Mouranville, 1230
El tribunal de la inquisición de Toulouse se había constituido el año anterior.
Como una obsesión masiva, las gentes vivieron colectivamente aquella psicosis de terror.
—¡Los herejes a la hoguera!
Y las hogueras crecían por doquier.
Los sospechosos eran juzgados y condenados en el acto, y la pira ardiente impregnaba el aire de olor a carne quemada. ¡Carne humana!
—¡Las brujas! ¡Ahora traen a las brujas!
Tres preciosas muchachas eran arrastradas entre las voces lúgubres, que como en los corifeos de las tragedias griegas, repetían:
—¡Las brujas, a la hoguera! A la hoguera… A la hoguera.
Y el eco parecía repetir eternamente aquellas voces.
—¡A la hoguera! ¡A la hoguera!
Una de aquellas muchachas gritaba:
—¡No! ¡No soy una hereje! ¡No tengo tratos con el demonio!
—¡Ha confesado, ha confesado! —soltó el fiscal acusador.
—¡Es mentira! Yo no he confesado… No quiero morir. ¡No quiero!
Un hombre alto, fuerte, robusto, un campesino del lugar se abalanzó contra los que sostenían a la mujer.
—¡Es mi esposa! ¡Yo puedo jurar que no tiene tratos con el diablo! ¡Soltadla! ¡Respondo por ella!
El hombre fue empujado violentamente, y cuando trató de impedir el holocausto, se vio retenido por varias poderosas manos.
Eran los propios espectadores quienes no querían impedir que el horrendo espectáculo cesara.
—¡Es una bruja!
Y los gritos de la gente se confundían con los ayes estremecidos de las muchachas, que ya se estaban quemando en la pira.
Las mujeres se retorcían mientras el fuego depurador quemaba su carne.
Gritos incesantes, hasta que las condenadas se desmayaban mientras las llamas seguían asando su carne hasta convertirlas en esqueletos, cuyos huesos aún continuaban crujiendo, hasta calcinarse.
El fuerte campesino, luchó como pudo para salvar a su mujer, quien ya era empujada hacia la hoguera.
—¡No! ¡No! ¡No podéis hacer esto con ella!
—¡Sálvame, sálvame! —gritaba la pobre infeliz, sintiendo ya el calor de las llamas.
Pero al campesino seguían sujetándolo aquel sin número de manos que no le dejaban moverse.
Y ella, la desdichada, fue arrojada cuando de las otras sólo quedaban apenas las cenizas.
Un grito surgió de la garganta de aquella mujer, cuando el fuego prendió en sus ropas y en sus largos cabellos.
—¡La desgracia caerá sobre vosotros! —sentenció entre los estertores de la lenta agonía.
Luego las llamas prendieron con más fuerza y su rostro quedó ennegrecido para comenzar a descomponerse.
El marido pudo al fin soltarse de quienes le retenían, pero nada podía hacer ya.
Apretó los puños y arremetió salvajemente contra los que la habían arrojado.
—La habéis asesinado… ¡La habéis asesinado!
—¡Haced callad a ese hombre! —dijo la voz bien timbrada del que presidía el tribunal, y a la vez daba fe como testigo, de que las sentencias se habían cumplido.
Golpearon al marido hasta dejarlo inconsciente. Quizá en parte fue mejor, porque ello le impidió ver la consumación de aquel tremendo espectáculo.
La esposa ya no gritaba. Su carne quemada dejaba al descubierto la osamenta de su esqueleto que luego lentamente fue consumiéndose, para terminar convertido en un montón de huesos que continuaban ardiendo.
El fuego purificador había cumplido una vez más su misión.
Luego la hoguera decreció hasta extinguirse por completo. Y sólo quedaron unos cuantos huesos que ni los perros querían.
Un viento suave cuidó de esparcir las cenizas, que invariablemente, en las frías noches invernales del caserío, convergían todas hacia la próxima colina de St. Chély.
St. Chély no era una elevada montaña, más bien un pequeño promontorio que dominaba el verde valle a orillas del Tarn.
Quizá por ello, todo el mundo en la comarca empezó a conocer el promontorio como la colina de las embrujadas…