Donde se ve que cuando el hombre tiende la red, ya está pescando la mujer
El día en que don Juan vio a Cristeta en el Retiro, fue domingo. Al siguiente, hizo el viaje en balde: procuró distraerse mirando y remirando a cuantas pasaban; mas en vano. Acaso no faltasen en el paseo mujeres guapas y elegantes, pero todas se le antojaron cursis o feas. La de bonitos pies, tenía el cuerpo atalegado; la de cintura esbelta, era antipática de rostro; la bien vestida, horrible; la hermosa, iba hecha un adefesio. ¿Sería cosa providencial? No, sino que él llevaba grabada en el magín, como única apetecible y codiciable, la que realmente deseaba.
Entretanto, la maquiavélica Cristeta estaba solita en su modesto albergue de la calle de Don Pedro, diciéndose: «Hoy me andará buscando».
Martes. Hermoso día de otoño, aunque algo fresco. En el Retiro muy poca gente: don Juan llega de los primeros, se cansa de andar, se disgusta y siente impulsos de volverse a casa. Por fin comienzan a venir paseantes. A las cinco aparece Cristeta al término de una alameda: traje, el mismo del día pasado; lleva al niño cogidito de la mano y el coche les sigue a corta distancia. Don Juan se adelanta, acorta la marcha, la deja pasar, la alcanza y retrocede, todo sin dejar de mirarla. Ella, calmosa, serena, impasible, como si no le conociera. Fue tan marcada su indiferencia, que don Juan se dijo: «¡Tendría gracia que yo me hubiese equivocado!». Pero tornó a mirarla y se convenció de que era ella, la misma, la propia Cristeta, que tantas veces le había dicho: «¡Juan mío!». Poco le faltó para llegarse a ella y hablarla. Por fortuna se contuvo pensando: «¿Y si me pega un bufido y me pongo en ridículo? No, todavía no». Final, el mismo de la primera vez. El coche se para, Manolito, que va en el pescante, se quita respetuosamente el sombrero. Cristeta coge al niño, lo sienta, sube y desaparece sin que don Juan pueda sorprender una mirada de reojo, ni el más leve indicio de curiosidad. Atormentado del despecho, no se le ocurre más que esto: «Un cochero de abono no saluda de esa manera; el carruaje es suyo. No me cabe duda; está casada. ¡Mejor!».
Miércoles. La tarde fría, las alamedas desiertas; llega don Juan, abarca con la vista aquella soledad y piensa: «¡Si viniese ahora mismo!». Después anda un buen rato a paso largo para entrar en calor, hasta que aparece Cristeta seguida de la niñera, que trae al pequeñuelo en brazos. Comienza a soplar un Norte muy desapacible; las hojas secas, arrebatadas de los árboles, forman en el suelo ruidosos remolinos de oro. Ella se muestra más indiferente que nunca. El viento, al agitar su falda, le pega la tela a las piernas, modelando indiscretamente sus formas y dejando al descubierto los pies. Diez o doce minutos de paseo. Una turbonada; aquello se hace insoportable. Otro día perdido.
Jueves. Lloviznando. Cristeta, encerrada en casa, se distrae zurciendo ropa blanca. De rato en rato, hilos y aguja se le caen sobre el regazo. «Veremos… ya lleva tres ojeos. ¡Se me pasan unas ganas de hacerle señas para que se acerque!».
Don Juan anda mientras tanto aburriéndose en visitas y sin poder desechar de la imaginación aquellos pies que pisan la arena como sin tocarla. «Sí, el traje el mismo, menos las medias; las de ayer eran negras con lunares azules… Parece que se le han agrandado los ojos. ¡Y qué cuerpo!».
Viernes, sábado y domingo. Lluvia continuada: un temporal. Ella con jaqueca, tumbada en el sofá de Vitoria y fija la vista en la pared. Al caer la tarde, cuando escasea la luz, cree ver dibujarse sobre la blanca superficie del muro una serie de escenas en que don Juan, arrodillado a sus pies, le pide perdón con frases muy apasionadas. Por desgracia o por fortuna aquello es una visión destituida de realidad, un sueño, porque si él entrase… ¡sabe Dios!
Segundo lunes. Hermoso día, pero el piso demasiado húmedo. Don Juan piensa: «No irá», y se queda en casa leyendo. Cristeta sale. Al fin mujer. Paseo en balde. Luego, noche de insomnio pensando: «¿Estará malo?».
Martes. Sol esplendoroso, piso seco, ambiente primaveral. Casi al mismo tiempo llegan ambos espoleados por la impaciencia. Ella con otro traje: falda ceniza y abrigo muy oscuro, de paño todo bordado; sombrero gris con gran lazo y velillo; en vez de zapatos, botas. Don Juan, que va resuelto a hablar, se acobarda viendo a la niñera. «No: los criados son enemigos, no quiero comprometerla. Pero cuando viene aquí, cuando no se va de paseo a otra parte… por algo es».
En éstos y parecidos lances, es decir, sin ninguno notable, transcurrieron veintitantos días.
Por fin, una tarde, cuando don Juan iba por frente a la Cibeles, dirigiéndose al Retiro, vio a la niñera sola con el chico. Buscó con las miradas a Cristeta; pero en balde, y se dijo: «Ésta es la mía».
La niñera era pequeña, menudita, lista, graciosilla y achulada; un aperitivo o un hors d’œuvre, si don Juan no tuviese puesto en más alta empresa el pensamiento. La chica, llevando al pequeñín de la mano, se dirigía hacia la parte del Prado donde paran los cochecillos tirados por cabras o burritos para recreo de niños. «Bueno —pensó don Juan—; luego vendrá la madre a buscarles». Una hora fue siguiéndoles a larga distancia y gruñendo entre dientes: «¡Que haga yo esto!».
Las cinco; Cristeta no viene y la niñera endereza los pasos hacia la Carrera de San Jerónimo; don Juan no aguanta más y, colocándose junto a ella, le habla de este modo:
—Cuerpo bonito…, ¿vamos de retirada? Parece que hoy no ha salido la señorita.
—¿Y a usted qué se l’importa?
—No te atufes, mujer; cuando te lo pregunto, por algo será.
—Es que yo no sé quién es ustéz.
—¿Crees que te voy a comer?
—Ya… como que no soy hierba…
—¡Qué mal genio tienes y que reguapa eres!
—Es que no quiero músicas y no se meta usted conmigo, que yo voy por mi camino y la calle es del rey.
—No seas tonta y baja la voz. ¿Qué trabajo te cuesta contestarme a cuatro preguntas? No te arrepentirás; mira que soy muy agradecido.
Julia se detuvo diciendo al chiquitín:
—Aguarda, hijo, que este cabayero me va a sacar de pobre.
—Tu señorita se llama doña Cristeta, ¿verdad? ¿Dónde vivís? ¿Cómo se llama su marido? ¿Cuánto tiempo hace que están casados?
—¡Pero, hombre, se l’a figurao a ustéz que soy catecismo pa responder a tantas cosas!
—Bueno, pues dime lo que sepas.
—¿No ve ustéz que entavía soy yo muy joven pa ese oficio?
—No seas tonta. Lo que ganas tú en dos meses te lo doy yo en un minuto. Por hablar nadie se pierde.
—Sigún… y yo no quiero líos.
Don Juan sacó del bolsillo del chaleco cuatro monedas de a veinte reales y quiso ponérselas en la mano.
—¿Va usted a comprar la barandilla del Prao?
—Toma, mujer.
Ella hizo un movimiento como para alargar la mano; pero de repente se echó hacia atrás esquivando el cuerpo y diciendo rapidísimamente:
—Quitesusté pa un lao que viene el coche con la señora… —y en voz baja, muy baja, añadió—: Agur, hasta otro día, cuando me vea usted sola.
Don Juan, iluminado de súbita inspiración, repuso también muy aprisa:
—Aquí mismo, a esta hora, la primera tarde que llueva. No te arrepentirás.
Julia no había mentido. La berlina bajaba echando chispas por la Plaza de las Cortes. El cochero, al ver a la niñera, detuvo; abrió Cristeta desde dentro la portezuela y subió la chica con el nene.
* * *
Como si el diablo fuese ordenador del tiempo en perjuicio del amor, tardó bastantes días en llover, con lo cual don Juan comenzó a desesperarse; tanto, que pensó en dar un golpe decisivo para inquirir dónde vivía Cristeta. Pensó primero en que lo averiguase Benigno, su ayuda de cámara; pero Julia era guapa, el hombre podía encapricharse… Resolvió hacer la diligencia por sí mismo.
Una tarde fue al Retiro en una victoria tirada por un buen caballo, con cochero previamente instruido y seguro de ser gratificado. Debía éste, mientras don Juan pasease a pie, no perderle de vista, aproximarse a una seña convenida y seguir luego tras la berlina de Cristeta. La traza no era mala; pero falló. Manolo fue más listo, su caballo mejor y el cochero de don Juan se quedó rezagado en un cruce de calles, donde hubo confusión de carros y carruajes.
A esta intentona siguieron varios días de buen tiempo en Madrid, y de mal humor en don Juan, porque ni la señora ni la niñera aparecieron por el Retiro ni el Prado.
Cristeta dejó de ir a paseo y no permitió salir a la chica, con objeto de excitar y enardecer más la curiosidad de don Juan; pero a la par que esto hacía por reflexión, se apoderó de ella tal impaciencia que estuvo a pique de escribirle diciéndole con terrible laconismo: «Ven». Por supuesto que si lo hace él se presenta de fijo en su casa o dondequiera le citase, sin miedo a marido, aunque fuera más temible que el Gran Turco. El pobre don Juan estaba rabioso por lo que le sucedía. Más de un mes llevaba perdido en persecución de una mujer a quien dos años antes había considerado peligrosa. «En realidad —pensaba, tratando de explicarse su conducta—, esto es… una locura… un capricho. (Cuando en materia de amor el hombre califica su gusto de capricho, es que está ciego de amor propio.) Nada más que un capricho. ¿Se ha casado? Ha hecho bien…; pero de mí no se burla una mujer a quien he tenido en los brazos. Yo le enseñaré quién soy. Cuando se me antoja una la logro, y cuando quiero la dejo, y luego, si me da la gana, vuelta a empezar. Una noche… una tarde… una hora, y después vaya bendita de Dios. Aunque esté casada con el mismísimo Padre Santo. ¡Se ha puesto tan guapa!».
Hasta entonces nunca había entrado en sus teorías ni en sus prácticas intentar la repetición de semejantes aventuras, porque despreciativamente calificaba esto de reincidencia vergonzosa. Pero ¿era sólo amor propio lo que ahora le impulsaba al quebrantamiento de tales doctrinas? No; y la demostración, terrible por cierto, consistía en que, desde la tarde del primer encuentro con Cristeta, no se le había ocurrido acercarse ni conocer, en sentido bíblico, a ninguna mujer. Y fue sin premeditarlo, como si por instinto ahorrara brío, esfuerzo y terneza, ilusionado con la esperanza de que se presentase la ocasión de reanudar la lectura del poema estúpidamente interrumpido en Santurroriaga.
Cuando, a fuerza de reflexionar sobre su situación, se dio cuenta de aquella castidad, experimentó una sensación rarísima, mezcla de terror y vergüenza: lo primero, porque le espeluznaba la perspectiva de que una mujer le absorbiese y tiranizara el pensamiento; lo segundo, porque para un hombre como él era ridícula semejante continencia. Quiso entonces persuadirse de que no estaba cautivo de una idea fija, de que el fantasma de Cristeta no le había sorbido la voluntad, y determinó visitar a cualquiera de aquellas antiguas conocidas suyas, y de otros, siempre dispuestas a representar papel de Danae no por una lluvia de oro, sino por unos cuantos duros.
A fuer de inteligente y delicado en cosas de amor, era don Juan, aunque no invulnerable a la seducción poco sensible a los halagos de vengadoras, momentáneas y horizontales. No le importaba que le costase caro el viaje a Citerea; pero sentía repugnancia invencible a pagarlo al contado, como si besos y caricias fuesen guantes y corbatas: gustábale, por el contrario, dejar espacio entre el placer y la remuneración para poetizar y envolver en voluntarias ilusiones lo prosaico de la realidad, prefiriendo gastarse muchos centenares en un regalo a dejar unos pocos sobre una mesa de noche o dentro de un sortijero. Y tenía razón: ¿dónde hay cosa que tanto descorazone y repugne como besar a una mujer y cinco minutos después darle dinero? ¡Todo se puede perdonar al oro menos que sirva para comprar el amor!
El resultado de esta quintaesencia de romanticismo bien entendido, era que no conocía gran número de pecadoras. En cambio, aquéllas a quienes trataba constituían la flor y nata del gremio; el estado mayor de los ejércitos del diablo. Unas, nacidas en baja condición, fueron encumbradas en virtud de su belleza; otras habían trocado la miseria vergonzante de la clase media por el esplendor lujoso de la corrupción. A todas sirvió de escabel la imbecilidad de los hombres.
¿Cuál sería la que él utilizase de modus vivendi y como remedio pasajero a la soledad que le atormentaba? ¿A cuál de ellas se dirigiría?
¿A la encantadora Elvira? Cierto que tenía el cuerpo escultural, vivificado por venas azuladas que parecían serpear entre tibia carnosidad de rosas; mas su belleza estaba deslucida porque, teniendo el pelo tan negro como las bayas de la yedra, había dado en la estúpida manía de teñírselo de rubio lino. Además, era muy bestia, no podía sostener una conversación, y con ella el dúo del amor casi se convertía en triste soliloquio.
¿Enriqueta? Lánguida, esbelta, pálida y ojerosa, parecía sentimental y romántica; pero al comer devoraba, bebía como un tudesco y amaba con estremecimientos de epilepsia: pecar con ella no era rendir grato tributo a la Naturaleza, sino hacer un favor.
¿Flora? La cara valía poco: chatilla y morenucha; lo demás, admirable, el pecho como de Venus victoriosa, las caderas con curvas de ánfora, las piernas como de Diana Cazadora; por mirarla desnudarse hubiera Orestes prescindido de su venganza. Pero luego, no había que contar con ella: en la situación culminante del coloquio amoroso se quedaba insensible, entreteniéndose en seguir con la vista los dibujos del papel de la pared o contando las estrías de las columnillas de la cama. Hacía concebir grandes esperanzas y acababa prestándose al amor como a una servidumbre. Durante el prólogo, sus sonrisas eran un estímulo; después, una mueca de doloroso hastío.
¿Araceli? ¡Pobre muchacha! Tez de rosa enfermiza, piel dorada con reflejos de ámbar. Cuando se destrenzaba el pelo, dejándolo caer suelto hebra a hebra en torno del cuerpo, envolviéndose en un manto de oro luminoso, parecía la diosa del pudor. ¿Por qué estaría siempre triste? Bajo los rasgos de lápiz azulado con que se agrandaba los ojos brillaba perpetua humedad de lágrimas. ¿Qué habría en su alma? ¿Laxitud de pecadora cansada o nostalgia de castidad atropellada?
¿Marcela? Guapísima, juguetona, sensual, elegante, mimosa y zalamera hasta el punto de aparentar que se entregaba ilusionada; pero… la codicia en persona. No hablaba más que de previsión, ahorros y peluconas. Oyéndola sin mirarla, podía uno imaginar que escuchaba consejos de pariente tacaño. Un día, entre gatadas y bromas, le quitó a un amante dos perlas de la pechera, y retorciendo una horquilla de las llamadas invisibles, con su alambre finísimo improvisó un par de pendientes, y se quedó con ellos.
¿Mercedes? La mentira en todo su esplendor. Afectaba exceso de pasión; una noche de caricias suyas rendía más que tres días de caza.
¿Alberta? El tipo de la gran señora frustrada; no era cortesana por miedo al trabajo, sino por ansia de brillar; hablaba inglés y francés; leía a Byron y Musset en el original; el membrete de sus cartas ostentaba este lema: Una para todos y todos para una. Sus manos eran de reina, sus pies de niña, los ojos como violetas claras mojadas de rocío…, pero tenía en su casa para abrir la puerta una hermana de dieciocho años, tísica, que daba compasión. ¡La antesala del placer parecía custodiada por el ángel de la muerte!
¿Leonor?… No la recordaba bien… ¡Ah, sí! La insaciable; hembra peligrosísima. A semejanza de Diógenes, siempre andaba buscando un hombre.
¿Blanca? La hermosura sin alma, la coquetería sin delicadeza. Poseía la ciencia de vestirse e ignoraba el arte de desnudarse.
Margarita…, Paz…, Asunción…; profesionales vulgares que no sabían más que entregarse como insensible mercancía a tantos o cuantos duros vista. ¡No! Ninguna le servía. Pobres imbéciles condenadas a vender lo inapreciable. ¡Farsantas de la comedia del amor, incapaces de imitar la poesía de la realidad! ¡Ah, Cristeta! Tú, amante toda verdad, sinceridad y entusiasmo, ¿dónde estabas? ¡Tú, la única que en cada beso daba un poco del alma! ¡Sólo poner tu nombre junto con los de aquellas desgraciadas, era ofenderte!
Don Juan no estableció comparación ni paralelo entre ella y las sacerdotisas de Venus; pero instintivamente, sin quererlo, a cada cuerpo, a cada rostro, a cada boca, a cada rasgo femenino que evocaba, le parecían superiores el cuerpo, el rostro, la boca y el recuerdo todo de Cristeta. ¿Por qué la dejaría? Y ella, ¿cómo se había entregado a otro hombre? Lo primero fue insensatez; lo segundo pedía venganza.
Don Juan iba excitándose por grados. ¿Qué sería aquello? ¿Vanidad herida, amor propio humillado, capricho incompletamente satisfecho? Cristeta le ocupaba el ánimo, le absorbía la voluntad y le llenaba el pensamiento. En ninguna encontró aquella rara mezcla de amor ardiente y de cariño impecable, aquella voluptuosidad empapada de ternura, ni aquel sensualismo exento de vicio. ¡Los labios de fuego, las miradas castas! ¡Ah, necio y mentecato, que por propia culpa la perdió!
«Ella…, ella ha hecho bien en casarse, o en regalarse a quien le haya dado gana. La demostración de lo que vale —se decía él— está en la conducta que observa. En el Retiro ni una sola mirada, y luego ha dejado de ir. Indudablemente no va porque cuando me ve, sufre».
¡Qué mezcla de risa, gozo y orgullo hubiera experimentado Cristeta si por arte de magia le fuese dado asistir a tales monólogos! Y generalizando el caso, ¡cómo se reirían las mujeres de los hombres si les vieran pensar!
* * *
A todo esto sin llover; es decir, don Juan, imposibilitado de hablar con Julia, la niñera, que ni se acordaría tal vez de la cita.
En cambio, fue a todos los teatros de Madrid, visitando varios cada noche; asistió a estrenos, funciones de beneficencia y turnos distintos; todo en balde. «No la dejará su marido, o no querrá ella separarse del niño. ¡Claro! Una mujer así tiene que ser buena madre. Además, le dará pena ir al teatro… ¡sitio en que me conoció! La verdad es que me he portado muy mal. ¿Cómo buscarla sin comprometerla?… ¿Cuándo lloverá? ¿Se acordará Julia?». Poco faltó para que mandase hacer rogativas.
Por fin llovió, y con tal abundancia que acudir a la cita era ponerse hecho una sopa.
Se calzó fuerte, se puso el impermeable y bajó al Prado, yendo a colocarse ante la fuente de Neptuno, con los pies en un lago, el diluvio en torno y la imaginación barrenada por la impaciencia. Transcurrió media hora: según el reloj treinta miserables minutos; para el pensamiento, treinta siglos de malestar y desesperación. Repentinamente su espíritu se inundó de luz. A distancia de cien metros apareció Julia, paraguas en mano pisando adoquines, saltando charquitos, tan airosa como indecorosamente arremangada. Al llegar a cuatro pasos de él, dijo chulescamente:
—Oiga usted, señorito, ¿me tié usted que contar muchas cosas ú es que vamos a hacer de patos?
—Nos meteremos en un portal.
—¿Y si pasa alguno que me conozga y lo cuenta?
—Tienes razón; vámonos a un café, sígueme.
Andando muy de prisa, llegaron a un cafetín cercano a la calle de Atocha, sentáronse y acercóseles el mozo:
—¿Qué va a ser?
—¿Qué quieres tomar? —preguntó don Juan a la muchacha.
—Café con media de abajo.
—Pues yo… chica de cerveza.
—Hasta en botella le gustan a usted.
—Si son como tú, ya lo creo.
—No me peino pa señores. Conque hable usted claro, que estamos lejos y cae agua.
El lugar era ignominioso: un café con tabladillo para cantadores, banquetas más destripadas que caballo de picador, el techo ennegrecido a fuerza de humo, el ambiente apestando a tabaco de colillas, el piso escurridizo y viscoso de saliva; al fondo, un mostrador lleno de vasijas sucias y, en último término, una entre cocina y cueva, especie de laboratorio infernal consagrado al dios Cólico. El local casi desierto. Sólo en un rincón una pareja de chula y chulo, a quienes se oía decir:
Él.—Tres pesetas…; anda rica, tres pelas.
Ella.—Tres pares de cuernos…, so gandul.
Él.—Te voy a cortar la cara.
Ella.—¿La traes afilá?
Luego él cuchicheaba requiebros; la mujer sonreía lascivamente y, después, sobre el mármol del velador, sonaban cuartos.
Sirvió el mozo lo que le habían pedido; comenzó don Juan haciendo muecas al beber cerveza, quitó la chica un pelo que traía la tostada y, guardándose las sobras del azúcar, habló de este modo:
—Ya he dicho que vivo lejos.
—¿Dónde?
—Es que si paece usted por allí y huele mi señorita que tengo yo la culpa, me planta en la calle.
—¿Tu señora se llama doña Cristeta Moreruela?
—No señor, es decir, Cristeta sí que se llama, pero el apellido es Martínez.
—¡Imposible!
—Pos si lo sabe usted, ¿pa qué he hecho yo esta caminata? El señor se llama Martínez, conque sacusté la consecuencia.
—De modo que está casada, ¿desde cuándo?
—Ende que le dijeron los latines, si se los han dicho.
—¿No estás segura?
—Segura no, porque no me convidaron; lo que sé es que el señor está en Felipinas ú en la Habana, de cierto no sé… vamos, en América. Escribe toos los correos y manda el conquibus, y la señora no para de hablar del amo, y es buena, aunque tié el genio mu soberbio, y no se visita con nadie.
—¿Hacía cuándo crees tú que se casaron?
—El niño tié veintiséis meses, conque…
—Y él en la Habana, ¿qué hace?
—¿Qué ha de hacer? Empleao. En la primavera viene.
Al decir primavera, Julia sonrió sin que don Juan lo notase, porque se había quedado muy pensativo. De pronto, exclamó:
—Bueno, mujer. Pues… yo te pagaré bien, ¿entiendes?; pero desde hoy a quien sirves es a mí.
—Eso no pué ser.
—¿Por qué?
—Porque me va usted a pedir cosas que… me tendré que ir de la casa y no me trae cuenta, porque el señor, cuando venga, va a emplear a mi papá en consumos.
—Yo emplearé a tu papá y a toda tu familia.
—¡Qué fuerte se conoce que le ha entrao a usted! Por supuesto que no me extraña, porque a mi señorita toos los hombres se la comen con los ojos…; verdad que se quedan iguales, con las ganas.
—Debe de ser muy buena.
—Mal genio; pero tocante a… vamos, a eso que usted anda buscando, me paece a mí que es perder el tiempo. En fin, yo haré lo que usted me mande, con una sola condición: que no parezga usted por donde vivimos, a lo menos hasta que…
—¿Hasta que nos arreglemos?
—Cabalito.
—Te lo prometo; me ayudas, te pago bien, y por ahora no pongo los pies en vuestro barrio. Otra cosa: ¿son ricos? ¿Cómo tienen puesta la casa? Aunque yo no haya de ir… ¿dónde vive?
—Vaya… pues… la calle no se la digo a usted, vamos, que tengo mucho miedo a que me despidan.
Don Juan fingió resignarse con la negativa, y formó propósito de irse luego siguiendo de lejos a Julia. Ésta continuó:
—El cuarto es manífico, de casa grande, muy hermoso, con vistas a un jardín antiguo. Los muebles buenos; pa la compra dan cuatro ú cinco duros diarios, y la señorita gasta unas ropas blancas muy ricas.
Don Juan permaneció un instante silencioso y luego dijo:
—Bueno, pues lo primero es que me averigües, con seguridad, si están casados, y el punto, el pueblo donde está él, y qué empleo tiene. Además, le entregarás esta carta a la señorita… y esto para ti.
Dicho lo cual, alargando la mano por bajo de la mesa, colocó sobre la falda de Julia cinco monedas de a duro. El mágico efecto que causaron se reflejó en la respuesta:
—¿Y cuándo nos golvemos a ver? —dijo embolsando carta y dinero.
—Si contestara…
—¡Están verdes!
—Pues cuando le des la carta o la hayas puesto donde la coja, al otro día haces una escapada.
—Muy tempranito ha de ser.
La perspectiva de un madrugón disgustó a don Juan; pero repuso bravamente:
—¡No importa!
—¿Sabe usted el jardinillo de la Plaza Mayor? Pues… pasado mañana a las siete y media.
—De siete y media a ocho.
—Corriente.
—Adiós.
Julia salió del café arrebujándose en el mantón; don Juan pagó en un abrir y cerrar de ojos, se echó a la calle, miró en todas direcciones deseoso de ver a la muchacha para seguirla y… nada; como si se la hubiese tragado la tierra. Se acercó a una esquina cercana, luego a otra un poco más distante, se paró, tornó a mirar hacia los lados, de frente; todo fue inútil.
La grandísima pícara estaba escondida en una tienda de ultramarinos inmediata al café: desde allí observó los movimientos de don Juan hasta que le vio marcharse despacio, tan mohíno y preocupado, que, a pesar de la lluvia, llevaba el impermeable sin abotonar, y la cabeza tan caída sobre el pecho, que el agua le iba entrando por el cogote.
Luego que le perdió de vista salió ella de su escondrijo. La risa le retozaba en el cuerpo, con los dedos metidos en la faltriquera iba palpando los duros, y de trecho en trecho, temerosa de ser seguida, volvía la cara. Precaución inútil. Don Juan marchaba en dirección contraria, y de tan mal humor, que ni siquiera dirigía una mirada a las mujeres que, al cruzar las calles enlodadas, se recogían las faldas, enseñando algo de lo que a él tanto le gustaba.