CAPÍTULO II

La misma luz de antes había vuelto a inundar la habitación con su tono preciso y adecuado.

Michel estaba pálido, frío como un témpano, mirando hacia su izquierda donde había visto la visión.

Entonces se dio cuenta de que se estaba mirando a un espejo. Un espejo que cubría todo el panel.

Hizo un esfuerzo para serenarse.

—¿Qué te pasa? —inquirió ella, y le ofreció la copa murmurando—: Toma, bebe. Estás muy pálido.

—Es que… Bueno, debe ser cosa de la luz… Aquí hay un espejo y… soy un idiota.

—¡Ah! ¿La luz? ¿Qué has visto en el espejo?

—Nada, nada. ¿Te reirías si te lo dijera?

—¿Por qué? Un espejo refleja siempre la propia imagen, para vernos tal como somos.

—Sí, claro, pero…

—¿Qué?

—Yo aquí no he visto mi imagen. Ya te digo que debe ser cosa de la luz. ¿Por qué tienes esa luz fosforescente?

—No sé… Supongo que porque me gusta. Las cosas no siempre son como las vemos con luz natural. ¿Cómo te has visto tú en el espejo?

—Mi rostro… —confesó él, al fin—. Era sólo… una calavera.

—Bueno… Es lo que hay detrás de nuestra carne, ¿no? —sonrió ella.

Él había empezado a beber, luego dejó de hacerlo para exclamar:

—¡Claro! Ya sé… Esas luces son como las de rayos X… ¡Eso es un truco tuyo para asustar a los amigos impertinentes!

Ella le miró con extrema severidad y Michel tuvo la impresión de que aquella vez había dicho la mayor impertinencia de toda la noche.

—Yo no tengo amigos, Michel. No recibo a nadie en mi casa. Tú has sido el primero.

—¡Oh, perdona! No quise…

—No importa. Bebe. Es evidente que te has asustado.

Y Michel se sintió como un niño que acababa de cometer una travesura y ha sido descubierto por la maestra. Eva parecía la maestra. Una dulce y comprensiva maestra que en seguida procuró hacerle olvidar todo asomo de miedo.

El periodista no vaciló en dejarse guiar por ella.

Michel sintió lo que nunca había sentido y aquellas horas pensó recordarlas siempre.

Luego, Eva le rogó que se fuera.

Se habló de mañana y Michel se encontró conduciendo su coche por la carretera, cuando ya alboreaba el nuevo día.

Sabía que no había sido un sueño, aunque jamás las horas se le hubiesen hecho tan cortas.

Se tomó una buena ducha antes de meterse en la cama. A pesar del agua, seguía oliendo el perfume de aquella mujer.

Pensando en ella, se quedó dormido.

No recordaba el tiempo que había transcurrido cuando despertó.

Tampoco supo qué fue exactamente lo que perturbó su sueño.

Notó un ruido impreciso, quizá una puerta al cerrarse, o una voz queda.

Dio la vuelta dispuesto a conciliar nuevamente el sueño, pero al hacerlo, sus ojos se fijaron unos momentos en la puerta, y creyó ver que el pomo giraba lentamente como si alguien tratara de abrir.

—¿Eeeh? —murmuró para sí.

El pomo seguía girando. No era una alucinación. ¡Alguien estaba tratando de abrir!

Se incorporó bruscamente en el momento en que la puerta se abría.

Palpó en la mesilla de noche para encontrar el conmutador de la luz.

No dio con él.

Una sombra se deslizó en la habitación. Era una silueta que en la oscuridad ocultaba su rostro.

—¿Quién es? —inquirió el periodista.

El recién llegado no despegó los labios. Avanzó lentamente hasta los pies de la cama.

Michel tiró la lamparilla de la mesa que cayó y se rompió. La bombilla hizo la consabida explosión.

El periodista se revolvió rápido para dar, por fin, con el conmutador de la lámpara del techo. Lo pulsó.

Entonces surgió aquella misma luz que por unos momentos había visto en el salón de la casa de Eva. La luz fosforescente.

Una luz que le permitió ver el rostro del recién llegado.

¡Y no era un rostro! ¡Era un esqueleto!

Los ojos de Michel se abrieron desmesuradamente, y apenas pudo balbucir:

—¿Qué clase de broma es ésta?

El esqueleto, desnudo, todo huesos, se movió lento, muy lento, avanzando hacia él.

Las cuencas sin ojos de aquella fantasmagórica visión parecían clavarse en las pupilas de Michel.

—¡Basta! ¡Es una broma estúpida!

Pero algo le decía que aquello no era ciertamente una broma. Un sexto sentido, una extraña intuición.

Quedó paralizado por el espanto.

Un pánico indescriptible le impidió gritar cuando aquel par de brazos, con lo que en un tiempo habían sido manos avanzaban hacia él. ¡Buscaban su cuello!

Clavado contra la pared, inmóvil, con los músculos agarrotados por el terror abrió la boca para decir algo, pero la voz se negó a salir de su garganta.

Unas uñas afiladas cosquillearon su garganta.

Sintió la frialdad de la muerte, personificada en aquel extraño ser.

—¡No! —pudo gritar al fin y con un esfuerzo trató de apartar de sí la visión.

¡Era real!

No se trataba de un efecto de luz. Era real. ¡Huesos! Huesos fuertes que se resistían a ceder. A través de ellos podía ver el otro lado de la habitación. ¡Todo era real!

Y sin embargo, no podía ser.

—¡No, no! Estoy soñando. Es una pesadilla… —dijo sudoroso, frío, al tiempo que temblaba.

El esqueleto se volvió. Le buscaba a él. De una forma implacable.

De pronto, por el umbral de la puerta que había quedado abierta, surgió otra figura.

¡Otro esqueleto de proporciones parecidas!

Crujieron los huesos al andar. El primero que había entrado se volvió con movimientos mecánicos. El segundo avanzó hacia él.

Entonces, los ojos de Michel fueron testigos de algo inaudito.

Los dos seres ultraterrenos se enzarzaron en una lucha despiadada.

Sus huesos crujían a cada golpe y Michel creyó escuchar hasta unos ahogados ruidos como voces ahogadas que lanzaban quejidos y jadeaban.

—No, no… No es posible —siguió murmurando Michel para sí mismo.

La lucha entre los dos seres hubiera podido parecer hasta cómica de ser vista desde la butaca de un cine, pero mal podía serlo en la habitación de un hotel y ante los ojos de un periodista que sin alardear de valor, jamás había sentido miedo.

Salió, cruzando la puerta y corriendo a través del corredor hasta la escalera.

Su habitación estaba en el piso primero y saltando los escalones en tres o cuatro veces alcanzó el vestíbulo. La puerta estaba cerrada y ni siquiera supo cómo consiguió abrirla.

Salió desesperadamente por el parque, que cruzó como si un espíritu le persiguiera.

Iba en pijama y la noche era húmeda.

¡La noche!

Se dio cuenta entonces de que era de noche y, sin embargo, cuando salió de la casa de Eva estaba alboreando. Ahora, por el contrario, todo estaba oscuro.

Consultó su reloj. ¡Las doce!

¡No era posible!

A las doce todavía estaba bailando. O en casa de Eva, no lo recordaba porque había perdido la noción del tiempo, pero de lo que sí estaba seguro es de que tenía que ser más tarde, mucho más tarde.

Se encontró en medio de la calle. No pasaba nadie, ni un coche. Ni una persona.

Brillaban las escasas luces de la calle solitaria, con la neblina que producen a menudo los faroles.

Corrió hacia la esquina.

Todo cerrado, solitario, silencioso.

El viento agitaba los árboles y comenzó a sentir el frío en su carne debido a la escasa ropa.

—¡Dios mío! ¿Qué es lo que me está ocurriendo? —habló en voz alta, y sintió como si sus palabras resonaran.

Cruzó la calle. Sólo había un sitio donde podía ir. ¡A la gendarmería!

Ni siquiera pensó que pudieran tomarle por loco. ¡No!

Intentó orientarse. Sabía que había una plazoleta, con árboles también, cerca del desvío de la carretera general.

Corrió como un loco cerca de la esquina.

Ni siquiera se dio cuenta del auto que aprovechando aquellas horas de nulo tránsito, iba lanzado a toda velocidad.

Vio los focos al hallarse en la encrucijada. Unos focos potentes que le cegaron.

Saltó hacia un lado para evitar el atropello.

Pudo oír el tremendo frenazo del automóvil para evitar el accidente.

Quedó inmóvil.

El rostro del conductor asomó unos instantes. Luego, una voz suave, dijo:

—Vámonos. Es mejor no tener complicaciones.

—¡Ayúdenme! —gritó Michel.

Pero el conductor puso nuevamente en marcha el vehículo y se alejó.

Michel intentó incorporarse y sintió que la rodilla le dolía bastante a consecuencia del golpe.

Hizo un nuevo esfuerzo y cayó otra vez.

La tensión que estaba viviendo en aquellos momentos era casi insostenible. Y estalló.

Sin poderlo remediar, por primera vez en su vida perdió la noción de la realidad. Todo oscureció en su mente y quedó allí, tendido, inmóvil.

* * *

Nunca llegó a saber con certeza el tiempo que permaneció inconsciente, ni las cosas que habían podido suceder durante las horas o minutos de inconsciencia.

Jamás sabría con certeza a qué hora tuvo lugar «aquello».

Despertó.

Despertó en la cama de su hotel y miró en derredor. La luz se filtraba a través de sus ventanas.

Se sentía cansado, como cuando se ha pasado una mala noche y no se ha dormido lo suficiente o se ha dormido mal.

Recordaba perfectamente casi todo y por eso, al verse arropado, comprendió.

«Todo… Todo ha sido una pesadilla».

Se levantó notando cómo la cabeza le dolía terriblemente.

«Tomaré una aspirina. Algo que me calme, y un café bien cargado», y lanzó un suspiro.

Al enderezarse sintió que la rodilla le dolía.

«Es extraño», pensó, con un vago presentimiento.

Fue al volverse hacia la mesilla de noche. Entonces vio perfectamente la lámpara al suelo, con la bombilla rota.

«¡No ha sido un sueño!», casi gritó.

Trató de serenarse pensando que también en los sueños puede uno romper algo sin darse cuenta, con un gesto brusco, un movimiento impensado.

Pero aquel dolor en la rodilla…

Encendió la luz general y comprobó que la lámpara era normal, con luz blanca. No había ninguna fosforescencia.

Anduvo cojeando ligeramente hasta el baño. Dio la luz también y se miró en el espejo.

Sus ojos volvieron a aumentar de tamaño al ver su aspecto. Tenía el rostro sucio como de barro, y también su pijama estaba manchado con tierra húmeda y tenía un pequeño roto en la rodilla, como si realmente hubiese caído… en la calle. ¡En la calle! ¡Luego, era verdad!

Al fijarse mejor en su ropa, vio una mancha rojiza en la solapa.

¡Sangre!

¿Cómo se había herido?

No sabía qué pensar y un escalofrío volvió a cosquillearle la espalda.

Corrió hacia la ventana. La abrió y empujó los pórticos hacia fuera.

El día era radiante, hermoso.

¿Qué había sucedido realmente aquella noche?

Por la calle vio pasar un par de jeeps con gendarmes. Más allá, en la esquina que también podía ver desde la ventana, vio a dos gendarmes hablando con gente de paisano.

Gentes del lugar se aproximaban, o formaban grupos comentando algo.

Michel se vistió rápidamente, casi se olvidó del golpe en la rodilla que seguía doliéndole y bajó al vestíbulo. Allí estaba la patrona, o lo que fuera. Era la mujer que le atendió a su llegada.

—¿Ha dormido usted bien, señor Laval? —preguntó, solícita.

—Pues la verdad es que no…

—Pues si llega a dormir bien… —Y señaló la hora con la mirada—. ¡Las doce!

—Se… se me ha parado el reloj.

Lo miró. Seguían siendo las doce, pero del día anterior. Le dio cuerda, ensimismado, y preguntó:

—¿Ha ocurrido algo? He visto policía y gente… No sé…

—Sí, ha ocurrido algo —repuso la mujer—. Es la primera vez en muchos años… Es inexplicable.

—Pero ¿qué ha sido?

—Se ha cometido un asesinato. Usted no conocerá a la víctima, claro. Se trata de Marc Genet.

El periodista hizo un esfuerzo para mostrarse impasible, pero no pudo conseguirlo.

La mujer le miró extrañada.

—¿Le conocía usted?

—Le vi anoche en ese local de la carretera. Estuvimos un momento hablando. Luego no le vi más… Estaba él con otro amigo suyo… Creo que dijo llamarse Foder… Goda…

—Sí —atajó la mujer—. Foderich, el carnicero… Suelen ir juntos. Bueno, solían. Ambos eran solteros. Pero… Parece que no se encuentra usted bien.

—No es nada. Y dígame… ¿Cómo ha ocurrido?

—Le han encontrado con un cuchillo clavado en el cuello. Eso es lo que dicen. No sé quién habrá sido capaz de hacer tal monstruosidad. Genet podía tener sus cosas, pero jamás había hecho mal a nadie. Trabajaba en el registro civil y al mismo tiempo cuidaba de unas tierras. Tenía empleada a gente y les pagaba bien. Nadie tenía motivos, o al menos eso creíamos todos, pero se ve que para el criminal sí los había… A menos que se trate de un loco.

Michel ya no escuchaba, había salido a la calle. Sentía necesidad de aire puro y más que de aire puro, necesitaba saber… Lo que había ocurrido aquella noche.