Lo que ella empezó a contarle, no podía aclarar de ninguna forma lógica aquella pesadilla.
Para Michel todo continuaba siendo irreal, y, sin embargo, tenía la certeza de que ya no podría librarse de ello.
—Creíste estar soñando —había dicho ella—. Y en esos sueños viste a un esqueleto que se acercaba a ti, que quería «hacerte daño».
Él tuvo que admitir que sí, y se preguntaba cómo Eva podía estar enterada de aquello.
Había oído hablar de bebedizos y recordó aquel elixir con que ella le había obsequiado.
«Estoy bajo su influjo por efecto de una droga. Eso es», pensó intentando buscar la difícil lógica.
Ella prosiguió:
—Luego otro esqueleto acudió en tu ayuda para que pudieras cumplir tu destino.
Michel guardó silencio, en espera de que ella diera su versión de lo ocurrido.
—Pues bien, mi amor, el primer esqueleto, intentó por todos los medios impedir que tú hicieras «lo que debías hacer».
—¿Matar a Marc Genet?
—Exacto.
—¿Quién era el primer esqueleto? —preguntó Michel, siguiendo aquella absurda explicación como si fuese algo trascendente que pudiese ocurrir todos los días.
—Era… La fuerza del mal.
Aquello no aclaró gran cosa, pero Michel continuó dejándola hablar.
—Luego, aparecí yo para ayudarte.
—¿Tú eras… el segundo esqueleto?
—Sí, querido. Tenía que ayudarte y sólo podía hacerlo de esta forma.
—Si tanto es tu poder, ¿por qué no matabas tú misma a Genet y al otro? ¿Por qué me elegiste a mí?
—Porque tenías que hacerlo tú. Hace años, muchos años no pudiste hacerlo.
—¿Qué?
—Intentaste salvarme de la hoguera, en aquella terrible noche en que fui injustamente condenada.
—No entiendo. ¿De qué noche hablas?
Ella volvió los ojos hacia un ángulo de la habitación. Un viejo calendario colgaba de la pared. Posiblemente, Michel lo había visto ya, pero sin fijarse demasiado, sin ver el año.
Fue entonces, cuando con ojos desorbitados, descubrió la hoja que colgaba en la pared.
¡Pertenecía al mes de noviembre de 1230!
Se aproximó al calendario. El papel era antiguo y la impresión hecha a mano, rudimentaria, pero por lo demás no acusaba en absoluto el paso del tiempo.
—No puede ser —dijo en voz alta, expresando lo que pensaba.
Ella se le aproximó para murmurar:
—El tribunal me había condenado. Tú no estabas en casa. Cuidabas de las tierras. Te enteraste cuando al regresar no me encontraste en casa. En esta casa donde tan felices habíamos sido.
Michel volvió a mirar aquellas paredes, los muebles, todo. La voz de Eva prosiguió:
—Intentaste luchar para que no me arrojaran a la hoguera, pero te lo impidieron. Los culpables de aquello fueron el reverendo Genet, que pronunció la sentencia, y el fiscal acusador Paul Foderich.
—¿Cómo?
—Sí, querido. Los hombres a los que tú mataste para liberarme.
—¿Quieres decir que Genet y Foderich son los descendientes de los componentes de un tribunal que existió en esas fechas?
—No son los descendientes, Michel. ¡Son ellos!
—¡Oh, no! ¡Basta! —exclamó el joven, intentando volver a la realidad.
—No intentes luchar contra el destino, mon petit. Tú querías salvarme entonces… ¡Querías hacerlo! Pero no pudiste… Sólo con la venganza de quienes injustamente me condenaron podré ser libre, para que mis cenizas reposen allá. En la colina de S. Chély.
—¡Basta, basta! Todo esto es… imposible. Déjame en paz. No me importa quién seas, ni de qué medios te vales. No te veré nunca más, nunca.
Ella le miraba en silencio, sonreía como si juzgara las palabras de Michel, como el simple pataleo de un niño ante la reprimenda de un adulto.
—¿No te das cuenta, Michel? ¿Qué es lo que te trajo aquí? Contesta tú mismo. ¿Qué es lo que te trajo aquí?
Él vaciló. ¡Era verdad! ¡Estaba allí para hacer un reportaje sobre la Inquisición, sobre las hogueras, las brujas y los herejes!
Eva acentuó su sonrisa.
—No fue por casualidad que te designaran para este trabajo. ¿No lo comprendes? ¡Tenías que ser tú, Michel! Tenías que ser tú.
—Es imposible. Esas cosas no pueden ocurrir —comentó, expresando en voz alta su sentir.
Se alejó hacia la puerta, como lo hubiera hecho de una habitación en llamas.
—Es inútil que huyas, mon petit —susurró ella.
Michel subió la escalera a trompicones, tropezando en cada peldaño.
Cruzó el viejo comedor de aquella casa fantasmal, y pasando a través de la abertura del armario volvió a la época actual personificada en la lujosa y moderna sala de la casa de Eva. La abandonó como si aquello formara parte también de todo lo irreal que le rodeaba, y que lo vivía como si fuera algo trascendente y normal.
En su fuga por respirar el aire fresco de la calle tropezó con el diván, y sus manos fueron a parar a la placa de interruptores de la luz.
La iluminación indirecta oscureció para dar paso a la instalación fosforescente.
Y una vez más, su rostro quedó reflejado en el espejo, y en él, Michel vio su calavera.
—¡No, no! —gritó como un poseso.
Se levantó, derribó algo, tropezó con una mesa y continuó buscando la salida.
Antes de alcanzar la puerta pudo escuchar una risa siniestra que degeneró en una escalofriante carcajada.
Era la risa de Eva. ¡La risa de Eva!
Maldijo su encuentro y todo lo que le había llevado hasta aquel lugar.
Logró al fin dar con el pomo de la puerta. Dio la vuelta y al fin recibió el tan deseado aire fresco del exterior.
Huyó de allí hacia su automóvil, deseando alejarse lo más rápidamente posible.
Lo había decidido ya. Se iría aquella misma noche, tan pronto como pagara su cuenta en el hotel y recogiera sus cosas.
Pisó a fondo el acelerador, sin darse cuenta de la presencia de dos gendarmes que habían salido del local de Eva.
Los agentes iban en sendas motocicletas y al darse cuenta de la velocidad del periodista, cambiaron una mirada entre sí.
—¡Vamos! —dijo el uno al otro y dando gas a sus respectivas máquinas se lanzaron tras él.
El periodista continuaba acelerando, casi sin ver la carretera, porque sus pensamientos se convertían en imágenes y no dejaba de aparecer ante él la macabra escena del cadáver de Genet y del carnicero.
Veía desfilar a través del parabrisas una cohorte de esqueletos, de seres fantasmales que le impedían otra visión.
Pero seguía pisando, pisando a fondo.
Hasta sus oídos llegaba de algún lugar la risa de Eva, aquella carcajada que parecía surgir de lo más profundo de una caverna.
Gruesas gotas de sudor perlaban la frente del periodista y se deslizaban por sus mejillas.
Era el suyo un sudor frío, un sudor de muerte.
Los motoristas no podían ganar terreno en absoluto porque el auto de Michel había rebasado ya los ciento veinte kilómetros, en una carretera demasiado estrecha para ir a semejante velocidad.
Michel advirtió el peligro cuando se aproximó a la curva. Vio los árboles de la cuneta y quiso doblar el volante, pero sus movimientos resultaron torpes, tardos, como si sus reflejos se negaran a obedecerle.
Pisó el freno desesperadamente y sólo consiguió ver uno de aquellos árboles aproximarse más, más, más…
Supo que iba a estrellarse.
Sin embargo, no escuchó ningún golpe. Lo único que sintió es que su mente se sumía en la oscuridad mientras le invadía la sensación de caer en un profundo abismo. Un abismo sin fin.
Y en aquella caída fantástica, aún podía escuchar la risa de Eva, y recordar sus palabras:
«No puedes luchar contra tu propio destino, mon petit. No puedes luchar contra tu propio destino».
* * *
Despertó en el hospital, y cuando pudo relacionar las palabras que escuchó a su alrededor, supo que hablaban de él.
—Parece imposible.
—A la velocidad que iba. Llegó a alcanzar los ciento treinta.
—De cien casos, noventa y nueve no lo cuentan.
—Y apenas si se hizo un rasguño.
Empezó a coordinar, y los que estaban allí se dieron cuenta de que había despertado.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó un hombre maduro, enfundado en una bata blanca.
—No sé… Como si… hubiera dormido mucho tiempo.
—Sólo hace dos horas que le han traído.
—Un accidente, ¿verdad? Sí… Creo que fue en la curva —recordó Michel.
—Iba usted a mucha velocidad. ¿No podía, acaso, dominar el coche? —la pregunta procedía de uno de los gendarmes que le habían seguido—. Íbamos detrás de usted. ¿No nos vio?
—No. No me di cuenta.
—Bueno, ahora no le molesten. Las preguntas ya se las harán mañana —intervino el doctor.
—¿Qué me ha ocurrido? ¿Tengo algo roto? No siento nada.
—No. No tiene nada roto —repuso el médico—. Una ligera conmoción. Se dio un golpe en la cabeza, pero muy leve. Al parecer, su cabeza se desvió por el lado de la ventanilla que tenía usted abierta. Se golpeó con el quicio, y nada más. Pudo haberse clavado el eje del volante y romperse la base del cráneo, pero no ha sucedido nada de eso. Si en medicina existiera la palabra milagro, no vacilaría en aplicarla a su caso. En fin, ahora descanse. Tendrá que permanecer en observación. Si necesita algo, o se encuentra indispuesto, llame el timbre. Las enfermeras le atenderán. No vacile en hacerlo. Puede moverse, ¿verdad?
Michel sacó las manos y las estiró. Luego alcanzó el timbre.
—Sí, me encuentro bien.
—Lo celebro.
—¿Doctor? ¿Qué hora es?
—Medianoche.
—Pensaba irme hoy. Regresar a París.
—¿Por qué tanta prisa?
—Puesto que estoy bien…
—No perderá nada quedándose aquí, por lo menos uno o dos días.
Michel asintió. Luego los policías se fueron también y quedó a solas con sus pensamientos.
Lo ocurrido volvió a su mente. Recordó perfectamente el motivo de aquella loca carrera causante del accidente que le retenía en la pequeña localidad de la que hubiera preferido encontrarse lejos.
Pensó nuevamente en ella, en Eva, y quiso borrar su recuerdo de la mente.
Luego, vino una enfermera a suministrarle una inyección por prescripción del médico.
Por unos instantes, mientras la muchacha le pinchaba en la vena, él, al observarla, creyó estar de nuevo en presencia de Eva.
¡Sí! ¡La enfermera era Eva!
Sus ojos aumentaron de tamaño y no pudo reprimir un grito:
—¡No! ¡No quiero que me inyectes! ¡Fuera!
Y Eva con una sonrisa enigmática seguía introduciendo el líquido en el vaso sanguíneo de Michel.
—¡No! —volvió a gritar el periodista—. Y trató de mover el brazo para librarse del pinchazo, pero notó que no podía hacerlo.
—¡Me estás matando, me estás matando, bruja! ¡Suéltame! ¡Suéltame!
Era inútil, tenía el brazo paralizado, y empezaba a sentir un extraño sopor por todo su cuerpo.
Hizo un esfuerzo supremo tan inútil como los anteriores, mientras Eva parecía complacida adivinando el temor del hombre que estaba a su merced.
—Es una conspiración… Una conspiración contra mí. ¡Basta!, ¡basta!
Entonces advirtió que ni siquiera oía su propia voz. Había estado gritando inútilmente.
Hizo otro tremendo esfuerzo para que el grito surgiera definitivamente de su garganta:
—¡Basta!
La voz de la enfermera, un tanto alterada, le sacó de su alucinación.
—¿Le he hecho daño?
El joven creyó volver de un largo letargo. Miró a la joven. Era una muchacha pelirroja, agraciada, con una leve sonrisa en los labios. Le miraba con cierta extrañeza.
—¿Le he hecho daño? —repitió.
Michel trató de mover el brazo y pudo conseguirlo. Luego se fijó en la joven como si fuera la primera vez que la viera y respondió:
—No, no…
—Ha gritado usted…
—Sí. Tal vez… Lo siento. Yo… Bueno, debió ser de forma inconsciente.
—¿Se encuentra bien ahora?
—Sí. Creo que sí.
—Procure descansar. La inyección le ayudará. A pesar de que no haya sufrido daños, el reposo es conveniente. Pasó por un terrible shock. Ha tenido mucha suerte, señor Laval.
La enfermera desapareció tras haberle arropado.
Lentamente, Michel sintió los efectos del sedante, notó que los párpados comenzaban a pesarle y le invadía el sueño. Se entregó a él, deseando descansar, olvidar. Olvidar…
Sin embargo…
Nunca supo si fue sueño o realidad cuando se abrió la puerta y vio aparecer a Eva que avanzó lentamente hacia él, silenciosa, hasta detenerse en la cabecera de la cama, como pretendiendo velar su sueño.
Intentó hablarle, pero no pudo.
Al mirarla fijamente creyó verla a través de aquella luz fosforescente y la carne de su rostro comenzó a desaparecer con lentitud, como si «algo la borrara».
Luego la bella imagen de la mujer, desapareció por completo, para mostrar únicamente un rostro descarnado, una faz cadavérica que acabó siendo una simple calavera.
Michel intentó decir algo, pero no pudo, ni siquiera estaba asustado.
Ni tampoco sintió miedo cuando aquel rostro macabro fue aproximándose al suyo… y una voz susurrante, cavernosa, parecía decirle:
—Eres mío, mon petit. Siempre lo has sido, porque tú me amas, sé que me amas…
Y aquellos dientes calcinados se acercaron a la boca del periodista.
Michel notó el frío beso de la muerte.