Capítulo XXII

El delirio

Pocas horas después de enviar don Juan a Cristeta su romántica y desesperada carta de despedida, recibió de ella un papelito que traía estas palabras escritas con mano temblorosa:

Juan: Oy mismo a las once de la noche te espero en la plaza de oriente frente a la puerta de Palacio, y si no estás decidido a todo no bayas.

CRISTETA.

* * *

Don Juan, de hongo y capa, impaciente y nervioso, aguarda en el sitio y hora que le marcaron.

En un reloj cercano da el cuarto para las once. Del Guadarrama, y haciendo escala en la Punta del Diamante y la Garita del Diablo, viene un norte sutil y helado que traspasa los tuétanos. Los enormes y desnarigados reyes de piedra que rodean el jardinillo, surgen de entre los árboles como grandes espectros blancos. Las llamas del gas se agitan en sus fanales de vidrio, proyectando sombras temblorosas en el suelo húmedo y barroso. No pasa casi nadie: sólo se oye de rato en rato la sorda trepidación del tranvía y continuamente el rápido y corto pasear de los centinelas de Palacio.

Don Juan, que comienza a malhumorarse, lanza sin cesar miradas hacia el sitio donde arranca el Viaducto de la calle de Segovia, cuando repentinamente, de entre la negrura del ambiente, surge un bulto de mujer, a quien delatan su airosidad y gallardía. Viene modestísimamente vestida con traje oscuro, mantón, y toquilla de estambre blanco a la cabeza. Don Juan cree asistir a la resurrección de su antigua Cristeta, la que salía del teatro en su primera época de comedianta pobre. No se ha equivocado; ella es.

—Dame el brazo —le dice en voz baja y acercándose.

Cristeta obedece, y el galán, al rozar el cuerpo de su amada, siente algo parecido al latigazo de una descarga eléctrica. La mujer tiembla pudorosamente, pero sin medrosa hipocresía.

—Cristeta de mi alma, ¿qué es esto?, ¿te has decidido? ¡No me engañes, que me moriría de pena!

—No hay momento que perder, quiero volverme pronto.

—Habla, vida mía. Todo lo que quieras, menos que yo viva sin ti.

—Juan…, estamos locos.

—Dime que me quieres y me dejo matar.

Sus voces languidecían; sus cuerpos, poseídos de atracción mutua e imperiosa, se juntaban como dos hojas de árbol que el viento agita. Acortaron el paso. Juan, deseoso de prolongar aquella emoción paradisíaca, exclamó sin tener en cuenta el intenso frío:

—¡Qué hermosa noche! ¡Cristeta, ya eres mía!

—Espera —dijo ella—; antes tienes que oírme. Se trata de nuestro porvenir… Toda la vida. ¡Piensa lo que haces!

—Te juro que te quiero como no he querido a nadie. Ahora dispón lo que se te antoje.

Mirole ella con inefable ternura, adhiriéndose a su brazo como planta endeble que ha menester apoyo, y murmuró:

—¿Qué será de mí? ¿Me quieres de veras?

La respuesta fue un delicioso apretujón por bajo de la capa, y al mismo tiempo una mirada en que iba envuelta la promesa de la felicidad.

—Pues bien, Juan, no puedo luchar más; soy tuya…, haz lo que quieras; manda, llévame donde quieras.

—No: mandar tú, obedecer yo.

—¿Me abandonarás otra vez?

Don Juan aflojó el embozo, y subiendo hasta sus labios la mano de Cristeta, se la besó con más fervor que si la tocara por vez primera, diciendo al mismo tiempo:

—Traigo dinero de sobra; vengo dispuesto a todo…

—Por ahora, paciencia —continuó ella—, tengo que irme en seguida; pero… pocas horas faltan. Mañana a las dos de la tarde ven a mi casa. ¿Entiendes? Quiero que vengas a buscarme y quiero salir de mi casa contigo, a la luz del sol…, iremos donde quieras… para siempre. ¿Comprendes? ¡Toda la vida! ¿Querrás? Pero te advierto que jamás volveré a mi casa ni a soportar a ningún hombre que no seas tú. Tuya, y nada más que tuya…

—Te juro —interrumpió él con acento solemne—, que nunca te abandonaré…, y si algún día eres libre…, en fin, ya hablaremos.

Pretendió ir por la calle de Bailén abajo para prolongar el paseo, mas Cristeta le hizo volver.

—Vámonos, tengo prisa —decía—; acompáñame hasta pasado el Viaducto.

—Como quieras; pero ¿te arrepentirás de lo dicho?

Anduvieron largo trecho silenciosos: al pasar sobre el puente de hierro, mirando por bajo la pavorosa negrura del abismo, se les ocurrió a los dos una idea espantosa. ¿Fue natural romanticismo de sus almas, o resultado de la exaltación de sus espíritus? ¡Quién sabe! Lo cierto es que ambos temblaron, y al temblar se pegaron uno a otro.

Cerca de la calle de Don Pedro, dijo Cristeta:

—Vete desde aquí. Hasta mañana. ¿Sabes el número?

Entonces ella, deteniéndose bajo una farola para ser bien vista, fijó en don Juan sus hermosísimos ojos; y oprimiéndole las manos en señal de despedida, repitió:

—Toda la noche, te queda toda la noche; ¡piénsalo bien! ¿Verdad que serás bueno conmigo? Y ya lo sabes, es para toda la vida, porque yo no soy capaz más que de resoluciones extremas.

Dicho lo cual, desasiéndose de él y dejándole confuso en medio de la acera, se alejó precipitadamente hasta entrar en el anchuroso portal de la casa donde vivía.

Don Juan pasó de largo, miró con disimulo, y después de verla torcer hacia el arranque de la escalera, apretó el paso. Luego, dando rodeos para no encontrarse con nadie, se fue a su casa, impaciente por saborear a solas la realización de su esperanza.

Encerrose en el despacho, abrió el cajoncito más recóndito de su mesa, y fue reuniendo y apuntando todo el dinero que tenía: sesenta y tantos duros en plata, unas cuantas monedas de oro y ocho mil pesetas en billetes. Además, de su último viaje a Francia le quedaban diecisiete luises y dos o tres billetes de cien francos. Total, dinero sobrado para llegar a cualquier parte. Después, a modo de novio en víspera de boda, quemó en la chimenea varios retratos y un puñado de cartas, y, por último, llamó a Benigno, quien oyó con verdadero asombro estas palabras:

—Mañana temprano me pones encima de esa butaca un traje gris, de americana, la manta de viaje con las correas, una gorra y el gabán de pieles. Prepara un maletín con los avíos de tocador y ropa interior; nada de frac, ropa de etiqueta, ninguna. Saldré en cuanto almuerce; puede que vuelva acompañado… y entonces ya te daré órdenes; pero lo probable es que no vuelva. Si te envío recado, llevarás el maletín donde te mande, y hasta que recibas noticias mías, mucho cuidado con la casa, y cuando te escriba harás lo que te indique al pie de la letra. ¿Te has enterado?

—De todo, señor.

—Ya lo sabes. No te muevas de aquí hasta que recibas orden por escrito; puede que vuelva…, no lo sé, y puede que te mande cerrar la casa y venir donde yo esté.

—Comprendido, señor.

—Pues ahora déjame.

Al quedarse solo volvió a contar el dinero, y al cabo de una hora se acostó. Estaba tranquilo, con esa falsa serenidad propia de quien, tras desearlo mucho, adopta una resolución muy grave.

Tardó largo rato en conciliar el sueño. Su imaginación vagaba desvariando de unas ideas a otras, como si el razonamiento fuese incapaz de sujetarlas. Quería pensar despacio, aquilatar la trascendencia de su propósito, traer a juicio su pasado, considerar lo presente…, adivinar lo porvenir… Inútil empeño.

La fantasía, estimulándose más cada instante, quedaba triunfante del raciocinio. Compromisos, obligaciones, conflictos, luchas, catástrofes, todo lo grave que le parecía cercano y probable, se desvanecía, quedando en su lugar un fantasma encantador e imperioso que le abría los brazos y le llamaba con promesas de perdurable felicidad. Era Cristeta; pero una Cristeta nueva, renovada, hacia la cual se sentía impulsado, no sólo por inclinación amatoria, sino también por algo misterioso, privativo del espíritu y puramente anímico, en que no entraba para nada la fascinación de la hermosura. Antes, al pensar en beldades deseadas y no poseídas, siempre le dominó el encanto de la forma: ahora sus sentidos parecían aletargados, y en cambio el ansia de perfecciones morales surgía potente y avasalladora.

Los ojos de Cristeta oscuros y azulados, como cielo en noche serena; la boca, fuente de ternura y sumidero de besos; el pelo rubio y largo, como crecido para cubrir la almohada formando al rostro un nimbo de oro; el pecho blanco y firme, donde parecían palpitar impacientes dos rubíes carnosos perdidos entre nieve; todo el conjunto de atractivos que formaban lo material de la mujer, lo veía don Juan desvanecido, borroso, deseable, pero secundario; y en cambio, al poner su pensamiento en el pensamiento de ella, experimentaba una sensación de ansia y desasosiego entre penosa y grata, como si la voluntad y el alma carecieran de algo que sólo pudiese hallar satisfacción y plenitud en la posesión pura e inmaterial de Cristeta. Tormento y placer análogo debieron de sentir y gozar los místicos que, abrasados en fervor religioso, tendían a identificarse y sumarse con la divina esencia, cual si anhelaran ver anonadarse su alma dentro de otra alma superior e increada. Tuvo luego también momentos de intensa embriaguez amorosa; pero brevísimos, fugaces, y apaciguada pronto aquella excitación, se rindió al cansancio físico.

Entonces el espíritu, libre de influjo externo, prosiguió su incansable labor, y comenzó a soñar disparatadamente, mezclándose y trabándose en sus desvaríos lo verosímil con lo imposible, y las reminiscencias de lo real con las locuras de lo imaginario.

De igual suerte que cuando el maestro duerme los chicos arman bulla y algazara, así al quedar en reposo la voluntad de don Juan, se le avivaron los deseos, excitáronsele los recuerdos, y las imágenes creadas por la fantasía, unas brillantes, otras pálidas, pero todas de intensa realidad para su mente, comenzaron a desfilar en ronda interminable.

No creyó ver sino que con los ojos del alma vio a Cristeta como estaba la primera vez que hablaron: falda muy hueca, de percal, pañoleta de espuma al talle, zapatitos con galgas y moño bajo, lleno de flores; todo el atavío gitanesco; pero no en el cuarto del teatro, sino en aquella plazoleta de la Moncloa situada junto a la fuentecilla. Servían de fondo a la figura los troncos de los árboles atigrados por manchas musgosas, y en torno de su cabeza revoloteaban hojas secas de plátano que, traídas y llevadas por el viento, semejaban errantes estrellas de oro. De pronto, mujer, paisaje y fuente, se deshicieron como humo ingrávido, el espacio quedó vacío, y en la atmósfera desierta, pero alumbrada por un sol invisible, sonaron muchos ruidos diferentes que juntos simulaban un coro de mujeres burlonas. Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor. De improviso, todo cambió, apareciendo por arte de magia un cuarto vulgarmente amueblado con cama de hierro, sofá de espadaña, dos baúles y una percha clavada en la puerta. Sobre asientos y muebles había muchas ropas adornadas de oropel y talco.

Contemplando aquello el hombre dormido se obstina en avivar recuerdos y coordinar ideas, pero es en vano; porque las memorias no obedecen a la evocación y los pensamientos se alteran. Luego su atención y sus ojos son imperiosamente atraídos por algo que le suspende y encanta.

Al pie de la cama deshecha, hay una mujer sentada en una silla baja: tiene el pelo revuelto, el rostro abrillantado por las lágrimas restregadas, y la boca contraída por el amargo dejo de una felicidad apenas gozada y ya perdida. Junto a ella, caídos en el entarimado del piso, se ven dos papeles arrugados: una carta y un impreso pequeño con cifras manuscritas. Después todo aquello se transforma en una capilla oscura y sucia, donde huele a sudor y a cera. Un hombre y una mujer se arrodillan ante otro hombre que lee un librote, trazando con las manos en el aire figuras misteriosas: la mujer es Cristeta; pero la fisonomía y el aspecto de su acompañante carecen de rasgos definidos. No es alto ni bajo, flaco ni grueso; a ratos lampiño, a ratos barbudo… Al sonar un campanillazo la visión se disipa y el lúgubre recinto se trueca en un paseo enarenado, por donde corretea un niño tras un ato de madera. El chiquitín tropieza, cae, se lastima… y suena un grito. Una mujer queda tendida en tierra y dos hombres se abalanzan a socorrerla; en el primero se reconoce don Juan; el segundo es el otro, el desconocido de la capilla, el monstruo sin fisonomía. Su audacia no tiene límites. Se inclina sobre el cuerpo de la desmayada, y con la insolente autoridad de un poseedor legítimo, hace ademán de ir a desabrocharle el cuerpo del vestido para que, respirando mejor, cese la congoja. Entonces a don Juan se le sube la sangre a la cabeza. ¡Tocar aquel hombre el pecho de Cristeta! ¡Profanación! Tanto valdría que un bárbaro escupiese al Apolo Délfico o que un judío cometiese irreverencia ante Jesús Sacramentado. Don Juan se arroja, o cree arrojarse, sobre el marido, y ofendiéndole de palabra, le sujeta, le zarandea y le sacude… Suena una bofetada. La mano invisible del hombre sin fisonomía ha caído ruidosamente sobre el rostro de don Juan como cae el mazo del batán sobre la superficie del agua. El ofendido saca un revólver, dispara y se oye un ruido semejante al desplome de un cuerpo exánime. Al desvanecerse el humo del fogonazo, todo desaparece y se disipa; por el aire vuelan pedazos de papeles que llevan impresas palabras terroríficas: asesinato…, mujer casada…, amante…, niño huérfano. Después, en la lejanía de un campo, junto a unos murallones de ladrillo, se alza un tablado, encima del cual, destacando sobre el cielo, se ven cuatro hombres que sientan a otro por fuerza en un banquillo, tras el cual, a manera de respaldo, hay un madero tieso…

¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, un cambio de postura desvía la sangre de ciertos sitios del cerebro, quedan libres los nervios oprimidos, sufren otros la presión y…

Un bosque fantástico, cuyos árboles tienen, en vez de hojas, monedas de oro. Don Juan camina silenciosamente por una vereda, cuando de pronto, hendiéndose las cortezas de los troncos, dejan paso a mujeres magníficamente ataviadas y ninfas en todo el esplendor de su sagrada desnudez.

Las hay blancas con el transparente blancor del alabastro; rubias como hebras de mazorca; morenas en que parecen haberse deleitado las miradas del sol, y también las hay enteramente negras, al igual de aquella princesa de las leyendas árabes que fue engendrada por el misterio en el vientre de la noche.

Agitadas de neurosis, exasperadas de lujuria, como diablos súcubos se dejan poseer por don Juan, y apenas poseídas, se truecan en pelados y mal olientes esqueletos. Gasas, tisúes y rasos quedan desfilachados y en jirones, flotando sobre las osamentas. En derredor de las vértebras cervicales caen desgranados y sueltos los collares. De los cúbitos penden los brazaletes rotos. En torno de las sienes calvas, con la amarillez del marfil viejo, se marchitan las coronas de rosas, y en la medrosa concavidad de las órbitas vacías, en vez de las pupilas bañadas de efluvios amorosos, brilla la pálida fosforescencia de las larvas inquietas. El suelo todo es podredumbre; el espacio todo luz: y he aquí que, de repente, la figura de Cristeta vestida de hilos de agua y rayos de luna entretejidos, cruza el éter impasible y angélica, dejando tras sí una estela de polvo luminoso. El alma de don Juan da un vuelco hacia ella, la alcanza, la detiene, y al tocarla queda convertida en estatua. En vano pretende vivificarla acariciando sus hermosas caderas, y gimiendo de dolor entre sus marmóreos pechos. Ya no es mujer, es una divinidad.

Es la diosa del amor en nueva forma, con caracteres desconocidos. No es Afrodita a quien se rinde culto de pasiones sensuales; no es la Venus Cálvica, que recibe en ofrenda cabelleras de vírgenes; parece la Venus Apostropha, que desdeña y castiga los pensamientos impuros. A fuerza de besarla éntrasele a don Juan por los labios hasta el alma el frío de la piedra, y paralizada su sangre, se desploma rendido.

Cuando torna en sí, la amargura se ha enseñoreado de su alma: la privación del placer le ha hecho filósofo; pero la filosofía seca su corazón, y sediento de esperanza, se hace religioso y degenera en místico…

Sueña que es el apóstol único de una religión nueva, agradable y tolerante, que abarca y atesora la poesía pagana, la severidad protestante, el fausto católico, el sentido práctico hebreo y el poder político del islam, simbolizándolo todo en ritos fantásticos y heterogéneos de que él es gran sacerdote, y en que se hallan representadas todas las aspiraciones del espíritu y todos los apetitos de la carne, desde el ascetismo de los anacoretas hasta los bailes misteriosos y lúbricos del Oriente primitivo.

La efigie de Cristeta-Venus se transforma de repente en la Eva mosaica que perdió el Paraíso, y en torno de ella comienza el desfile de una procesión interminable. Allí van las virginales deidades indias, moradoras de los lagos, que con el calor de sus pechos entibian el agua que ha de regar la flor del loto; las impúdicas danzadoras egipcias y malacitanas, que acuden a Roma para divertimiento de Césares; las doncellas corintias consagradas a Palas, que asisten a las Panateneas; las sacerdotisas galas que lanzan a los bárbaros contra el antiguo mundo; las damas de las cortes de amor que tiñen en la púrpura de su sangre la flor que ha de premiar a su poeta; las cortesanas del Renacimiento, que el arte convierte en imágenes de dolorosas; las monjas españolas, devoradas de histerismo religioso; las damas galantes de la Francia borbónica, que sin traicionar al amor supieron hacer de cada hombre un amante; y, por último, la mujer moderna, cuyo tipo varía, desde la Hermana de la Caridad que riega con sus piadosas lágrimas las llagas del herido, hasta la pecadora de oficio que, vendiéndose al rico y regalándose al pobre, ofrece a todos la ilusión del amor. Y aparecen figuras extraordinarias, enigmáticas, en quienes palpitan encarnaciones distintas y olvidadas de la eterna Eva. Allí se acercan la Venus Fecunda, ensangrentada por un cilicio, envuelta en un sudario, y María de Nazareth, coronada de pámpanos y esgrimiendo el tirso de las bacantes. La diosa gentílica canta el Dies irae. La virgen cristiana recita los versos impíos de Lucrecio…

Entre tantas, ¿cuál es la dispensadora de la dicha, cuál la verdadera mujer? ¡Nadie lo sabrá nunca!

Poco a poco todo aquello se borra, reaparece la noche oscura, y del cielo comienzan a caer las estrellas, metamorfoseadas en almeas desnudas mal envueltas en gasas transparentes. Don Juan se aleja de ellas, y llega a la orilla de un lago, por cuyas tranquilas aguas se desliza una barca tripulada de doncellas, que se alejan cantando tristemente. Las mira y ve que son sus propias ilusiones, que bogan río abajo de la vida despidiéndose de él para siempre.

Por último, todo cambia: lo fantástico se trueca en realidad pavorosa.

Es de noche: un hombre viejo y enfermo está solo en un gabinete. La tos le desgarra el pecho, tiene las piernas hinchadas por la gota, el estómago roído de dolores, y para que el sufrimiento sea completo, conserva el cerebro despierto y sano. Una criada torpe y gruñona le asiste con malos modos, sin solicitud ni cariño. ¡Qué soledad tan triste! ¡Ni una hija, ni una caricia, ni un beso! ¡Oh mocedad malbaratada! ¡Oh presente amarguísimo! Perdidos en la lejanía de la juventud y vigorosamente evocados por el pensamiento, vienen a la mente los recuerdos: pasan muchas mujeres: don Juan las ve, violenta su imaginación para acordarse de sus nombres y no puede; porque si todas le dieron su cuerpo, ninguna le dejó la dulzura del cariño en la memoria. La postrera de todas trae las miradas impregnadas de amor, la boca prometedora de besos, pero al mismo tiempo sus labios murmuran una palabra: «Imposible». Es Cristeta. Don Juan, reconociéndola, suplica, implora, ruega, grita, procura detenerla, y nuevamente el fantasma se disipa, dejándole en las manos la sensación de un sudor frío y pegajoso.

* * *

Suena el lento y ruidoso rodar de un carro; luego el campanilleo de las burras de leche; óyese a lo lejos el vocear de un pobre vendedor ambulante; y por los resquicios y rendijas del balcón penetra, en hilos plateados, la clara luz del día.

Don Juan despierta y se arroja del lecho abajo, restregándose los ojos.

Todo ha sido un sueño mentiroso. Es joven, está en su casa, no ha matado a nadie, y… a las dos le espera Cristeta; no en forma de impalpable fantasma ni de fría escultura, sino en carne y hueso, amante y cariñosa. Entonces, sacudiendo el sopor morboso de la pesadilla, mira en torno. Lo primero que ve es la ropa de viaje colocada sobre una butaca, y en un rincón el mueblecillo donde la víspera guardó el dinero para huir con ella, robándosela al hombre misterioso sin rostro ni facciones. Un nombre se le viene a los labios: «¡Martínez!». Ésta es la única tristeza indudable que pasa del sueño a la vigilia.

Al dar la una en el reloj del despacho, don Juan sale de su casa llevando el corazón henchido de amor, el ánimo resuelto a todo y los bolsillos repletos de dinero.

¿Qué más necesita el hombre a quien aguarda una mujer?