Capítulo XIV

Del cual se colige la vulgarísima verdad de que el hombre es un animalucho que desprecia lo que posee y torna a desearlo cuando le parece ajeno

Dos años y algunos meses pasaron desde que don Juan abandonó a Cristeta en Santurroriaga hasta que volvió a Madrid.

Al encontrarse con su víctima en las alamedas del Retiro, se quedó asombrado. Pasó casi toda la noche pensando en ella, y lo poco que durmió, contemplándola en sueños. Puesta su memoria en constante trabajo, recordó cuanto a la pobre muchacha se refería: la primera vez que hablaron, su diplomacia en cortejarla, los diálogos en el cuartito del teatro, interrumpidos bruscamente por las entradas del segundo apunte… ¡Qué guapa estaba con aquellos trajes! Creía verla de paje, de chula, de princesa, de gitana, y a veces medio desnuda, envuelta en un amplio manto rojo, destacando sobre un fondo de plantas tropicales y aureolada por los resplandores de la luz eléctrica. Al caer el telón (le parecía que fue ayer), abandonado el palco, bajaba las escalerillas de estampía… Después, Santurroriaga, la fonda… ¡y el Paraíso!

A la madrugada despertó intranquilo. Sin poder ni querer sofocar los impulsos de la imaginación, siguió complaciéndose en recordar lo que sintió por Cristeta, semejante al niño que, tras haber destrozado un juguete, se obstina, desvive y rabia por recomponerlo y restaurarlo. Después hizo mil conjeturas, fundadas en la diferencia que existía entre la Cristeta que le perteneció y la que acababa de ver en el Retiro. ¡Cuánto mejor le sentaban las galas de señora que los oropelescos e impúdicos disfraces del teatro! Le parecía mentira que fuese la misma a quien tantas veces tuvo entre los brazos. No podía decirse que hubiese sufrido, sino gozado cambio; antes era fina, gentil y airosa; ahora, sin perder elegancia, esbeltez ni gallardía, estaba más llenita y redondeada; de linda se había trocado en hermosa. ¡Y qué modo de vestir! ¡Buena modista y buen pagano!, porque todo lo que llevaba puesto era rico. ¿En poder de quién estaría? ¿Qué vida habría hecho desde que él la dejó burlada? Fuese amante o marido, hombre había por medio; era imposible explicarse de otra suerte el lujo que ostentaba, y mucho menos la existencia del niño. Lo más verosímil era que se hubiese casado, porque su severa elegancia, exenta de perifollos llamativos, no era propia de aventurera, sino de muy señora. Pero… ¿habría tenido la criminal imprudencia de casarse engañando a un hombre, ocultándole su pasado? ¡Lo pasado! En el largo catálogo de sus conquistas, ninguna recordaba don Juan que valiese lo que aquélla. No; en el alma de Cristeta no cabía la doblez de hacerse valer como doncella intacta…, y aún era menos admisible la suposición de que ella, tan poética y desinteresada, cobrase amor a un hombre capaz de quererla como propia sabiendo que otro la gozó primero. Lo cierto era que él había tenido sucesor, y la existencia del niño demostraba que el reemplazo fue rapidísimo. Nunca pudo recordarse con más oportunidad aquello de «a rey muerto, rey puesto». «¡Al fin, mujer! Tanta promesa, tanto juramento, y luego… Todas son iguales —seguía monologueando don Juan—. Mientras no tienen idea exacta de lo que es el hombre, se embriagan de poesía y de ilusiones; pero en cuanto lo saben, quieren hartarse de realidad. A otras no es el amor ni el hombre quien las pierde, sino el lujo: la serpiente del Paraíso debió de presentar a Eva la manzana envuelta en un corte de vestido o metida en una capota. Sin embargo, mucho ha de haber variado Cristeta hasta igualarse con las que se prostituyen por cintas y brillantes. Aunque la cosa resulte anómala, tiene que estar casada… ¡tal vez casada por amor!».

No le faltaba razón. En la hermosura de los hijos suele reflejarse el amor que se tuvieron los padres, y aquel niño tan lindo no era escultura modelada con indiferencia. ¿Qué edad tendría? Un par de años, aproximadamente el tiempo transcurrido desde que él dejó a la madre. «Entonces… ¿cómo explicar?… Calma, calma —continuaba—, vamos a ver. Fue en agosto…, un año, dos… no sale la cuenta. Sería preciso creer que en seguida, en seguidita que yo escurrí el bulto se lió con otro. ¡Qué falta de pudor! Lo único claro y patente es que los mimos, las ternezas, aquel entusiasmo… ¡todo farsa! También esto lo repugno; no, Cristeta no es mujer que se entregue a cualquiera de la noche a la mañana, mucho menos en aquellas circunstancias, sin necesidad, porque yo le regalé mil duros… para vivir un año. Entonces, ¿en qué quedamos? No, pues lo que es yo no he colaborado a la venida del angelito al mundo. ¡Poca prisa que se hubiese dado ella a buscarme! Por otra parte…, ni su aspecto de ahora, ni su índole, ni su carácter, me autorizan para creer que haya dado el salto, es decir, que esté entregada a la circulación como un billete de banco. Luego no hay escape: cuando yo hice la memada de dejarla, encontró con quien casarse y aprovechó la ocasión. ¡Bien le ha sentado el matrimonio!… Está mil veces más guapa que antes. ¡Y yo que llegué a creer que me quería! Es decir, quererme…, no…, aunque sí, como se quiere al primero…, la novedad, la sorpresa, el despertar de los sentidos…, pero yo buscaré modo de darle a entender que no me ha engañado. ¡Cómo se habrá reído de mí! Aunque no sea más que un cuartito de hora tengo que hablar con ella y decirle: ¿Conque me querías tanto…, estabas loquita…, a mí solito?… ¡Embustera! Si hubiese creído que me querías no me habría marchado… Está hecha una real moza… ¡qué modo de andar y qué cuerpo, y qué señorío, y qué boca!… Pero, en fin, para mí es cosa perdida…, aunque nadie sabe lo que puede suceder. Si está casada con un hombre de cierta clase, vamos, de buena sociedad, persona conocida, algún día nos encontraremos en teatro, baile o tertulia, y entonces… ¡Una vez, nada más que una vez, por capricho, por el gustazo de avergonzarla! Y sin temor de ninguna clase, estando casada… todo consiste en ser prudente. No hay comparación: vale ahora infinitamente más. Antes era… lo que era: una comiquilla decentita y graciosa; ayer parecía una duquesa. ¡Daría cualquier cosa por saber todo lo que ha sucedido! A mí no me importa…, vayan benditos de Dios ella y el estúpido a quien haya pescado…; pero ¡como yo la coja un día!…, vamos, que no me quedo sin plantarle cuatro besos y decirle cuatro verdades».

Siguió pensando largo rato. La sospecha de que el chico fuese suyo le parecía lisa y llanamente absurda y, sin embargo, estaba dentro de lo posible. ¿Se habría casado? Todo el empeño de don Juan estribaba en persuadirse de que el tal matrimonio le tenía sin cuidado, a pesar de lo cual la hipótesis iba tomando amarga intensidad de torcedor. ¿Lo habría callado todo, engañando a un hombre o, por el contrario, le confesaría su pasado? Si lo primero, era infame y despreciable; si lo segundo, necia y sinvergüenza por unirse a quien tales tragaderas tuviese. Tal vez viviera poniendo precio a su belleza. Esta suposición era la que más daño le hacía. Casada… malo…; pero lo otro, peor mil veces. La sangre se le agolpaba al cerebro.

Cuando desmenuzando con la reflexión todas aquellas verosimilitudes y conjeturas cayó en la cuenta de que la suerte de Cristeta le preocupaba, y que además le entristecía la posibilidad de su perdición, experimentó una emoción indefinible. En el reloj del despacho sonaron las ocho de la mañana. Entonces, irritado y mohíno al considerar que había pasado la noche en blanco, se obstinó en pensar claro y armarse de sangre fría. ¿Qué diablos era aquello? ¿De cuándo acá meditaba él con semejante aquilatamiento sobre lo que hubiese podido suceder a una ex-querida? Lo cierto era que sólo había dormido un rato, y ése soñando con ella. La mayor parte de la noche fue de completo desvelo, de verdadero insomnio. Era necedad resistirse a la evidencia; desvelado… ¡y casi febril! ¡Quitarle el sueño una mujer! Y no una señora curtida en achaque de aventuras, ni una doncellita boba temible por su misma ingenuidad, ni una astuta sabedora de todas las bajezas que el hombre es capaz de cometer antes, y de las infamias que hace después, nada de esto, sino que se trataba de una mujer incauta, inexperta, gozada y abandonada. Cierto que la dejó, pero sin escarnecerla ni despreciarla. En cambio ella se vengaba turbando el tranquilo curso de su vida, haciéndole sufrir una dolorosa mortificación de amor propio y, lo que era más grave, inspirándole ideas cuyo alcance no podía calcular.

Las últimas frases que don Juan pronunció mentalmente en aquel largo y humillante monólogo fueron éstas: «Sí, ¿eh?… Pues ahora me gusta más que antes… ¡ella caerá! No es que me importe, nada de eso… lo único que quiero es tenerla una vez entre los brazos… porque sí… ¿Qué se habrá figurado la grandísima tonta?».