XLVI

Río de Palmas

Quinientas leguas que hay de costa, desde la Florida al río Panuco anduvo primero que otro ningún español Francisco de Garay. Empero, por que no hizo entonces más de correr la costa, dejaremos de hablar de él y hablaremos de Pánfilo de Narváez, que fue a poblar y conquistar, con título de adelantado y gobernador, el río de Palmas, que cae treinta leguas encima de Panuco hacia el norte y toda la costa hasta la Florida; y así no pervertiremos la orden que comenzamos. Digo, pues, cómo el año de 27 partió Pánfilo de Narváez de Sanlúcar de Barrameda para su adelantamiento del río de Palmas, con cinco navíos, en que llevaba seiscientos españoles, cien caballos y gran suma de bastimentos, armas y vestidos, ca tenía experiencia de otras armadas. Tuvo trabajo en el camino, y no acertó a ir donde tenía, por ignorancia de Miruelo y de los otros pilotos de la flota, que desconocieron la tierra. Todavía salió en ella Narváez con trescientos compañeros y casi todos los caballos, aunque con poca comida, y envió los navíos a buscar el río de Palmas, en cuya demanda se perdieron casi todos los hombres y caballos; lo cual fue por no poblar luego que saltó en tierra con la [67] gente, o por saltar donde no había de poblar. Quien no poblare, no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente; así que la máxima del conquistar ha de ser poblar. Vio Narváez oro a unos indios, que, preguntados dónde lo sacaban, dijeron en Apalachen. Fue allá: en el camino topó un cacique llamado Dulchanchelin, que, a trueco de cascabeles y sartalejos, le dio un cuero de venado muy pintado que traía cubierto; y venía a cuestas de otro indio y con mucha compañía, que los más tañían caramillos de caña. Apalachen es de hasta cuarenta casas de paja, tierra pobre de lo que buscaban, mas abundante de otras muchas cosas; llana, aguazosa y arenosa. Hay laureles y casi todos nuestros árboles, empero son muy altos. Hay leones, osos, venados de tres maneras, y unos animales muy extraños que tienen un falso peto, el cual se abre y cierra como bolsa, donde meten sus hijos para correr y huir del peligro. Hay muchas aves de las de acá, como decir garzas y halcones, y las que viven de rapiña; pero con todo esto, es tierra de muchos rayos. Los hombres son muy altos, forzudos y ligeros, que alcanzan un ciervo y que corren un día entero sin descansar. Traen arcos de doce palmos, gordos como el brazo y que tiran doscientos pasos y pasan unas corazas y un tablón y otra cosa más recia. Las flechas son por la mayor parte de caña, y en lugar de hierro traen pedernal o hueso; las cuerdas son de nervios de venados. De Apalachen fueron a Aute, y más adelante hallaron mejores casas y con esteras, y más pulida gente, ca visten de venado, pieles pintadas y martas, y algunas tan finas y olorosas de suyo, que se maravillaban los nuestros. Traen también mantas groseras de hilo, y cabellos muy largos y sueltos; dan una saeta en señal de amistad, y bésanla. En una isla que llamaron Malhado, y que boja doce leguas y está de tierra dos, se comieron unos españoles a otros, los cuales se llamaban Pantoja, Sotomayor, Hernando de Esquivel, natural de Badajoz; y en Jamho, tierra firme, allí junto, se comieron asimismo a Diego López, Gonzalo Ruiz, Corral, Sierra, Palacios y a otros. Andan en aquella isla desnudos; las mujeres casadas cubren algo con un velo de árbol que parece lana; las mozas abrigase con cueros de venado y otras pieles. Agujéranse los hombres la una tetilla, y muchos entrambas, y atraviesan por allí unas cañas de palmo y medio. Horadan también el rostro bajero y meten cañuelas por el agujero. Son hombres de guerra, y las mujeres de trabajo, y la tierra muy desventurada. Casan con sendas mujeres, y los médicos con cada dos, o más si quieren. No entra el novio en casa de los suegros ni cuñados el primer año, ni guisa de comer en la suya, ni ellos le hablan ni le miran la cara, aunque de sus casas le lleva la mujer guisado lo que él caza y pesca. Duermen en cueros sobre esteras y ostiones por ceremonia. Regalan mucho sus hijos, y si se les mueren tíznanse, y entiérranlos con grandes llantos. Dúrales el luto un año, y lloran tres veces al día todos los del pueblo, y no se lavan los padres ni parientes en todo aquel tiempo. No lloran a los viejos. Entiérranse todos, salvo los físicos, que por honra los queman, y entretanto que arden, bailan y cantan. Hacen polvo los huesos, [68] y guardan la ceniza para beberla el cabo del año los parientes y mujeres; los cuales también se jasan entonces. Estos médicos curan con botones de fuego y soplando el cauterio y llaga. Jasan donde hay dolor, y chupan la jasadura; sanan con esto y son bien pagados. Estando allí ciertos españoles murieron algunos indios de dolor de estómago, y pensaban que a su causa; mas ellos se desculparon; y como estaban desperecidos de frío, hambre y mosquitos, que los comían vivos, por andar desnudos, no los mataron, sino mandáronles curar los enfermos. Ellos, con temor de la muerte, comenzaron aquel oficio rezando, soplando y santiguando, y sanaron cuantos a sus manos vinieron; y así cobraron fama y crédito de sabios médicos. De Malhado, atravesando muchas tierras, fueron a una que llaman de los Jaguaces, los cuales son grandes mentirosos, ladrones, borrachos de su vino y agoreros, que matan, si mal ensueñan, sus propios hijos; y así, mataron a Esquivel. Siguen los venados hasta que los matan: tan corredores son. Traen la tetilla y bezo horadado; usan contra natura; múdanse como alárabes, y llevan las esteras de que arman sus casillas. Los viejos y mujeres visten y calzan de venado y de vacas, que a cierto tiempo del año vienen de hacia el norte y que tienen el cuerno corto y el pelo largo y son gentil carne. Comen arañas, hormigas, gusanos, salamanquesas, lagartijas, culebras, palos, tierra y cagajones y cagarrutas; y siendo tan hambrientos, andan muy contentos y alegres, bailando y cantando. Compran las mujeres a sus enemigos por un arco y dos flechas, o por una red de pescar, y matan sus hijas por no darlas a parientes ni enemigos. Van desnudos, y tan picados de mosquitos, que parecen de San Lázaro; con los cuales tienen perpetua guerra. Traen tizones para ojearlos, o hacen lumbre de leña podrida o mojada para que huyan del humo; el cual es tan insoportable como ellos, mayormente a españoles, que lloraban con él. En tierra de Avavares curó Alonso de Castillo muchos indios a soplos, como saludador, de mal de cabeza; por lo cual le dieron tunas, que son buena fruta, y carne de venado, arcos y flechas. Santiguó asimismo cinco tullidos, que sanaron, no sin grande admiración de los indios y aun de los españoles, ca los adoraban como a personas celestiales. A fama de tales curas acudían a ellos de muchas partes, y los de Susola le rogaron fuese con ellos a sanar un herido. Fue Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Andrés Dorantes, que también curaba; mas cuando llegaron allá era muerto el herido; y confiados en Jesucristo, que obra sanidades, y por conservar sus vidas entre aquellos bárbaros, lo santiguó y sopló tres veces Alvar Núñez, y revivió, que fue milagro. Así lo cuenta él mismo. Entre los albardaos estuvieron algún tiempo, que son astutos guerreros; pelean de noche y por asechanzas. Tiran bailando y saltando de una parte a otra, porque no les acierten sus contrarios; andan muy abajados en tierra. Acometen si sienten flaqueza, y huyen si ven esfuerzo; no siguen victoria ni van tras el enemigo. Ven y oyen muy mucho. No duermen con preñadas ni con paridas hasta que pasen dos años; dejan las mujeres que son estériles, y casan con otras; maman los niños diez y doce años, y hasta [69] que por sí saben buscar de comer. Ellas hacen las amistades cuando ellos riñen unos con otros. Nadie come lo que guisan las mujeres con su camisa. Cuando cuecen sus vinos, derraman los vasos, pasando cerca la mujer, si no están atapados; emborráchanse mucho, y entonces maltratan a las mujeres. Cásanse unos hombres con otros que son impotentes o capados y que andan como mujeres, y sirven y suplen por tales, y no pueden traer ni tirar arco. Pasaron por ciertos pueblos donde los hombres eran harto blancos; empero eran tuertos o ciegos de nubes, cuyas mujeres se alcoholaban. Tomaban infinitas liebres a palos, y no comían sin que primero lo santiguasen los cristianos o lo soplasen. Llegaron a tierra que, o por costumbre o por acatamiento de ellos ni lloraban ni reían ni se hablaban; y una mujer porque lloró la punzaron y rayaron con unos dientes de ratón por detrás, de los pies a la cabeza; recibían los españoles las caras a la pared, las cabezas bajas y los cabellos sobre los ojos. En el valle que llamaron de Corazones, por seiscientos que les dieron de venados, hubieron algunas saetas con puntas de esmeraldas harto buenas, y turquesas, y plumajes. Allí traen las mujeres camisas de algodón fino, mangas de lo mismo y faldillas hasta el suelo, de venado adobado, sin pelo y abiertas por delante. Toman los venados emponzoñando las balsas donde beben con ciertas manzanillas, y con ellas y con la leche del mismo árbol untan las flechas. De allí fueron a San Miguel de Culuacán, que, como dicho he, está en la costa de la mar del Sur. De trescientos españoles que salieron en tierra cerca de la Florida con Narváez, pienso que no escaparon sino Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes de Béjar y Estebanico de Azamor, loro; los cuales anduvieron perdidos, desnudos y hambrientos nueve años y más por las tierras y gentes aquí nombradas, y por otras muchas, donde sanaron calenturientos, tullidos, mal heridos, y resucitaron un muerto, según ellos dijeron. Este Pánfilo de Narváez es a quien venció, prendió y sacó un ojo Fernando Cortés en Zempoallán de la Nueva-España, como más largo se dirá en su crónica. Una morisca de Hornachos dijo que habría mal fin su flota, y que pocos escaparían de los que saliesen a la tierra donde él iba.