Capítulo XVII

Donde el zorro se forja la ilusión de que la gallina puede venir a entregársele

Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en la Moncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la carta siguiente:

Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugar seguro. Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particular que una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en mi casa te aguardo mañana a las tres. No hay ni puede haber lugar más seguro. En lo porvenir acaso esto fuese imprudente: ahora no. Ven sin miedo. No tendrás necesidad de llamar porque estaré solo y al cuidado para recibirte, y al salir hallarás en la puerta un coche que te llevará hasta donde quieras. ¿Vendrás? Me dice el corazón que sí, y por supuesto, te doy palabra de honor de que no haré nada, absolutamente nada que pueda enojarte. Vienes a casa de un caballero. Te he querido, te quiero, y haré los imposibles por demostrarte que estoy resuelto a poner remedio a tan dolorosa y difícil situación. Piensa que vas a decidir de los dos para siempre y ven sin miedo y quema este papel. Por Dios, no faltes. Tuyo siempre,

JUAN

Infantas, 80 duplicado, entresuelo.

Luego de enviada la carta, cayó en la cuenta de que tal vez fuese demasiado expresiva y comprometedora; pero tal era la exaltación de su ánimo, que se dijo: «No importa; hoy por hoy no hay peligro y aunque estuviese aquí el marido, haría lo mismo. Lo esencial es que ella venga, y vendrá».

Aquella noche durmió mal, tras madrugar mucho, almorzó sin gana y se vistió como quien pretende agradar.

Sobre la chimenea del despacho colocó dos jarroncillos llenos de flores; en seguida, por si era curiosa y le revolvía los papeles, como habían hecho otras, escondió varias cartas en una sombrerera vieja, arrojándola encima de un armario, y quitó de la vista dos retratos de antiguas conocidas y otro de una cómica fotografiada en ademán provocativo. En un veladorcito puso un sortijero con alfileres, horquillas, agujas, imperdibles y un gran frasco de agua de Colonia sin destapar, con su caperuza de pergamino y sus cordones de colores. Pero, de allí a poco, pensándolo mejor, e imaginando que aquello, además de estar en contradicción con su carta, denotaba práctica de libertino a sangre fría, solamente dejó el perfume y las flores.

Según las manecillas del reloj iban avanzando despacito, comenzó a recapacitar si todo estaba dispuesto y en su punto. Nada ni nadie podría turbarles. Los criados fueron alejados engañosamente, y la portera advertida de que sólo dejase subir a la señora que había de llegar a las tres.

Comenzó don Juan a dar paseos por el cuarto, y cada vez que llegaba hasta la puerta de la escalera, aguzaba el oído, esforzándose en distinguir y diferenciar los pasos de las gentes que subían… Los peldaños crujen… ¡no es ella!; debe de ser una mujer muy gorda; luego un chico que baja de estampía; después la pausada y ruidosa ascensión del… De pronto sonó un campanillazo; tornó de puntillas hasta la puerta, descorrió con gran tiento el ventanillo, y por una rendija imperceptible, conteniendo la respiración, miró. Era un amigo: la portera se había descuidado. Otro campanillazo, dos más, el último a la desesperada, mucho más fuerte… y el inoportuno bajó lentamente la escalera como quien da tiempo a que abran y le llamen.

Las tres menos diez. Hasta las flores, mal puestas en los búcaros, caídas y doblados los tallos, parecían cansadas de esperar. Silencio completo. De repente don Juan se dirige hacia la alcoba, porque más allá del hueco que la separa del despacho, se ve la cama cubierta de un rico paño japonés.

«Esto está mal; no debe verse tanto» pensó, y desplegando un biombo de telas antiguas, ocultó el lecho, del cual sólo quedaron visibles las almohadas, blancas, limpísimas, aún cuadriculadas por los dobleces del planchado.

Al pasar ante un espejo se miró un instante y sonrió satisfecho. Tenía la barba sedosa y muy cuidada; los ojos algo tristes, como de quien espera una dicha, desconfiando lograrla porque no cree merecerla… El gozo, la alegría, serán luego, cuando ella entre, porque no ha de faltar. El marido no está en Madrid, el sitio es seguro, la impunidad completa. Por otra parte, él se ha resignado de antemano a portarse como caballero, a estar casi platónico para inspirar confianza. Lo demás vendrá con el tiempo.

De cuatro miradas examinó el cuarto y le pareció que no estaba mal. Alejando toda sospecha de ocio y frivolidad, había sobre una mesa varios libros con señales interpoladas entre las hojas, y páginas dobladas. En un testero de pared, llenando un hueco entre dos cuadros, se veían brillar dos espadas de duelo que representaban la dignidad y el valor. La alfombra no tenía motas, ni manchas de ceniza de cigarro; ni un átomo de polvo empañaba los muebles.

¡Menos cinco! Se dirigió al balcón, y apoyando la frente contra el vidrio, miró hacia la calle que enfilaba con el portal, por donde ella probablemente vendría. Así permaneció un rato, que se le antojó muy largo; mas al consultar de nuevo el reloj, vio que apenas se había movido el minutero.

«Es difícil que una señora sea puntual; ¡tardan tanto en emperejilarse!».

Quiso distraerse leyendo periódicos; pero su imaginación tomó rumbo hacia Cristeta y comenzó a fingírsela presente deleitándose en ella igual que si la tuviese ante los ojos. Ensimismado y desprendido de cuanto le rodeaba, creyó verla mientras en su casa se vestía, desazonada y trémula, engalanándose con premeditación para venir a rendírsele. ¡Oh portentosa fuerza de abstracción! ¡Oh bienhechora potencia imaginativa!, ¡sed benditas, porque dais al hombre la visión de la dicha deseada cuando aún la tiene lejos… cuando acaso jamás ha de llegar!…

* * *

No, no es visión, es realidad; no imagina verla, sino que la está mirando.

Su tocador, ni grande ni lujoso, respira limpieza y elegancia. Cristeta, en pie, frente al espejo, pincha en el rodete rubio la última horquilla, y con la yema de los dedos se arregla los ensortijados ricillos de la nuca. Estremecida de pudor y de frío, se quita la bata y la tira sobre un sofá. Las ropas interiores son finísimas; están adornadas de estrechas cintas de tonos pálidos, y trascienden suavemente a verbena. Las medias son negras, como exige la impúdica perversión de la moda; las ligas, de color de rosa. Ya se calza los bien formados pies. Ahora se pone el corsé, lleno de vistosos pespuntes, y encima el cuerpo de suave batista para no ensuciarlo. En seguida el vestido que, arrugando el canesú de la camisa, oculta el nacimiento del pecho y los hermosos brazos. La falda cae, resbalando a lo largo de la enagua; se abrocha de prisa; busca entre varias horquillas un alfiler largo para sujetar el sombrero, y se lo prende, dejando que el velo caiga, sombreándola el rostro dulcemente. Los guantes…, una pulsera…, la lisa de plata, nada que tenga pedrería. Se acabó. Algo falta: pudorosa, aunque nadie puede verla, se vuelve de espaldas a la puerta y se estira una media.

«¡Qué hermosa es! ¡Cuánta cosa bonita y elegante se ha puesto! ¡Y pensar que tal vez yo se lo vaya quitando todo poco a poco, con mimo, lentamente, lazo a lazo, botón a botón, broche a broche, sin que oponga resistencia ni enfado! Pero sabe Dios lo que sucederá, porque es una mujer excepcional, capaz, aunque venga, de no dejarse besar ni las yemas de los dedos. Sería desesperante y ridículo que sólo viniese para que tuviéramos una escena romántica… con lágrimas».

El reloj marca las tres en punto, la máquina produce un quejido metálico y el timbre suena pausadamente. ¡Qué espacio tan largo entre una y otra campanada! Hasta los objetos parece que aguardan impacientes. Don Juan vuelve de nuevo a pasear, atento el oído hacía la puerta y fruncido el entrecejo por el enojo. Empieza a desconfiar.

«¡No viene! ¿Qué ridículo miedo, qué recelo se le habrá metido en el alma? ¡Virtud de última hora!».

Torna al balcón, apoya la cabeza en la vidriera, que se empaña con el vaho de su aliento, y exclama, hablando solo:

—¡Gracias a Dios! ¡Allí está!

Cristeta viene por lo alto de la calle, vestida como él la soñó. Sus enguantadas manos oprimen un grueso devocionario, sujeto con un elástico rojo, y bajo el tul del velo brillan sus rizos de oro. A cada instante vuelve la cabeza hacia atrás. Entonces, don Juan sonríe con orgullo y se dirige lentamente a la puerta.

Al cruzar el despacho, lo inspecciona todo por última vez. Nada falta. Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción y el miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado por otra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que él tomará para sí, cogiéndola como al descuido, procurando tener la presa al alcance de la mano.

Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente de la falda.

«¿Qué será esto?».

Vuelve precipitadamente al balcón, alza el visillo y la ve en la acera opuesta parada ante un escaparate, como si con disimulo se contemplara en su cristal. En realidad, lo que hace es mirar con terror a derecha e izquierda; hasta se nota la respiración alterada que levanta y deprime su hermosísimo pecho, Don Juan piensa:

«Ésta es la última vacilación».

De pronto, Cristeta se vuelve, avanza en dirección al portal… se detiene para dejar paso a un hombre que va cargado, y en seguida, obedeciendo a un impulso inesperado, con un movimiento nervioso, se vuelve de espaldas y echa a andar muy de prisa, calle arriba, por donde vino. Pero aún queda esperanza: de repente acorta el paso, sigue despacio, parece que duda, vacilando entre la cita y el deber… Por fin acelera la marcha, se aleja casi corriendo, y allá, en lo alto de la calle, se pierde confundida en un grupo de gente, mientras don Juan, humillado y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo del balcón:

—¡Cobarde! ¡Bribona!

Si la coge en aquel momento, la mata.

* * *

Al anochecer se presentó en la casa un mozo de cuerda, mostrando tal empeño por entregar al señor una carta en propia mano, que para tomarla de la suya don Juan, todavía mohíno, salió al recibimiento.

Rasgó el sobre: lo que dentro venía era una tarjeta: el nombre litografiado decía: Cristeta Moreruela de Martínez, y encima, escritas con lápiz y mano temblorosa, estas palabras:

He ido asta la puerta de tu casa, y me a faltado balor. No pidas lo imposible. Perdona a esta pobre mujer que sufre mucho, y holbídame adiós para sienpre.

CRISTA.

Al releer aquellas cuatro líneas, luego de ido el mozo, don Juan sonrió como si contemplara un billete de lotería premiado.

«No me esperaba esta satisfacción, que casi es una promesa —se decía paseando desde la sala al despacho y viceversa—: nos acercamos al momento supremo de la crisis. Lo que me figuré: casada por despecho, y arrepentida. Me quiere… y le falta valor… lo cual prueba que no es mala. Yo tengo la culpa de todo. ¡Qué lucha habrá sostenido la pobre consigo misma! ¡Qué noche habrá pasado! Porque… vamos a cuentas: si se ha casado, aunque me quiera, por fuerza ha de costarle trabajo hacer traición… traición, no; pero, en fin, engañar al otro. Lo que en realidad no es más que la vuelta al primer amor, creerá ella que es una liviandad imperdonable, y no le faltará razón, pero ¿a mí qué? Yo no soy el marido. Por supuesto que si no hay tal marido, si sólo se trata de un amante, y le deja por mí, ella tiene que considerarse como una mujer que va de hombre a hombre, como hueso de perro a perro, o baraja de mano en mano. En fin, me parece que está al caer. Lo cierto es que nosotros somos responsables de todos los pecados, desórdenes y zorrerías que cometen las pobres mujeres. Ésta, por ejemplo, me gustó; preparé las cosas… y ¡mía! Luego la dejo plantada, y ella encuentra modo de remediarse o redimirse, y lo acepta: vuelvo a verla, me encapricho de nuevo y ¡seamos justos!, ¿qué derecho tengo para quejarme ni para llamarle las cuatro letras porque también ella vuelva a encapricharse conmigo? Indudablemente ha experimentado al verme lo mismo que yo he sentido al mirarla… ¡Cómo se habrá acordado de las noches de Santurroriaga! Yo estaba enviciado con amores de otra clase. La verdad es que cuantas se me han entregado, lo han hecho por interés o por lo otro: cuando no he sido pagano, he sido apagafuegos, casi un bombero del amor. Con Crista, no. Esta tarde la hubiera matado… Y el caso es que ha venido, ha llegado hasta la puerta… después debió de darle miedo, es decir, no precisamente de mí, sino de sí misma, de verse conmigo a solas. No podríamos contenernos. Mientras nos veamos al aire libre, todo va bueno; pero como lleguemos a encontrarnos entre cuatro paredes ¡solos! del primer beso la dejo los labios descoloridos. Ella sí que cuando me besaba, parecía que me sorbía el alma. Hablaba más con los ojos que con los labios. Me sucedía respecto de ella una cosa enteramente nueva: con todas las mujeres, el verdadero encanto es antes; con ella, la verdadera delicia era después, porque cuando se le adormece la voluptuosidad, se le despierta la ternura. A pesar de lo cual, me largué por cobardía, pero sin hastío. Lo cierto es que si uno pensara mucho en estas cosas, se volvería loco. En toda posesión hay un momento terrible, un instante en que, al separarse las cabezas, cada uno quiere respirar solo, a gusto, como si no hubiera pasado nada: con Crista, no… jamás sentí a su lado el egoísmo del reposo. Los últimos besos me sabían mejor que los primeros. Entonces, ¿por qué hice la burrada de marcharme, humillándola y dejándola mil duros, es decir, lo que cuesta en ramos, palcos y dijes cualquier señora de las que no tienen vergüenza? Sin embargo, esa mujer ha venido hasta la puerta de mi casa. Por codicia no es; basta ver la elegancia con que viste para comprender que no necesita nada: por lujuria tampoco, porque no es viciosa. ¡Pues si ha venido, señal de que sufre y me quiere! ¡Daría el alma por saberlo! ¿Qué habrá hecho, qué habrá pensado antes de decidirse a venir? La chica, Julia, me dará detalles; ataré cabos, y por el hilo sacaré el ovillo. Mañana lo sabré».

Toda la noche se pasó en claro el pobre don Juan haciendo planes, ideando recursos y arrostrando mentalmente las consecuencias de cuanto se le ocurría, que era gravísimo, porque en sus pensamientos, cálculos y temores, ya no figuraba él solo frente a la irresoluta Cristeta, sino que entre ambos se alzaba, misterioso y tremendo, un nuevo personaje: el señor Martínez, propietario legítimo de aquel cuerpo adorable, dueño legal de la mujer amada.

«¿Amada? —se decía—. No, esto no es amor, es obcecación, empeño, vanidad, capricho: tiene que ser mía veinticuatro horas o lo que me dé la gana…: si quiero, toda la vida: pero mía y remía como mis ideas, como mis pensamientos. ¿Qué puede suceder? ¿Que me encapriche seriamente? Así como así, ninguna vale lo que ella; y además, si ésta es buena, ¿voy a pasar años y más años cambiando de mujeres?».

Muy de mañana, yerto de frío y nervioso de impaciencia, esperó a Julia en la Plaza Mayor, viéndola llegar como el reo de muerte a quien le trae el indulto. La chica venía esperanzada en que sus palabras se trocarían pronto en buena propina, y sin dar tiempo a que él desplegase los labios, dijo:

—Hoy sí que tengo cosas que hablar con usted. Pero ¿qué le ha hecho usted a mi señorita? Razón tenía yo pa maliciarme que iba usted a meternos en un lío gordo.

—Cuenta, cuenta. ¿Qué ha pasado? Dímelo todo; ya sabes que tu señorito soy yo.

—¿Lo que ha pasado? La mar de lágrimas. Cuando el otro día golví a casa con la tarjeta de usted, me dije: «Suceda lo que quiera, no ando con tapujos»; y se la di como si fuera cosa corriente. Ni chistó: endispués de leerla se puso pálida, como amortajá, ¡y le entró un temblor! ¡Me daba una lástima! ¡Y miusté que pa darme a mí lástima una señorita! La noche… ¡ha tomao más tila! vez que una mujer tié que tomar tila, le debían dar rejalgar a un hombre. Al otro día, es decir, ayer, comenzó a vestirse a las doce: se puso maja de veras. En enaguas… un ángel. Pidió el coche pa las dos. Luego supe yo, por el cochero, que lo dejó esperando junto al oratorio de la calle de Valverde, y se fue sola, y tardó… menos de media hora. Poco tiempo es pa cosa mala.

—Sigue, sigue.

—Yo creí, pues, que había ido enonde usted, a buscarle; pero me chocó que volviera demasiao pronto: y lo mismo fue entrar en casa, que ir y tirarse llorando encima de la cama. Y llora que te llora la tié usted. Esto acabará mú remal. En fin, que golvió hecha una Madalena. Si sigue así, se pone mala de verdad. Por supuesto, el día que venga el amo, no paro en la casa ni pa tomar dulces.

—De modo que tú crees que ella… está interesada.

—Ella está por usted, pero tiene un miedo atroz…; lo cual que el miedo puede más que usted.

—Pues adelante con los faroles, y ya sabes que todos estos paseos yo te los pagaré bien.

—Es que… hay más, y gordo. Usted me dijo que averiguara aquello de cuándo se había casao, y del treato, y de si tenía unos parientes con tienda.

—Todo ello importantísimo.

—Pues la cocinera m’a dicho que la señorita ha sío cómica, que una vez la vio de trabajar, pero que ahora está desconocía, porque está muchísimo más guapa; y que fuera de Madrid tomó relaciones con un señor y se casó; pero algunos dicen que no están casaos, y que por eso no la quién ver sus tíos, que son estanqueros; y otros dicen que ella es la que no le da la gana de ajuntarse con ellos, porque le da vergüenza de que son gente ordinaria; y me extraña, porque la señorita es buena.

—En resumen; seguro no sabes nada.

—¡Si quedrá usted que le traigan a la señorita ya mansa y conforme!… ¿Tié usted más que buscar a esos estanqueros, y ponerse al habla con ellos y que desembuchen la verdad?

Don Juan, considerando inútil enterar a Julia de cuanto sabía relativo a los antecedentes de Cristeta y sus tíos, calló; y acordándose de don Quintín, se dijo que podría sacar de él gran partido.

—No andas descaminada: buscaré a los estanqueros.

Qué icir que si no está casada…; pero lo que yo me digo: si no lo está, si es dueña de hacer de su capa un sayo, ¿por qué llora tanto?

—Muchacha, eres un dije: toma —(la propina fue espléndida)—, y desde mañana vienes aquí, sin falta, todos los días a la misma hora, a recibir órdenes como un corneta.

—Es que la señorita se ha calao que yo salgo por hablar con usted. Si me regaña o me dice cualquier cosa, ¿qué contesto?

—Por ahora… dices que no te dejo a sol ni a sombra; que tú crees que yo ando loco por ella, sobre todo muy triste…

Pa triste, ella. ¡Si la viera usted de llorar! En fin, Dios nos tenga de su mano. Mire usted que, según me han dicho, ¡el marido es más bruto! Una fiera. Si se plantase aquí de repente, salíamos en los papeles.

El grupo que durante estos diálogos formaba la pareja de señorito y niñera, merecía tomarse como asunto de un buen romance castizo. Ella, traviesa y pícara, rebosándole malicia los ojos y desparpajo los labios, sin pañuelo a la cabeza, y liada en el mantón, dentro del cual removía el airoso cuerpo para sentirse acariciada del calor; él soñoliento, molesto, desasosegado y frío, trayéndose a cada instante sobre el hombro el embozo de la capa; la chica, toda viveza, el hombre, todo impaciencia. En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo, los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda, impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes acaramelados por la escarcha.

Pero lo más notable era la cara que ponía Julia cuando se separaba de Juan. De fijo que no se divirtieron tanto con el inmortal Manchego las doncellas de los Duques, ni la propia Lozana con los clérigos a quienes se vendía por nueva, como ella gozaba en contribuir al rendimiento del Tenorio decadente.

Julia servía con el mayor celo a Cristeta: primero, por obediencia a sus padres y a Inés, que se lo encargaron; segundo, porque don Juan, espléndido y dadivoso, le regalaba continuamente duros y pesetas con novelesca prodigalidad; además, se divertía mucho contribuyendo a traer engañado a un caballero. Acordábase instintivamente de que era mujer y trabajaba en provecho ajeno como si fuera en causa propia. ¿Dónde mayor alegría para una mujer lista que entrar en pacto contra un hombre? Así que, tras cada entrevista con don Juan, refería a su ama cuanto con él hablaba. Aquel día Cristeta la escuchó con vivo interés.

—Todo va bien —dijo después de oírla—; de modo que…

—Ese señor está perdío por usted: debe de ser…, no se enfade usted…, vamos, ¡un gatera más listo!; pero esta vez…, ya no sabe el hombre lo que se pesca. De fijo que a estas horas anda por esas calles brincando como una cabra en busca de sus tíos de usted. ¿No era eso lo que hacía falta?

—Cabal.

—¿Y esto, señorita? ¡Mire usted que es mucha plata! —dijo Julia presentando el puñado de pesetas, fruto de la última propina.

—Eso es tuyo. Lo que yo te doy de menos él te lo da de más. Anda, que pronto se te acabará.

—Lo que hace falta es que usted acabe con él…, es decir, que empiece. Cuando la señorita se case me lleva de doncella, y luego, si Dios es servido… de niñera.

—¡Ave María Purísima!

Las dos sonrieron, pero de distinto modo; la criada con la satisfacción de la codicia lograda; el ama, con la esperanza de la dicha.

Al quedarse sola Cristeta se sentó en una silla baja de hacer labor, y tapándose los ojos para no ver las cosas de este mundo, se puso voluntariamente soñadora, pareciéndole ver a don Juan, también solo en su casa, triste, malhumorado, vuelto hacia ella el pensamiento y sintiendo lo que jamás hasta entonces ninguna otra mujer le hizo sentir.

¿Existirá en el mundo de las pasiones influencia secreta que aproxime y relacione las almas separadas moviéndolas simultáneamente con un mismo afecto, como viento invisible que a un tiempo menea en parajes apartados las ramas de los árboles? ¡Quién sabe! Lo cierto es que, mientras la esperanzada Cristeta veía posible la realización de su ventura, don Juan, puestos en ella los cinco sentidos con amoroso empeño, tomaba la resolución de buscar a don Quintín para que éste le sacase de dudas sobre si era o no verdad lo del casorio, y pensando en él se decía: «Está visto que ese pobre majadero ha nacido en provecho mío».