IV

Jeeter dejó la bomba a un lado y se deslizó con cautela hasta la esquina de la casa; allí se afirmó apoyándose contra las maderas podridas de la pared para esperar. Desde donde se encontraba podía contemplar toda la escena; enfrente tenía a Ellie May y Lov, y con haber vuelto ligeramente la cabeza hubiese podido ver a Ada de pie en la galería. Ahora no le quedaba más que esperar; Lov se iba apartando cada vez más del saco.

Ada cambió una vez más el tabaco que estaba mascando, de un lado a otro de la boca. Había estado contemplando a Lov y Ellie May desde que empezaron a acercarse y cuanto más se aproximaban uno al otro más tranquila se sentía. Ella también esperaba, para pedir a Lov que hiciera que Pearl viniese a visitarla pronto, ya que no la había vuelto a ver desde el día que se casó.

Pearl era tan parecida a Ada, en aspecto y modo de ser, que nadie hubiese podido dudar de que fueran madre e hija. Cuando Pearl se casó con Lov, Ada le dijo que debía dejarlo y escaparse antes que empezara a tener hijos y que se fuera a Augusta para vivir en las hilanderías, pero Pearl no tuvo valor para hacerlo sola. Tenía miedo; no sabía lo que podía pasarle en las fábricas, y era demasiado joven para comprender las cosas que había oído de la vida allí. Aunque ya tenía cerca de trece años, aún sentía terror a la oscuridad y muchas veces se pasaba las noches llorando mientras yacía temblorosa en su jergón. Lov se hallaba en la habitación y las puertas estaban bien cerradas pero con la llegada de la oscuridad empezaba a experimentar una sensación insoportable de asfixia. Jamás dijo lo mucho que temía las noches oscuras y nadie supo la causa de que llorase tanto. Lov creía que obedecía a alguna falla mental; Dude no era muy normal, lo mismo que uno o dos de sus hermanos, y era lógico que pensara lo mismo de Pearl. Pero lo cierto era que Pearl tenía mucho más sentido común que cualquiera de los hermanos Lester; y eso, lo mismo que su cabello y ojos, lo había heredado de su padre, que pasó un día por ese lado sin volver nunca más. Le dijo a Ada que venía de Carolina e iba a Texas; eso fue todo lo que ésta supo de él.

Pero últimamente Pearl había empezado a perder parte de sus temores. Después de ocho meses de vivir con Lov, gradualmente iba aumentando su valor y ya se había aventurado a pensar en que algún día podría escaparse a Augusta. No quería vivir en las dunas de arena, y el panorama de los pantanos cenagosos de Savannah de un lado, y la estructura cubierta de polvo de carbón del cargadero, del otro, no era tan hermoso como las cosas que había visto en Augusta. Estuvo allí una vez con Ada y Jeeter, y con sus propios ojos había visto a muchachas que pasaban riendo despreocupadas. En cambio aquí, en el camino del tabaco, nadie se reía y las muchachas tenían que cultivar algodón en el verano, recogerlo en otoño y cortar leña en invierno.

Jeeter se irguió, apartándose de la esquina de la casa, y poco a poco empezó a moverse; alzó un pie, lo sostuvo en el aire varios segundos y luego lo posó con cuidado en el suelo, delante de sí. De la misma manera había acechado muchas veces a los conejos en bosques y matorrales, y cuando los veía sentados en un tronco carcomido o en un agujero en una zanja, avanzaba sobre ellos con tanto sigilo que cuando atinaban a moverse, ya los había cazado. Ahora avanzaba de la misma forma sobre Lov.

Cuando se hallaba a mitad del patio, Jeeter repentinamente dio un salto tremendo, cayendo como un rayo sobre el saco de nabos. Podría haber esperado unos minutos más para alcanzarlo con la misma facilidad con que cazaba los conejos; pero ahora no había tiempo que perder y nunca sintió tantas ansias de cazar un conejo como las que ahora tenía de apoderarse de los nabos.

Cogió el saco desesperadamente con ambos brazos, apretándolo con tanta fuerza que el jugo aguachento de los nabos saltó a través de la arpillera en todos los sentidos. El líquido le bañó los ojos, dejándolo medio ciego, pero jamás sintió Jeeter sensación más deliciosa.

Ada dio un paso adelante apoyándose contra uno de los tirantes de la galería, y Dude se puso de pie de un salto cogiéndose del amole que tenía detrás.

Lov se volvió justo a tiempo de ver cómo Jeeter alcanzaba el saco y lo hacía presa entre sus brazos. Ellie May trató de sujetarlo donde estaba, pero Lov consiguió librarse de su abrazo y se abalanzó sobre Jeeter y los nabos: Ellie May se dio vuelta como un gato, alcanzó a asirlo de un pie y lo hizo caer de bruces sobre la dura tierra.

Todos los Lester, sin haberse hablado palabra, se dispusieron a una acción concertada. Dude corrió a través del corral hacia su padre; Ada bajó apresuradamente los escalones de la galería, con la abuela a sólo unos pasos, y todos ellos se reunieron junto a Jeeter y el saco, esperando. Ellie May seguía agarrada al pie de Lov, tirando cada vez que éste conseguía acercarse unos centímetros a Jeeter, pero sin que la punta de sus dedos pudieran estar nunca a menos de un metro del saco.

—No te dije ninguna mentira de Ellie May, ¿no es cierto? —dijo Dude—. ¿No te dije la verdad, papá?

—Cállate la boca, Dude —gritó Ada—. ¿No ves que tu padre no tiene tiempo de hablar de nada?

Jeeter asomó la cabeza por encima del saco y miró fijamente a Lov, cuyos ojos inyectados de sangre parecían querer salírsele de las órbitas. Pensaba en los once kilómetros que había recorrido esa mañana para llegar hasta la otra punta de Fuller y volver, y lo que ahora veía le daba náusea.

Ellie May estaba haciendo todo lo posible por conseguir que Lov volviera a estar como antes, mientras él trataba de soltarse para defender sus nabos y salvarlos de los Lester. Lo que tanto temió cuando se detuvo ante la casa, había sucedido ahora con tal rapidez que apenas podía darse cuenta aún. Pero aquello había sido antes que Ellie May empezara a arrastrarse por la arena hacia él sobre su trasero desnudo, y ahora comprendía lo estúpido que había sido…, había perdido la cabeza y, lo que era peor, los nabos.

Los tres negros estiraban el cuello para ver mejor; habían estado contemplando a Lov y Ellie May con creciente entusiasmo hasta que Jeeter se lanzó sobre el saco, y ahora estaban tratando de adivinar qué era lo que iba a pasar en el corral.

Ada y la abuela agarraron dos nudosos garrotes, tratando de conseguir que Lov siguiera tumbado sobre la espalda para que Ellie May pudiese tenerlo de nuevo. Lov por su parte estaba haciendo lo imposible por alcanzar su saco, porque sabía demasiado bien que si Jeeter le sacaba veinte pasos de ventaja jamás llegaría a alcanzarlo antes que se hubiese comido los nabos. Jeeter era viejo, pero podía correr como una liebre cuando era necesario.

—No tengas miedo de Ellie May, Lov —dijo Ada—. Ellie May no te va a hacer ningún daño. Está nerviosa pero no es de las torpes; no te va a hacer daño.

Ada lo pinchó con el garrote, haciendo que dejara de tratar de escapar de Ellie May; lo pinchaba en los costados con todas sus fuerzas, mordiéndose el labio al hacerlo.

—Esos negros parece que quisieran entrar en el corral para ayudar a Lov —dijo Dude—. Si entran aquí les voy a abrir la cabeza con una piedra. No tienen por qué ayudar a Lov.

—No están pensando en entrar aquí —dijo Ada—. Los negros tienen más sentido que el tratar de meterse en los asuntos de los blancos. No se atreverían a entrar.

Los negros no se acercaron más. Les hubiese gustado ayudar a Lov porque eran amigos de él, pero estaban más interesados en ver lo que iba a hacer Ellie May que en salvar los nabos.

Ellie May sudaba como si estuviese arando la tierra. Lov se había llenado de arena, y ella estaba tratando de quitársela con una esquina de su vestido de percal, para volver a él. Lov hizo un esfuerzo desesperado por llegar al saco y consiguió acercarse casi medio metro, pero Ada le atizó un garrotazo tan fuerte en la cabeza que cayó de espaldas en la tierra, con un débil quejido. Ellie May se lanzó de un salto sobre él, aterrorizándolo con su agilidad felina y nerviosa; al caer sobre su estómago sin protección lo dejó sin aliento, y le apretaba tan fuerte con sus rodillas que no podía respirar sin dolor. Estaba completamente indefenso, y mientras Ellie May lo contenía con los brazos sujetos contra el suelo, Ada seguía con el palo alzado, lista para darle un nuevo garrotazo en la cabeza si trataba otra vez de levantarse o darse vuelta. Mientras tanto, la abuela estaba del otro lado con el garrote alzado en forma amenazadora sobre su cabeza, sin parar de mascullar palabras, pero nadie prestaba atención a lo que estaba tratando de decir.

—¿Están también con esos malditos gusanos verdes estos nabos, Lov? —dijo Jeeter—. Por Cristo bendito, si están agusanados no sé lo que voy a hacer. Estoy tan harto de comer nabos agusanados que casi he perdido la religión. Es una vergüenza que Dios deje que esos malditos gusanos verdes se metan en los nabos; me parece que nosotros los pobres llevamos siempre la peor parte en todo. Tal vez Dios no haya querido que la gente coma nabos y los haya destinado para los puercos, pero no puso en la tierra nada en su lugar, y en invierno no crecen más que los nabos.

Ellie May y Lov habían rodado juntos una docena de veces, o más, y cuando finalmente se detuvieron, Lov estaba encima. Ada los había seguido por el corral con la abuela, y estaban listas a golpear nuevamente a Lov en la cabeza si daba la menor señal de quererse levantar antes que Ellie May quisiera soltarlo.

Mientras los demás se encontraban en el extremo opuesto del corral, Jeeter se puso repentinamente de pie, sujetando el saco de nabos contra el pecho, y salió corriendo a través del camino del tabaco hacia el bosque situado más allá del antiguo algodonal, sin detenerse a mirar para atrás hasta después de haber recorrido casi un kilómetro. Un momento más tarde había desaparecido entre los árboles.

Los negros se reían con tantas ganas que apenas podían tenerse en pie, pero su hilaridad no era producida por Lov, sino por las acciones de los Lester, para ellos tan cómicas. La cara seria de Ada y la furiosa determinación de Ellie May daban lugar a una escena que nadie podía contemplar sin reírse. Esperaron hasta que todos se calmaran, y luego siguieron lentamente su camino hacia Fuller, comentando lo que habían visto en el corral de los Lester.

Ada y la abuela no tardaron en volver a la galería y se sentaron en los escalones mirando a Ellie May y Lov, pero ya no había peligro de que éste buscara escaparse; ahora ni siquiera trataba de ponerse de pie.

—¿Cuánto carbón toma en el cargadero esa máquina de carga número 17 todas las mañanas, Lov? —dijo Dude—. Me parece que esas máquinas de carga necesitan casi dos veces más carbón que las de pasajeros. Los fogoneros de las de carga están siempre tirando pedazos de carbón a las chozas de los negros que están junto a la vía, y me parece que es por eso que tienen que cargar más carbón que las de pasajeros. Los trenes de pasajeros son más rápidos y los fogoneros negros no tienen tiempo de tirar carbón a las chozas. He visto echar paladas enteras de un tren de carga una vez. El ferrocarril no lo sabe, ¿no es cierto? Porque, si no, no dejarían que los fogoneros sigan haciéndolo. Apuesto a que casi es más el carbón que tiran al lado de la vía que el que quema la máquina; y por eso los negros no tienen que estar todo el tiempo cortando leña. Todos queman carbón del tren en sus chozas.

Lov estaba demasiado ocupado para decir nada.

—¿Por qué no quemas carbón en tu casa, en lugar de madera, Lov? Nadie sabría nada, y yo no voy a contarlo a nadie; es mucho mejor que estar todos los días cortando leña.

Mamá Lester, la abuela, que estaba sentada junto a su atado de ramas secas, empezó a quejarse de nuevo y a frotarse los costados. Después se levantó, se echó las ramas a la espalda, y entró en la casa dirigiéndose a la cocina. Encendió fuego en la cocina y se sentó al lado a esperar a que se quemaran las ramas. Estaba segura de que Jeeter no traería un solo nabo para que ella pudiera comerlo; se quedaría en el bosque para comérselos todos. Mientras esperaba que se fuera consumiendo el fuego, miró la jarra de tabaco en la alacena, pero seguía vacía desde hacía casi una semana, y Ada no quería decirle dónde estaba la llena. La única vez que había podido conseguir algo de tabaco fue cuando accidentalmente descubrió la jarra escondida y pudo cogerlo antes de que nadie se lo impidiera. Jeeter le había pegado varias veces por haber hecho eso, y le dijo que la mataría si otra vez la pillaba robando tabaco, pero había veces en que no le hubiese importado morir si antes podía tener todo el tabaco que quería.

—¿Por qué los maquinistas no tocan más a menudo el pito… Lov? —dijo Dude—. Apenas lo tocan; en cambio si fuera yo estaría tocando el pito todo el tiempo. Hacen un ruido casi tan bonito como el de las bocinas de los automóviles.

Dude siguió sentado en el tronco de pino hasta que Lov se incorporó y se dirigió tambaleándose a través del corral hacia el camino del tabaco, mirando en todas las direcciones con la esperanza de poder ver a Jeeter escondido en algún sitio próximo. Pero estaba en el fondo seguro de que Jeeter había ido al bosque de pinos que quedaba más allá del viejo algodonal, y sabía que sería perder el tiempo tratar de encontrarlo. Ya era demasiado tarde.

Ellie May seguía inmóvil, tirada de espaldas sobre la tierra. Con la transpiración tenía el cabello pegado a las sienes y el cuello, y su vestido de percal rosa estaba arrollado bajo sus hombros y nuca como una almohada. Parecía como si le hubieran desgarrado la boca, dando su encendida encía superior la impresión de que tuviera una herida abierta bajo la nariz. Le temblaba el labio superior y sacudidas nerviosas estremecían su cuerpo.

—Debías darme esos overalls[3] cuando te canses de usarlos —dijo Dude—. No recuerdo cuánto hace que no tengo unos overalls nuevos. Papá dice que va a comprar unos para mí y otros para él uno de estos días, cuando venda mucha leña, pero no tengo mucha confianza en todo lo que dice. No va a vender leña, por lo menos más que una carga cada vez; no he visto a nadie que diga más mentiras, y creo que prefiere mentir a llevar una carga de leña a Augusta. Es tan vago que a veces no se levanta del suelo cuando tropieza y se cae, y lo he visto quedarse así cerca de una hora antes de levantarse. Es el hijo de perra más vago que he visto en mi vida.

Lov llegó hasta el medio del camino y se quedó vacilando allí, con sus piernas bien abiertas para conservar el equilibrio, tambaleándose como un borracho. Empezó a sacudirse la arena de la ropa y los cabellos; tenía los bolsillos y zapatos y hasta las orejas llenas de arena.

—¿Cuándo vas a comprarte un coche, Lov? —preguntó Dude—. Ganas dinero a montones en el cargadero…, debías de comprarte un coche grande, como tiene la gente rica en Augusta y yo te enseñaré a manejarlo. Sé mucho de automóviles; ese «Ford» viejo de papá no vale nada ahora, pero cuando estaba bien solía correr con él hasta que casi parecía que se le iban a salir las ruedas. Debías de comprarte uno con una bocina fuerte. Es lindo el sonido de los pitos y las bocinas, ¿no es cierto, Lov? ¿Cuándo te vas a comprar un coche?

Lov se quedó en mitad del camino durante diez o quince minutos más, mirando por encima de los juncales hacia el bosque en que estaba Jeeter. Después de haber esperado hasta no saber qué hacer, empezó a caminar dando tumbos hacia su casa y el cargadero. Pearl estaría en la casa a su llegada, pero tan pronto como entrara saldría por la puerta trasera para no volver hasta que se fuera él de nuevo. Pero aunque se quedara dentro, no lo miraría ni le diría una palabra; podría contemplar sus rizos que le caían por la espalda, pero esto era todo. No lo dejaría acercarse lo suficiente para mirarle los ojos, y si trataba de hacerlo era seguro que se escaparía a los juncales.

Ada y Dude lo siguieron con la vista hasta que desapareció detrás de una colina, y luego se volvieron para mirar a Ellie May que permanecía en el corral.

Dude se fue hasta el tronco de pino y se sentó allí viendo cómo subían las hormigas por el vientre y los senos de su hermana. Los músculos de sus piernas y muslos se agitaron nerviosamente unos momentos, pero los temblores se fueron extinguiendo poco a poco y se quedó inmóvil. Tenía entreabierta la boca y su labio superior parecía más hendido que de costumbre; se le había secado la transpiración en las sienes y mejillas, y rayas de tierra cruzaban su tez pálida.

Durante casi una hora durmió profundamente en el tibio sol de febrero, y cuando se despertó tenía el brazo derecho sobre la boca, en donde se lo había colocado Dude al salir del corral para conseguir algunos nabos antes que su padre se los comiera todos.