VII

Jeeter no fue al cargadero de carbón a ver a Lov, ni tampoco a su casa a hablar con Pearl.

Siempre tenía Jeeter bien pensado lo que iba a hacer, pero por una cosa u otra jamás lo llevaba a la práctica. Los días pasaban rápidamente y era mucho más cómodo dejar todo para mañana, y cuando llegaba ese día, siempre aplazaba lo que había decidido hacer para una ocasión más conveniente. Durante toda su vida había sido igual, pero eso no quitaba que ahora estuviera de nuevo dispuesto a quemar las malezas y arar la tierra para cultivar algodón.

Una de las cosas que pensaba hacer Jeeter desde hacía quince años era llevar a Ellie May para que le arreglaran el labio. Todos los años repetía que la iba a llevar a un médico en Augusta, pero cuando realmente se ponía en camino nunca pasaba de la tienda situada en el cruce de la carretera, en donde siempre se presentaba algo que le hacía cambiar de planes.

En el curso de todos esos años, realmente había llegado a Augusta dos o tres veces con el único propósito de que se efectuase la operación; pero siempre a último momento había recordado algo que le parecía más importante. Unas veces eran correas para el arado, sin las cuales no podía pasarse un solo día más aunque no tuviera mulas para usarlas; otras veces era tabaco lo que necesitaba, y se había detenido en la tienda y gastado el escaso dinero que llevaba encima, regresando luego a casa sin haber hecho nada.

Ellie May nunca protestaba. Nadie podía hacerle creer que su labio podía ser cosido de modo que apenas quedaría señal, y se había acostumbrado de tal forma a su defecto que ni siquiera pensaba que su rostro podría ser completamente distinto.

En esas raras oportunidades en que Jeeter había hecho preparativos para llevarla al hospital y se lo había dicho, Ellie May se escondía tras una esquina de la casa o el tronco de alguno de los amoles, riéndose. Los Lester habían hablado con tanta frecuencia de su labio que había llegado al convencimiento de que cuando Jeeter hablaba de la operación era solamente para burlarse de su defecto. Entonces se quedaba escondida detrás de la casa o del árbol hasta que se cambiaba de tema y salía sólo cuando estaba segura de que no se iban a ocupar más de ella.

—No es ningún pecado que tengas ese aspecto, Ellie May —le había dicho Jeeter—. Así has venido al mundo, y así quiso Dios que fueras. Hay veces en que pienso que tal vez sería un pecado arreglarlo, porque sería cambiar algo que Él hizo.

—Pues yo lo único que digo —había contestado Ada— es que es una lástima que no hiciera Dios que Dude tuviese el labio partido en lugar de Ellie May. Una mujer no debe ser así; las mujeres solamente sirven para casarse y trabajar para los hombres, y si una nace así, no hay hombre que quiera saber nada con ella. Si fuera Dude el que tuviese el labio partido, no importaría nada; al final nadie se fija mucho en la cara de los hombres.

Cuando Ellie May, varios años antes, fue por primera vez al colegio para entrar en el primer grado, regresó a casa antes del mediodía y no quiso volver más. La maestra le dijo que tenía demasiados años para ir a la escuela con los menores, pero el motivo real de que la hubiese mandado de vuelta a casa fue que los demás niños se rieron tanto de su labio, que no habían podido estudiar sus lecciones. Así que Ellie May nunca más volvió al colegio. Dude tampoco lo había hecho porque Jeeter dijo que lo necesitaba en la casa para ayudarle.

Pero si bien Jeeter no se interesaba gran cosa porque Ellie May fuese operada, había algo que siempre había deseado con todas sus fuerzas hacer, y eso era cultivar la tierra. Raro había sido el momento en los últimos seis o siete años en que no hubiese estado pensando en ello, y tratando de descubrir alguna forma de plantar algodón. Cuando siete años antes el Capitán John se trasladó a Augusta, pareció que se habían terminado para siempre los días de agricultor de Jeeter, pero él no abandonaba sus ilusiones de volver a arar la tierra para plantar algodón cada vez que llegaba la primavera.

Jeeter siempre pensaba que la pérdida de sus tierras y bienes había sido una calamidad ocasionada por los hombres. A veces decía que en parte había sido por su culpa, pero en el fondo creía firmemente que había llegado a su situación actual por culpa de los demás, aunque no censuraba tanto al Capitán John como a los otros. El Capitán John siempre lo trató bien, y había hecho más por él que cualquier otra persona; cuando Jeeter se había excedido en sus compras en los almacenes de Fuller, el Capitán John le había permitido seguir sin poner límite a su crédito. Pero el fin fue rápido; ya la explotación del algodón con el sistema anticuado del Capitán John no rendía beneficio, y éste abandonó la plantación, para trasladarse a Augusta. En lugar de intentar enseñar a los colonos los sistemas más modernos y económicos de cultivo, tarea que consideró imposible desde el primer momento, prefirió vender sus animales y aperos y marcharse. El empleo inteligente de sus tierras, hacienda e instrumentos de labranza hubiera permitido que Jeeter y docenas de otros que dependían del Capitán John recogieran cosechas para su sustento y la venta. El cultivo cooperativo los hubiera salvado.

Ahora Jeeter había quedado reducido a la mayor miseria; había sido despojado de sus medios de vida y se estaba consumiendo lentamente de inanición.

Todas las tierras que lo rodeaban habían pertenecido en un tiempo al abuelo de Jeeter, y setenta y cinco años atrás habían sido las más codiciadas del sur de Georgia. Su abuelo había despejado la mayor parte de la plantación para cultivar tabaco, para lo que se prestaba admirablemente el suelo, alto y seco. Todavía podían verse centenares de chozas semiderruidas que se emplearon para almacenar el tabaco en la plantación; algunas de ellas aún estaban en pie, pero la mayoría se habían podrido y caído por tierra.

El camino sobre el cual se hallaba la casa de Jeeter había sido el primitivo camino del tabaco construido por su abuelo. Tenía unos veinticinco kilómetros; se extendía en dirección sur desde el pie de las dunas de arena hasta las barrancas que dominaban el río. El camino había sido usado para transportar los grandes barriles de tabaco, en que se empacaban las hojas después de haber sido curadas y estacionadas en los almacenes; millares de barriles habían sido llevados rodando por la cresta de las dunas y habían formado un camino firme y liso. A veces los barriles habían sido empujados por las cuadrillas de negros hasta los vapores fluviales y otras veces tirados por yuntas de mulas, pero siguiendo siempre la cresta de las dunas, porque, si no, habrían rodado cuesta abajo hasta los arroyos que corrían al pie y el tabaco se habría estropeado completamente al mojarse.

Setenta y cinco años más tarde, aún seguía en uso el camino del tabaco, y si bien en algunos puntos empezaba a borrarse, su contorno seguiría mientras existieran las dunas. En la región occidental del valle del Savannah había docenas de caminos del tabaco, unos que sólo tenían uno o dos kilómetros, y otros que tenían cincuenta o sesenta y llegaban hasta el pie de la sierra de Piedmont. Cualquiera que recorriese a pie la comarca era más que probable que encontrara seis u ocho en el día. Topográficamente la región se asemejaba a una hoja de palma: el Savannah, el cabo, grueso al principio y que poco a poco se iba bifurcando arriba; los arroyos eran las depresiones de la hoja de palma, y entre ellos se encontraban las dunas y sobre éstas los caminos del tabaco.

El padre de Jeeter había heredado, poco más o menos, la mitad de la primitiva plantación de los Lester, y la mitad de eso no tardó en evaporarse. Para empezar, no pudo pagar los impuestos, y gran parte de las tierras fueron vendidas año tras año para satisfacer las exigencias del fisco. El resto lo cultivó como mejor pudo. Se dedicó exclusivamente al algodón, pero como el suelo era arenoso, se vio obligado a emplear más abono cada año. Pero el suelo flojo no conservaba el guano durante las fuertes lluvias de verano que lo arrastraban antes de que pudieran utilizarlo las plantas.

Cuando Jeeter llegó a una edad en que podía trabajar en la plantación, el campo se había convertido en una carga tan grande que dejaron que crecieran pinos en su mayor parte. El suelo se había agotado con el cultivo constante del algodón año tras año, y era imposible obtener un rendimiento de más de medio fardo por hectárea. Cada vez era necesario echar más y más guano a la tierra, pero todo lo que se echara era arrastrado por las lluvias, sin que llegase a las plantas.

Al morir su padre, Jeeter heredó deudas y lo que quedaba de las tierras de los Lester. De inmediato tuvo que responder a la hipoteca y para satisfacer a los acreedores se vio obligado a cortar y vender todos los árboles, junto con otra buena parte de las tierras. Dos años más tarde Jeeter estaba tan endeudado, que una vez pagado todo se encontró con que no era dueño de una sola hectárea de tierra ni una casa de colonos. El hombre que adquirió la plantación en el remate judicial fue el Capitán John Harmon, y éste permitió que Jeeter y su familia vivieran en una de las casas y que trabajara para él como colono. Eso ocurría diez años antes de la Gran Guerra.

Desde entonces, se había ido hundiendo Jeeter cada año en una pobreza más dolorosa que la del año anterior, y el fondo había llegado, al parecer, cuando el Capitán John vendió todo para irse a Augusta. Desde ese momento Jeeter ya no podía esperar los dos tercios de lo que cultivara en el año, y nunca más podría contar con crédito para comprar víveres, tabaco y otras necesidades en los almacenes de Fuller. Junto con el Capitán John se había ido el crédito, y Jeeter no supo qué hacer. Sin comida ni tabaco, no valía la pena seguir viviendo.

Para esa época la mayor parte de sus hijos se habían marchado de casa para Augusta u otras partes, y Jeeter no sabía ahora ni por asomo cuál pudiera ser su paradero.

Ada y él habían tenido diecisiete hijos. Cinco de ellos habían muerto y los restantes se habían dispersado en todas las direcciones, quedando en casa solamente Dude y Ellie May; es cierto que Pearl estaba a sólo tres kilómetros de allí, pero nunca había vuelto a visitar a sus padres, y ellos tampoco habían ido a verla. Los que murieron habían sido enterrados en distintos puntos del campo, y como no se habían marcado sus tumbas y la tierra había sido arada después de estar enterrados, nadie hubiera sabido encontrarlos, de haberlo querido.

Con excepción de Dude y Ellie May, todos los demás se habían casado. Jeeter creía saber dónde se encontraba Tom, pero no estaba seguro. Había oído decir en los almacenes de Fuller que Tom, que era el mayor, estaba a cargo de un aserradero de traviesas en el partido vecino, en un sitio que distaba unos cuarenta kilómetros.

Nadie tenía la menor idea de dónde se encontraban los restantes ni si aún estaban todos vivos. Lizzie Belle había sido la última en marcharse, y lo hizo unos años antes diciendo que iba a trabajar en una hilandería del otro lado del río, frente a Augusta. Había diez hilanderías o más en el valle de Horsecreek, pero no dijo en cuál de ellas iba a trabajar. Jeeter había oído que aún seguía allí y que se había casado y ya tenía siete hijos, pero ignoraba si era cierto porque ni él ni Ada recibieron jamás una carta.

Había veces en que Jeeter se sentía solo sin sus hijos y deseaba que cualquiera de ellos volviera o por lo menos escribiera alguna carta, y entonces pensaba si acaso no le habrían escrito cartas que nunca llegaron a sus manos. No había cartero rural ni tenía buzón, pero muchas veces había dicho que un día de ésos pensaba ir al correo de Fuller para ver si había allí alguna carta de Lizzie Belle o Clara o Tom o alguno de los otros. Sabía que tendría que conseguir que alguien se la leyera si había cartas de los muchachos porque ni él ni Ada habían aprendido a leer; pero aunque había estado en Fuller centenares de veces después de habérsele ocurrido pensar en dirigirse al correo, todavía no había tenido la oportunidad de hacerlo.

Esperaba algún día en que pudiera llegar hasta el condado de Burke para ver a Tom. Llevaba varios años proyectando un viaje hasta allí, pero primero había sido el coche demasiado viejo que no le había permitido emprender el viaje, y luego el mal tiempo y los caminos enfangados.

El viaje para visitar a Tom había sido proyectado con un doble propósito; deseaba ver a su hijo, por supuesto, y conversar con él, pero el motivo principal de su ida era la creencia de que Tom le daría algún dinero regularmente cuando viera lo pobre que era y lo mucho que él y Ada necesitaban tabaco y comida. Por lo que Jeeter había oído decir en Fuller, sabía que Tom podía muy bien darle unos dólares todas las semanas. La gente aseguraba que Tom tenía cincuenta o sesenta mulas y el doble de bueyes y que recibía mucho dinero por las traviesas que vendían al ferrocarril. Jeeter lo había oído decir muchas veces en Fuller, y sabía que debía ser cierto, y no podía creer que Tom se negara a ayudarlo, lo mismo que a Ada, cuando le contara lo pobres que eran. Ahora que estaba pasando el invierno, Jeeter esperaba poder hacer el viaje durante el verano; los caminos ya no estarían embarrados y los días serían mucho más largos.

La terminación del invierno y la lenta entrada de la primavera estaban efectuando su habitual efecto sobre Jeeter. Los tibios días del fin de febrero habían avivado dentro de él una vez más el deseo de cultivar la tierra. Todos los años, en esa época, trataba nuevamente de preparar el terreno y de encontrar la forma de comprar semilla de algodón y guano al fiado en los almacenes de Fuller, pero sus tentativas se habían estrellado siempre contra las firmes negativas de todo el mundo, que no le daban ni un centavo de crédito. A pesar de ello, cada primavera quemaba una parcela aquí y otra allá, para limpiar la tierra de malezas por si alguien llegaba a prestarle una mula y a darle algo de semilla y guano. Siempre había hecho lo mismo en los últimos seis o siete años.

Jeeter había heredado el amor a la tierra, y sus desastrosas experiencias como agricultor no habían conseguido apagarlo. Toda su vida había transcurrido en el resto de la plantación de los Lester, y aunque sabía que legalmente no era suyo, estaba convencido de que moriría en el momento en que tuviera que salir de allí. No quería ni siquiera pensar en vivir en otro lado, aunque se le ofreciera la oportunidad de ir a trabajar como colono en alguna otra plantación; como tampoco le hubiera sido posible ir a Augusta para trabajar en las hilanderías. La emigración de los otros colonos a las hilanderías nunca había surtido el menor efecto sobre Jeeter. Trabajar en las hilanderías estaría muy bien para algunos, solía decir, pero por su parte prefería morir de hambre a dejar el campo. Y en esos siete años no había cambiado de opinión; al contrario, estaba más decidido que nunca a continuar donde estaba, costara lo que costase.

Cuando Lizzie Belle se marchó, Ada dijo que quería irse a vivir a Augusta también, pero Jeeter ni siquiera la escuchó; nunca sintió el deseo de dejar la tierra para irse a vivir a una ciudad.

—La vida de la ciudad no fue dispuesta por Dios —había dicho Jeeter, sacudiendo la cabeza—. Nunca fue ordenado que un hombre que huele a campo vaya a vivir a una hilandería en Augusta. Puede ser que esté bien para algunos, pero Dios nunca dispuso que yo lo haga; desde el principio me puso en la tierra y no voy a salir de ella. Me sentiría como un pájaro al que le han cortado las alas, si tuviera que vivir todo el tiempo encerrado en una fábrica.

—Hablas como un viejo idiota —dijo Ada, furiosa—. Es muchísimo mejor vivir en las hilanderías que quedarse aquí en el camino del tabaco para morirse de hambre. Allí podría conseguir todo el tabaco que quiero, mientras que aquí nunca tengo bastante para calmarme.

—Dios proveerá —había contestado él—. Ahora mismo estoy preparándome para recibir sus dones, y los espero en cualquier momento. Dios no nos va a dejar que nos muramos de hambre aquí, y muy pronto nos mandará tabaco y comida. Siempre he sido un hombre temeroso de Dios, y no va a dejar que siga sufriendo más tiempo.

—¡Sigue sentado y verás! Dentro de diez años estarás lo mismo que ahora, si es que llegas a vivir tanto tiempo. Hasta los chicos han tenido más sentido común, ¿no se fueron acaso a las hilanderías en cuanto fueron bastante grandes? Tuvieron bastante cabeza para no quedarse sentados aquí a esperar que les trajeras comida para llenar sus bocas y estómagos vacíos; sabían de sobra que no harías más que hablar. Si no fuese tan vieja, ahora mismo me iría a las hilanderías para hacer algo de dinero.

—El Señor me envía todas las miserias que se le ocurren sólo para probarme, y debe de estar pensando hacer algo muy bueno por mí, porque bastante me prueba. Estoy seguro de que piensa que si puedo soportar a los míos, puedo muy bien luchar contra el demonio.

—¡Bah! —exclamó Ada—. Lo que es, si no se da prisa y hace algo, va a ser demasiado tarde. Mi pobre estómago me duele fuerte todo el día cuando no tengo tabaco para calmarlo.