CAPÍTULO VII

—¿Todavía dudas? —murmuró ella en pie, en un extremo de la estancia.

Su voz sonaba como casi siempre, lejana, impersonal.

—Dime qué tengo que hacer, Eva. Necesito que me dejes en paz. Dímelo.

—Tú has cumplido ya tu misión. Creí que te habrías dado cuenta. Pero insistes en querer vivir en un mundo que ya no te pertenece.

—Entonces… Según tú, ¿qué es lo que tengo que hacer? —preguntó él, mirándola resignado, o acaso subyugado por los ojos brillantes y fijos de la mujer.

—Tenemos un sitio en St. Chély. Tú y yo…

—¿Qué…?

—Allí donde fueron mis cenizas. Tú lo has visto esta tarde.

—Me has seguido. —Y se dio cuenta de que acababa de decir una estupidez.

Ella sonrió comprensiva.

—¿Crees que tengo necesidad de seguirte para saber lo que haces, esposo mío?

—¡Yo no soy tu esposo!

—¿Por qué has dejado de quererme?

Ella se acercó y el joven extendió la mano, como tratando de apartarla.

—No, Eva, te lo ruego, déjame…

—En seguida te sentiste atraído hacia mí. ¿Por qué me rechazas? Tu destino va ligado al mío, querido. Anda, vamos, los dos juntos. Reposaremos para siempre en el sitio que nos corresponde.

—No, no…

Michel volvía a sudar. Empezaba a comprender cuál era su destino, según «ella».

—Tus cenizas y las mías reposarán en paz, querido, como símbolo de lo mucho que nos hemos amado… Tú, tú has hecho posible que el descanso sea total. La venganza está cumplida. Nos separaron en vida, pero ya nadie podrá separarnos jamás a partir de que estemos juntos allá arriba, en lo alto…

—Apártate, Eva. Mañana me voy. Ya no volverás a saber de mí.

—Tú no puedes irte, Michel. Ahora ya no puedes… No puedes dejarme.

—No, Eva, no —sin darse cuenta había llegado hasta la pared. Su espalda chocaba contra ella, y Eva seguía avanzando.

Desesperado, quiso librarse de aquel acoso, y cogió los brazos de ella, que se movían extendidos en busca de su rostro.

—¡Fuera, apártate! ¡Aparta de mí!

Intentó retorcérselos, pero como cada vez que intentaba algo en su presencia, se sentía sin fuerzas. Sus miembros le pesaban demasiado para poder moverlos con soltura.

Ella le atenazaba prácticamente en un abrazo frío, glacial como la misma muerte.

—¡Tengo que librarme de ti…! Tengo que librarme de ti —consiguió gritar, mientras las manos de la mujer le producían continuos escalofríos al sentirlas sobre la nuca.

—¡No, no! ¡Fuera!

Consiguió al fin empujarla, pero ella continuaba agarrada a su cuello, en aquel extraño y pegajoso abrazo.

Cayeron los dos rodando por el parquet del piso.

—No, querido… Nuestros destinos tienen que ir unidos para siempre…

Él se debatía, tratando de desprenderse de Eva.

—Amor… Has tenido la oportunidad de librarme de los culpables…

—¡No es verdad!

—Tú me hubieras salvado de la hoguera. ¡Querías hacerlo!

—¡No! ¡No! —Y Michel ni siquiera supo por qué lo había dicho.

De pronto todo le pareció que oscurecía a su alrededor y una extraña visión apareció ante sí.

Era la visión de una época remota y todo lo que podía ver era a través del resplandor de unas llamas.

Veía en un claroscuro intermitente unos rostros ávidos de muerte.

Y hasta sus oídos le llegaron los gritos de las condenadas en la hoguera.

Vio a la muchacha desnuda cómo era empujada hacia el fuego, vio también la que había sido llevada con Eva.

Y se vio a sí mismo intentando arremeter contra los que intentaban tirar a «su mujer» al fuego.

Era él. ¡Michel! ¡Michel, que tenía ante sí a la misma Eva que se debatía para impedir que la arrojaran!

Y el fuego crepitaba, y entre el resplandor pudo ver también los rostros de Genet que vestía de negro. Su mirada era siniestra. Igual que la de Foderich, siniestra y lasciva.

—¡Al fuego, al fuego! —gritaban unas voces roncas.

Y las doncellas seguían gritando, hasta que el dolor era ya demasiado grande, y entonces la carne quemada, comenzaba a desprenderse, dejando al descubierto los huesos que comenzaban a ennegrecerse.

Michel miraba aterrado todo aquello que parecía tan real como si estuviese sucediendo «otra vez».

—No es posible —dijo en voz alta—. Esto ocurrió hace siglos. Muchos siglos.

—El tiempo no existe para nosotros. Es sólo una ilusión —repuso la voz de Eva—. Una ilusión. Pasado, presente y futuro no cuentan para la eternidad…

—La eternidad —repuso él automáticamente.

—Sí, querido, vivimos en la eternidad… Estamos unidos por la eternidad…

—¡No! —gritó él, viendo cómo seguía esforzándose para zafarse de los que impedían que protegiera a su esposa.

Ahora ya no le cabía ninguna duda. ¡Era él! ¡Él!

—No… No tuvimos descendientes. No los tuvimos. No podemos ser sucesores… —dijo.

Y la voz de Eva replicó:

—Eso te hará comprender que todo sigue igual…

—¡Cielos, cielos!

—No has podido salvarme, pero no importa, no importa, seguiremos juntos, porque nunca nos hemos separado.

Entonces, como si no fuera Michel quien hablara, su propia voz viniendo de lejos, musitó:

—Yo tenía que salvarte… Tenía que hacerlo.

—Sí, querido, Porque me amabas…

—¡No! —exclamó la misma voz.

—Habla, querido.

—Yo… Yo fui quien te denunció al tribunal. Te acusé de brujería.

—¡Amor mío!

—Sí, fui yo. ¡Fui yo!

—¿Tú lo hiciste?

—Quería librarme de ti, quería librarme de ti. ¡Dios mío! Fue una locura. Me di cuenta demasiado tarde.

—Sigue, querido. Confiesa. Confesar es bueno. Todos debemos confesar alguna vez.

—Estaba como endemoniado por… alguien.

—¿Una mujer?

—Sí… La vi en una de sus ceremonias. En St. Chély. En la colina… Ella me dijo que yo no sería feliz hasta que me librara de ti.

—¿La amabas?

—¡No, no!

—Pero le hiciste caso.

—Bueno… Sentí que tenía que hacerlo. Aquella mujer me tenía obsesionado. No podía resistirme a su influjo.

—¡Oh, siempre fuiste débil, cariño! Pero yo amo tu debilidad… Sé que me denunciaste. Lo supe siempre…

—Me arrepentí, Eva. Me arrepentí, pero ya era demasiado tarde.

—¿Quién es esa mujer?

—¡Te van a quemar por mi culpa! —gritaba la voz de Michel, desesperadamente—. ¡Te van a quemar por mi culpa!

—¿Quién te ha embrujado, mon petit? —siguió la voz susurrante de Eva.

—Yo no quiero que te quemen. No quiero estar embrujado. ¡No quiero que te quemen! ¡Me arrepiento! ¡Me arrepiento!

—Ya es tarde, mi querido Michel. Ya es tarde.

—¡No, no!

—El nombre de esa mujer.

—Ni… Ninon… Ninon de Levallois.

—¡Ninon!

—Sí.

—Ha muerto decapitada.

—Sí. Yo la maté. Cogí un hacha y la maté. Tenía que hacerlo…

—Lo hiciste por mí.

—Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo.

Las llamas acababan de consumir el cuerpo de Eva en aquella terrible hoguera. Michel lloraba, jadeaba, gritaba.

—Todo ha terminado, mon petit —musitó la voz de Eva con un tono musical, cadencioso.

Michel se incorporó en la oscuridad. Tenía un hacha en la mano. Estaba furioso.

—Tengo que matar a Ninon. ¡Tengo que hacerlo! —gritó como un loco.

Se movió por la habitación oscura, escuchando todavía el chisporroteo del fuego y el olor a carne quemada.

Anduvo sin saber exactamente hacia dónde. En la soledad y silencio de las calles de St. Chély sus pasos resonaban recios y seguros.

Cruzó la plaza, y se escondió tras un árbol cuando vio aproximarse el automóvil que cruzó de prisa, iluminando brevemente las casas.

Michel se dirigió hacia una de aquellas casas, con el hacha bien asida entre sus manos.

Era una edificación de planta y un solo piso. Se introdujo por una ventana. En la puerta podía verse el nombre del inquilino de la vivienda: Gastón de Levallois.

El coche había dado la vuelta a la plaza y se detenía frente a la casa.

Un matrimonio de edad madura se apeaba del automóvil.

—Entra tú. Yo iré a dejar el coche en el garaje —dijo el hombre.

—Dame las llaves.

—Espera —el hombre las buscó para entregárselas a su esposa.

Michel estaba ya dentro y caminaba a través de un corredor.

—No las encuentro —murmuraba en la calle el hombre.

—¿No las habrás perdido?

—Sólo hemos ido a casa de tu hermana…

—Bueno, no te pongas nervioso… Ya sé que no te gusta conducir de noche. La culpa es mía por no haber marchado antes, pero vemos tan poco a mi hermana.

—¡Espera! Ahí están —dijo el hombre, sacándolas del bolsillo trasero del pantalón.

—No pongas el coche en el garaje. Total por unas horas.

—Ya sabes que no me gusta dejarlo en la calle.

Michel se había detenido un momento frente a una puerta que luego empujó levemente.

Al cruzar el umbral pudo oír la tranquila respiración de alguien que estaba durmiendo.

En la calle, la mujer había tomado las llaves y se dirigía hacia la puerta de la casa para abrir.

Michel se aproximó a la cama, de donde procedía la respiración acompasada.

Era una muchacha la que estaba durmiendo. Aparentaba unos veinte años, poco más o menos.

Fuera, el hombre ponía en marcha el motor del auto para conducirlo al garaje, que estaba al lado.

La mujer se volvió antes de abrir la puerta.

—¡Gastón! No te olvides el paquete. Ya sabes, lo que nos ha regalado mi hermana.

Michel levantó el hacha en alto. La muchacha seguía durmiendo.

La ventana, con los pórticos medio abiertos, permitía que se colara en la habitación el resplandor de las luces de la plaza, que llegaban atenuadas.

Michel calculó bien el golpe. Sus ojos brillaban por una extraña emoción. Todo su cuerpo ardía.

Sus manos, firmes y seguras, bajaron rápidamente.

La muchacha abrió los ojos en el último instante, pero ya no pudo gritar.

Sonó un golpe seco, apagado, y en seguida se escuchó un abundante goteo.

Era la sangre que manchaba las sábanas y la colcha y se escapaba por los lados hasta caer al suelo.

La cabeza de la muchacha, cuyos ojos estaban desorbitadamente abiertos, estaba separada del tronco.

Michel pareció volver en sí, al escuchar el ruido de una llave que se introducía en la cerradura.

Miró el hacha que aún tenía en la mano. Entonces se fijó en la sangre que se escapaba a borbotones por aquel tronco sin cabeza.

Y la cabeza a punto de caer, en extraña posición, tenía los ojos mirándole a él.

Michel, jadeante, salió de la habitación. Estaba en el piso alto y alguien se movía en la planta baja. Buscó una salida, y la encontró en otra habitación, mientras los pasos de la mujer que acababa de entrar, resonaban ya más cerca.

Las luces de la planta baja se iluminaron.

Michel se colocó sobre el alféizar de una ventana, tomó impulso y saltó hacia el suelo. Era la parte trasera de la casa, cubierta de césped, que amortiguó el golpe de su caída.

Sin soltar el hacha, emprendió una loca carrera para huir de allí.

Todavía no había llegado al hotel, cuando creyó oír el grito desgarrado de la madre, que acababa de descubrir aquella macabra visión.

—¡Ah! ¡Aaaaah!

Y aquellos gritos parecieron tener eco en toda la localidad.