CLXXXV

La batalla de Xaquixaguana, donde fue preso Gonzalo Pizarro

Pizarro, entendiendo que Gasca venía a pasar el río de Apurima por Cotabamba, salió del Cuzco. Andaba en la ciudad días había la fama de la pujanza [268] y venida de Gasca con gran ejército, y desmandábanse muchos en hablar. Y doña María Calderón, mujer de Hierónimo de Villegas, dijo que tarde o temprano se habían de acabar los tiranos. Fue allá Caravajal y dióle un garrote, y ahogóla estando en la cama, por lo cual chitaron todos. Salió, pues, Pizarro con mil españoles y más, de los cuales los doscientos llevaban caballos, y los quinientos y cincuenta arcabuces. Mas no tenían confianza de todos, por ser los cuatrocientos de aquellos de Centeno; y así, tenía mucha guarda en que no se le fuesen, y alanceaba a los que se iban. Envió Pizarro dos clérigos, uno tras otro, a requerir a Gasca por escrito que le mostrase si tenía provisión del emperador en que le mandase dejar la gobernación; porque mostrándosela originalmente, él estaba presto a obedecerla y dejar el cargo y aun la tierra; pero si no la mostrase, que protestaba darle batalla, y que fuese a su culpa y no a la suya. Gasca prendió los clérigos, avisado que sobornaban a Hinojosa y otros, y respondió que se diese, enviándole perdón para él y para todos sus secuaces, y diciéndole cuánta honra ganado habría en hacer al emperador revocar las ordenanzas, si servidor y en gracia quedaba de su majestad, como solía, y cuánta obligación le tendrían todos dándose sin batalla, unos por quedar perdonados, otros por quedar ricos, otros por quedar vivos, ca peleando suelen morir. Mas era predicar en el desierto, por su gran obstinación y de los que le aconsejaban, ca, o estaban como desesperados, o se tenían por invencibles; y a la verdad, ellos estaban en muy fuerte sitio y tenían gran servicio de indios y comida. Asentara Pizarro su real donde por un cabo lo cercaba una gran barranca, por otro una peña tajada, que no se podía subir a pie ni a caballo. La entrada era angosta, fuerte y artillada; de suerte que no podía ser tomado por fuerza, ni menos por hambre, ca tenía cierta, como dije, la comida con los indios. Salió Pizarro fuera entonces y dio una pavonada en gentil ordenanza, disparando sus tiros y arcabuces, y aun escaramuzaron los unos corredores con los otros y se deshonraban. Los nuestros decían: «¡Traidores, desleales, crueles!»; y ellos: «¡Esclavos, abatidos, pobres, irregulares!»; porque Gasca y los obispos y frailes predicadores batallaban. Empero no se conocían con la mucha niebla que hizo aquella tarde. Gasca y otros querían excusar batalla, por no matar ni morir, y pensaban que todos o los más de Pizarro se les pasarían; y así le sería forzado darse. Mas entrando aquella noche en consejo acordaron de darla, porque no tenían buen recaudo de agua ni pan ni leña, helando mucho, y porque no se pasasen de los suyos a Pizarro, que de todas aquellas cosas tenía gran abundancia. Así que todos estuvieron armados y en vela toda la noche y sin parar las tiendas, y con el gran frío se les cayeron a muchos las lanzas de las manos. Quiso Juan de Acosta ir con seiscientos hombres encamisados aquella noche, que fue domingo, a desbaratar a Gasca, teniendo por averiguado que lo desbaratara según el frío y miedo de los suyos. Mas Pizarro se lo estorbó, diciendo: «Juan, pues lo tenemos ganado, no lo queráis aventurar»; que fue soberbia o ceguera para perderse. Cuando el alba vino, comenzaron a sonar los atambores y trompetas de Gasca: «Arma, arma, cabalga, cabalga, que los enemigos vienen». Iban [269] ciertos de Pizarro con arcabuces subiendo el cerro arriba. Saliéronles al encuentro Juan Alonso Palomino y Hernando Mejía con sus trescientos arcabuceros, y escaramuzando con ellos les hicieron volver a su puesto. Enviaron Valdivia y Alvarado por la artillería; bajó luego todo el ejército al llano de Xaquixaguana, por detrás de aquella misma cuesta, y tan agra bajada tuvieron, que llevaban los caballos de rienda; y como bajaban, se ponían en hilera con sus banderas, según Diego de Villavicencio, de Jerez de la Frontera, sargento mayor, disponía. Hiciéronse dos escuadrones de la infantería, cuyos capitanes eran el licenciado Ramírez, don Baltasar de Castilla, Pablo de Meneses, Diego de Urbina, Gómez de Solís, don Fernando de Cárdenas, Cristóbal Mosquera, Hierónimo de Aliaga, Francisco de Olmos, Miguel de la Serna, Martín de Robles, Gómez de Arias y otros. Hiciéronse otros dos batallones de la caballería, que tomaron en medio de los peones. Del que iba al lado izquierdo eran capitanes Sebastián de Benalcázar, Rodrigo de Salazar, Diego de Mora, Juan de Saavedra y Francisco Hernández de Aldana. Del que iba al derecho con el pendón real, que llevaba el licenciado Caravajal, eran don Pedro de Cabrera, Gómez de Alvarado, Alonso Mercadillo, el oidor Cianca y Pedro de Hinojosa, que de todos era general. Iban también por aquel cabo, algo apartados y delanteros, Alonso de Mendoza y Diego Centeno por sobresalientes para las necesidades. Gasca y los obispos y frailes bajaron con Pardabe tras la artillería que llevaban Gabriel de Rojas, Alvarado, Valdivia, con Mejía y Palomino; los cuales dos capitanes se pusieron por mangas de la batalla con cada ciento y cincuenta arcabuceros; Hernando Mejía y Pardabe a la diestra, por hacia el río, y a la siniestra, por hacia la montaña, Juan Alonso Palomino. Ordenadas, pues, las haces como dicho es para la batalla, caminó Hinojosa paso a paso hasta poner el ejército a tiro de arcabuz del enemigo, en un bajo donde no lo podía coger la artillería contraria. Pizarro dijo a Cepeda que ordenase la batalla. Cepeda, que deseaba pasarse a Gasca sin que le matasen, vio ser entonces su hora, y dándole a entender cómo no era bueno aquel lugar, por jugar de lleno en él la artillería de Gasca, pasó la barranca como que a tomar otro asiento bajo, donde no les dañase la artillería, y en viéndose allá puso las piernas a su caballo para irse a Gasca. Cayó luego, como iba alterado y medroso, en un aguacero, y si no le sacan unos negros que enviara delante, lo alancearan los de Pizarro, que le seguían. Desmayaron mucho en el real de Pizarro con la ida de Cepeda, y con que tras él se fueron Garcilaso de la Vega y otros principales. Gasca abrazó y besó en el carrillo a Cepeda, aunque lo llevaba encenagado, teniendo por vencido a Pizarro con su falta, ca, según pareció, Cepeda le hubo avisado con fray Antonio de Castro, prior de Santo Domingo, en Arequipa, que si Pizarro no quisiese concierto ninguno, él se pasaría al servicio del emperador a tiempo que le deshiciese. Pesóle mucho a Pizarro la ida de los unos y el desmayo de los otros, mas con buen esfuerzo se estaba quedo. Pizarro, viendo los enemigos cerca, envió muchos arcabuceros a picarlos; puso los indios, que muchos eran, en una ladera; dio cargo de la artillería a Pedro de Soria; ordenó dos haces de su gente: una [270] de los peones, que encomendó a Francisco de Caravajal, cuyos capitanes eran Juan Vélez de Guevara, Francisco Maldonado, Juan de la Torre, Sebastián de Vergara y Diego Guillén; otra de los caballeros, que quiso él regir, de la cual estaban por capitanes el oidor Cepeda y Juan de Acosta. Estando, pues, así todos con semblante de pelear, jugaba la artillería de ambas partes; la de Pizarro se pasaba por alto, y la de Gasca tiraba como al hito; y así acertó de los primeros tiros una pelota al toldo de Pizarro y matóle un paje, por lo cual abatieron las tiendas los indios con mandamiento de Caravajal, el cual, que iba con los arcabuceros a escaramuzar, envió a decir a Pizarro que se apercibiese a la batalla, pensando que le acometerían los de Gasca con la furia y desorden que los de Centeno y Blasco Núñez; pero Hinojosa estuvo también quedo, porque se lo aconsejaban los que de Pizarro se le pasaban, afirmando que sin pelear vencerían. Estaban los ejércitos a tiro de arcabuz, y recogían Mendoza y Centeno, que a ese propósito se adelantaron un poco, los que se pasaban, entretanto que los unos y los otros arcabuceros escaramuzaban. Pedro Martín de Cecilia y otros alanceaban los que se iban de Pizarro; mas no podían detenerlos, ca se pasaron de un tropel treinta y tres arcabuceros, y luego arrojaron las armas en el suelo muchos, diciendo que no pelearían; y en breve se deshicieron los escuadrones. Y así embelesaron Pizarro y sus capitanes, que ni pudieron pelear ni quisieron huir, y fueron tomados a manos, como dicen. Preguntó Pizarro a Juan de Acosta qué harían, y respondiendo se fuesen a Gasca. «Vamos, dijo, pues, a morir como cristianos»; palabra de cristiano y ánimo de esforzado. Quiso rendirse antes que huir, ca nunca sus enemigos le vieron las espaldas. Viendo cerca a Villavicencio, le preguntó quién era; y como respondió que sargento mayor del campo imperial, dijo: «Pues yo soy el sinventura Gonzalo Pizarro»; y entrególe su estoque. Iba muy galán y gentilhombre, sobre un poderoso caballo castaño, armado de cota y coracinas ricas, con una sobrerropa de raso bien golpeada y un capote de oro en la cabeza, con su barbote de lo mismo. Villavicencio, alegre con tal prisionero, lo llevó luego, así como estaba, a Gasca, el cual, entre otras cosas, le dijo si le parecía bien haberse alzado con la tierra contra el emperador. Pizarro dijo: «Señor, yo y mis hermanos la ganamos a nuestra costa, y en quererla gobernar como su majestad lo había dicho no pensé que erraba». Gasca entonces dijo dos veces que le quitasen de allí, con enojo. Dióle en guarda a Diego Centeno, que se lo suplicó. De la manera que dicho es venció y prendió Gasca a Gonzalo Pizarro. Murieron diez o doce de Pizarro y uno de Gasca. Nunca batalla se dio en que tantos capitanes fuesen letrados, ca fueron cinco licenciados, Cianca, Ramírez, Caravajal, Cepeda y Gasca, caudillo mayor, el cual iba en los delanteros con su zamarra, ordenaba la artillería y animaba los de caballo que corriesen tras los que huían. Fray Rocha lo acompañaba con una alabarda en las manos, y los obispos andaban entre los arcabuces forzando los arcabuceros contra los tiranos y desleales. Saquearon al real de Pizarro, y muchos soldados hubo que tomaron a cinco y a seis mil pesos de oro, y mulas y caballos. Uno de Pizarro topó una acémila [271] cargada de oro; derribó la carga y fuése con la bestia, no mirando el necio los líos,