La prisión del virrey Blasco Núñez Vela
Murmuraban en Lima reciamente la muerte del factor, diciendo que otro día mataría el virrey a quien se le antojase, y deseaban a Pizarro. Blasco Núñez sentía mucho esto, y por no estar donde tan mal le querían, cuando viniese, propuso de irse a Trujillo con toda la Audiencia y la Contaduría del rey; y para llevar las mujeres y hacienda armó dos o tres naos, e hizo capitán de ellas a Jerónimo de Zurbano, vizcaíno, y aun para guardar la costa; que decían cómo armaba Pizarro dos navíos en Arequipa para señorear la mar. Metió en aquellas naos al licenciado Vaca de Castro y a los hijos del marqués Francisco Pizarro, con don Antonio de Ribera, de Soria, que los tenía en cargo, juntamente con su mujer, doña Inés, y encomendó la guarda de todos ellos a Diego Álvarez Cueto. Habló a los oidores tres días después de muerto el factor, persuadiéndoles la ida de Trujillo con llevar sus mujeres y todo el oro y fierro que había; que llevar las mujeres de los oidores y vecinos de Los Reyes era para obligarlos a seguirle, y el oro y plata para sustentar el ejército, y el fierro, para que no lo hubiese Pizarro, que tenía falta de ello para herraduras y para arcabuces. Contradijéronle los oidores, diciendo que ni debían ni podían salir de aquella ciudad de Los Reyes, por cuanto les mandaba el emperador en las ordenanzas residir allí, y por no mostrar temor a Gonzalo Pizarro, que aún estaba setenta leguas de ellos y no se sabía que viniese a prenderlos, y por no desanimar a los vecinos y a los que allí estaban para servir y seguir al rey. Por estas razones y otras que le dijeron les prometió de no irse; pero en saliendo ellos de su casa, donde tenían audiencia, envió por los oficiales del rey y capitanes del ejército, y vinieron Alonso Riquelme, tesorero; Juan de Cáceres, contador; García de Saucedo, veedor; Diego Álvarez Cueto, Vela Núñez, don Alonso de Montemayor, Diego de Urbina, Pablo de Meneses, Martín de Robles, Jerónimo de la Serna, que hubo la bandera de Gonzalo [230] Díez, y Pedro de Vergara, que aún no tenía compañía; a los cuales dijo el virrey su intención y las causas que le movían para dejar a Los Reyes e irse a Trujillo; y mandóles estar a punto para otro día, que sin duda se partirían, él por la mar, y mujeres y Vela Núñez por tierra con la gente de guerra. Ninguno de ellos le contradijo, de pusilánimes, ca si le contradijeran como los oidores, no se determinara a irse tan total y prestamente; y así, ni entonces le prendieran, ni después lo mataran. Fueron, empero, a decirlo a todos los oidores, los cuales se juntaron en casa de Cepeda y se resumieron, después de bien pensado el negocio, en no salir de allí, ni dejar ir a los vecinos, creyendo que Pizarro no traía tan dañadas entrañas como después mostró; y ordenaron un requerimiento para el virrey por que no se fuese, y una provisión para que no le dejasen los vecinos embarcar sus mujeres, ya que él se fuese. Pretendían ellos, estando quedos en Los Reyes, que se iría Blasco Núñez a España a dar cuenta al emperador del negocio, viéndose solo, y que Gonzalo Pizarro desharía su campo otorgándole la suplicación de las ordenanzas; y si no quisiese, que fácilmente le prenderían o la matarían, pues quedarían ellos con el mando y con el palo. Ordenaron esta provisión Cepeda y Álvarez; escribióla Acebedo, sellóla Bernaldino de San Pedro, que era chanciller, el cual trajo en blanco dos sellos, con Tejada, que fue por ellos; eran amigos y naturales de Logroño. En esto pasaron los oidores aquel día, y el virrey en cargar los navíos y aderezar cabalgaduras. Cepeda forneció luego aquella noche una torre que había en su casa de armas y vitualla, con diez o doce amigos y criados, para si menester le fuese. Tejada, que tuvo miedo, pidió diez arcabuceros al virrey. En la mañana se juntaron los oidores a casa de Cepeda; y como parecía casa de munición más que de audiencia, fue corriendo un arcabucero de aquellos de Tejada a decir al virrey que se armaban los oidores contra él. Levantóse luego el virrey a tales nuevas y mandó tocar arma por la ciudad. Acudieron a su casa Vela Núñez, Meneses y Serna con sus compañías de infantes, y Francisco Luis de Alcántara con la caballería. De suerte que se juntaron en breve cuatrocientos españoles de los más principales y bien armados de Lima; algunos de los cuales, que les pesaba con la estada del virrey en el Perú, le rogaron que se metiese dentro en casa y no se pusiese a peligro. Él se metió, que no debiera, con obra de cincuenta caballeros, de lo cual unos se holgaron y otros desmayaron; y cierto si él no se metiera en casa, que pareció cobardía, no le prendieran, ca su presencia los animara y detuviera. Quedó Vela Núñez con el escuadrón, esperando lo que sería, ca se hundía la ciudad a gritos de las mujeres. Los oidores, que no tenían treinta hombres, se vieron perdidos, y pregonaron la provisión que dije. Francisco de Escobar, natural de Sahagún (que llamaban el Tío), les dijo: «Salgamos, cuerpo de Dios, señores, a la calle, y muramos peleando como hombres, y no encerrados como gallinas». Salieron, pues, los oidores fuera, y caminaron para la plaza. Martín de Robles y Pedro de Vergara acudieron a los oidores, o por no ser con el virrey, o por cumplir la provisión real, o porque, como dicen, estaban de acuerdo con ellos; acudieron asimismo [231] muchos otros a pie y a caballo, y aun apellidando libertad, a lo que oí decir, para levantar el pueblo. Tiráronse algunos arcabuzazos de la boca de la calle que sale a la plaza, y si Vela Núñez acometiera, los rompiera y prendiera. Estando así, salió Ramírez el Galán, alférez de Martín de Robles, y campeó la bandera en la plaza; arremetió delante el capitán Vergara con su espada y adarga; salieron luego todos muy determinadamente. Los capitanes del virrey huyeron a su casa, y los más soldados se pasaron con los oidores, que estaban asentados en un escaño, a la puerta de la iglesia; no hubo sangre, como se temía. Unos ponen la culpa de huir a los capitanes, que tuvieron poca gana de pelear; otros a los soldados y vecinos, que volvían las picas y arcabuces hacia atrás. Combatieron la casa del virrey, que se defendía bien, y algunos con ánimo de hacerle mal y afrenta, según la pasión que sobre esto se hizo después donde dicen: «Su sangre sobre nos y sobre nuestros hijos», y otras cosas tan verdaderas como graciosas. Ventura Beltrán y otros decían: «¡Al combate!» que se guardaban para aquel día. Antonio de Robles entró solo dentro de la casa, hizo que abriesen las puertas, diciendo al virrey que se diese. Blasco Núñez, que tal no podía hacer, se entregó a Martín de Robles, Pedro de Vergara, Lorenzo de Aldana y Jerónimo de Aliaga, rogando que lo llevasen a Cepeda. Algunos dicen cómo el virrey quería morir antes de rendirse; mas que se dio a ruegos de frailes y caballeros, que lo aseguraron si se iba del Perú. Algunos de los que llevaban a Blasco Núñez iban diciendo: «Viva el Rey». «Pues, ¿quién me mata?», preguntaba él; y Padarve, criado del factor Guillén Juárez, encaró el arcabuz para matarle, y le matara, sino que no soltó ni prendió, aunque ardió el polvorín: otras befas y escarnios hicieron de él por la calle. El virrey, como fue delante los oidores, que muy acompañados estaban, se demudó y dijo: «Mirad por mí, señor Cepeda, no me maten»; él respondió no tuviese miedo, porque no le tocarían más que a su vida; y así, lo llevaron a casa de Cepeda, aunque dicen que no le quitaron las armas.