CAPÍTULO VIII

En la habitación del hotel, jadeante todavía, Michel observó su pijama salpicado por la sangre de la víctima. Por la calle se oían voces.

El periodista, contemplaba su aspecto frente al espejo del baño.

Miraba el hacha, que todavía sostenía, ensangrentada por la hoja y por el mango y se preguntaba:

—¿Por qué? ¿Por qué lo he hecho, por qué?

En aquellos momentos distaba mucho de ser un ser normal. Se creía inmerso de lleno en dos épocas distintas, pero unidas por algo inexplicable.

No podía pensar con normalidad. Él pertenecía a la era atómica y no alcanzaba a urdir una explicación para lo «otro».

Pensaba en Eva.

Eva, sí. Eva era la culpable de todo… Tenía que encontrarla, para que cesara aquella horrible pesadilla.

Pero ¿dónde estaba Eva? ¿Dónde?

Iba a salir a la calle tal como iba, pero decidió ponerse la gabardina encima.

Lo que no olvidó llevarse fue el hacha.

Como un loco, salió por la puerta trasera del hotel, donde todo el mundo seguía durmiendo.

Al llegar a la calle observó que el rumor de las voces procedía de la plaza.

Tomó el coche para ir a casa de Eva. Pero no era necesario. Eva estaba allí, en el centro de la calle.

Michel miró el hacha que había dejado al lado, sobre el asiento, mientras ella se aproximaba.

No dijo nada, acercó más el hacha y la cubrió con una manta que había en el coche.

Eva se colocó cerca de la puerta. Sin decir nada, entró. Tampoco Michel despegó los labios. Puso el automóvil en marcha y lo condujo despacio hasta la esquina. La plaza quedaba más lejos, en la parte izquierda, él tomó la derecha, cara a la colina.

Sólo entonces abrió la boca para decir:

—Si quieres ir al cerro de St. Chély, voy a complacerte.

—Lo sabía —susurró ella.

La obsesión que tenía Michel iba acentuándose por momentos. Pensaba en el hacha, y en cómo utilizarla. ¡Tenía que librarse de una vez de aquella mujer!

Si le habían dado a elegir entre el pasado y el presente, quería vivir el presente, pero lejos de hipotecas. Lo anterior no contaba, ni siquiera aquellos asesinatos que había cometido bajo el influjo de un poder del que no le había sido posible sustraerse.

Aceleró la marcha del vehículo, convencido de que nadie había advertido su presencia.

Se iría al día siguiente, tal como había planeado. Ahora sólo le quedaba terminar con todo. ¡Con el pasado!

Al llegar al final de la calle, se metió por la carretera.

Continuaron ambos en silencio, hasta que a través del retrovisor, Michel advirtió la proximidad de dos agentes motoristas.

Frunció el entrecejo y aceleró.

—¿Tienes miedo? —murmuró ella.

—¿Debo tenerlo, o acaso estoy protegido contra los crímenes que tú me impulsas a cometer? —soltó él.

Seguía observando cómo los agentes se acercaban y optó por doblar hacia la izquierda, por un camino vecinal.

La silueta de una casa que parecía abandonada, se aproximaba a medida que Michel aceleraba la marcha.

—Nadie puede modificar lo que tiene que suceder, querido —dijo ella, respondiendo a la pregunta anterior.

Michel se detuvo cerca de la casa, dejando el coche protegido por unos setos, tras apagar las luces.

Los motoristas se detuvieron en el cruce, que quedaba a unos doscientos metros.

Michel saltó del coche y dio la vuelta para abrir la puerta del lado de Eva, a la que obligó a salir tirando con fuerza.

—¡Vamos!

—¡Oh, querido…! —musitó ella, como si considerase todo aquello innecesario.

Los motoristas avanzaban ahora por el sendero.

—Vienen hacia aquí.

—Déjalos…

—¡Tú tienes la culpa!

—Creí que ya habías comprendido… Ahora sabes la verdad. Te ha costado, pero la sabes. Yo también la sé… Escucha.

—¡No! Escúchame tú… Ahora, cállate. ¿Entiendes? ¡Cállate! —Michel hablaba con enérgicos susurros, mientras los gendarmes se habían vuelto a detener, como si buscasen algo. ¿A Michel, tal vez?

De cualquier modo no quería que le viesen, no deseaba dar explicaciones.

Los agentes desaparecieron durante unos instantes entre la vegetación del camino. Seguían buscando.

Michel tiró de ella, obligándola a ir hacia la casa.

Era como un viejo cobertizo. Dentro había restos de paja, viejos e inservibles aperos, leña reseca…

Entró y cerró la puerta.

—Tienes miedo… —sonrió ella—. Es una pena. Pensé que…

—¡No me importa lo que pienses…! Puede que estemos viviendo en el siglo XIII. Tal vez no existe el pasado, presente y futuro. ¡Lo acepto todo! Pero no quiero volver a aquello. Yo vivía feliz a mi modo… ¡Me quedo con esta época! Lo he decidido. ¿Entiendes? Y mi destino no tiene por qué estar unido al tuyo… Lo que pasó en 1230 lo sentí… Lo sentí… ¡Compréndelo! Pero para mí, sí que aquello es el pasado.

—Eres tú mismo, Michel. No hay descendientes. ¿Recuerdas?

—No me importa.

—Eres tú mismo. No es posible variar lo que «tiene que suceder».

—Yo voy a cambiarlo. ¡Voy a cambiarlo!

—No, querido.

—¡No me llames querido!

Esgrimió el hacha, que se había llevado cuando sacó a la mujer del coche.

En aquellos momentos, los dos gendarmes volvían a la motocicleta para proseguir su camino. Habían dejado de inspeccionar el lugar y no tardaron en alejarse.

Michel avanzó con el hacha en la mano. Eva permanecía inmóvil, enigmática. No mostraba el menor miedo por lo que pudiera ocurrirle.

—Te mataré… Me libraré de ti y te enterraré en St. Chély, si es esto lo que quieres.

—Esto no cambiará las cosas, mon petit —susurró ella, con su voz dulce y ausente a la vez—. No las cambiará. Sucederá lo que tiene que suceder… Entiéndelo, mon petit… ¡Ya ha sucedido!

Él seguía avanzando, sin hacerle caso, obsesionado con la idea de terminar de una vez, de librarse de todo.

Temblaba, aunque intentaba disimularlo. Le infundía valor el hecho de poder concluir del todo y librarse de aquel ambiente, del pasado o del presente, o de lo que fuera, con tal de volver a ser lo que siempre había sido…

Por un instante trató de recordar.

Miró fijamente a la mujer. Se dio cuenta de que tenía el hacha en alto y de que ella se mantenía erguida, sin pestañear, tranquila, inmóvil.

¿Quién era en realidad Michel?

¿Quién era?

En aquellos momentos era incapaz incluso de recordar su infancia.

¿Y sus padres?

Por más que pensara no podía recordar su pasado.

Él había llegado allí. «Sabía» que le habían encargado un reportaje para Le Journal.

Pero…

¿Quién se lo había encargado?

¡No podía recordarlo! ¡Todo estaba borrado de su mente desde el momento en que llegó a St. Chély y se instaló en el hotel!

¡No tenía pasado!

A través de sus ojos brillaron otra vez imágenes confusas, que quiso apartar.

El rostro de ella seguía allí delante, al alcance de aquella hacha que tampoco sabía ni siquiera de dónde había sacado.

—Tengo… que hacerlo. Tengo que hacerlo, Eva… Tengo que hacerlo… —se repetía.

Entonces un rayo iluminó el exterior zigzagueando deslumbrante y un trueno retumbó, haciendo temblar el suelo. La madera de las paredes crujió, y una ráfaga de viento ululó, empujando la puerta que Michel había cerrado por dentro.

La tormenta desencadenó, pero no llovía. Era sólo un fuerte aparato eléctrico procedente de las nubes, que habían encapotado el cielo.

Otro rayo, y otro trueno.

Michel ignoraba el tiempo transcurrido. Podía haber pasado toda una eternidad.

La voz de ella le sacó de su marasmo.

—Puedes hacer lo que quieras. El final siempre será el mismo, amor mío. ¡Siempre el mismo!

—¡Calla, calla!

—No puedes matar lo que ya no existe…

—¡Calla!

—Descarga tu hacha, si esto puede hacerte sentir feliz.

Y Michel ya no vaciló. Estaba como enloquecido. Sentía ruidos en sus oídos, voces lejanas, risas, crepitar de fuego.

Descargó el hacha.

La afilada hoja abrió un tajo profundo en el rostro de Eva, que quedó desfigurado, pero ¡no sangró!

Poseído de aquella furia destructora, Michel asestó un segundo golpe, que se incrustó de nuevo en la faz de la mujer, que seguía inmóvil.

—¡Muere! ¡Muere, maldita bruja! ¡Muere!

Y un tercer hachazo en medio de la tormenta, cuyos truenos ahogaban su propia voz.

Empujó a Eva con la misma hoja y la vio caer. Tenía dos profundos surcos mortales en el rostro que la desfiguraban completamente, pero sus ojos seguían abiertos, mirándole un poco burlonamente.

Asestó un nuevo golpe, decapitándola y entonces creyó sentir en su garganta un regusto dulzón…, como un sabor a sangre…

La cabeza de Eva estaba separada de su tronco, y Michel sintió como si fuese la suya propia la que se hubiera desgajado.

Los truenos seguían retumbando en medio del fragor, y en aquel momento el rayo cayó cerca de la casa, partió un árbol en dos mitades y un leño comenzó a arder, alcanzando la casa.

Michel, sin darse cuenta de nada, arrastró el cuerpo de la mujer.

—La llevaré al coche… La enterraré y nadie sabrá lo ocurrido. La enterraré en la colina de St. Chély… Ése es su sitio.

La madera de la casa había comenzado a arder, por el lado más próximo a la puerta.

Michel se aproximó para ver si los gendarmes estaban todavía por los alrededores y entonces descubrió el fuego.

Abrió la puerta y el fuerte viento introdujo en la estancia una llamarada que le impedía salir.

Buscó otro lugar para la huida y descubrió una ventana pequeña al final de la estancia.

Entonces, cuando fue a buscar el cuerpo de Eva, escuchó claramente su voz, aunque sus labios no se movieron.

—Gracias por liberarme, Michel… Gracias, aunque no me ames. Ahora sé que ya no me abandonarás nunca.

El fuego tomaba incremento.

«¡Mejor! —pensó—, que se queme… Que queden sólo sus cenizas…».

Se volvió para mirarla y vio que lentamente la mujer se iba transformando.

Ya no quedaba nada de su fría y enigmática belleza… El rostro se descomponía lentamente, y Michel tuvo que parpadear para cerciorarse de que aquello formaba parte de la realidad.

Poco a poco, la faz de Eva iba quedando sólo en los huesos.

Y el fuego, con rápido incremento, comenzó a chamuscarle el vestido, que prendió hasta arder por completo.

Cuando las llamas alcanzaron el cuerpo de la dama, ya no quedaban más que huesos.

¡Era un esqueleto!

Pero perduraba su voz:

—Todo se ha cumplido… Todo se ha cumplido.

Y aquella voz aumentaba de volumen hasta martillear en los oídos de Michel como una pesadilla.

—Vendrás a reunirte conmigo, amor mío… Vendrás a reunirte conmigo… Allá en la colina.

En medio de las llamas, Michel fue testigo del pasado… Un pasado que cobraba visos de auténtica realidad.

De nuevo, él, Michel, en otra época, en 1230 posiblemente se veía deambulando entre llamas, entre gritos.

Llevaba el hacha en la mano y tenía ante sí a Ninon de Levallois, una y otra vez, su mano se alzaba contra ella, descargando todo el peso del hacha.

La cabeza de Ninon quedaba separada de su tronco y por las dos mitades manaba sangre, mucha sangre.

Unas voces gritaban:

—¡Al asesino! ¡Al asesino!

Y él… Michel, jadeante, corría intentando burlar a los que le seguían.

La terrible persecución continuó por las calles, entre los vetustos caserones y ante las miradas acusadoras de los hombres y de las mujeres.

Todos le señalaban.

—¡Al asesino! ¡Al asesino!

Se sentía cogido por poderosos brazos que trataban de inmovilizarle, pero él se resistía.

—¡Ha matado a Ninon! ¡Ha matado a Ninon! —decían aquellas voces acusadoras.

«¿Dónde estaba la realidad?», pensó Michel.

¿Dónde? ¿En el siglo XIII, o en aquel cobertizo donde el fuego continuaba su labor devastadora?

—No, no —murmuró, queriendo librarse del pasado.

Pero… ¿Era pasado?

Se sintió empujado fuera de la casa, pasando por entre las llamas, en el tiempo presente, mientras las visiones del pasado le retenían sujeto entre los que le acusaban del asesinato.

Una sirena de agudo pitido le devolvió al siglo XX.

—Los bomberos… Han visto el incendio y vienen a sofocar el fuego. Descubrirán el cadáver de Eva… Lo descubrirán.

Algo le empujó nuevamente hacia el interior de la casa, que estaba a punto de desmoronarse.

Allí estaba el esqueleto de Eva, que consiguió arrastrar hacia la ventana.

—El coche —dijo en voz alta—. Debo cargarlo en el coche y sacarlo de aquí.

Tomó el esqueleto. Estaba entero. Nada se había desmembrado todavía y los huesos crujían.

Lo hizo pasar a través de la ventana y luego saltó él detrás.

La sirena de los bomberos sonaba cada vez más próxima.

Jadeante, Michel colocó aquellos huesos en la parte posterior del automóvil, con el que pensaba regresar a París. Los cubrió con la manta.

Pensó en el hacha.

—¡Ha quedado dentro!

Ya era imposible volver…

¿Qué extraño? Cuando se mezclaban las dos épocas no le temía al fuego, sin embargo, cuando creía vivir en el siglo XX, vacilaba, temía, temía a la muerte.

«¡Al diablo el hacha!», pensó.

Tenía la manta al lado, cubrió el esqueleto con ella y puso en marcha el coche.