Abajo, en el matorral, oculto de la casa y el camino por los espesos juncales, Jeeter empezó a sentir la voz de su conciencia. Había satisfecho temporalmente su hambre y tenía los bolsillos de su overalls llenos de nabos, pero empezaba a recordar que había robado a su yerno y eso le hacía sentirse enfermo de cuerpo y espíritu. Había robado comida otras veces, comida y todo aquello a que había tenido ocasión de echar mano, pero siempre, lo mismo que ahora, se arrepentía de lo que había hecho, hasta que llegaba a convencerse a sí mismo de que no había sido nada de verdad grave. A veces podía hacerlo en unos minutos, pero otras, pasaban días y hasta semanas antes de que llegara a la conclusión de que Dios lo había perdonado y que no lo castigaría demasiado.
El sonido de la voz de Dude en el bosque tras de sí le pareció la voz de Dios que lo llamaba para juzgarlo. Hacía media hora que Dude estaba recorriendo el bosque, abriéndose paso entre la maleza con un palo, tratando de encontrar a Jeeter antes que se hubiese comido todos los nabos.
Después de cada grito de Dude reinaba un silencio profundo en el bosque, y Jeeter se sentía humilde y arrepentido. Limpió con cuidado la hoja del cortaplumas que había usado para pelar los nabos, y lo guardó en el bolsillo, se incorporó y salió corriendo del matorral en dirección de los juncales. Podía ver el techo de la casa y las copas de los amoles, pero no tenía modo de averiguar si Lov estaba aún allí.
Dude lo vio en el mismo momento en que salía del bosque y se internaba en los juncales.
—¡Eh! ¿Adónde vas ahora? —le gritó, corriendo a través del campo para alcanzarlo antes que pudiera llegar al camino.
Jeeter se detuvo y esperó a que llegara Dude. Luego sacó media docena de los nabos más pequeños y los puso en las manos tendidas de su hijo.
—¿Por qué saliste corriendo para comértelos todos sin darme ninguno a mí? —preguntó—. Tú no eres el único a quien le gustan los nabos, y yo no he tenido esta semana más comida que tú. Hay veces que eres peor que una víbora. ¿Por qué no me querías dar ninguno?
—Al Señor no le gusta el robo —dijo Jeeter—. No reserva nada en el futuro para los que roban, y éstos tienen que mirar por sí mismos en la otra vida. Ahora tengo que ir a ponerme bien con Dios y confesar mis pecados. Hoy he cometido una falta grave y a Dios no le gusta que su gente haga eso, y no se ocupa más de los pecadores. Y el robo es casi lo más malo que puede hacer un hombre.
—¡Qué demonios! —exclamó Dude—, siempre hablas así cada vez que robas algo, pero después no te acuerdas más. Lo que pasa es que no quieres darme más nabos, pero a mí no me vas a engañar.
—Eso es una cosa que no debes decir de un hombre que toda su vida ha tratado de estar a bien con Dios. Él está de mi parte, y no le gusta oír que la gente hable así de mí. No debías hablar así, Dude, ¿o es que no tienes sentido?
—Dame más nabos —dijo Dude—. No vale la pena de que trates de guardártelos todos hablándome así, porque no vas a conseguir nada. Todo eso no vale nada para mí, y no creas que me vas a engañar esta vez.
—Ya te he dado cinco —dijo Jeeter, contando los que le quedaban en los bolsillos— y es bastante.
Dude metió la mano en el bolsillo que tenía más cerca y sacó todos los que pudo agarrar. Jeeter lo empujó con el codo, pero al muchacho no le importó nada, porque su padre era demasiado débil para hacerle daño.
—Bueno, basta con ésos —dijo Jeeter—. Ahora voy a llevar los que quedan para dárselos a Ada y Ellie May, que creo que estarán casi tan hambrientas como estaba yo y deben estar esperando. ¿Se fue Lov ya?
—Hace rato que se volvió al cargadero.
Echaron a andar por los juncales hacia la casa y mucho antes de llegar al camino vieron a Ada y Ellie May que los estaban esperando en el corral. La abuela, acurrucada en la puerta, temía, adelantarse más.
—Me imagino que las mujeres deben de tener bastante hambre también —dijo Dude—. Las tripas de Ellie May estuvieron haciendo ruido toda la noche y me despertaron esta mañana al empezar de nuevo.
Ellie May y Ada se sentaron en los escalones cuando Dude y Jeeter llegaron al borde del camino, esperando pacientemente, y al acercarse ellos, Ada se sentó un escalón más arriba. La abuela seguía acurrucada en la puerta, agarrándose al marco con ambas manos; ninguna sentía más hambre que ella.
Pero en la galería había además otra mujer. Se balanceaba en la mecedora cantando un himno a plena voz, y cada vez que daba la nota más alta que podía alcanzar la sostenía hasta quedar sin aliento, para volver a empezar.
Jeeter saltó la cuneta y atravesó corriendo el corral, con Dude pegado a sus talones; al ver a la mujer que estaba en la galería se le había iluminado el rostro y casi se cayó en su prisa por llegar junto a ella.
—¡Que Dios sea alabado! —gritó, viendo a Bessie Rice en la mecedora—. Sabía que Dios enviaría a su ángel para borrar mis pecados. Hermana Bessie, el Señor sabe bien lo que yo necesitaba, y quiere que deje el mal camino, ¿no es verdad?
Ada y Ellie May metieron la mano en los bolsillos del overalls de Jeeter, sacando los nabos que quedaban, echando aquél tres de los más chicos en dirección a la puerta. La abuela cayó de rodillas para agarrarlos y empezó a rumiarlos entre sus encías desdentadas.
—El Señor me dijo que viniera a la casa de los Lester —dijo la predicadora—. Estaba en casa barriendo la cocina, cuando vino a mí y dijo: «Hermana Bessie: Jeeter Lester está haciendo algo malo. Vete a su casa y reza por él ahora mismo antes de que sea demasiado tarde, y trata de que deje el mal camino». Yo miré al Señor y dije: «Señor: Jeeter Lester es un hombre muy pecador, pero rezaré por él hasta que el diablo se vuelva corriendo al Infierno». Eso es lo que le dije y aquí estoy para rezar por ti y los tuyos, Jeeter Lester. Puede que no sea demasiado tarde para que te pongas a bien con el Señor. Los hombres como tú debían ser buenos y no dejar que el diablo les haga hacer toda clase de cosas malas.
—¡Sabía que el Señor no me dejaría resbalar y caer en las manos del diablo! —gritó Lester, saltando alrededor de la silla de Bessie—. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Siempre he estado del lado de Dios, hasta cuando las cosas iban peor, y sabía que me sacaría del Infierno antes de que fuera demasiado tarde. Yo no soy pecador por mi naturaleza, hermana Bessie, sino que el diablo siempre me está arrastrando a hacer cosas malas. Pero no las voy a hacer, porque quiero ir al Cielo cuando muera.
—¿No me vas a dar un nabo, Jeeter? —dijo Bessie—. No he tenido mucho que comer últimamente; los tiempos son malos, para los justos y los pecadores, aunque a veces creo que eso no está del todo bien. Los buenos nunca deben estar sufriendo, mientras que los malos deben estarlo todo el tiempo.
—Es cierto, Bessie —dijo Jeeter, dándole varios nabos, eligiendo los mayores que pudo hallar—. Sé que te gusta comer, casi tanto como a todos nosotros, y quisiera tener algo que darte para que lo llevaras a casa. Cuando tenía en abundancia, solía dar al hermano Rice un montón de gallinas y patatas de una vez, pero ahora no tengo más que un puñado de miserables nabos, aunque no me avergüenzo de ellos. El Señor los hizo crecer, y lo que Él hace es sobradamente bueno para mí. ¿No lo es para ti?
La hermana Bessie sonrió satisfecha a Jeeter y su familia. Siempre se sentía contenta cuando podía rezar por un pecador y salvarlo del demonio, porque ella también había sido una pecadora antes de que el hermano Rice echara al diablo de su cuerpo y se casara con ella. Pero su marido había muerto y ella continuaba su obra en las dunas. Le había dejado ochocientos dólares de un seguro cuando murió el verano anterior, y ella los conservaba para continuar su obra y usarlos en el momento que fuera más necesario, habiendo depositado todo ese dinero en un banco de Augusta.
Algunos de los que vivían en las dunas decían que la religión de que hablaba Bessie era muy diferente de lo que Dios había pensado que debían de hacer y decir los que a Él se consagraban. Pero cada vez que oía eso, Bessie siempre contestaba que los demás no sabían nada de la religión de Dios, y que lo mismo pasaba con los predicadores masculinos. La mayor parte de éstos no pertenecían a ninguna secta, y los restantes eran bautistas fanáticos, y Bessie los odiaba con la misma intensidad que al demonio.
No había ningún templo en que se practicara la religión de Bessie ni un grupo organizado de feligreses que la mantuviera. Iba de casa en casa por las dunas, generalmente a lo largo de las alturas por donde pasaba el antiguo camino del tabaco, y rogaba por los que necesitaban oraciones y las querían. Ya había pasado los treinta y cinco años, estaba cerca de los cuarenta, y su físico era mucho mejor que el de la mayoría de las mujeres de la comarca, con excepción de la nariz.
Su nariz no se había desarrollado debidamente; no tenía hueso ni forma y las fosas nasales estaban completamente expuestas. Dude dijo una vez que cuando veía esa nariz le parecía que miraba el extremo de una escopeta de dos cañones. Bessie era muy sensible sobre este punto, y trataba de evitar que la gente se la quedara mirando y comentara tal aspecto de su físico.
Ada ya había hablado con ella de los nabos que Jeeter había robado a Lov. La predicadora había venido dispuesta a rezar por los pecados de Jeeter en general, pero ahora estaba contenta de que hubiera un pecado específico por el cual rogar a Dios. Las oraciones siempre hacían bien a un hombre, decía, cuando había algo de que éste se mostrara realmente avergonzado.
Pero antes que nada, terminó de comer todos los nabos que le había dado Jeeter.
—Ojalá estuviese aquí Lov para pedirle que me perdonara —dijo Jeeter—. Supongo que tendré que ir a su casa por la mañana temprano para decirle lo arrepentido que estoy, y espero que no esté tan enfadado que quiera golpearme con un garrote. Tiene un genio de mil demonios cuando de verdad se pone enfadado por algo.
—Vamos a rezar un poco —dijo Bessie, tragando el último pedazo de nabo.
—¡Que el Señor sea alabado! —dijo Jeeter—. Estoy realmente contento de que vinieras cuando lo has hecho, hermana Bessie, porque necesito como pocas veces una oración. Hoy he sido un hombre pecador, y el Señor no las va con los humanos que cometen robos. No sé lo que me hizo ser tan malo, pero me imagino que fue el diablo que vino y me ha dominado.
Todos se pusieron de rodillas, menos Ellie May y Dude que siguieron sentados en los escalones, comiendo y contemplando a los otros.
—Hay gente —dijo Bessie— que no quiere arrodillarse y rezar afuera. No quieren que rece por ellos en la galería y el patio, y me dicen: «Hermana Bessie: ¿No podemos entrar en la casa sin que nos vean y rezar lo mismo?». ¿Y saben lo que les digo? Les digo: «Hermanos y hermanas: No me avergüenzo de rezar aquí, al aire libre, y quiero que la gente que pasa por el camino sepa que estoy junto a Dios. No me avergüenza que la gente me vea rezando. El diablo es el que siempre habla al oído para que entres en la casa, sin que nadie te vea». Así defiendo al Señor; me arrodillo y rezo en mitad del camino lo mismo que en un colegio o en un campamento, y no me avergüenza rezar en el patio o en la galería. El diablo es el que siempre tienta a la gente para que entre en la casa donde nadie los vea.
—Que el Señor sea alabado —dijo Jeeter.
—Preparémonos a rezar —dijo Bessie.
Ada y Jeeter inclinaron sus cabezas y cerraron los ojos. Mamá Lester se arrodilló en la puerta, pero no cerró sus ojos, sino que se quedó mirando fijamente al horizonte por encima de los juncales.
—Dios bendito, aquí estoy de nuevo para ofrecer una pequeña oración por la gente pecadora. Jeeter Lester y su familia quieren que rece por ellos otra vez; la última les sirvió de mucho, y si Jeeter no hubiese caído en las garras del diablo, hoy no hubiéramos tenido necesidad de rezar de nuevo tan pronto.
»Pero Jeeter dejó que el diablo lo cogiera y ha hecho una cosa muy mala; robó los nabos de Lov y no los quiso devolver. Ahora han sido comidos todos, así que es demasiado tarde para devolvérselos a Lov, y por eso queremos rezar por Jeeter. Debes de hacer que deje de robar como lo hace. No he visto en mi vida un hombre más ladrón; parece que, para él, robar es algo tan natural como para nosotros tomar un trago de agua. Pero Jeeter quiere dejar de hacerlo, aunque parece que en cuanto terminemos de rogar por él va y lo hace de nuevo. Debes de hacer que esta vez se cure para siempre, porque no tiene sentido que dejes de poner fin a eso y no dejar que siga haciéndolo. ¿No irás a dejar que el diablo te diga lo que hay que hacer? El Señor no debe permitir eso y debe decir al diablo que se vaya y deje de tentar a las personas buenas.
»Y la hermana Ada otra vez está muy mal con su pleuresía, y debías de hacer algo por ella ahora. La última vez no le hizo mucho bien, y no puede trabajar cuando está tan mal con la pleuresía. Si la curas, dejará al diablo para siempre, ¿no es cierto, hermana Ada?
—¡Sí, Señor!
—Y la anciana mamá Lester tiene un dolor en los costados y sufre todo el tiempo. Está arrodillada ahora, pero le duele tanto que no podrá hacerlo muchas más veces.
»También debías de bendecir a Ellie May. Ellie May tiene esa hendidura en el labio, que la hace horrible, y si le hicieras…
—No te olvides de rezar por Pearl, hermana Bessie —dijo Jeeter—. Pearl necesita que se rece por ella una barbaridad.
—¿Qué ha hecho de malo Pearl, hermano Jeeter?
—De eso quería hablarme Lov hoy. Dice que Pearl no quiere hablarle ni quiere dejar que la toque, y cuando llega la noche se acuesta y duerme en un jergón en el suelo. Lov tiene que dormir solo en la cama y no puede conseguir que le haga caso. Eso está muy mal en una esposa y el Señor debe hacer que cambie. Lov tiene algunos derechos y de todas maneras una mujer no tiene por qué dormir en el suelo, en un condenado jergón.
—A lo mejor sabe lo que hace, hermano Jeeter —dijo Bessie—. A lo mejor Pearl va a tener un niño y ésa es su manera de decírselo al hermano Lov.
—No, no es eso, hermana Bessie. Lov dice que todavía no ha dormido nunca con ella, y que aún no la ha tocado. Eso es lo que le tiene tan mal, y quiere que ella duerma en la cama con él y deje de acostarse en ese jergón todas las noches. Hay que rezar por Pearl para que deje de dormir en el suelo.
—Hermano Jeeter, las muchachitas como Pearl no saben portarse de casadas, como nosotras las mujeres hechas. Así que si yo hablara con ella en lugar de que lo haga Dios, tal vez cambiaría de forma de portarse. Yo creo que sé mejor que Él lo que debe decírsele, porque he sido casada hasta el verano pasado en que murió mi pobre marido. Creo que sé todo lo que debe saberse, y Dios no sabría qué decirle.
—Eso puede servir bastante, pero creo que no estaría mal decírselo al Señor y tal vez sea bueno. Es posible que haya conocido muchachas como ésa antes, aunque no creo que haya en toda la comarca una que sea tan contraria a dormir en la cama como Pearl.
Dude cogió la pelota y empezó a tirarla al techo de la galería para recogerla cuando caía al corral. La pelota hacía saltar las tejas podridas y sus pedazos empezaron a caer al suelo. Ellie May seguía sentada esperando oír rezar cuando Bessie y Jeeter terminasen de hablar de Pearl.
—Bueno, no creo que estará de más que lo mencione —dijo Bessie.
—Eso es —dijo Jeeter—. Pero háblale al Señor también, y los dos juntos seguramente conseguirán algo.
—Ahora, Señor, tengo un motivo especial para rezar. Nunca pido favores si no es por algo que quiero mucho, así que esta vez pido un favor para Pearl. Quiero que hagas que deje de dormir en un jergón en el suelo, mientras el hermano Lov tiene que dormir solo en la cama; haz que Pearl se acueste en la cama, Señor, y que se quede donde debe. No tiene derecho a dormir en el suelo cuando Lov tiene una cama para ella; haz que deje de portarse así y que se meta en la cama cuando llegue la noche. Yo siempre fui una buena esposa para mi pobre marido y nunca dormí en un jergón en el suelo, y la hermana Ada nunca hace una cosa así, y cuando me case con otro hombre tampoco haré nada parecido; me meteré en la cama lo mismo que mi nuevo marido. Así que dile a Pearl que deje de hacer eso. Las mujeres sabemos lo que debemos hacer, pero Pearl todavía no tiene bastante edad para saberlo, así que dile que deje de hacer eso. Si fuera…
—¿Qué es lo que estabas diciendo de casarte, hermana Bessie? —interrumpió Jeeter—. Te he oído decir que ibas a buscar un nuevo marido. ¿Con quién te vas a casar?
—Pues todavía no lo he decidido. He estado mirando, pero en este momento me parece que no puedo decidirme. Quisiera encontrar un hombre que tenga algunos bienes y posesiones, pero parece que por estos lados nadie tiene ya nada. Todos los hombres están pobres.
—Si no fuera por Ada… —dijo Jeeter.
—¡Hermano Jeeter, cállate la boca! ¡Me haces reír cuando hablas así! ¿Cómo sabes si te haría caso? Ya eres bastante viejo, ¿no es cierto?
—Creo que es mejor que terminemos de rezar —dijo Jeeter—. Ésa, Ada, se suele enfadar cuando hablo de casarme con otra mujer.
—… sálvanos del demonio y guárdanos un sitio en el cielo. Amén.