Jeeter siguió sentado sobre sus talones al lado de la chimenea, en el patio, durante media hora después de haberse marchado Ellie May llorando. Miraba fijamente a las huellas que había dejado en el patio el automóvil, asombrado por la claridad de las marcas de los neumáticos. Los neumáticos de su coche, que aún seguía en el patio, entre la casa y el granero, estaban completamente gastados y lisos, y cuando el automóvil iba sobre arena solamente dejaban dos bandas paralelas de arena apisonada. Estaba pensando ahora qué podría hacer con sus neumáticos. Si pudiese inflarlos al mismo tiempo, podría llevar una carga de leña a Augusta y venderla, y tal vez llegara a conseguir hasta un dólar por ella.
Había veinticinco kilómetros hasta la ciudad y después de haber comprado suficiente gasolina y aceite para el viaje de ida y vuelta no le quedaría mucho del dólar. Tal vez veinticinco centavos, con lo que podría comprar dos o tres botes de tabaco y un puñado de harina de semilla de algodón. Con veinticinco centavos no podría comprar suficiente harina de maíz para comer todos; ya había empezado a comprar harina de semilla de algodón, pues la otra era muy cara. Con quince centavos compraría harina de semilla de algodón para una semana.
Pero Jeeter no estaba seguro de si valía la pena llevar una carga de leña. Necesitaría casi medio día para cargar el coche con el roble enano y otro medio día para el viaje, y a lo mejor después de llegar allá no conseguía encontrar a nadie que quisiera comprarlo.
Eso sí, todavía pensaba en tener su cosecha ese año, y no había abandonado sus planes ni mucho menos. Podría muy bien sembrar cinco o seis hectáreas de algodón, si podía conseguir la semilla y el guano. Cerca de Fuller había una mula que creía poder conseguir que le prestaran y tenía un arado que aún podía servir; pero hacía falta dinero o crédito, que era lo mismo, para comprar semilla y guano. Los comerciantes de Fuller habían dicho que no estaban dispuestos a darle nada al fiado, y era inútil tratar de conseguir un préstamo en el banco de Augusta. Había tratado de hacerlo dos o tres veces, pero lo primero que le preguntaron era quién tenía que garantizar sus pagarés o qué tenía que pudiera servir de garantía, y allí era donde se terminaba el asunto todas las veces. Nadie quería servir de fiador de sus pagarés y no tenía nada que sirviera de garantía. Los hombres del banco le habían dicho que probara en una compañía de préstamos agrarios.
Pero esas compañías eran la gente más viva para los negocios que hubiese conocido. Una vez consiguió un préstamo de doscientos dólares de una de ellas, pero juró que era la última vez que se metía en un negocio así. Para empezar, venían a verlo dos o tres veces por semana; venían algunos de la compañía a la plantación a tratar de decirle cómo debía plantar el algodón y cuánto guano tenía que poner por hectárea. Después, todos los primeros de mes venían para cobrar los intereses, y como nunca podía pagarlos, los agregaban al capital; y le cobraban intereses por eso además.
Cuando vendió el algodón en el otoño, sólo le quedaron siete dólares. Para empezar, el interés subía a un tres por ciento mensual, y al terminar los diez meses le habían cargado un treinta por ciento, y sobre eso, otro treinta por ciento de los intereses que no había pagado. Además, para estar seguros de que el préstamo estaba completamente garantizado, le obligaron a pagar la suma de cincuenta dólares; nunca pudo saber por qué tuvo que pagar eso, y la compañía no se tomó el trabajo de explicárselo. Cuando preguntó para qué eran los cincuenta dólares, le dijeron que era el derecho que cobraba la compañía por hacer el préstamo. Cuando se hizo la liquidación, Jeeter vio que había pagado más de trescientos dólares, y que recibía por su parte siete. Siete dólares por la labor de un año, no le pareció justo, especialmente habiendo hecho él todo el trabajo, además de poner la mula y la tierra; y todavía estaba en deuda, porque tenía que pagar diez dólares por el alquiler de la mula. Con la ayuda de Lov y Ada descubrió que en realidad había perdido tres dólares. El hombre que le había alquilado la mula insistió en ser pagado, y Jeeter le dio los siete dólares y aún estaba tratando de conseguir los otros tres para saldarle el resto.
Jeeter juró que nunca más tendría nada que ver con la gente rica de Augusta. Lo habían perseguido casi todos los días, tratando de enseñarle cómo debía cultivar el algodón, y al final vinieron y se lo llevaron todo, dejándolo endeudado en tres dólares. Él hizo todo el trabajo, puso la mula y la tierra, y sin embargo la compañía de préstamos se llevó todo el dinero sacado con el algodón y le hizo perder tres dólares. Después de eso, dijo a todo el mundo que Dios no tenía nada que ver en negocios como ése, y también les dijo lo mismo a los hombres que representaban a la compañía.
—Ustedes, la gente rica de Augusta, nos están desangrando a los pobres hasta vernos muertos; ustedes no trabajan nunca, pero se llevan todo el dinero que hacemos nosotros, los agricultores. Aquí estoy yo, trabajando todo el año, Dude arando, y Ada y Ellie May ayudando a cortar el algodón en verano y a recogerlo en invierno, ¿y qué saco de eso? Nada más que una deuda de tres dólares. Les digo que no es justo. Dios no está de su lado, ni puede aguantar mucho más que se engañe así a la gente. No le gustan tanto los ricos como ustedes creen, tampoco; Dios quiere a los pobres.
Los cobradores de la compañía dejaron hablar a Jeeter, y cuando terminó, se rieron de él, subieron a su automóvil y se marcharon a Augusta.
Ésa era una de las razones por las cuales Jeeter no estaba seguro de que pudiera recoger una cosecha ese año. Pero ahora pensaba que si podía conseguir al fiado la semilla y el guano de algún hombre de Fuller, no sería robado. Los de Fuller eran agricultores, lo mismo que era o trataba de ser él, y no creía que fueran a engañarlo. Pero cada vez que había dicho algo de conseguir crédito en Fuller, los comerciantes lo habían echado sin querer siquiera escucharlo.
—No vale la pena hablar más, Jeeter —le habían dicho—. Todos los días llegan labradores de todas partes que quieren lo mismo; si ha venido uno, han venido cien, pero no podemos hacer nada por ayudarlos. El año pasado dejamos a algunos semillas y guano a crédito, y cuando llegó el otoño, apenas hubo un poco de algodón, y el que hubo fue regular y no se pagó a más de siete centavos. No vale la pena sembrar cuando las cosas andan así, y nosotros no podemos correr más riesgos. Todos nosotros tenemos que esperar hasta que los ricos suelten el dinero que están guardando.
—¡Pero, por Dios bendito!, yo y los míos nos estamos muriendo de hambre allí en el camino del tabaco. No tenemos nada de comer y no tenemos nada para vender que valga dinero para comprar harina y carne. Ustedes, los almaceneros, no nos quieren dar más créditos desde que se fue el Capitán John, ¿y qué vamos a hacer? Yo no sé lo que nos va a pasar a mí y a mi gente si los ricos no dejan de chuparnos la sangre. Tienen todo el dinero guardado en los bancos, y no quieren prestarlo a menos que uno se corte sus brazos y los deje como garantía.
—Lo mejor que puedes hacer, Jeeter —le habían dicho—, es irte con tu familia a Augusta, o al otro lado del río, al valle del Horsecreek en Carolina del Sur, donde están todas las hilanderías, y ponerte a trabajar en una de ellas. Eso es lo único que te queda por hacer ahora, y no hay otra cosa.
—¡No! ¡Por Dios y por Jesucristo que no! ¡Eso es algo que no voy a hacer! El Señor hizo la tierra, y me puso a mí en ella para cultivarla. He estado haciendo eso, y mi padre antes que yo, en los últimos cincuenta años, y eso es lo que estaba dispuesto. Esas condenadas hilanderías son para que trabajen en ellas las mujeres. Ésos no son sitios para que esté un hombre pasando el tiempo con rueditas e hilos todo el día. Les digo que es un trabajo maldito para un hombre pasar la vida arrollando hilos en carretes. ¡No! Fuimos puestos aquí en la tierra en donde crece el algodón, y mi trabajo es hacerlo crecer. No tendría nada que ver con las hilanderías ni si pudiera hacer hasta quince dólares por semana en ellas. Me quedo en el campo, hasta que me llegue el turno de morir.
—Como quieras, Jeeter, pero mejor es que lo pienses bien y te vayas a trabajar a las hilanderías. Eso es lo que casi todo el mundo de aquí cerca de Fuller ha hecho; algunos de ellos están en Augusta y otros en el valle del Horsecreek, pero todos están trabajando en las hilanderías. Tú y tu mujer juntos podríais ganar veinte o veinticinco dólares por semana haciendo lo mismo, y no ganas nada quedándote aquí. Los dos tendréis que ir a vivir al asilo bien pronto, si os quedáis y tratáis de cultivar algodón.
—Entonces serán los ricos los que nos hayan llevado allí —dijo Jeeter—. Si tenemos que ir a vivir al asilo, será porque los ricos tienen todo el dinero que debía ser repartido entre todos nosotros y no lo quieren soltar y darme un poco de crédito para conseguir semilla y guano.
—No tienes ni una gota de sentido común, Jeeter. Ya debías saber que no puedes cultivar nada; hace falta ser rico para llevar adelante una plantación en estos tiempos. Los pobres han de trabajar en las hilanderías.
—Puede ser que no tenga mucho sentido, pero sé que no es para mí el trabajo en las hilanderías. En la tierra fue donde me pusieron desde el principio, y es donde estaré al final.
—Vaya, hasta tus hijos tienen más sentido que tú, Jeeter. Ésos no se quedaron aquí para morirse de hambre, sino que se fueron a trabajar a las hilanderías. Ahí tienes a Lizzie Belle en…
—Tal vez algunos de ellos lo hicieron, pero eso no es decir que tuvieran razón. Dude no se fue; todavía está aquí, y algún día cultivará la tierra, como debíamos de estar haciendo todos nosotros.
—Dude no tiene bastante cabeza para marcharse. Si tuviera tanta como tus otros hijos, no se quedaría aquí, y vería lo tonto que es querer cultivar la tierra tal como están las cosas ahora. Los ricos no piensan aflojar el dinero para dar crédito, sino que lo van a guardar todo el tiempo para hacer marchar las hilanderías.
Jeeter recordaba todo lo que se había dicho, mientras seguía sentado en cuclillas, junto a la chimenea, apoyado contra los ladrillos calientes y tomando el sol de finales de febrero. En Fuller había oído decir cosas como ésas docenas de veces, y siempre había terminado por marcharse, dejándolos. Ninguno de ellos comprendía lo que sentía mirando a la tierra cuando llegaba cada primavera el tiempo de arar.
Nuevamente experimentaba esa sensación, pero esta vez con más fuerza que nunca, porque en los últimos seis o siete años cuando había querido sembrar su cosecha había evitado que su espíritu fuera aplastado por el desengaño, pensando en el año en que podría hacerlo de nuevo. Pero este año sentía que si no podía conseguir la semilla y el guano y echarlos en la tierra, nunca más podría intentarlo. Sabía que no podía estar siempre esperando el año siguiente para conseguir crédito y luego no tenerlo, porque cada día se estaba debilitando más, y pronto ya no podría ni caminar entre las manceras del arado, aun cuando consiguiese el crédito.
Precisamente a causa de su mismo desaliento sentía más fuerte y penetrante el olor del humo de los matorrales y los juncos y de la tierra recién arada que llenaba el aire. Por todas partes los agricultores estaban quemando los matorrales y las retamas que cubrían los campos en los antiguos algodonales y en las tierras recién despejadas.
El deseo que sentía de arar la tierra y de plantar algodón en ella, para luego estar sentado a la sombra durante los meses de calor viendo crecer y florecer las plantas, era aún mayor que los aguijones del hambre en su estómago. Podía estar tranquilamente sentado soportando el hambre, pero verse obligado cada día a vivir y mirar los campos sin arar, era un sufrimiento que creía no soportar por muchos días más.
Dejó caer la cabeza entre las rodillas, y no tardó en vencerlo el sueño, trayendo el descanso a su corazón y cuerpo agotados.