Los favores que don Juan hizo antaño a su cocinera Mónica, le fueron grandemente pagados sin que él lo sospechara
Cartas impregnadas de ternura, junto a las cuales resultarían pálidas aquéllas que se escribieron en el Paracleto; recados apremiantes enviados por conducto de Julia; súplicas, amenazas, todo fue inútil. Cristeta, voluntariamente recluida en su casa, daba la callada por respuesta. Entonces, al modo que el general sitiador a quien es adversa la fortuna suspende el ataque y se encierra en su tienda, don Juan comenzó a filosofar, recurso de desgraciados, y le pareció que su pasado era ridículo; su presente, amarguísimo; su porvenir, incierto. El mal humor fue poco a poco convirtiéndosele en tristeza y ésta en melancolía. Haciendo retrospectivo examen de conciencia, consideró que su vida fue hasta entonces una serie de aventuras vulgares. Las mujeres a quienes venció no eran dignas de ser conquistadas: unas, porque valiendo poco le costaron mucho; otras, porque no se rindieron al galán seductor, sino a su propia desesperada lascivia; ya eran jovencillas viciosas, ex-vírgenes locas; ya mal casadas, ya viudas consumidas en forzosa continencia. Todas le dieron sobras de amor, escoria de los sentidos; pocas recordaba que no le hiciesen reír o avergonzarse. Ahora comprendía que cuanta fruta mordió era de la que se pudre en agraz o de la que por su peso cae dañada del árbol: la única vez que llegó a cogerla sazonada y fragante, dejó, como un estúpido, que otro la saborease, y al querer recobrarla… «Imposible». El acento con que Cristeta pronunció esta palabra le taladraba los oídos y le acibaraba el alma.
A fuerza de permanecer encerrado en casa, comenzó a digerir mal, y luego a comer poco: uniose al desasosiego moral el malestar físico, ayudó la inapetencia a la melancolía, y en menos de tres semanas se quedó flaco y triste como fiera enjaulada.
Benigno, a quien el retiro de su amo tenía la libertad mermada, le propuso llamar a Mónica, la incomparable cocinera que en situaciones menos graves había restaurado sus fuerzas. Don Juan le preguntó:
—¿Recuerdas dónde vive?
—No, pero lo preguntaré.
—Bueno. Haz lo que quieras.
Un poco movida del agradecimiento a la pasada generosidad de don Juan, y un mucho estimulada por el interés, Mónica dejó sus huéspedes encomendados a la cocinera que antaño tomó por hacer papel de ama, y volvió al servicio de su señor. Mas sus habilidades culinarias fueron estériles. ¿Qué vale el buen caldo contra la pasión de ánimo? ¿Qué pueden Vatel ni Motiño contra la lobreguez de ideas? ¡Mísero don Juan! La más suculenta gelatina se le acedaba, irritábanle los mariscos, la carne asada le daba náuseas, lo caliente le producía frío, con lo helado sudaba, las trufas le enfurecían, el rico Borgoña se le antojaba brebaje despreciable y la manzanilla le daba ganas de llorar; púsose al fin más triste que San Juan cuando descubrió la estrella del ajenjo que vertía hiel sobre la tierra. Llamó al médico, y al verle entrar en su cuarto túvole por precursor y heraldo de la muerte. Nada sacó en limpio. ¿Era dispepsia, gastralgia, pirosis? ¡Oh, inútil ciencia! ¡Oh, vanidad moderna! Una buena Celestina le hubiese valido más que el mismo Hipócrates.
Cierta mañana Mónica le preparó ostras, huevos con cabezas de espárragos, solomillo en salsa de vino de Madera, pastel de chochas frías: todo ello en compañía de buen Pomar, incomparable Tío Pepe y café como el que hacen las huríes a Mahoma. Trabajo perdido. Los manjares volvieron, casi intactos, a la cocina. Supuso la vestal del fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de santa indignación, entró al despacho.
Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos. Recibiola sin sonrisas, sin gana de bromas, preguntando con voz desfallecida:
—¿Qué te pasa, mujer?
—Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor?
—No tengo apetito.
—Pues el almuerzo de hoy era para abrírselo a cualquiera.
—Estoy malo.
—Lo que estará el señor será…
Y se detuvo respetuosa.
—Di, mujer; ya sabes que te quiero y que siempre te he permitido que me hables con franqueza. ¡Al cabo de tantos años!
—Pues lo que estará el señor será enamorado, y le habrá dao más fuerte que otras veces.
El silencio de don Juan fue una especie de afirmación.
—El señor es joven y está un real mozo…; pero a cada puerco le llega su San Martín…
—Gracias.
—Perdone el señor. Vamos, señorito, he querido decir que se habrá usted estragao con tanto variar de guisaos, y estará usted reventao de andar a salto de mata, cazando en sotos ajenos, y tendrá gana de fincarse.
—No te entiendo.
—Decía el cura de mi pueblo que el hombre que anda tras las mujeres es como el que ve muchas tierras, que al fin se cansa y quiere tener un rinconcito suyo…, pues; no quiero el monte del tío, sino el terruño mío.
Esta tosca imagen le pareció a don Juan la síntesis de su situación; pero no era cosa de poner a la cocinera en antecedentes de su desventura. Sonrió con benevolencia y repuso:
—Puede que no te falte razón.
—Será alguna de esas señoritas de ahora que van tan majas y tienen unos cuerpos que da gloria. Convídela usted a comer con los papás, y pongo unos platos que se chupan los dedos, se entusiasman y para postre le regalan a usted la niña. ¿O será alguna de las antiguas? ¿Doña Purita, la que llegaba aquí en lunes y se marchaba en domingo, y venía su madre a traerle la muda? ¿La señorita Elisa, que le dejó a usted la mesa del despacho perdía de polvos de arroz? ¿La señora condesa…?
—¡Calla, por Dios, mujer!
—Sí, que sería el cuento de nunca acabar. La verdad es que ya ésas no le convienen a usted: más vale que se busque usted otro remedio: a cabeza cansada, almohada nueva. Lo que importa es caer bien. No ha de faltarle a usted árbol donde ahorcarse. ¡Si viera usted qué chicas hay por esos rincones del mundo!
Don Juan escuchaba por distraerse. Mónica seguía:
—Yo tengo la tema de que los señores se gastan ustés el dinero con las que valen menos: toos los cabayeros de Madrid se están ustés arruinando por docenas de mujeres perdías y las mejores se las dejan pa los estudiantillos y los horteras. ¡Hay por ahí ca menestral, y ca señorita cursi…, y ustés gastándose el dinero con unos plumeros! En mis barrios, en mi casa, sin ir más lejos, conozco yo una muchacha que paece un ángel, y allí se está como flor en cerro, que ni la huelen ni la cogen… hasta que pase el burro y se la coma…; es decir, cualquiera.
—Guapa, ¿eh? ¿Alguna modista o peinadora?
—Por ahí, por ahí; pero monísima. Esbelta, graciosa… y cara de buena. Vive sola, en el tercero interior, y debe de ser muy pobrecita. Yo, cuando la vi al principio de vivir en la casa, que usted me dio el dinero pa eso de tener huéspedes, tuve intinciones de hablarla pa que viviese conmigo en compañía: vamos, mi idea era darle cuarto y comida, y que ella, en cambio, me cuidase de la casa, porque yo no puedo atender a todo.
—¿Y no lo hiciste?
—Poco faltó: lo dejé, porque como tengo seis o siete huéspedes jóvenes, y ella es tan guapa, me dije: se va a armar aquí una que ni la Inclusa en diciembre.
—¿Por qué dices eso?
—Porque nueve meses después del Carnaval es cuando llevan más chicos.
—¿De modo que no os arreglasteis? Además, naturalmente, siendo bonita, tendrá sus aventuras.
—Quiá, no señor. ¡Si vive allí que parece una monja! No recibe vesitas, ni van señores, ni tiene novio, ni se le conocen trapisondas, ni apenas sale. Mire usted que es en mis barrios, donde todo se sabe, y no murmuran de ella: está igual que las que tienen el novio en Cuba y lo esperan, como si no hubiera más hombres en el mundo.
—Eso es un fenómeno.
—Aunque usted se burle, debe de ser una bendita, porque tan joven, tan guapa y vivir así… Por la mañana va una chiquilla, por cierto muy chula, y le trae de la plaza cualisquier cosa para comer, y le pone el puchero, y le barre el cuarto, y se larga. Luego ella se las arregla solita, y se pasa el día cose que cose… y también lee mucho.
—¿Y dices que no tiene lío?
—No creo, porque vive como huéspeda con una que le llaman Jesualda, y digo yo, que sí…, vamos, si fuese mala…, pos no andaría tan mal de cuartos. Lo que tendrá si acaso, es alguna cosa muy callá y que no lo sienta ni la tierra; pero no debe de ser muy a su gusto, porque la mayor parte de los días tié los ojos así como de haber yorao, y siempre está mú triste y con cara de pocos amigos; a mí me da mucha lástima.
Don Juan clasificó mentalmente a la desconocida diciendo para sus adentros: «Modista romántica: conozco la clase». Mónica continuó hablando:
—En fin, tan seria y tan ensimismá me pareció a mí la tal muchacha, que desistí de proponerle que se viniese conmigo; porque lo que yo me dije: si anda siempre con sus cavilaciones a vueltas, no puede tener cuenta de la casa.
—¿Y vive completamente sola?
—Como canario en jaula: ahora paece un pardillo o un gorrión, porque está mal vestía; pero si la tuviera un señor, con güena casa y mejor ropa…, ¡vaya una pájara bonita! Por supuesto que tié en la cara una bondad y así unas trazas de muchacha de las que no se echan a perder…
—¿Cómo se llama?
—No me acuerdo bien; pero el nombre no es bonito: creo que es Crisanta, o Cristina, o Críspula.
Don Juan, acordándose instantáneamente de su amada, preguntó:
—¿Cristeta?
—Ya le digo a usted que no me acuerdo bien; pero algo así como eso que usted dice: Cristeta… Crisanta… ¿qué sé yo?
Entonces él volvió a preguntar, animándose:
—¿Qué señas tiene?
—Ojos azules, grandes y oscuros; las pestañas larguísimas; el pelo rubio como un trigal, y ¡vaya un cuerpo! Pero ya las gastará usted mejores.
Aquel retrato podía ser el de muchas mujeres, pero a don Juan se le antojó la pintura de Cristeta: el presentimiento, sospecha o lo que fuese le pareció, sin embargo, ridículo; no obstante lo cual, hizo dos últimas preguntas:
—¿Está casada? ¿Tiene un niño?
—¿No le he dicho al señor que vive sola como un hongo? Y lo que es chico…, no hay más que verla; es necesario ser negao ú estar memo pa suponer que pueda tener aquel cuerpo y aquel talle una mujer que…
—¿Qué?
—Vamos, que haiga parido, señor.
La sospecha de don Juan se desvaneció por completo. ¿Qué tenía que ver Cristeta, casada, madre y en buena posición, con una pobre muchacha sola y que seguramente viviría de sus manos? ¿Lo parecido del nombre? Una coincidencia. ¿Rubia, con ojos azules? ¡Hay tantas!
Mónica presenciaba, respetuosamente callada, la actitud pensativa de su amo; y al cabo de unos minutos, creyendo que estorbaba, se despidió:
—¿Tiene el señor algo que mandarme?
—Nada, Mónica, gracias.
—Que se mejore el señor. Nunca me han gustado ciertos papeles; porque lo que yo me digo: si no hubiera alcahuetas, no habría… de las otras. ¡Pero si yo pudiera traerle a usted mi vecinita!
—Abur, mujer.
—Quede con Dios el señor.
Marchose la cocinera y, al quedarse solo el caballero, tornaron a entristecerle sus ideas. Todavía flotó un momento en su imaginación el fantasma indeterminado y vago de aquella pobre muchacha que, como él, acaso vivía consumida por las penas. Una chica guapa que trabajaba para comer. Ése debió de ser también el destino de Cristeta. La suerte lo quiso de otro modo. ¡La suerte, próspera para ella, contraria para él! ¿Quién le había de decir, años atrás, que por una mujer se vería en tal estado? Porque, no había que forjarse ilusiones, estaba enfermizo, inapetente, aburrido y enamorado de un imposible. La situación era desesperante. La verdad es que hoy el galán desdeñado no tiene más remedio que aguantarse. ¡Dichosos tiempos aquéllos en que a un caballero era posible rodearse de allegados, deudos, parientes y escuderos, y sorprender palacio, asaltar castillo o violar convento para llevarse como en volandas a la mujer querida, así fuese dama, emperatriz o abadesa de las Huelgas! ¡Oh, miserables y menguados días modernos, en que cualquier juez protege a un egoísta y miserable marido!
A tales y tan disparatados pensamientos se entregaba, que si no enloquecía le faltaba poco. Aquella noche fue de las más crueles de su vida.
De repente, levantándose del sillón, donde había permanecido caviloso largo rato, dio unos paseos por el cuarto, miró con tristeza las pinturas, grabados y retratos de mujeres hermosas que ahora le parecían feas; contemplolo todo con amargura, como si estuviese resuelto a perderlo pronto de vista, y en seguida, sentándose ante la mesa de despacho, escribió la siguiente carta:
Cristeta mía (y te llamo así por última vez). Me marcho de Madrid. Quisiera despedirme de ti, pero tú no lo consentirás y no me atrevo a suplicarte que nos veamos. Me has hecho muy desgraciado. No sabía yo que te quería tanto. Adiós, y si algún día crees que puede tener remedio el mal que has causado, llámame. Entonces sabrás lo que yo soy capaz de hacer por ti.
Tuyo,
JUAN.
Si consigo arreglar mis asuntos, me marcharé esta misma semana. Adiós por última vez.