Le habían dado de alta al segundo día. Nada le impedía marcharse, sin embargo, ya no lo deseaba.
Durante su estancia en el hospital había decidido investigar en los viejos archivos de la localidad.
Mientras tanto la policía, con un inspector llegado de Toulouse, seguían investigando los dos crímenes ocurridos durante el pasado fin de semana.
Él, Michel, consiguió los primeros informes en uno de los dos archivos históricos de la ciudad, pero el material que encontró era de épocas demasiado modernas.
—Puede ir al museo Comarcal —le informaron—. Allí guardan viejos legajos. Quizá pueda encontrar lo que busca.
Aquella tarea le absorbió durante tres días que pasaron como un soplo, porque Michel pasaba las horas encerrado allí dentro, comprobando viejos escritos, polvorientos legajos, papel amarillo escrito algunas veces con caligrafía difícil de entender.
Por fin dio con lo que más le aproximaba a la realidad. Eran informes posteriores al tiempo que buscaba, y en ellos se decía:
Se dice que el incendio que destruyó todos los documentos, de los tiempos de la Inquisición, no fue casual. La posibilidad de venganzas entre los descendientes de quienes fueron sacrificados, podría ser la causa de la deliberada destrucción…
Comentó aquello con el presidente del patronato local de los archivos, quien le contestó:
—Nunca se había hecho un estudio profundo sobre los hechos de los años por los cuales se interesa. Yo he leído algunas cosas, pero siempre las consideré vaguedades, hipótesis, sin una base sólida. Comprendo que usted quiera hacer un reportaje lo más veraz posible, pero me temo que tendrá que trabajar con el material que ya ha visto.
—He tomado algunas notas, pero me gustaría conocer nombres.
—Eso va a ser imposible.
—Escuche… ¿Existe algún documento donde se hable de posibles reencarnaciones?
—¡Oh! Por supuesto que no. Esto ya entraría en el terreno de lo fantástico.
—Sí, sí, pero… En aquella época la gente era muy supersticiosa.
—Y aún lo sigue siendo, aunque menos, afortunadamente, pero no entiendo a qué reencarnaciones puede usted referirse. ¿Busca algún nombre en concreto?
—Pues… —Michel vaciló, pero tampoco creyó necesario comprometerse y terminó por decir—: No, no. Era solamente una suposición. Me interesa todo el material posible. Bien, muchas gracias por todo.
—¿Hará aquí ese reportaje?
—Pues, no. Mañana regresaré a París, tengo que poner las cosas en orden.
—Bueno. Estamos a su disposición. Si necesita consultar algo más, aunque esté en París, no vacile en llamarme o escribirme.
El periodista agradeció las atenciones recibidas, y al salir a la calle, sus ojos se volvieron hacia la colina de St. Chély. Todavía no había subido a ella.
Le indicaron un taller donde podía alquilar un coche, y tras ajustar el trato con el propietario, tomó el auto y se dirigió hacia la montaña.
Era por la tarde y brillaba aún la luz del sol.
La montaña era prácticamente un cerro, sin más atractivo que el de la vista del valle, con el río, medio oculto por una zona de abundante y verde vegetación. Michel había visto lugares de mayor belleza panorámica.
El camino hasta el cerro carecía de pavimento alguno y era por demás solitario.
No había ningún vestigio de cementerio. Si durante algún tiempo las cenizas se arremolinaron en aquella cumbre, ¡Dios sabe dónde habrían ido a parar en el transcurso de los siglos!
El sol comenzaba a esconderse y la hora del crepúsculo se aproximaba.
Michel dio una última ojeada en derredor y decidió regresar.
Aquella noche, pagó la cuenta del hotel, alegando que al día siguiente se marcharía temprano.
—Como me he quedado sin coche, tengo que ir a Toulouse a tomar el tren para París. Hay uno que sale a las siete, por lo que tendré que madrugar.
Pagó el importe y telefoneó al garaje.
—Me llevaré su coche a la estación de Toulouse, tal como quedamos —le dijo al propietario del vehículo—. Saldré de aquí más o menos a las cinco de la madrugada.
Del otro lado del teléfono le respondieron.
—Si no le importa, haré el viaje con usted. Yo también tengo que ir a Toulouse. ¿Le importaría pasar a recogerme? No me viene de un minuto, pero a las cinco, ya estaré a punto.
—No, no tengo inconveniente —repuso el periodista.
Todo estaba ya solucionado. Únicamente le quedaba pasar una noche más en St. Chély.
Tras la cena, fue a dar un paseo hasta un bar para tomar un coñac y luego regresó.
Procuraba no pensar en Eva, aunque durante su investigación no había hecho otra cosa que recordarla.
En realidad, si llegaba a escribir el reportaje; tendría que girar en torno a ella. Incluso había pensado en escribir como una especie de memoria personal de su estancia allí, pero estaban aquellos crímenes…
Sin embargo, y mientras tomaba el coñac en el bar, Michel se sentía bastante más aliviado, debido a que en aquellos tres últimos días, en realidad, desde que había dejado el hospital, no había vuelto a soñar con la mujer y por ello se sentía lejos de su influencia.
«Era aquel brebaje que me daba, aquel extraño licor», se repetía a sí mismo.
Llegó incluso a pensar que lo ocurrido en los primeros días había sido fruto de alguna alucinación provocada por lo que sólo podía ser una droga.
«¡No! —se dijo una vez más—. Yo no pude matar a esos dos hombres. Es imposible… Algo que no tiene explicación. En París, con más calma, lejos de este ambiente, creo que descubriré la verdad de todo lo ocurrido».
A pesar de lo extraño de todo lo sucedido, Michel quería, más que nada, convencerse a sí mismo de que todo había sido «provocado», pero quería guardar el secreto para él, para que no se rieran, o acaso para no verse complicado. Deseaba estar lejos aunque no huir. Ya no sentía miedo. Era como si se hubiese curado.
Decidió ir a descansar. Eran más de las diez y en la salita de la televisión, ya no quedaba ninguno de los escasos clientes del hotel.
Subió a su habitación, arregló su equipaje para que a la mañana siguiente lo tuviera ya todo dispuesto. Cerró la ventana, se desnudó y se metió en el lecho.
Como siempre, antes de dormirse, hizo un repaso general a los acontecimientos, pensó brevemente en Eva, pero supo resistir a la tentación de llamarla para despedirse, y ni mucho menos verla por última vez.
Se movió dentro de la cama, y notó como si entre las sábanas hubiese algo, un papel crujiente le pareció. Lo buscó y lo sacó para ver de qué se trataba.
En efecto. Era un papel amarillento por el paso del tiempo, caligrafiado con una escritura similar a la que había visto en los viejos legajos que estuvo estudiando.
Entonces observó que era una página que parecía arrancada de uno de aquellos libros.
¡Estaba seguro de no haber arrancado nada! ¿Cómo había llegado hasta allí?
Se aproximó a la lamparilla de la mesita de noche, que ya había sido repuesta tras la rotura de la primera noche y leyó.
A medida que iba enterándose del contenido, experimentaba continuos escalofríos.
En los tres últimos días había dejado de sentir miedo, pero de repente, todo volvía como antes, como al principio.
—No… No es posible —musitó.
Releyó de nuevo lo que ya había comprendido perfectamente.
Personas condenadas en el proceso de 12 de noviembre de 1230 actuando como presidente el Rvdo. Marc Genet…
Seguía una relación de nombres, y señalado con un círculo hecho a lápiz podía leerse:
Eva Laval.
¡Eva Laval!
Su propio apellido. Él era Michel Laval, y aquella muchacha allí anotada se llamaba también Laval.
Luego seguía la anotación:
Las acusaciones fueron probadas y sostenidas por el ayudante, señor Foderich, que firmó en el acta del proceso y actuó de testigo durante la ceremonia de cremación de las herejes.
Soltó aquel papel como si fuese una tea encendida, pero en seguida lo recogió:
—Ella lo ha puesto aquí. ¡Estoy seguro!
Lo examinó de nuevo y le pareció auténtico. Llevaba el número de una página y se notaba que había sido arrancado.
Él había examinado hojas parecidas, con el mismo papel y similar escritura.
—Tengo que comprobar si es verdad…
Sin dudarlo llamó al director del museo a su casa. Le había facilitado su dirección y ahora estaba haciendo uso de ella.
—¿A estas horas? —inquirió el director.
—Sí. Sé que es un poco intempestivo, pero he decidido marchar esta madrugada y si no pudiese hacer la consulta ahora, tendría que retrasarme un día…
—Bueno. Iba a acostarme, pero… En fin, si tanto interés tiene para usted.
En diez minutos llegó junto al museo y aún tuvo que esperar al director, que reiteró la anormalidad.
—Siento causarle estas molestias. Sólo…, sólo quiero hacer una comprobación.
Buscó entre los legajos que ya había leído con anterioridad y eligió el que le pareció que podía corresponder a aquella hoja.
Como el director no estaba mirando, pudo cotejar la escritura de la página arrancada con la del libro.
«Parece la misma», tuvo que admitir el periodista.
Entonces buscó las páginas. Faltaban varias, y entre ellas la que tenía entre sus manos.
Con la ayuda de la lupa, de la que ya se había servido con anterioridad, dio otro repaso a lo escrito.
Las letras coincidían, sobre todos las «tes» y las «emes». Tenían las mismas características, aparte de que el aspecto general de la escritura, ya de primera impresión, daba la sensación de haber sido escrita por la misma mano.
Iba a guardar el papel, cuando el director le sorprendió:
—¡Señor Laval!
—¿Eh?
—No puede usted llevarse ninguna hoja… Le he dejado examinar esto bajo mi responsabilidad, creí que únicamente deseaba obtener algunos apuntes. Esto que ha hecho no está bien…
—¡Oh, perdone, yo no…! Está usted confundido… Esta hoja no la he arrancado.
El director estaba allí, delante de él, mirándole con severidad.
Michel tuvo que mostrarle la hoja.
—Es el mismo papel…
—Mire esta fecha, señor. ¡Fíjese bien! No hay ningún documento. ¡Es precisamente lo que buscaba!
—Hum —murmuró el director, aproximando el escrito para leerlo.
Una ráfaga de viento surgió de alguna parte. Una puerta se cerró de golpe, al mismo tiempo que la luz se apagó.
—¡Vaya! ¡Una avería! Todo son complicaciones. Voy por una linterna… Le ruego, señor Laval que no trate de aprovecharse de esta situación. Siento tener que hablarle así.
—Lamento que desconfíe de mí, señor. Pero quiero que se convenza de que yo no…
Antes de terminar la frase volvió la luz. Entonces el director se dio cuenta de algo:
—Oiga, Laval. ¿Qué significa esto? Esta hoja está en blanco.
—¿Qué?
El periodista arrebató la hoja que el director del museo tenía todavía en la mano.
Efectivamente. ¡La hoja estaba en blanco!
No supo qué decir. El del museo lo tomó como una broma.
—No le entiendo. ¿Qué pretende con esto? Me hace levantar de la cama, para que le abra a estas horas… Luego me entrega esa hoja.
—Estoy verdaderamente confundido, señor. Lo siento, lo siento.
Se disculpó torpemente y se alejó.
Michel estaba seguro de aquello que había leído, y estaba, ahora sí lo estaba, de que la hoja pertenecía a aquel libro o a otro escrito por la misma mano.
Cuando estuvo de regreso en el hotel tampoco le extrañó la visita que le estaba aguardando.
Eva.