CAPÍTULO PRIMERO

St. Chély, en nuestros días…

Mouranville, el antiguo caserío, forma parte ahora de la pequeña ciudad, medio artesana, medio agrícola y con un tanto por ciento cada vez más elevado de industria.

Michel Laval, llegó al lugar en un atardecer primaveral, cuando la gente se había retirado ya a sus casas para cenar.

Tenía reservada habitación en el hotel de la Poste y allí dirigió su automóvil tras preguntar al gendarme que regulaba el tráfico a la entrada de la villa.

El hotel, al que bordeaba un pequeño parque, tenía garaje propio y allí, el joven, dirigió su coche.

La carta de identidad que le fue solicitada al registrarse, daba cuenta de su edad y profesión. Treinta años, periodista.

—¿Piensa estar mucho tiempo por aquí, señor Laval? —le preguntó la encargada de la recepción.

Era una mujer madura y bien conservada y Michel pensó que se trataba de la esposa del propietario, o tal vez de la propia dueña. En las ciudades pequeñas abundan los hoteles de familia. Limpios y confortables y generalmente con un trato exquisito.

—No lo sé… Tengo que hacer un reportaje que me han encargado.

—¿Sobre St. Chély? —preguntó, curiosa la mujer.

—Más o menos… Sobre las brujas.

—¡Qué!

—No se asuste. En realidad lo que busco es Mouranville, pero sé que ha desaparecido, al menos como denominación. Pero supongo que es esto mismo. Ya he visto el promontorio, mientras me acercaba en el coche.

—¿Se refiere a la montaña de St. Chély?

—Antes la llamaban de otro modo.

—Bueno. No lo diga en voz alta —murmuró la mujer.

—¡Ah! Entonces a pesar de los años, todo el mundo sabe que… se trata de la colina de las embrujadas.

La hotelera sonrió.

—Eso son leyendas antiguas. Se sabe, sí. Pero nadie hace caso.

—¿Y no se persigna la gente cuando oye hablar de esas cosas?

—Bueno. Los tiempos han cambiado. No le diré que algunos son más crédulos que otros, pero temo que si busca leyendas de fantasmas, tendrá que inventarlas, señor Laval.

—Bueno. El reportaje tengo que hacerlo de todos modos… Dígame, ¿dónde puedo ir después de cenar?

—¿A hacer preguntas sobre la colina?

—¡No, no! —sonrió el periodista—. Hoy empieza el fin de semana y, además, tengo que ambientarme. He visto un local en el cruce. Se llama Eva.

—Si busca divertirse no encontrará otro lugar, aparte de un par de salas de cine y el club de billar. A los hombres les gusta este sitio, sobre todo su propietaria, Eva. Bueno, particularmente no creo que esa mujer tenga nada que no tengan las demás.

Michel pensó que la patrona era una mujer de palabra fácil, simpática, charmant. Una mujer cincuentona, pero con cierta coquetería, aunque no pretendiese con ello hacerse la jovencita.

«Estaré bien aquí», pensó Michel.

Y ratificó su opinión cuando estuvo en la habitación que le habían asignado con toilette y baño privado y un balcón que daba al pequeño parque que separaba el edificio de la calle.

También la cena le satisfizo, especialmente las truchas del Tarn y la bandeja de seleccionados quesos desde el Chantal al Roquefort más puro.

Luego, tras una copa de Remy Martin, tomó el coche y se dirigió a Eva.

A Michel le encantaban las pequeñas ciudades como aquélla, se respiraba aire más puro y la gente no vivía con la prisa de un París, por ejemplo.

Eva le pareció, como cabaret, un local fuera de lugar. Desentonaba en el conjunto y no precisamente por su confort, por sus luces, ni por el espectáculo.

Eva parecía arrancado de una estampa del más puro estilo del night-club de los años cincuenta. Con un modernismo ya superado, pero elegante y siempre grato.

Más que estar en Francia, Michel se le antojaba aquello el Nueva York de épocas pretéritas. Le gustó, sin embargo.

También le agradó el espectáculo. Chicas bonitas, strip-tease a gogo, canciones modernas, mezcladas con la música tradicional.

Lo que más le gustó fue Eva.

Eva en persona.

¿Cómo describir a Eva?

La vio paseándose, admiró su armónica silueta, pero, sobre todo, se fijó en sus ojos. Eran negros, negros como su pelo de larga cabellera.

Su mirada parecía echar chispas, y de su rostro parecía emanar un aire misterioso, introvertido.

La vio observar cada mesa y cada cliente que se sentaba en ella.

De sus labios no escapó el menor amago de sonrisa, su mirada permanecía impasible ante todo y ante todos. No saludaba a nadie, ni siquiera con una leve inclinación de cabeza.

Los camareros le cedían el paso con aire grave, reverente. Ella seguía pasando por entre las mesas, como una reina que se complace en ver en acción a sus vasallos. Y sus vasallos eran los clientes cuya única ocupación era ver las atracciones de la pista.

Michel estaba como fascinado. Había olvidado el espectáculo y las chicas que lo componían. Sus ojos estaban fijos en aquella aparición. En Eva.

Una voz pastosa y campechana a la vez, murmuró:

—No conseguirá nada de ella. Se lo aseguro.

Michel se volvió como un sonámbulo. Se encontró ante un hombre que andaba entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, que hacía lo posible por esconder su abdomen que empezaba a ser demasiado prominente, delatando su afición por la buena mesa.

El hombre se sentó en la mesa.

—Me permite, ¿verdad? Los viernes esto siempre está muy lleno. Mi nombre es Genet, Marc Genet. Usted es forastero, ¿eh?

—¿Se conocen todos aquí? —inquirió el periodista.

—Por lo menos los que frecuentamos Eva.

Michel se presentó.

—¡Oh! Un periodista… Aquí no vienen muchos. ¿No había estado usted por aquí antes?

—No. Es la primera vez. Pero según parece, algún antepasado mío vivió por aquí. No sé exactamente. No tengo ningún árbol genealógico.

—Hum… Esto va cambiando mucho. No es lo que era. Dígalo en su artículo. St. Chély tiene mucho porvenir, pero falta que nos echen una mano.

—Bueno, lo dejaré entrever, aunque lo mío no es la política.

La conversación, incipiente, quedó interrumpida por la presencia de alguien que saludó a voces a Genet. Era un individuo algo más joven y mejor conservado.

—¡Ah! Éste es Paul Foderich. El rey de las terneras.

Alguien reclamó silencio. Un par de melenudos estaban en la pista cantando. Uno tenía voz de tiple. Era una mujer, aunque por la vestimenta costaba identificar el sexo de uno y otro.

Marc Genet bajando la voz, lo cual no le resultaba nada fácil, hizo los honores y la presentación del periodista.

El recién llegado ocupó una silla en la misma mesa.

—Quizá nos encuentre demasiado curiosos. Para usted que viene de la capital… Si estorbamos nos lo dice. Pero la verdad es que siempre es agradable ver caras nuevas.

—No me molestan en absoluto —repuso el periodista.

Luego, la conversación giró en torno a Eva. Ella algo alejada, en las sombras del bar, parecía observarles.

—Ya le he dicho a nuestro amigo que no tiene la suerte. Eva es fría como el mármol.

—Genet habla así porque ha recibido las mil y una calabazas. Pero nunca se da por vencido —dijo el carnicero.

—No pensaba conquistarla —sonrió el periodista—. Pero si hubiese oportunidad, la compañía de una chica nunca viene mal.

—Pero ésta no —murmuró Genet—. Y mi amigo lo sabe tan bien como yo. No te las des de listo, Paul. Tú también has intentado algo.

—Pero supe retirarme a tiempo —repuso Paul Foderich.

Concluyó el espectáculo y empezó el baile. Había algunas chicas de la casa y Genet las señaló:

—A falta de algo mejor…

—¿Usted no baila? —inquirió el carnicero Foderich.

—Pues no sé. Ahora prefiero estar sentado y ver el ambiente.

—¿Quiere que le traigamos alguna chica? —preguntó, a su vez, Genet.

—No, no. En esto soy muy personal.

—Hasta luego —saludó Foderich—. ¡Ah! Y cuente con una botella de champaña. Luego nos la tomaremos, y si quiere preguntar, hágalo. Aquí no suelen venir mucho los periodistas. ¡Y menos de París!

Los dos hombres se alejaron en busca de pareja.

Michel sonrió. Pensó que eran la clase de individuos que nunca se sienten viejos porque anhelan vivir.

Quizá un poco pueblerinos en el fondo, pero afables, y con deseos de agradar, de hacer nuevas amistades.

Sí. Para Michel, St. Chély le resultaba simpático.

¿Había habido brujas alguna vez?

Bueno. Michel tenía su opinión particular sobre las brujas y lo de la Inquisición, como todo el mundo más o menos.

Se volvió con la sensación de que estaba siendo observado fijamente por alguien y se encontró cara a cara con la enigmática Eva.

¡Le miraba a él!

Fría e impertérrita, le pareció, sin embargo, más hermosa vista de cerca.

—¿Se divierte? —preguntó ella con una voz lejana, grave y llena de matices al mismo tiempo.

También le resultaba difícil clasificar aquella voz.

—Lo intento. Soy nuevo aquí. ¿Puedo pedirle que se siente?

—Puede pedírmelo —repuso ella, con fría serenidad.

A Michel le pareció que los ojos de la bella brillaban con más intensidad.

—Por favor, se lo ruego. —Y se levantó para sujetar el pequeño sillón.

Ella hizo intención de sentarse y Michel acompañó la silla hasta acomodarla justo a la mesa.

—¡Camarero! —llamó.

No hacía falta. El camarero estaba ya allí como si hubiese adivinado, no ya la intención de Michel, sino la de su propietaria.

—Champaña especial —pidió ella.

El camarero se alejó tras hacer una ligera reverencia.

—Pensaba pedirlo. Me ha adivinado usted el pensamiento —se apresuró a decir el periodista y en seguida se presentó.

—Invita la casa —repuso ella, mirándole fijamente.

—Nunca rechazo una gentil invitación, pero cuando estoy con una dama…

—Soy la propietaria de esto. Y no suelo invitar a todos los forasteros.

—En este caso…

—¡El champaña! —cortó ella, al ver aproximarse el camarero con el cubo lleno de hielo y la botella cubierta con una blanca servilleta.

A Michel se le antojó que todo sucedía como de una manera extraña, irreal. ¿No sería acaso todo un sueño?

Demasiado de prisa, demasiado envuelto en la agradable penumbra de un local asimismo extraño por el lugar donde estaba enclavado.

El camarero había mostrado la marca a Eva, y luego sirvió.

Brindaron.

El vino espumoso estaba en su punto. Ella apenas probó un sorbo. Lo hizo con elegancia. Cada movimiento suyo era ligero, suave y absolutamente natural, pero elegante, como el paso de un ballet.

Y Michel se creyó en la necesidad de decir algo. Y cuando lo hizo se dio cuenta de que había dicho una tontería.

—¿Podemos vernos luego?

Ella no pareció molestarse por la temprana pregunta.

—¿No nos vemos ahora?

—Bueno, quería decir… Aquí hay mucha gente y…

—Cerramos muy tarde y tengo por costumbre descansar, pero si lo desea…

—¡Lo deseo!

Michel habló de forma espontánea, casi sin meditar las palabras. Se dio cuenta que con todo su bagaje mundano que le había proporcionado la profesión, se estaba comportando como un ser primitivo, temperamental y vehemente.

Devoraba a Eva con la mirada, como si jamás hasta aquel momento hubiese estado en presencia de otra mujer. Como si deseara amar apasionadamente. Amarla a ella.

Y lo más curioso es que Eva parecía esperar «precisamente» aquel comportamiento por parte del hombre.

Michel quiso rectificar, mostrar su refinamiento.

—Quizá me crea…, no sé…, una persona demasiado impulsiva. La verdad es que no me reconozco a mí mismo. Si puede aceptarlo como un cumplido, me atrevería a decir que su belleza se me ha subido a la cabeza con la misma dulzura que el cosquilleo de las burbujas del champaña.

—Es una frase muy bonita, Michel.

—Gracias, señorita…

—Eva. Llámeme Eva simplemente. Como todo el mundo. Eva.

—Un nombre que siempre me ha gustado. Define toda la femineidad de la mujer.

—¿Me encuentra femenina?

—Deliciosamente femenina. Me gusta usted…

De nuevo se mordió la lengua. ¿Por qué tenía que hablar tan atolondradamente?

No es que fuera una ofensa decirle a una mujer que le gustaba, pero así, tan de repente, como si llevaran días viéndose…, le parecía propio de un ser sin principios, primitivo.

«¡Al diablo los convencionalismos! —se dijo para sí—. Uno debe mostrarse tal como es. A fin de cuentas, esto es una aventura. Nada más que una aventura que bien se puede compaginar con el trabajo».

Las manecillas del reloj corrieron rápidamente. Quizá el paso del tiempo fue absolutamente normal, pero a Michel se le antojó que le habían estafado cuatro horas.

Durante aquel tiempo bailó con la bella y creyó escuchar comentarios tales como:

—Es increíble. ¡Lo ha conseguido!

—Es la primera vez que veo a Eva interesarse por alguien…

Dijeron otras cosas, y aquellas voces le parecieron a Michel familiares. De Genet o de Foderich el carnicero, rey de las terneras. Pero él ni siquiera les miró. Estaba embebido con el rostro de Eva. Como la forma de bailar de ella.

Sí. Se movía como una libélula. Sus pies no parecían tocar el parquet de la pista, lo rozaban levemente tan sólo, lo acariciaban.

Y Michel creyó de nuevo estar viviendo un sueño.

Se encontró fuera, cuando el luminoso de la sala eclipsó su luz y el local quedó cerrado.

Eva le mostró el chalet casi contiguo al local.

—Allí está mi casa.

Era una villa pequeña, de una sola planta, con un jardincillo que en aquellos momentos Michel no se preocupó siquiera de mirar.

Entraron dentro. Ella le obsequió con una bebida especial.

—Lo destilan para mí.

—Espero que no sea un bebedizo —dijo él, sonriente.

Ella sirvió dos copas que llenó hasta la mitad. Dos copas de cristal de Bohemia, verdes.

A Michel aquella bebida agridulce le supo a néctar.

—Es mi bebida favorita —dijo ella, yendo hacia el electrófono para poner música.

Pareció adivinar los gustos de su invitado. Música suave, envolvente que jugaba perfectamente con la luz indirecta del saloncito de la casa de Eva. Una estancia que parecía hecha a medida para el amor.

Ella se sentó en un diván, confortable. Se hundió en él. A través de la abertura de su falda larga, insinuó unas piernas hermosas, creadas para una escultura.

Michel se sentó a su lado y la rodeó por la cintura. La besó sin más preámbulos, satisfaciendo una necesidad que le perseguía desde el primer momento que sus ojos tropezaron con las de la propietaria del night club.

Fue un beso largo que al periodista, sin embargo, le supo a poco.

No importaba el frío de los labios de aquella mujer, porque Michel había descubierto una insaciable pasión en ellos.

—Eres maravillosa, Eva. Maravillosa… Siento… siento como si te hubiese estado esperando toda mi vida. No te conozco de hoy… No… Ya sé que esto puede parecerte cursi, pero digo la verdad… Te conozco de toda la vida.

Ella sonrió.

—Eres sincero, lo sé.

—¿No sientes tú, acaso, lo mismo?

—Puede.

Y se levantó.

—No te vayas. No te alejes de mi lado —pidió él.

—¿Un poco más de mi elixir?

—Lo que tú quieras con tal de que no te vayas.

—No te muevas. Te sirvo en seguida.

La vio alejarse hacia el mueble bar, un mostradorcito con vasos y unas botellas todas iguales. Y Eva sirvió de nuevo con copas limpias, verdes también, del mismo cristal perfectamente tallado.

Él se levantó para acercársele, como si el tiempo que ella empleara en servir la bebida le resultara insoportablemente largo.

Al hacerlo se apoyó en uno de los respaldos del diván, donde estaban los conmutadores de la luz, como una muestra de refinada comodidad.

Sin darse cuenta, apagó la luz y murmuró:

—¡Oh, perdona!

Buscó los botones y pulsó uno al azar. La luz que se encendió era distinta. Daba un aire diferente a las cosas.

—Te has equivocado, Michel —dijo ella, con su voz impersonal, lejana.

—No veo nada… ¡Oh, qué torpe! Lo siento. Yo…

Buscó de nuevo los botones.

Aquella luz fosforescente le dañaba los ojos. Producía como una especie de niebla, propia de los extraños rayos que emanaban de los tubos distribuidos por la estancia.

Al aproximarse más, sus ojos se fijaron en algo que heló su sangre.

—¿Eh?

Ante sí, al lado del sofá, vio… ¡una calavera!

Un rostro descarnado, sólo con los huesos, de la misma forma que pintan a la muerte.

—Que… —empezó.

—¿Qué ocurre, Michel? ¿No la encuentras? —inquirió la voz de Eva.

La voz sonaba cerca de él, que sólo atinó a responder.

—No, no. Es que…

Y al hablar vio que… ¡era la calavera quien hablaba!

Su escalofrío se acentuó. Un cosquilleo intermitente recorrió su espina dorsal.

—Por el amor de Dios… Enciende la luz, Eva —casi gritó.

Y al decirlo, era la calavera quien movía los labios. Una calavera que daba la impresión de ser él mismo.