomando solamente la cabeza.

—¿En dónde me voy a sentar? —dijo Ada—. No veo que haya mucho sitio para nadie con toda esa madera que han cargado.

Jeeter no contestó en un rato, esperando que Bessie respondiera. Al ver que no lo hacía, subió al coche y se sentó al lado de Dude.

—No hay sitio para ti —dijo.

—¿Por qué no hay sitio para mí, si lo hay para ti y Dude y esa desvergonzada?

—La hermana Bessie no es una desvergonzada. No es nada de eso; es una predicadora.

—El que sea una predicadora no quita que sea una desvergonzada, sino al contrario, y bien que se aprovecha esa vieja sinvergüenza.

—¿Por qué dices eso de Bessie?

—Anoche estaba dando vueltas por el cuarto sin nada encima, y si no te hubiera hecho poner el overalls cuando lo hice, quién sabe lo que hubiese hecho. Es una desvergonzada.

—Mira, Ada, no debes hablar así de Bessie. Es una predicadora y además está casada con Dude.

—Eso no le hace, y no quita que sea una sinvergüenza. Siempre anda enredada con los hombres y nunca se queda en casa para hacer el trabajo, como yo. Anda detrás de los hombres porque no es más que una sinvergüenza, y, cuando sale a predicar, siempre predica a los hombres y no hace ningún caso a las mujeres.

—No tengo nada que decir contra la hermana Bessie. Es una predicadora, y lo que hace es la obra de Dios, que le ordena qué tiene que hacer.

—Ada está enfadada porque me he casado con Dude y me he venido a vivir aquí —dijo Bessie a Jeeter—. No le gusta que me quede en el cuarto.

—Bueno, ahora cállate, Ada —dijo Jeeter—, y vámonos. Debo vender hoy esta carga en Augusta.

Dude arrancó el motor, y Bessie subió sentándose junto a Jeeter. Apenas había sitio para los tres.

Ada corrió hacia ellos, tratando de saltar al estribo, pero Dude aceleró la marcha del coche, y no pudo hacerlo. Al salir del baldío, cambió bruscamente la dirección para entrar en el camino del tabaco, y la rueda trasera por milagro no pasó encima del pie de Ada. Ésta gritó tras ellos, pero el coche se movía ya con tanta rapidez que era inútil que intentara correr detrás para detenerlos. Volvió al patio y con Ellie May se quedó contemplando la nube de tierra que había levantado el coche. La abuela salió de detrás de la esquina de la casa y, alzando la vieja bolsa, se dirigió a los matorrales a buscar ramas secas. Otra vez sentía hambre, aunque no hacía más que dos o tres horas que había tomado una taza de achicoria.

Dude redujo la marcha al aproximarse a la encrucijada en donde tenían que dejar el camino del tabaco y entrar en la carretera principal para ir a Augusta. Sin embargo, no frenó lo suficiente, y la fuerza centrífuga hizo que todo el tope de la pila de leña se viniera abajo sobre el camino.

Jeeter y Dude tuvieron que trabajar media hora para volver a poner en su sitio la leña, con la ayuda de Bessie. Cuando estuvo lista, Jeeter fue hasta una choza de negros que estaba junto al camino y consiguió prestadas dos correas de arado, y con ellas sujetó toda la pila.

—Ahora este maldito roble no se irá abajo otra vez —dijo—. No hay nada en el mundo como las correas y el alambre; con esas dos cosas soy capaz de hacer cualquier trabajo.

Nuevamente se pusieron en marcha hacia Augusta; la ciudad se hallaba ahora a sólo unos veinte kilómetros.

No había duda de que Dude era un buen conductor; cada vez que se encontraba con otro coche, se separaba justo en el momento de llegar encima, y sólo dos o tres veces estuvo casi a punto de chocar de frente con otros coches. Estaba tan ocupado tocando la bocina que se olvidaba de ir por su mano hasta el último momento, pero la mayor parte de los coches que encontraban le dejaban sitio de sobra cuando oían la bocina.

Jeeter no podía hablar, porque casi todo el tiempo estaba conteniendo el aliento; se hallaba tan asustado por la velocidad, que no podía contestar a las preguntas de Bessie. La predicadora miraba fijamente hacia adelante, orgullosa de su automóvil; esperaba que los negros y labradores que veía en los campos que bordeaban la carretera se diesen cuenta de que era suyo y no de Jeeter o Dude.

Entre el mediodía y la una de la tarde llegaron a mitad del camino. Estaban entonces a poco más de diez kilómetros de Augusta, y cuando llegasen a lo alto de la cuesta podrían ver la ciudad abajo en el valle, junto al río de aguas cenagosas.

La última cuesta que tenían que subir era larga; eran dos kilómetros desde el arroyuelo que pasaba al pie hasta la estación de servicio situada en lo alto, y estaban casi a la mitad, cuando de repente el auto empezó a pararse. El agua hervía en el motor y el radiador, y de éste se elevaba una columna de vapor más alta que el parabrisas. Además, el motor metía mucho ruido, y parecía que golpease lo mismo que el coche viejo de Jeeter sólo que más fuerte.

—¿Qué nos pasa? —dijo Bessie, inclinándose sobre la portezuela y mirando afuera.

—Ha de haberse calentado al subir la cuesta —dijo Dude—. No veo qué otra cosa puede tener.

Siguieron un centenar de metros más, y el coche se paró del todo. El motor se ahogó y el vapor salía como si fuera una locomotora cuando levanta presión.

Jeeter saltó del coche y puso una piedra de buen tamaño bajo una de las ruedas traseras antes de que Dude pudiese frenar. El coche dejó de rodar hacia atrás.

—¿Qué le pasa, Dude? —preguntó Bessie—. ¿Se ha estropeado algo?

—Supongo que es solamente que se ha calentado.

No se había movido del asiento. Tenía bien aferrado el volante y lo sacudía de un lado para otro; luego, empezó a tocar de nuevo la bocina.

—Con eso no vas a ganar nada, Dude —dijo Jeeter—. Cuando menos lo pienses, habrás gastado esa condenada bocina, si sigues tocándola todo el tiempo. ¿Por qué no bajas y tratas de hacer algo?

Varios automóviles, unos marchando cuesta arriba y otros hacia abajo, pasaron a gran velocidad, pero ninguno se detuvo a ofrecerles ayuda.

Otro coche venía subiendo despacio la cuesta. Subía en primera y echaba tanto vapor como el coche nuevo de Bessie. Al pasar despacio ante ellos, algunos de los negros que lo ocupaban se asomaron, mirándolos. Uno de ellos se dirigió a Jeeter.

—¿Qué le pasa a vuestro coche, blancos? Parece como si no fuera a caminar más.

—¡Por Cristo bendito! —dijo Jeeter, con rabia—. ¿Cómo te llamas, negro? ¿De dónde eres?

—Venimos del distrito de Burke —contestó—. ¿Para qué quieres saberlo, blanco?

Y antes de que Jeeter pudiera decir algo más, el coche de los negros había subido un centenar de metros más y estaba ganando velocidad. Jeeter había intentado pararlo para que remolcaran el coche de Bessie.

Dude puso en marcha el motor y arrancó. Jeeter y Bessie saltaron al estribo justo a tiempo, porque pronto el coche adquirió velocidad. El motor se había enfriado e iban más rápido que el coche de los negros; ya estaban por pasarlo cuando de repente el motor empezó a golpear más fuerte que nunca, y se detuvieron.

—Éste es el automóvil más endemoniado que haya visto —dijo Jeeter—. Nunca hace lo mismo lo bastante para que uno se acostumbre.

Esta vez se habían parado en lo alto de la cuesta. Dude iba a dejar que el coche bajara hacia el otro lado por su propio impulso, cuando Jeeter vio la estación de servicio, y dijo a Dude que esperase un momento.

—Voy a traer agua para echarla al motor —dijo.

Cruzó la carretera y entró en la estación de servicio, volviendo a los pocos minutos con un cubo de agua en la mano. El encargado de la estación lo acompañaba.

Mientras Jeeter desenroscaba el tapón del radiador, el hombre levantó el capot para medir el aceite.

—Lo que les pasa, hermano —dijo—, es que no tienen una gota de aceite en su coche, y sus cojinetes se han quemado. ¿Desde dónde vienen?

Jeeter le contó que vivían cerca de Fuller, en el antiguo camino del tabaco.

—Ya han arruinado su coche, y es una pena. Me da rabia ver gente que no sabe más que estropear automóviles.

—¿Qué tiene ahora? —preguntó Bessie.

—Su coche nuevo está arruinado, hermana, y para que pueda caminar habrá que poner un galón y medio de aceite. ¿Quiere que se lo ponga?

—¿Cuánto cuesta?

—Un dólar y medio.

—No pensaba gastar dinero en eso…

—Como quiera, pero si no le ponen aceite no va a caminar, y me parece que nunca tuvo suficiente aceite.

—No tengo más que dos dólares y con eso pensaba comprar gasolina.

—Yo y Dude no tenemos nada —dijo Jeeter—, pero cuando venda esta carga de leña tendré un dólar y medio, tal vez.

—Póngale el aceite —dijo Bessie—. No quiero que se estropee mi coche nuevo. Lo compré ayer en Fuller completamente nuevo.

—Ya está arruinado, hermana —dijo el hombre—, pero tiene que echarle aceite si quiere ir hasta Augusta y volver a Fuller.

Esperaron mientras le echaba el aceite, y luego Bessie le dio el dinero. Llevaba los billetes dentro de un pañuelo, y le hicieron falta varios minutos para soltar los nudos.

Dude arrancó, avanzando lentamente hasta la cresta y luego se dejaron ir cuesta abajo hasta Augusta. Cuando llegaron abajo, el coche andaba como nuevo otra vez, pero el motor metía más ruido que el del coche de Jeeter. Los cojinetes y bielas estaban tan flojos que sonaban como si estuvieran dando martillazos en cuanto iba a más de treinta kilómetros por hora.