Mientras Michel se dirigía hacia la casa de Eva, ya no pensaba en el rigor cronológico con que se habían desarrollado los acontecimientos, sólo tenía una obsesión: registrar la casa de Eva.
Era la hora que ella estaba en el local, lo cual le permitiría una inspección a fondo.
La radio del coche, una emisora de Toulouse estaba informando del segundo crimen de St. Chély.
—En el espacio de unas horas… —decía el locutor—. Siempre en la noche y con una extraña impunidad, el asesino, que se supone es la misma persona, ha perpetrado un segundo crimen. En ambos casos, las personas carecían de enemigos, conocidos al menos. Las dos víctimas eran gente estimada no sólo en la pequeña localidad, sino en toda la comarca. Los señores Genet y Foderich habían nacido en St. Chély y por eso eran conocidos de todos. Ahora la policía investiga activamente el misterio.
Michel cortó maquinalmente. No le interesaba aquello, ni siquiera había querido ver a la víctima.
Un miedo cerval le invadía desde aquella mañana, desde la noche anterior.
Ahora estaba seguro de algo. ¡Él era el asesino! Pero ¿por qué?
Dejó el coche en la parte trasera de la casa de Eva. El luminoso que daba nombre al night-club hacía guiños, como si invitara a la gente a entrar.
Michel recorrió el perímetro de la casa buscando un lugar por donde entrar.
Encontró una ventana en forma de guillotina que cedió fácilmente. Tiró de ella hacia arriba y en seguida pasó por el hueco hasta introducirse en la casa. Todo estaba a oscuras.
Habituó sus ojos para no tropezar con ningún mueble, a pesar de que recordaba bastante bien la disposición de la sala.
Cerró bien los pórticos y corrió las cortinas y entonces buscó el conmutador de la luz. Surgió la tenue luminosidad que ya conocía.
Todo estaba igual, intacto.
Pasó a la pequeña cocina y luego al dormitorio. Sólo había uno.
Todo era normal. Un armario con ropa usual para el trabajo de Eva. Todos los vestidos eran parecidos, sólo cambiaba el color. Siempre tonos vivos.
Había zapatos, ropa interior.
Buscó en el secreter y no encontró ningún papel. Ni cartas, ni documentos. Nada. Tampoco había un solo libro.
«Esto no es posible. Esta casa tampoco parece real».
Buscó en derredor y descubrió algo que llamó su atención. Cierto que la casa era pequeña, pero no tanto como para no tener una habitación más.
Por fuera era rectangular y por dentro, calculando la distribución quedaba una parte en la que faltaba algo.
¡Era por el lado de la habitación! ¡Tenía que ser más grande!
—Debe haber una habitación secreta…, aparedada —dijo, expresando en voz alta lo que pensaba.
Tanteó la pared por el lado donde faltaba espacio. Parecía recia. No era un simple tabique.
Desconcertado y sin saber dónde buscar, iba a salir cuando la puerta del armario mal cerrada gruñó ligeramente mientras una de las puertas se abría lentamente.
Fue a cerrarla maquinalmente, pero optó por abrirla. Entonces tanteó el plafón de detrás del mueble y tuvo una corazonada. Buscó un resorte seguro de que allí estaba la entrada secreta que buscaba.
No encontró nada; sin embargo, al apretar una percha vacía que estorbaba escuchó un «clic» y el plafón comenzó a correrse hacia un lado.
Cuando apareció por completo la entrada secreta, Michel vio que más allá había una estancia totalmente a oscuras.
Dadas las circunstancias no pudo evitar un escalofrío. Pero decidió entrar.
* * *
Avanzó lentamente en la oscuridad. Tanteó la pared contraria al armario buscando alguna luz. Pero no la encontró.
Al avanzar un poco más, uno de sus pies no encontró el suelo y se sintió empujado hacia abajo.
¡Había una escalera! Cinco o seis peldaños, a lo sumo. Se resintió de la rodilla dañada en la noche anterior y rápidamente intentó alumbrarse con el encendedor.
A la débil llama del gas de su mechero creyó adivinar que se hallaba en un semisótano, húmedo, de paredes desnudas, como si estuviera en una cueva.
Se incorporó, sintiendo dolor en diferentes partes del cuerpo debido a la caída.
En derredor, con la escasa luz de que disponía sólo podía ver sombras, siluetas confusas de muebles, de objetos varios que no podía precisar.
Cuando logró habituar sus ojos a aquella oscuridad y recibir o percibir más plenamente la luz que le llegaba de más arriba, del otro lado del armario, creyó ver unos candelabros sobre una mesa.
Se aproximó. Tuvo que apagar el mechero porque se había calentado demasiado y le quemaba los dedos con los que lo sostenía. Lo encendió de nuevo y prendió en una de las gruesas velas, luego otra y otra. Eran tres.
La iluminación era ya mejor y pudo ver mirando en torno suyo la estancia, sólo oscurecida en los ángulos.
Semejaba una bóveda, con paredes de piedra.
¡Aquello era una sala!
La sala principal de una casa que debió ser construida siglos antes. Parecía conservarse todo intacto. Una mesa larga que debía haber sido utilizada para comer. La madera carcomida, vieja se conservaba todavía, pero al tocarla crujía.
Había también un aparador de la misma madera. Y al fondo, avanzando con los candelabros, se encontraba lo que debió ser la cocina, con el viejo hogar y la chimenea tapiada.
En otro rincón había un armario empotrado en un hueco de la pared. Una vieja despensa, y una cómoda, y un inmenso baúl que parecía un sarcófago.
Y cosas, objetos varios, que de momento, Michel no podía retener en la cabeza.
Descubrió también una escalera en un rincón. Una escalera descendente.
¿Dónde estaba? ¿Qué era aquello?
Se dirigió hacia los peldaños y tropezó con un taburete que al caer produjo un ruido siniestro que resonó por aquellas pétreas paredes.
Al llegar al pie superior de la escalera, vio que se perdía en la oscuridad bastante más abajo.
Volvió a mirar en torno suyo y creyó comprender la situación de aquella segunda casa «debajo de la primera».
«Aquí —pensó— debía ser el antiguo nivel del suelo, muchos años antes; luego al hacer la carretera se elevó el suelo y la casa quedó sepultada, pero por alguna razón, Eva ha querido conservarla».
Comenzó a descender los peldaños, hasta llegar a una puerta completamente cerrada.
Intentó abrirla, pero no lo consiguió. ¡Estaba cerrada por dentro!
¿Quién se escondería tras aquella gruesa mampara de madera?
Intentó forzarla, pero la puerta era maciza, segura, a pesar de estar resquebrajada por el paso del tiempo. ¡De Dios sabe cuánto tiempo!
Se volvió de nuevo hacia la planta superior, y entonces escuchó un ruido de hierros viejos, un rechinar propio de unos goznes al girar sobre sí mismos.
Se volvió instintivamente en el momento en que aquella puerta que no había conseguido abrir se estaba moviendo lentamente.
Los goznes rechinaron más a medida que la puerta seguía abriéndose.
Con el candelabro en la mano y una expresión estúpida en el rostro, Michel aguardó.
De pronto, la puerta, completamente abierta y de ella surgió una figura portadora de otro candelabro.
Michel dejó escapar un grito:
—¡Eva!
—¿Qué buscas aquí, Michel? —preguntó con voz ronca, cavernosa.
—¡Eva! ¿Qué es esto? ¿Qué significa esta casa…, todo lo que hay aquí?
Comprendió que era una pregunta estúpida.
La mujer avanzó majestuosa subiendo peldaño a peldaño el tramo de escalera que conducía a la estancia superior.
La situación era tan irreal como lo que creía haber estado viviendo Michel desde la noche anterior desde que puso el pie en el cabaret de la mujer.
Ella llegó hasta la planta donde se encontraba el periodista y avanzó hasta situarse a escasos metros.
—Sabía que estabas aquí. «Lo sabía» —recalcó la mujer.
A él no se le ocurrió nada.
Se hizo un silencio, largo, denso, inquietante.
—Te lo hubiera mostrado igualmente, Michel. Te hubiera mostrado cual es mi verdadero hogar… ¡Éste!
—Tú no puedes vivir aquí. Esto pertenece a… ¡Dios sabe qué época! ¿Qué pretendes, Eva? ¿Qué clase de brujería es la tuya?
—¡No nombres esa palabra! Yo no soy ninguna bruja… No hay nada extraordinario en esto. Ven… Te enseñaré algo. Tú sabrás lo que es. Lo adivinarás por ti mismo. Ven. Acompáñame. —Y le indicó el camino de la escalera, tomando ella la delantera.
Eran como dos sombras irreales que se movían. Ella, con su vestido negro, ajado, viejo, pero elegante aún, porque ella sabía cómo llevarlo. Él, por contra, vestido de acuerdo con los signos de la moda actual. La siguió. La siguió como un sonámbulo, como un poseso guiado por una extraña hipnosis.
Bajaron aquella escalera con exasperante lentitud, cual si se tratase de una ceremonia real.
Ella, siempre en cabeza, cruzó el umbral de la puerta que Michel había intentado abrir.
—Creí que estabas en el local —murmuró él.
—Yo estoy donde debo estar, Michel. Porque sabía que vendrías. Lo sabía.
Él no podía, ni se esforzaba ya en comprender. Quería librarse de aquella pesadilla, pero sabía que para ello tenía que llegar hasta el final.
Y cuando ambos candelabros iluminaron la nueva estancia, Michel vio que se hallaba en un dormitorio que pudo estar en boga entre la gente humilde de muchos siglos atrás.
Volvió los ojos a uno y otro lado.
Vio una cama alta, desmesuradamente alta, un armario extraño, rudimentario.
Un par de mesillas de noche con una vela a cada lado y su correspondiente palmatoria.
Vio otro baúl en forma de sarcófago y aquellas paredes desnudas, descarnadas, de piedra viva y tierra rojiza, y sintió que la humedad de la estancia calaba en sus huesos.
Aturdido, sólo acertaba a mirarla a ella que sonreía de un modo extraño, con expresión de triunfo.
—¿Es posible que no recuerdes nada? —dijo ya muy cerca de él.
Por primera vez, su belleza dejó de impresionarle. Se sentía inquieto delante de aquella mujer enigmática e irreal.
—¿De qué tengo que acordarme, Eva? ¡Habla claro!
—Tenías que hacer lo que hiciste, Michel. Tenías que matar a esos dos hombres para que yo fuera libre —repitió como si recitara un párrafo de algo que estuviera escrito.
—¿Por qué? —inquirió—. Si lo hice, ¿por qué tenía que hacerlo?
—Voy a ayudarte, mon petit. Voy a hacerte recordar. Escucha… Pero ven, sentémonos aquí. Ven…
Y ella se aproximó a un banco de madera. Se sentó en él y la madera crujió.
—Vamos, acércate. Ven, amor mío…
Una fuerza irresistible le empujó a obedecer, como si aquella mujer tuviese un poder especial del que le resultara imposible sustraerse.
Se sentó a su lado y ella colocó la cabeza sobre el hombro del joven.
Michel sintió un escalofrío.
Las velas chisporroteaban, impregnando el ambiente de olor a cera.
—¿Recuerdas, Michel? ¿Recuerdas cuando viste tu imagen reflejada en el espejo?
—¿Eh?
—Sí. Confesaste haber visto una calavera.
—Es cierto…
—No era un efecto óptico, amor mío. Era real.
—¿Qué quieres decir? —lanzó la pregunta tontamente, dominado por completo por el extraño poder que Eva ejercía sobre él.
—Tú eres esa calavera, mon petit… Te he visto tal como eres. Tal como somos tú y yo, porque no pertenecemos a este tiempo. Somos sólo sombras vagas que estamos pasando por «esta época» para cumplir nuestro destino. Tú también tienes que cumplir tu destino. Y ya has empezado.
—¿Quieres decir que…?
—Estamos muertos, mon petit. Muertos —sonrió ella, feliz.
Michel sintió, una vez más, aquella terrible frialdad en su espalda, en todo su cuerpo.
Una frialdad de muerte, más potente aún, se acentuó cuando las heladas manos de la bella le acariciaron su rostro.