CAPÍTULO III

—No miré la hora, Michel. Si te pedí que te fueras es porque ambos necesitábamos descanso. Tú tienes tu trabajo. Me lo contaste anoche. Yo tengo el mío y debo encontrarme despierta.

Era Eva la que estaba hablando con Michel, en pie, en el pequeño recibidor de la casa.

Iba enfundada en una transparente bata a modo de salto de cama. Alta, erguida, maravillosa cual la noche anterior y con su voz grave e insinuante a la vez, dulce y firme al mismo tiempo, y con su perfume penetrante y aquella mirada enigmática.

Michel frente a ella, parecía haber perdido todo su autodominio, igual que le sucedió en el primer momento.

—Es que necesito saber la hora… Perdí la noción del tiempo estando a tu lado, ¿sabes?

—Eres muy amable con tus cumplidos.

—No es verdad. Lo cierto es que cuando salí despuntaba el alba y de pronto… —No sabía cómo explicar lo sucedido.

Por fin soltó.

—Se ha cometido un asesinato esta noche. Tú le conocías. Es Marc Genet. Estuvo hablando un momento conmigo ayer en tu local.

—Sí. Ya le vi.

—Le han asesinado. Con un cuchillo. Eso dicen.

—También lo sé.

—¿Te lo han dicho?

—No. No he salido de casa todavía. Pero lo sé.

—¡Eva! ¿Qué quieres decir?

—Nada.

Michel estaba desconcertado.

—Escucha… Anoche pasaron cosas muy extrañas… Me pasaron a mí. ¿Sabes? Tuve una pesadilla.

—No. No fue una pesadilla, Michel.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Es la segunda vez que me preguntas qué quiero decir. Nada, nada… No quiero decir nada. Nos veremos esta noche.

—Por favor, Eva. Yo no entiendo nada. No te burles de mí.

—Jamás me burlaría de ti, Michel. De eso puedes estar seguro. Jamás. Y ahora, por favor, déjame… Tengo que hacer. Debo preparar muchas cosas. Hasta esta noche.

Sin quererlo, se encontró en la carretera. Suavemente ella le había obligado sin darle explicaciones.

¿Qué ocultaba Eva?

¿Por qué parecía estar enterada de todo sin haberse movido de su casa?

Pensó que quizá estaba haciendo una montaña de un grano de arena.

¿Acaso no habían podido dar la noticia por radio? ¡O quizá el lechero o…!

Pero lo cierto es que todo se le antojaba extraño, casi irreal y se sentía el centro de aquel misterio, pese a encontrarse en un lugar que pisaba por primera vez en su vida.

¿Por qué le habían mandado allí a hacer un reportaje de lo que había ocurrido hacía siglos?

¿Por qué hablar de brujas e Inquisición en la era de la superautomatización?

Pero bastaba ver las revistas que tenía en el asiento de su coche. En ninguna faltaban alusiones a las «artes de Satán», ni historias fantásticas atribuidas a personas que decían tener contacto con el diablo.

Se hablaba de sectas secretas, de misas negras y aquelarres, como si un mundo hastiado de las comodidades buscara nuevos alicientes, nuevas sensaciones degustando viejas leyendas.

«¡Al diablo con todo!», exclamó para sí el periodista, aproximándose al centro de la pequeña ciudad.

Algo pareció guiarle por las calles hasta la casa del crimen. Un buen grupo de gente se hallaba reunida mientras unos cuantos gendarmes recomendaban a las personas que no se estacionaran.

Sí. Algo empujó al periodista a detener su coche cerca de la casa y a aproximarse.

Su carnet profesional le abrió las puertas. Era como una obsesión que no le dejaba vivir.

Vio la escena del crimen, un dormitorio.

—¡No toque nada! —le advirtieron.

Las sábanas estaban manchadas de sangre.

—Le asesinaron mientras dormía. No hubo lucha, ni siquiera debió darse cuenta —le dijo alguien a una pregunta suya.

—¿Tienen idea de quién puede ser el culpable? —preguntó Michel.

—De momento, no —le dijo el encargado del asunto—. Nosotros hacemos los informes preliminares, si no se aclara nada, intervendrá la policía de Toulouse. Ya está avisada.

Michel habló del arma homicida.

—Un cuchillo de carnicero.

Seguidamente el periodista se dirigió al depósito. En realidad no había tal depósito, era una dependencia de la gendarmería. Quiso ver a Marc Genet.

—Le habían dejado el cuchillo clavado. Tuvimos que sacárselo. No fue muy agradable —le informaron.

—¿Había huellas? —preguntó Michel.

—No. No las había. Bueno, unas marcas, pero no digitales, unas marcas extrañas. ¿Va a publicar todo esto?

—No. No es mi especialidad. Bueno, no sé lo que haré. La verdad es que no vine para esto.

—Sí. Ya lo dijo la señora Laredo.

—¿Señora Laredo?

—La esposa de Pierre Laredo, del hotel. El patrón —aclaró el gendarme.

—¡Ah!

—Revisamos todas las llegadas. Usted debe saberlo.

—Sí, sí, desde luego. Bueno, disculpe.

Todavía impresionado por la horrible huella que la cuchillada había dejado en el cuello de Marc Genet regresó al hotel, conduciendo casi sin fijarse en nada.

Recorrió entonces los lugares por los que había pasado la noche anterior cuando huía del hotel en pijama.

Sí. Lo recordaba, todo perfectamente, y hasta creía «verlo» como la noche anterior.

Detuvo el automóvil en la esquina. Allí donde estuvo a punto de atropellarle el auto lanzado a toda velocidad. Allí donde se dio el golpe en la rodilla que aún le dolía.

Había un poco de barro en la cuneta, probablemente el mismo que había encontrado en su pijama.

Pasó allí algún tiempo, intentando encontrar alguna explicación.

Entonces se dio cuenta de la proximidad de la casa del difunto Marc Genet.

¡Estaba allí mismo! ¡A unos treinta metros!

Ahora la gente había despejado la acera y sólo quedaban un par de gendarmes de vigilancia.

Saltó del coche y corrió para hacer una pregunta que se le ocurrió de pronto.

—¡Oiga, agente! ¿Se sabe más o menos la hora en que se cometió el asesinato?

—¿No ha preguntado al jefe?

—Se me olvidó. Supongo que no será un secreto.

—Yo sólo sé lo que se dice. Más o menos entre… entre las doce y la una de esta madrugada.

Y Michel se preguntó a sí mismo:

«¿Dónde estaba yo entre doce y una? ¿En el night-club? ¿En casa de Eva… o en la calle, en pijama, huyendo de dos seres fantasmales que se estaban peleando? ¿Dónde estaba?».

* * *

—Nunca te has apartado de mi lado, Michel —susurró la voz dulce de Eva.

Michel, bailando de nuevo con aquella extraordinaria mujer, deseó olvidarlo todo, vivir simplemente, no pensar en nada y desvanecer todos sus fatales presentimientos.

Continuaron bailando, silenciosos casi siempre, y ella mostró una vez más aquella sensibilidad exquisita, aquella ligereza sin par al moverse al compás de la música.

Cuando salieron del local, Michel consultó su reloj. Eran las doce.

—¿Siempre cierras a la medianoche?

—Es la costumbre. Aquí la gente madruga mucho, siempre ha madrugado mucho, siempre…

—Y anoche…

—¿Te preocupa mucho lo de anoche?

—Me prometí a mí mismo que no volvería a insistir. Lo siento, pero es que no puedo evitarlo.

—Hoy hablaremos de anoche, querido. Ahora podemos hablar porque ya nos conocemos mejor.

—¿Tú crees?

Subieron a su piso.

Todo estaba igual, las tenues luces, el diván…

Eva sirvió dos copas de su elixir.

—¿Qué es?

—¿Ya no te acuerdas, Michel? Anoche dijiste que te gustaba.

Michel trató de imponerse. Tomó la copa con recelo y olió el contenido. Recordaba perfectamente el aroma.

—No está envenenado. Es el elixir de los tiempos. No importa que no lo bebas.

—No te entiendo.

Ella se aproximó y le tomó la copa para dejarla en una mesa.

—Ahora eres ya mío, querido Michel. Sólo mío. Anoche tenía que probarte.

—¿Probarme?

—Sí, Michel. Hace tiempo que estoy probando… Mucho tiempo. Por eso algunos me llaman caprichosa, frívola, o acaso fría, cuando no hago caso a los que me pretenden.

Él estaba embebido en sus palabras y dejó que continuara.

—Contigo tuve un presentimiento. Nada falló… Hiciste lo que yo quería. Supe que podía contar contigo cuando por equivocación encendiste la luz fosforescente.

—Vi una calavera…

—Cada cual se ve como es —recitó ella.

—¡Vi una calavera!

—Te viste a ti mismo.

—¿Quién eres, Eva?

—Una mujer, ¿no lo ves?

—Hay algo más en ti. Algo más que me fascina, pero que me asusta.

—Tienes que librarme de algo, Michel, y sólo tú puedes hacerlo, y sé que lo harás.

—¿De qué tengo que librarte?

—De dos hombres… Bueno, de uno ya lo has hecho.

—¿Qué dices?

—Lo estás adivinando.

—¿Insinúas que…?

—Tú mataste a Marc Genet.

—¡No!

—¿Recuerdas lo que viste anoche en tu habitación mientras dormías, Michel?

El periodista no pudo reprimir un escalofrío. ¡Ella lo sabía! ¿Cómo?

—Nadie lo vio. Excepto tú. Gritaste y no te oyeron. Saliste del hotel y nadie se dio cuenta. ¿No te parece extraño?

—¡Los esqueletos! ¡Vi dos esqueletos! ¡Eran auténticos! ¿Verdad que eran auténticos?

—El mío y el de alguien que no quiere la venganza a la que tengo derecho.

Michel jadeaba, ya nada le parecía real, a pesar de estarlo viviendo. Se sentía como preso de una pesadilla de la que le era imposible huir.

—¡Por lo que más quieras, Eva! Esto sólo puede ser una burla, una broma de mal gusto.

—La muerte no es broma, querido Michel.

—¿Por qué me llamas querido Michel?

—Porque «eres» mi querido Michel.

Ella le tenía cogido, abrazado, le hablaba con suavidad, con dulzura. Por una vez el periodista no quiso escuchar aquella voz ni ser retenido por aquellos brazos.

—¡Déjame, suéltame! Si no fuera por… por la época en que vivimos, pensaría que eres ciertamente una bruja.

—¡No, calla! Tú no puedes decir esto. No puedes decirlo… Esta noche… Esta noche tienes que matar a Foderich. Son los dos que quedaban; él y Genet… Los otros ya no están, tú acabaste con ellos, en otro tiempo, en otra época. Pero, claro, no puedes recordarlo, no puedes sin haber terminado el trabajo.

—¡Yo no voy a asesinar a nadie! ¿Te enteras? ¡No he matado a Genet! ¡No! ¡No lo he matado! ¡Es falso! Esto es una trampa. Es…

—Tienes que irte —le cortó ella, con aquella voz cada vez más suave, llena de cadencias—. Tienes que irte y hacer lo que debes.

Michel no acertaba a negarse. Se sentía empujado hacia fuera y dominado por aquella melodiosa voz.

—No —apenas logró balbucir.

Pero ya estaba conduciendo su automóvil. Recordando su semblante a través del espejo. Un rostro cadavérico, sin carne, sólo hueso. Recordaba la lucha monstruosa y alucinante de los dos esqueletos en su habitación del hotel.

Y las palabras de Eva resonaban en su mente:

«Tienes que librarme… Sólo tú puedes hacerlo… Sálvame… Sálvame».

Intentó reaccionar.

«No… No puedo caer en sus redes… Me ha… me ha envenenado el cerebro… Estoy actuando como si fuera víctima de hipnosis… ¡No puede ser!».

Cada vez aceleraba más el coche. Los árboles de la carretera eran como gigantes que se cruzaban a ambos lados del vehículo, y él seguía acelerando, acelerando.

Unas sombras se interpusieron de pronto y apenas le dio tiempo a frenar.

Los potentes faros del auto iluminaron las siluetas.

¡Eran dos esqueletos!

—¡No! ¡Fuera, fuera!

Pisó de nuevo el acelerador, para atropellarlos. Luego…

Luego creyó sentir como un crujido de algo, y al igual que la noche anterior, creyó perder el sentido de lo real.

¿O acaso lo había perdido mucho antes?

Como entre brumas se vio en una casa extraña, sentía frío, había muchas cosas colgando de extraños ganchos. No sabía que era aquello.

¿Animales, acaso?

Olía a sangre y a carne de consumo.

Luego aquello desapareció de su vista para posarse sobre los cuchillos. Los había de todos tamaños, largos, afilados.

Alguien dormía en una oscura alcoba, pero él podía verlo, a pesar de todo.

De pronto, vio sangre, mucha sangre. Notó su viscosidad, caliente.

Unos ojos parecían mirarle aterrados, inmóviles.

Quiso olvidar todo aquello y alejarse, y de nuevo pasó por entre aquellas reses y sintió el frío por todo su cuerpo como si la temperatura hubiese descendido de repente por debajo de los cero grados.

Las luces de la calle parecían brumosas, los árboles como fantasmas que desplegaran cien brazos para impedirle el paso, y el hotel allá en lo lejos semejaba una silueta siniestra.

Luego despertó agitado.

La calle estaba llena de gendarmes y la gente hablaba dando voces, más agitada que el día anterior.

Antes de que pudiera preguntar lo que había ocurrido, sabía la respuesta: el carnicero Foderich había sido asesinado.

El arma homicida había sido uno de sus propios cuchillos.