Lov abrió el saco, eligió un nabo de buen tamaño, lo limpió con las manos y le dio tres grandes mordiscos, uno tras otro. Las mujeres miraban comer a Lov; Ellie May salió de detrás del amole y se sentó en un tronco de pino no lejos de él, mientras Ada y la abuela contemplaban desde la galería cómo se achicaba con cada mordisco el nabo.
—Ahora, si Pearl se pareciera en algo a Ellie May no se portaría así —dijo Lov—. Al principio me hubiese quedado con Ellie May, si no fuera por la cara que tiene, pero sabía que no hubiese podido dormir tranquilo por las noches con ella en la cama, recordando cómo era de día. Pearl es bonita y da ganas de dormir con ella, pero no puedo sacarla de ese condenado jergón cuando llega la noche. Tendrías que venir allí y hacerla que se porte como debe, Jeeter. He estado casado con ella casi un año, y todo ese tiempo lo podría haber pasado lo mismo paleando carbón en el cargadero noche y día sin haber vuelto a mi casa para nada. Las cosas no fueron dispuestas así, y uno tiene derecho a querer que su mujer se meta en la cama cuando se hace oscuro. Nunca oí de una mujer que quisiera dormir en un maldito jergón tendido en el suelo todas las noches del año. Pearl, en cambio, es así.
—Por Cristo bendito, Dude —dijo Jeeter—, ¿no pararás nunca de tirar esa pelota contra la casa? Ya has aflojado casi todas las tablas, y esa condenada casa va a caerse uno de estos días si no dejas de hacer eso.
Jeeter cogió de nuevo la cámara, tratando de conseguir que se pegara el parche. El viejo coche contra el que estaba sentado era el último de sus bienes. El año anterior había muerto la vaca, quedándole sólo el coche. Hasta entonces había solido jactarse de sus posesiones, pero cuando perdió la vaca ni siquiera volvió a mencionar el coche. Había empezado a pensar en que realmente era pobre; ya no tenía nada que pudiera empeñar cuando llegaba en la primavera el momento de comprar guano y semilla de algodón, y ni siquiera en el cementerio de coches de Augusta habían querido dar nada por el suyo. Pero aún podía vender leña: el roble enano, duro como alambre, que crecía detrás de la casa; y ahora estaba tratando de componer la cámara para llevar una carga a Augusta en esa semana. Ada le había dicho que se había terminado la harina de maíz y la carne; ya llevaban varios días viviendo de trozos de pellejo de tocino y cuando éstos se terminaran no les quedaría nada de comer. Una carga de roble podía valer cincuenta o setenta y cinco centavos en Augusta, si encontraba quien se la comprara. Cuando murió la vaca, Jeeter llevó los restos a la fábrica de abonos de Augusta y allí le dieron dos dólares y cuarto por ellos, pero desde entonces no le había quedado nada por vender, salvo el roble enano.
—Deja de tirar esa condenada pelota contra las tablas, Dude —dijo—. Nunca haces lo que te digo, y ésa no es manera de tratar a tu viejo, Dude. Tendrías que tratar de ayudarme, en lugar de estar siempre haciendo lo que no debes.
—Oh, vete al diablo, viejo idiota —contestó Dude, tirando la pelota contra un lado de la casa con todas sus fuerzas—. Nadie te ha pedido que hagas nada.
La abuela, madre de Jeeter, se arrastró debajo de la galería para recoger un saco viejo, y luego atravesó el camino del tabaco para ir a buscar ramas secas, sin que nadie le hiciera el menor caso.
Nunca cortaban leña para la cocina y la chimenea; Jeeter no quería hacerlo, y nunca pudo conseguir que Dude hiciera ese trabajo. La vieja Lester sabía que no había nada para cocinar, y que no hacía más que perder el tiempo al buscar ramas secas para hacer fuego; pero estaba hambrienta, y siempre esperaba que Dios los ayudaría si encendía fuego en la cocina a la hora de comer. La vista de la bolsa de nabos de Lov la había llenado de desesperación; a veces podía soportar el dolor que sentía en el estómago al saber que no había nada de comer, pero ahora Lov sacaba los nabos del saco delante de todos, y no podía resistir la vista de comida que nadie estaba dispuesto a darle.
Con paso vacilante se dirigió a través del camino del tabaco y del viejo campo de algodón, que llevaba ya seis o siete años sin sembrarse ni cultivar. Al principio el campo había sido invadido por los juncos y retamas, y ahora por todas partes asomaban los troncos nudosos y puntiagudos de los robles enanos. Tropezó y se cayó varias veces en camino al bosquecillo, y sus ropas habían sufrido tantas desgarraduras ya, que los nuevos jirones de la falda y la chaqueta no podían distinguirse de los anteriores. La chaqueta y la camisa que usaba habían quedado convertidas en harapos por las espinas de los brezos y las ramas duras de los robles enanos del bosquecillo en que recogía ramas secas para el fuego, y jamás las había podido reemplazar por otras nuevas. Mientras avanzaba a tropezones por el juncal, parecía un espantapájaros con sus harapos negros.
El viento de febrero silbaba entre los jirones de tela negra sacudiéndolos hasta dar la impresión de que estuviera temblando presa de un ataque epiléptico. Llevaba las piernas cubiertas por tiras de tela negra arrolladas y anudadas en los extremos, y en lugar de zapatos usaba trozos de cuero cuadrados y atados con unas tiras de bramante a sus pies. Mañana, tarde y noche salía a recoger ramas secas, y cada vez que regresaba encendía la cocina y se sentaba a esperar.
Ada cambió de un lado de la boca a otro el trozo de tabaco que estaba mascando y miró con ansia a Lov y su saco de nabos. Se apretaba sobre el pecho su vestido de percal demasiado amplio para abrigarse del frío viento de febrero que penetraba en la galería. Los demás estaban sentados o de pie afuera, al sol.
Ellie May bajó del tronco de pino en que estaba, se sentó en el suelo, y luego se fue aproximando poco a poco a Lov, arrastrándose por la arena dura que cubría el corral.
—¿Estás pensando en darme algunos de esos nabos? —preguntó Jeeter a Lov—. Necesito nabos, y sólo Dios sabe cómo.
—No pienso dar nabos a nadie.
—Mira, Lov, ésa no es forma de hablar. No he conseguido un nabo bueno desde la primavera de hace un año, y todos los que he comido tenían esos malditos gusanos verdes dentro. Te juro que me gustaría comer algunos nabos buenos ahora mismo; esos con gusanos, como los míos, no son para un hombre.
—Vete a Fuller y cómprate algunos, entonces —dijo Lov, terminando de comerse el cuarto nabo—. Yo fui allí para conseguir los míos.
—Dime, Lov, ¿no he sido siempre bueno contigo? No debes hablar así. Sabes que no tengo un centavo y que no sé dónde conseguir dinero. Tú tienes un buen trabajo que te da mucho dinero, y deberías hacer un arreglo conmigo para que así yo tenga algo que comer y no tenga que morirme de hambre. No querrás estar sentado ahí y verme morir de hambre, ¿no es cierto, Lov?
—No gano más que un dólar por día en el cargadero; la renta de la casa se lleva la mayor parte de eso y la comida el resto.
—Eso no cambia nada, Lov. Yo no tengo un centavo y tú sí.
—Yo no tengo la culpa. El Señor nos mira a todos igual según dicen. A mí me da lo mío y si tú no consigues lo tuyo, lo mejor será que hables con Él de eso. No es cosa mía y tengo bastantes cosas de qué preocuparme. Pearl no quiere…
—¿No vas a dejar nunca de tirar esa condenada pelota contra la casa, Dude? —gritó Jeeter—. Ese ruido me está partiendo la cabeza.
Dude tiró la pelota contra los flojos tablones con todas sus fuerzas. Trozos de madera de pino cayeron en el patio y pedazos de tablas podridas fueron a dar junto a la casa. Parecía que Dude tiraba la pelota más fuerte cada vez, y a veces daba la impresión de que iba a atravesar las paredes de la casa.
—¿Por qué no te vas a algún lado y robas una bolsa de nabos? —dijo Dude—. Ya no sirves para nada más. No haces más que estar sentado aquí y maldecir todo el tiempo de que no tienes nada de comer, ni nabos… ¿por qué no te vas a algún sitio y robas algo? Dios no te va a dar nada y no va a hacer que caigan nabos del cielo. No tiene tiempo para perderlo tonteando contigo, y si no fueras tan vago harías algo en lugar de estar quejándote todo el tiempo.
—Mis hijos me echan todos la culpa a mí porque a Dios le parece bien que esté castigado por la pobreza, Lov —dijo Jeeter—. Ellos y su madre me están maldiciendo todo el tiempo porque no tenemos comida. Pero yo no tengo nada que ver. No es culpa mía que el Capitán John dejara de darnos raciones y tabaco, sino culpa suya. Toda mi vida trabajé para el Capitán John y yo solo trabajaba más que cuatro de los negros que tenía en la plantación; luego, lo primero que supe es que vino aquí una mañana y me dice que no podía dejarme que siguiera sacando comida y tabaco del almacén, y después vende todas sus mulas y se va a Augusta a vivir. No puedo hacer dinero porque no hay nadie que quiera que se trabaje para él, y tampoco nadie quiere tomar colonos. No puedo encontrar ningún trabajo y no puedo ni siquiera tener una cosecha mía porque no tengo una mula y además nadie quiere darme semilla de algodón y guano a crédito. Ahora no puedo conseguir ni tabaco ni comida, sino alguna vez cuando llevo una carga de leña a Augusta. El Capitán John dijo a los comerciantes de Fuller que no me dejaran sacar más tabaco ni raciones a su cuenta, y no sé dónde conseguir nada. Recogería una cosecha mía en esta tierra si consiguiera que alguno firmara mis pagarés por el guano, pero ninguno quiere hacer eso por mí, tampoco. Eso es lo que quiero hacer con todas mis ganas ahora. Cuando pasa el invierno, y llega el tiempo de quemar los juncos en el campo y las hierbas en los matorrales, me parece como si me entraran ganas de llorar. El olor de ese humo parece como si casi me volviese loco. Después todos los demás empiezan a arar, y eso es lo que más me duele; cuando me llega el olor de la tierra fresca de los surcos que quedan detrás de los arados, me siento sin fuerza y empiezo a temblar. Está en mi sangre… quemar los juncales y arar la tierra en este tiempo del año; lo hice durante casi cerca de cincuenta años, y mi padre, y su padre antes que él, eran la misma clase de hombres. A nosotros los Lester nos gusta mover la tierra y hacer crecer plantas en ella. Yo no puedo irme a las hilanderías, como los demás; la tierra me tiene cogido muy fuerte.
»Este montón de mujeres y chicos está todo el tiempo pidiendo a gritos tabaco y comida, además. No les importa que no tenga nada para comprarlo…, igualmente lo quieren, pero me parece, Lov, que tendré que esperar que el buen Dios provea. Me dicen que cuida a los suyos y estoy esperando que quiera acordarse de mí. No creo que haya otro hombre entre esto y Augusta que esté tan mal como estoy yo; y lo mismo para el otro lado, entre esto y McCoy… Parece como si todo el mundo tuviera cosas y crédito, menos yo. No sé por qué es eso, ya que siempre he dado lo suyo al Señor, y Él y yo hemos sido justos cada uno con el otro, pero ya es hora de que empiece a fijarse en la situación en que estoy. No sé nada más que pueda hacer, sino esperar que se acuerde de mí. No consigo nada con tratar de pedir tabaco y comida, porque no hay nadie que vaya a dármelos; lo he probado en toda esta parte, pero nadie ha hecho caso de mis pedidos. Dicen que tampoco tienen nada, pero no veo cómo puede ser eso; no me parece que todo el mundo deba ser pobre sólo porque vive en la tierra en lugar de irse a las fábricas. Si he sido un hombre malo, no sé qué es lo que he hecho; no me parece recordar nada muy malo que haya hecho ahora. Las cosas no solían ser tampoco como ahora… Recuerdo no hace mucho tiempo cuando todos los comerciantes de Fuller estaban encantados de darme crédito, y entonces siempre tenía dinero abundante para gastar; el algodón se vendía a más de treinta centavos la libra, y nadie venía a cobrar las deudas. Pero, de pronto, los comerciantes de Fuller no me quisieron dar más mercaderías a fiado, y bien pronto vino el sheriff para llevar casi todas las cosas que tenía. Se llevó cuanta condenada cosa había, fuera de ese coche viejo y la vaca; dijo que la vaca no valía porque ya no podía ser servida y los neumáticos del coche estaban todos gastados.
»Y ahora no puedo conseguir más crédito, no puedo encontrar un trabajo pagado y nadie quiere tener colonos. Si el Señor no empieza a darme su ayuda muy pronto, será demasiado tarde para salir de mis males.
Jeeter hizo una pausa para ver si Lov estaba escuchando, pero éste tenía la cabeza vuelta en otra dirección, y ahora estaba mirando a Ellie May, que por fin había conseguido que le prestara alguna atención.
Ellie May se estaba acercando cada vez más a Lov, y se iba moviendo a través del corral levantándose en vilo sobre manos y pies y arrastrándose así sobre la arena. Sonreía a Lov, tratando de conseguir que se fijara más en ella; ya no podía seguir esperando que fuera a ella, así que iba a él, y su labio superior, partido como el de un conejo, dejaba ver todos sus dientes, dando la impresión de que no existiese. Los hombres habitualmente no querían saber nada con Ellie May, pero ya había cumplido los dieciocho años y había empezado a darse cuenta de que podría conseguirse un hombre a pesar de su aspecto.
—Ellie May está haciendo lo mismo que solía hacer aquel perro de caza viejo tuyo cuando tuvo sarna —dijo Dude a Jeeter—. Mira cómo se frota el trasero en la arena. Aquel perro también solía hacer el mismo ruido que está haciendo Ellie May; parece un chanchito que chillara, ¿no es cierto?
—Por Dios bendito, Lov, quiero algunos nabos que se puedan comer —dijo Jeeter—. No he comido todo el invierno nada más que harina de maíz y pellejos de tocino, y siento una gana tremenda de nabos, y todos los que planté están llenos de esos malditos gusanos verdes. ¿Dónde conseguiste esos nabos, Lov? Tal vez pudiéramos hacer un arreglo de alguna forma. Yo siempre te he tratado bien; debías dármelos ya que yo no tengo ninguno, y lo primero que haré mañana es ir a tu casa para decir a Pearl que debe dejar de portarse como lo está haciendo. Es una vergüenza que una chica como ella te trate así…, y le diré que tiene que dejarte usar tus derechos legales con ella. Nunca he oído de una condenada muchacha que duerma en un jergón en el suelo, cuando su marido tiene cama para ella, y Pearl no seguirá con eso después de que se lo diga. Ésa no es manera de tratar a un hombre cuando se ha tomado la molestia de casarse, y ya es hora de que lo vaya sabiendo, también. Iré allí por la mañana temprano y le diré que se meta en la cama.
Lov ya no prestaba atención a Jeeter. Estaba contemplando cómo Ellie May se arrastraba a través del patio hacia él, y cuando llegó algo más cerca metió la mano en el saco, sacó otro nabo y empezó a darle grandes mordiscos. Pero esta vez no se molestó en limpiarlo.
Ada cambió de lugar el tabaco que estaba mascando nuevamente, y se quedó mirando a Ellie May y Lov con la boca abierta.
Dude también se quedó contemplando a Ellie May.
—Ellie May se va a llenar de arena si no para de hacer eso —dijo—. Tu perro nunca lo hacía tanto tiempo seguido, ni tampoco se quejaba todo el tiempo como ella.
—Por Cristo bendito, Lov —dijo Jeeter—. Quiero nabos, y podría casi comerme toda una bolsa de ellos desde ahora hasta el momento de acostarme esta noche.