En las colinas no encontraba Jeeter ningún quehacer que le diera aunque sólo fueran unos céntimos por día. En más de treinta kilómetros a la redonda no había ningún agricultor que tomara peones, porque prácticamente todos ellos estaban en la misma situación, y algunos aun peor; ni tampoco había aserraderos o destilerías de trementina cerca del camino del tabaco que quisieran emplearlo. El único trabajo en toda esa comarca era el del cargadero de carbón, y Lov lo tenía desde que el ferrocarril de Augusta y Georgia Meridional fuera construido. Pero aun en el caso de que Jeeter hubiera podido quitar el empleo a Lov, el trabajo hubiese sido demasiado fuerte para él. Para llenar todo el día los grandes cubos de hierro y llevarlos hasta el borde del cargadero, donde eran volcados sobre los tenders de las locomotoras, hacía falta una espalda fuerte y unos brazos más fuertes. Lov podía hacerlo porque estaba acostumbrado, pero hubiera sido una locura que Jeeter lo intentara en su actual estado de debilidad, aun en el caso de que el ferrocarril pensara en tomarlo.
La esperanza de encontrar a Tom era la fuerza que sostenía a Jeeter, y detrás de la creencia de que Tom le daría algún dinero se hallaba el temor de morir sin contar con un traje para ser enterrado. Había llegado a sentir horror a la idea de morir en overalls.
Ada también hablaba siempre de conseguir ropa para ser enterrada. Quería un vestido de seda, sin importarle que fuese negro o rojo, con tal de que su largo estuviera conforme al estilo de moda. Tenía Ada un vestido que había estado guardando desde hacía varios años para que se lo pusieran el día de su muerte, pero constantemente le preocupaba el temor de que no fuese del largo correcto. Un año era costumbre que los vestidos fueran de cierto largo, y al año siguiente de manera misteriosa eran acortados o alargados varios centímetros. Era imposible seguir esos cambios; y, por tanto, aunque tuviese un vestido guardado, seguía tratando de conseguir que Jeeter le prometiese comprar uno nuevo que estuviera de acuerdo con la moda cuando muriese.
Ada estaba convencida de que iba a morir cualquier día de ésos, y en general se sorprendía al despertarse por las mañanas y ver que aún seguía viva. La pelagra, que iba lentamente extinguiendo la vida en su cuerpo consumido, no era sino una muerte lenta. La abuela también tenía pelagra, pero, no moría; su cuerpo frágil luchaba día tras día con la enfermedad; pero salvo el lento resecamiento de su piel y carne, nadie podía decir cuándo moriría. Pesaba ahora solamente treinta y cinco kilos, a pesar de ser una mujer alta que veinte años atrás había pesado noventa kilos. Jeeter le tenía encono porque persistía en vivir, y no sólo nunca le daba comida, sino que trataba de impedir que la consiguiera. Sin embargo, la vieja había aprendido a hallar sus medios de sustento, sin que nadie pudiera explicarse cómo lo hacía. A veces hervía hojas y raíces, y otras comía hierba y flores en los campos.
Jeeter había dado ya instrucciones terminantes sobre su entierro; y había reiterado a Ada y Lov la importancia y necesidad de llevar a cabo sus planes. Esperaba vivir más tiempo que Ada, pero en caso de que muriera en su coche, le había hecho prometer a ésta que le compraría un traje. Si eso fuera imposible, debía ir a Fuller para pedir a alguno de los comerciantes un traje viejo para él. Lov había tenido también que jurar que haría que Jeeter fuese enterrado con un traje en lugar de overalls.
Pero había otra cosa relacionada con su muerte que era de la misma importancia.
Jeeter tenía horror a las ratas, cosa rara, porque había vivido rodeado de ellas toda su vida, y conocía sus costumbres casi tan bien como las de los hombres. El motivo de su odio a las ratas era algo que sucedió al morir su padre, cuando aún Jeeter era joven.
El viejo Lester había muerto en la misma cama que ahora ocupaba Jeeter, y fue enterrado al día siguiente. La noche de la muerte, mientras Jeeter y algunos otros hombres velaban el cadáver, alguien había sugerido ir a Fuller para comprar algunos refrescos y tabaco, pues debían estar en vela toda la noche y sentían la necesidad de beber algo y de fumar. Como todos ellos, incluso Jeeter, querían ir a Fuller, pusieron el cadáver en el granero y cerraron con llave la puerta, ya que era el único sitio donde podía guardarse algo y ser hallado intacto más tarde. Negros y blancos tenían costumbre de entrar por la noche en casa de los Lester y llevarse todo lo que había sin guardar; ninguna de las puertas tenía cerradura, salvo la del granero; cerraron la puerta, y después de guardar la llave marcharon a Fuller por los refrescos y el tabaco.
Al día siguiente, en los funerales, antes de bajar el cajón a la tumba, se abrió el cajón para que los familiares y amigos pudiesen mirar por última vez al extinto. Levantaron la tapa, y justo cuando estuvo del todo abierta saltó una rata enorme que desapareció en el bosque. Nadie sabía cómo pudo entrar el animal, hasta que alguien encontró un agujero en el fondo del cajón, abierto por la rata, que había roído la madera mientras el ataúd estaba en el granero.
De uno en uno fueron desfilando los asistentes ante el cajón, y cada vez que llegaba el turno a uno de ellos de mirar al cadáver, su rostro cambiaba de expresión. Algunas de las mujeres se rieron, y los hombres se sonreían unos a los otros. Jeeter corrió al ataúd para ver qué había sucedido. La rata había comido casi todo el lado izquierdo de la cara y el cuello de su padre. Jeeter cerró la tapa, e hizo que dejaran el ataúd de inmediato. Nunca había olvidado ese momento.
Ahora que se iba acercando el día en que le tocaría morir, Jeeter insistía una y otra vez en que su cadáver no fuera depositado en el granero o en cualquier otro lugar en que pudiese ser alcanzado por las ratas. Lov había prometido fielmente que se ocuparía de que las ratas no consiguieran tocarlo antes que estuviese enterrado.
—Tienes que jurarme que no me dejarás metido en un cajón donde puedan alcanzarme las ratas —había dicho Jeeter docenas de veces—. Declaro ante el Señor, Lov, que ésa no es manera decente de tratar a un muerto. He lamentado lo sucedido con mi propio padre todo el tiempo desde el día en que pasó eso, y declaro ante el Señor que no quiero que eso me ocurra a mí cuando esté muerto y no pueda hacer nada.
—No tienes que preocuparte por eso —le había contestado Lov—. Cavaré un agujero, y te enterraré en cuanto te hayas muerto. Ni siquiera esperaré al otro día, y te enterraré casi en el mismo momento en que mueras. Yo me ocuparé de tu cuerpo, y no te preocupes más.
—No me importa lo que hagas, Lov, pero no pongas el ataúd en ese granero. Ya no hay ratas en él, porque no he guardado maíz allí desde hace casi cinco años, pero de vez en cuando vienen desde el sitio en que están ahora, para asegurarse de que no he vuelto a poner maíz. Antes de irse se comieron las collaradas de arneses de las mulas y todo lo que pudieron encontrar; estaban furiosas conmigo porque no les ponía maíz para ellas. Las solía golpear con garrotes, pero eso no impedía que volvieran de vez en cuando, no hace mucho estuve dentro para buscar algunas mazorcas, y una de ellas me mordió en la pierna antes de que pudiera salir. Seguro que me tienen rabia porque ya no les pongo maíz para que lo coman.
Ada también había prometido a su marido que haría que su cadáver no quedase expuesto a las ratas que tanto odiaba, pero Jeeter no molestaba tanto a Ada como a Lov, porque creía que viviría varios años más que ella.
Realmente parecía que Ada fuera a morir antes que Jeeter. Se le habían caído todos los dientes; desde los ocho años se había acostumbrado a masticar tabaco y los dientes le habían durado hasta poco después de casada. Su única preocupación, aparte del constante deseo de tabaco, era su muerte, y el pensamiento de que pudiese tener un vestido de moda cuando muriera la perseguía noche y día. No confiaba en que Jeeter lo consiguiera cuando llegase el momento, y ése era el motivo por el que conservaba el vestido viejo guardado para usarlo en caso de que no le comprara uno nuevo.
—Si pudiera averiguar dónde están viviendo mis hijas, podría ser que me ayudasen a conseguir un vestido elegante para morir con él puesto —solía decir—. Lizzie Belle solía querer mucho a su pobre madre, y sé que me ayudaría a conseguir uno, si supiera dónde está. Y también es posible que Clara me ayudara; siempre solía decir lo bonita que yo estaba cuando me peinaba por la mañana y me ponía un delantal y una cofia limpia. No sé si los otros querrían ayudarme algo o no. Hace tanto tiempo que no he visto a los demás que hasta he olvidado cómo eran, y a veces me parece que ni siquiera puedo recordar sus nombres.
—Puede ser que Lizzie Belle esté ganando mucho dinero en las hilanderías —dijo Jeeter—. Tal vez si la encontrásemos y se lo dijéramos, vendría alguna vez y nos traería algo de dinero. Sé que Bailey nos traería tabaco y comida si supiera dónde encontrarlo. Bailey era casi el mejor de los muchachos; era bueno conmigo hasta cuando solamente era un niño, y nunca robaba la melaza que habíamos estado guardando para la cena, como los demás. Espero que tal vez sea ahora un gran comerciante en algún sitio; siempre dijo que iba a ganar mucho dinero, para no tener que andar descalzo en invierno, lo mismo que Tom y Clara cuando se fueron.
Ada hablaba con Jeeter, siempre que el tema fuera el de los hijos que se habían ido, y parecía que no tuviera interés en las demás cosas. Contestaba la mayor parte de las veces a las preguntas de Jeeter, lo reñía cuando no había nada de comer en la casa, y el resto del tiempo era muy poco lo que decía. Pero siempre que era mencionado el nombre de Bailey, el de Lizzie Belle, el de Clara o Walker, o cualquiera de sus hijos, desaparecía de sus ojos la mirada ausente habitual y quería seguir hablando de ellos todo el día. Ninguno de los que había dejado la casa había vuelto a visitarlos ni había enviado mensaje alguno, y como nunca habían tenido noticias, Ada y Jeeter creían que todos ellos estaban vivos. No tenían medios de saber si era así.
—Voy a ir al partido de Burke para ver a Tom —había dicho Jeeter a Ada—. Estoy decidido a ir allí para verlo antes de morirme. En Fuller todos me dicen que día y noche salen vagones de traviesas del aserradero, que Tom es muy grande. Por lo que la gente dice, me parece que Tom debe ser muy rico y seguramente deberá darme algo de dinero. Aunque a veces me parece que los ricos nunca ayudan a un pobre, mientras los pobres son capaces de dar todo lo que tienen para ayudar al que no tiene nada. No creo que debiera de ser así, pero supongo que los ricos no tienen tiempo que perder con nosotros los pobres.
—Cuando veas a Tom, dile que a su pobre vieja le gustaría mucho verlo; dile que he dicho que era casi el mejor de los diecisiete. Clara y Lizzie Belle eran las mejores, me parece; pero Tom y Bailey eran los mejores de los muchachos. Dile a Tom que he dicho que era el mejor y tal vez mande dinero para comprar un vestido nuevo.
—Pearl es la más bonita —dijo Jeeter—. Ninguna de las otras tiene un pelo rubio tan bonito como el de ella, ni tampoco sus ojos azul pálido. Es la primera Lester que he visto que tuviera pelo rubio. Es curioso, ¿no es cierto, Ada?
—Pearl es mi favorita, creo —replicó Ada—. Me gustaría que viniese alguna vez; no he vuelto a verla desde que se fue el verano pasado para casarse con Lov.
—Voy a decirle a Tom que debía de darme algo de dinero. La gente de Fuller dice que es ahora un hombre muy rico.
—Mejor es que no te olvides de mencionarle que su vieja madre quisiera que le consiga un vestido bonito para poder morir con él puesto, Estoy segura que no me negará un poco de su dinero para una cosa así.
—Se lo mencionaré cuando lo vea, pero no sé cómo lo tomará. Me imagino que tendrá una mujer y un montón de niños que sostener. Pero tal vez me lo dé.
—¿Crees que Tom tendrá hijos?
—Tal vez.
—Me gustaría verlos. Sé que debo tener un montón de nietos por ahí. Tengo que tenerlos, con todos esos muchachos y muchachas fuera de casa. Si pudiera ver a Tom, tal vez no me importaría tanto no poder ver a los demás. Sé que debo tener nietos en algún lado.
—Me parece que Lizzie Belle y Clara tienen un montón de hijos. Siempre hablaban de tenerlos, y dicen en Fuller que Lizzie Belle tiene muchos. No sé cómo los demás saben más de eso que yo, y me parece que yo tendría que ser el que más sabe de mis hijos.
—Tal vez pudieras hacer que Tom trajera a sus hijos aquí para que los viera. Dile que quiero ver a mis nietos y tal vez consienta en traerlos.
Ada había hablado muchas veces de que Tom trajese a sus hijos para que ella los viera, y cada vez que Jeeter hablaba de ir al condado de Burke en donde estaba el aserradero de Tom, le recordaba que no se olvidase de decir a Tom lo que ella le había pedido. Pero de año en año, al ver que Jeeter nunca salía, se sentía menos inclinada a hablar de la posibilidad de ver a alguno de sus nietos. No había forma de que Jeeter partiera; decía que iba a hacerlo al día siguiente, pero siempre aplazaba el viaje a último momento.
Casi todos los días Jeeter pensaba ir a algún sitio. Iba a Fuller, o a McCoy o a Augusta; pero nunca iba cuando decía que iba a hacerlo. Si por la noche decía a Ada que al otro día iba a ir a McCoy, a último momento decidía hacerlo a Fuller o a Augusta, y habitualmente primero se dirigía hasta el antiguo algodonal para mirar los juncales, y eso le hacía pensar en alguna otra cosa. Cuando llegaba hasta los juncales, lo más probable es que se tumbara para echar un sueñecito. Por cierto era un milagro que cortara la leña que solía llevar a Augusta, y a veces le llevaba una semana entera cortar la suficiente para una sola carga.
Estaban al principio de la nueva temporada que siempre era causa de que cambiara tantas veces de parecer, y durante todo el día se sentía en el aire el olor de los juncales y las malezas, y allá lejos estaban arando el campo, y podía sentir el aroma de la tierra fresca. Ese olor de tierra recién arada, que los demás nunca percibían, llegaba a los sentidos de Jeeter con mayor fuerza que nada, y le daba ganas de empezar allí mismo a quemar los antiguos algodonales para sembrar una cosecha. Otros lo estaban haciendo por todas partes, pero aun en el caso de que consiguiera que le prestasen una mula, Jeeter no sabía por dónde empezar a pedir crédito para comprar semilla de algodón y guano. Los comerciantes de Fuller habían oído tantas veces sus ruegos que ya sabían lo que iba a pedir tan pronto como trasponía la puerta y se iban a donde no pudiera seguirlos. No sabía qué hacer.
Jeeter aplazaba casi todo lo que podía ocurrírsele a un hombre, pero cuando se trataba de arar la tierra y plantar algodón, nunca cejaba. Empezaba el día con un entusiasmo febril, y cuando llegaba la noche seguía más decidido que nunca a conseguir una mula prestada y un comerciante que quisiera darle crédito para comprar semilla de algodón y guano.