Capítulo XII

Siguen, Cristeta enamorada, don Quintín echándose a perder, y don Juan sin sospechar la que le espera

Cuando, pasados algunos días, se convenció Cristeta de que don Juan no se acordaba de ella para escribirle cuatro líneas, su tristeza rayó en melancolía. Lo primero que se le ocurrió fue romper la contrata, volver a Madrid, renunciar al teatro y resignarse a vivir en el estanco con sus tíos. Lo que no se le pasó por el magín fue buscar ni desear heredero al amante fugitivo y perdido; porque, no cabía duda, don Juan se había escapado como chico que pone pies en polvorosa después de robar la golosina largo tiempo deseada. Unos ratos esta idea hacía presa en su pensamiento, otros momentos se esperanzaba con la posibilidad de reconquistarle. Por fin, comprendió que no era cuerdo aquello de romper la escritura. ¿Con qué pretexto? ¿Qué haría si la empresa, auxiliada por el gobernador, se obstinase en obligarla a trabajar? Era forzoso seguir en el teatro.

Estaba una noche sentada en su cuarto, después de concluida la última obra en que cantaba, cuando entró a saludarla uno de sus más entusiastas galanteadores, hijo de una rica familia comercial de Santurroriaga.

—Me alegro de que venga usted —dijo ella— porque tengo que pedirle un favor.

—Usted no pide… manda. Y luego, aunque no me pague usted, yo me daré por recompensado con el gusto de haberla servido.

—Hará usted bien, porque no tengo nada que dar.

—Como usted quisiera…

—Bueno, ya sabe usted que es servicio gratuito, desinteresado, sin otra esperanza que la de que seamos buenos amigos.

—¿Nada más?

—¿Hará usted lo que yo le pida?

—De cabeza.

—Dios se lo premie. Deseo que averigüe usted, y me diga, dónde está en París una casa de banca española que se llama de Garcitola y Compañía. Vamos, las señas para poder enviar una carta.

—Pues… se me figura que en ninguna parte.

—¿Por qué?

—Porque mi padre está en relación con casi todas las casas españolas de París, y ésa no la he oído nombrar nunca. Conque, si tiene usted negocios, déjese usted de semejante casa y entiéndase usted conmigo.

—¿Pero usted no lo sabe con certeza?

—Certeza, no: me enteraré, y mañana sabrá usted lo que haya, con toda seguridad.

—Se lo agradeceré a usted con toda mi alma.

—¿Nada más con el alma?

—Déjese usted de bromas: no hemos de ser nunca más que amigos.

—¿Ni siquiera me dejará usted que la bese, como la besa un compañero en escena?

—Bueno; me besará usted la mano, y entendiendo que el beso no tiene importancia ni trastienda de ninguna clase.

—Quiere decir que la besaré a usted como los chicos besaban antes la mano a los curas.

—Igualito.

A la noche siguiente supo Cristeta que ni en París ni en Madrid había tal casa de Garcitola ni solo ni con compañía: y lo peor del caso era que su adorador no mentía.

—¡Lo que yo me figuré! —exclamó ella.

—Ahora venga la mano —dijo él.

—Le advierto a usted que mi interés en saber si existía esa casa era por averiguar el paradero de un hombre…; de modo que recibiré el beso que usted me dé como quien no recibe nada. Ya ve usted si soy leal. Ahora, si usted quiere…

Aquel hombre era discreto, y no insistió. Luego, a solas, Cristeta, se quedó muy pensativa.

«Ésta ya me la tenía yo tragada. Ni quiebra… ni disgustos… ¡Todo mentira! Y, sin embargo, Juan algo siente por mí… algún cariño o principio de cariño me tiene… y miedo de que vaya en aumento, porque si no… ¡quiá! no se escapa él con semejante cobardía. No hubiera preparado las cosas con tanta astucia y con tales visos de verdad. ¡Ha sido todo tan verosímil! ¡Y a mí que me dio lástima! Lo que es bien urdido sí que ha estado. Pero ha tenido miedo, mucho miedo… Le ha faltado valor para decirme cara a cara: “Esto se acabó”. Por supuesto que ha pensado despacio en mí: el dinero lo demuestra. No me ha regalado una alhaja como quien deja un recuerdo a una mujer coqueta y vanidosa…; no, ha sido dinero, como quien dice: “Por si necesitas algo”: luego su deseo no ha sido regalarme, sino que no llegue a faltarme nada. ¡Me dan unas ganas de devolvérselo! Pero… ¿cómo? Y además… no, mientras yo conserve ese dinero siempre habrá algo entre nosotros. Poco he de poder… En fin, veremos».

A partir de entonces, Cristeta recobró aparentemente la tranquilidad de espíritu, sobre todo en el teatro y en presencia de gentes extrañas; hasta se dejó cortejar; pero con frecuencia se quedaba ensimismada, sujeta al imperio de una idea, como persona que medita y fragua un plan calculando todos los casos, incidentes y peripecias que en su desarrollo pueden sobrevenir.

Por fin un día, tras cavilar y sufrir mucho, determinó escribirle, procurando que sus palabras no acusaran despecho sino amargura. La carta, después de muy pensada, quedó con estas mismas frases y ortografía; bien es verdad que no podían exigirse superiores a quien se crió en un estanco y comenzó a vivir en un teatro de tercer orden.

Querido Juan mío: No tengas miedo de que te aburra echándote en cara lo mal y remal que te as portado conmigo. No quiero más que decirte una cosa, y esa cosa es que no puedes tener queja de mí que e sido tonta de remate por demasiado buena, porque lo que as hecho tú no lo hace un cabayero, y, sin embargo, eres bueno y te quiero: lo que no sé es por qué te as ido así, cuando yo no te he faltado ni por soñación. También te quiero decir que no me hago ilusiones contigo, pues estoy combencida de que ni me escribirás ni arás por verme: yo, aunque te quiero con toda mi alma, ojalá no fuese la pura verdad, tampoco procuraré de que lleguemos a encontrarnos en ningún lado, porque te había de ver azorao, y no quiero que le dé bergüenza de aber se portao mal al hombre a quien yo he, querido. Ésta es también para decirte que ya sé que no tengo derecho ninguno para obligarte a nada. Figúrate cuando yo no he sabido guardarme, cómo voy a decirte por qué no has mirado por mí; los hombres sois así, y la que se fía de vosotros merece que la maten por tonta. No creas que me consuelo tan fácilmente, porque perdiéndote seme a ido toda la alegría, y no por lo que tú te figurarás, sino cuando estoy sola, muy sola, es cuando te echo de menos, porque las cosas que me decías parecía que me querías. En fin, esto se acabó, y no soy nada para ti, y te deseo que seas muy feliz con la que busques, pero para mí se acabaron los hombres. Lo mucho que te he querido Juan mío, no me ha dejado nada para otros. En fin, adiós Juan, y disimula que haya sido tan larga; pero no lo puedo remediar, porque estoy yorando. Ya sé que tú no me querías, y me engañabas y mentías al revés de esta que te a querido y no te a engañao nunca tu

CRISTA.

PORDATA: Te doy las gracias por el dinero que me as regalado. La primera intención que me dio fue debolvértelo, porque yo no lo he echo por el interés; pero me lo guardo por si algún día lo necesito, que lo sacaré pensando que me lo a dado el único hombre de quien yo puedo tomarlo sin que me dé vergüenza, porque siempre te he mirado como si fueras mío de beras, aunque ya sabía yo que todo esto era por pasar el tiempo. En fin, adiós por última vez, y que la Birgen te perdone, que yo no te deseo mal ninguno. Cuando te as ido así, es que no volverás nunca.

La letra era torpe y temblorosa; algunas palabras estaban medio borradas por las lágrimas que habían caído sobre el papel, mezclándose a la tinta fresca.

Aunque don Juan se lo dejó encargado, no quiso dirigirle la carta a París-Poste Restante, y deseosa de que no se extraviara se la remitió a don Quintín, cerrada, y acompañada de otra para él, en que le decía lo siguiente:

Querido tío:

Ésta es para decirle a usted que le mando por Fernández, como el mes pasado, dieciséis duros para ayuda de la casa, y para que vean ustedes que no soy descastada, porque lo que yo pueda ganar ustedes lo an echo. También ba con ésta otra carta para el señor Todellas, y ará usted lo que yo le digo, ya le diré a usted por qué cuando nos veamos, que será pronto, porque aquí llueve y se acaba el berano, y se va la gente y el teatro anda perdido esta quincena. Yo no me voy antes por no pagarme el biaje de mi bolsillo, y con la compañía no. Pues con la carta azjunta ará usted lo siguiente: irá usted a su casa, preguntará usted en dónde está y sus señas, y, si no lo dicen irá usted al casino, y sino lo preguntará usted como pueda, y enviará la carta certificada con lacre, como cuando se manda dinero. También se me ocurre la idea de que pregunte usted a los periodistas que iban por el teatro, y no deje usted de hacerlo, que va se lo explicaré a usted todo, y no quiero que sepa nada la tía, y usted me escribirá enseguida. Sin más por hoy que me digan ustedes enseguida si han recibido ésta. Muchos recuerdos para usted y besos para la tía de ésta su sobrina que les quiere mucho y berles desea,

CRISTETA MORERUELA.

* * *

Por los días en que don Quintín recibió ambas cartas, brillaba para él con vivo resplandores la estrella del amor: estaba sometido al imperio de Venus, representada por Carola.

Cometió la imprudencia de mostrarse generoso, en cuanto permitían sus ahorros, comprando hoy un vestido, mañana un abrigo; le dio para desempeñar alhajillas, hasta la llevó a cenar al café, con todo lo cual Carola llegó a persuadirse de que el vejete tenía dinero. Resultado: la corista machucha y corrida determinó, primero, desplegar cuantas zalamerías y gatadas pudiese sugerirle su deseo de asegurar la presa, y segundo, recurrir, si fuese necesario, a la bronca y el escándalo para evitar el abandono: cuando no bastasen las cucamonas y los mimos, emplearía el terror. Estaba en el otoño, ya muy entrado, de su azarosa vida, y comprendía que aquel hombre era una ganga.

Entregáronse, pues, al mayor desenfreno amoroso: ella por cálculo y él por torpe apasionamiento.

Cuentan las historias de Oriente que Seleuco, rey de Antioquía, mandó fabricar un estanque con fondo y muros de plata bruñida, lleno de agua limpísima y aromatizada, donde dispuso que su prometida Maiouma nadase desnuda a la luz de la luna, antes de serle llevada a la cámara nupcial: y refieren las crónicas arábigas que Yusuf de Granada gozó a su favorita Jandaya teniendo por tálamo un montón que mandó formar deshojando las rosas más encendidas y rojas que pudieron cogerse en el Generalife; pero éstas son exageraciones de historiadores, o fantasías de poetas, que resultan pobres y mezquinas comparadas con los modos que Carolina inventaba para enloquecer a su amante.

Un día, fingiendo que para airearlos había sacado del cofre los trajes de teatro, le esperó vestida de odalisca zarzuelera, con perlas de vidrio entre las trenzas, collar de monedillas de cobre, y el cuerpo impúdicamente semioculto entre rasos deslucidos y gasas tazadas, pero al fin rasos y gasas como don Quintín no los había visto ni en sueños. Otra tarde, pues aquellos desórdenes eran vespertinos, le aguardó vestida de aldeana, y otra vez en traje de bailarina. Carola no era mujer: era un serrallo. Pero lo que le ponía fuera de sí era admirarla de señora, con abanico de plumas, vestido de cola, escotada y con prendido de flores en el pecho. Cuando la veía engalanada de este modo, no se sentaba, sino que se dejaba caer estupefacto en un sillón desvencijado: ella entonces se ponía de media anqueta en uno de los brazos del butacón, y alzando una copa de Champaña, que compró en el Rastro, brindaba con pardillo de la taberna cercana: luego paladeaban a medias los incendiados sorbos, y de fijo que no gozaron la mitad que ellos los más venturosos amantes de la historia. No hizo tanto Aspasia, prendada de Alcibíades. Don Quintín se anegaba en un mar de impurezas: sus amorosos aspavientos sólo eran comparables a las convulsiones de una rana sometida a una corriente eléctrica. Aquel hombre que imponía respeto a sus convecinos mientras despachaba sellos y cajetillas, más serio que San Luis cuando administraba justicia bajo el legendario roble, era por las tardes un personaje enteramente distinto. Lo único que sentía era no tener ropa con que disfrazarse de magnate o de emperador; de algo, en fin, con autoridad para hacer que el mundo entero se postrara en adoración de aquella sirena.

Sin embargo, en medio de tan enloquecedoras orgías sentía punzadas de amargura, porque junto a los rasgados ojos de Carola descubría la terrible pata de gallo, y el exceso de celo con que le procuraba placeres nuevos y sensaciones desconocidas le hacía pensar en que aquella mujer debía de haber aprendido tan impuro arte en brazos de otros amantes: sobre todo, le molestaba que se desesperase y quedara rendida cuando él tardaba en responder, o no respondía, al llamamiento voluptuoso a que ella le incitaba con todo linaje de rebuscados artificios. Finalmente: varias veces, al hundir sus dedos en los desordenados rizos de Carola, había sorprendido mechones de canas ocultas en lo más recóndito del moño. ¡Terrible descubrimiento! En un principio Carola le pareció apropiada a su edad y estado de conservación; pero luego se le antojó algo entrada en años. ¡Cuánto más intensas hubieran sido aquellas dulzuras compartidas con una querida joven! Entonces, del fondo de su pensamiento surgía el recuerdo de Mariquilla, y junto a ella, por relación de ideas, la odiosa figura de don Juan, el hombre aborrecido, porque para don Quintín era verdad incontrovertible que, a no evitarlo aquél, la muchacha se le hubiera rendido. Los paralelos que establecía con la imaginación al pensar en tales cosas, resultaban poco favorables a Carola. ¡Qué diferencia entre sus blanduchos y manoseados encantos y el duro y levantado pecho de Mariquilla!

Había también otro motivo para que don Quintín persistiese en su rencor hacia don Juan; y era, que desde la época en que doña Frasquita dio crédito a los supuestos desórdenes de su esposo con Mariquilla, no dejó de atormentarle con furibundos celos. Consentía de mala gana en las salidas al caer la tarde, que él aprovechaba para convertir en harén el sotabanco de Carola; pero de noche no le permitía poner el pie en la calle. Además, de los labios de doña Frasquita continuamente brotaban dichos y apóstrofes tan destemplados como éstos: —«¡Carcamal! ¡No haber tenido familia a los veinte, y querer correrla con un pie en la sepultura! ¡Cochino! ¡Buen chasco se llevaría la que fuese, porque… al burro que no puede con la albarda, échele usted doble carga!».

Don Quintín sonreía y callaba, esperanzado con tomar secreta venganza de tan ofensivas frases, a falta de Mariquilla, en brazos de Carola, aunque no fuese más que una o dos veces por semana.

Lo peor era que, sorbido por el amor, se cuidaba muy poco del estanco. No hacía oportunamente las sacas del tabaco, no iba al sello cuando debía, se le olvidaba escoger los peninsulares, y hasta llegó a tomar moneda falsa.

Tal era su situación cuando recibió las dos cartas de Cristeta. Leyó primero la que le iba destinada, y en seguida ocultó la otra, temeroso de que doña Frasquita la viese. Luego comenzó la curiosidad a roerle el pensamiento. ¿Por qué escribiría su sobrina con tanto misterio al aborrecido don Juan? ¿Qué habría pasado entre ambos? ¿Estarían en relaciones… íntimas… arrimaos, que dice la gente ordinaria? El empeño de Cristeta en averiguar su paradero, autorizaba las más ofensivas conjeturas y don Quintín tenía el espíritu predispuesto a concebir pecados y liviandades. ¿No estaba él enamorado hasta las cachas? ¿Pues cómo había de ser inverosímil que Cristeta hubiese incurrido en alguna desenvoltura?

Claro está que al imaginarlo no se apenó como si se tratara de una hija suya; pero se disgustó y, sobre todo, aprovechó la ocasión para acrecentar con justa causa su odio hacia don Juan; casi alegrándose por tener motivo que atizara su deseo de venganza. Consideró a Cristeta seducida, abandonada, y le dio lástima; mas el sentimiento que le dominó fue el rencor. Cuando se le ocurría la idea de que tal vez la desdicha de Cristeta fuese figuración suya, se ponía triste cual si viese quebrantada la base de sus proyectos de venganza. ¿Se habría ella, tan lista y juiciosa, dejado atrapar por aquel bribón? El único medio de salir de dudas era abrir la segunda carta. ¿Con qué derecho? Con el mismo que tuvo don Juan para burlarse de él, haciéndole juguete de una chicuela y, lo que era peor, estorbando que la conquistase. La dificultad estaba en abrir la carta sin que luego se conociera. Tras largas cavilaciones, obedeciendo a una idea que le pareció tan original como atrevida y segura, sin pararse en peligros, rasgó el sobre y leyó.

La carta le dijo claramente el infortunio de su sobrina. En el alma de don Quintín sonó una voz que pareció gritar ¡venganza! con aquella terrible entonación que en los dramas históricos emplean los racionistas para gritar: «¡Arma, arma, guerra, guerra!». Después se quedó abismado en un mar de dudas. ¿Se daría por enterado del secreto que acababa de descubrir, confesando a Cristeta la violación de la carta? No, porque se enfurecería. Lo conveniente era ayudarla, tenerla contenta, aparentando ignorancia, y buscar en ella un aliado, con cuyo auxilio fuese posible domesticar a doña Franquista y gozar de mayor libertad. Por último, encerrado en su cuarto, releyó tres o cuatro veces la carta para empaparse bien de sus quejas. Después buscó un sobre parecido al que había roto, y colocando el viejo sobre el vidrio de un balcón y poniendo el nuevo encima, calcó el primero al trasluz, haciéndolo con tanta habilidad, que su misma sobrina hubiera quedado engañada.

Al día siguiente estuvo en la secretaría del Casino, averiguó dónde vivía don Juan, fue a su casa, esperó al cartero, le siguió hasta Correos, y mostrándoselo a otro cartero amigo suyo que allí estaba, hizo que éste preguntase a su colega dónde dejó encargado don Juan que le remitiesen las cartas que para él llegaron. La respuesta fue satisfactoria: 12, rue de Rochechouart, París. Y allí envió el pliego, certificado en toda regla.

* * *

A las pocas semanas de esto llegó Cristeta, triste de ánimo y desmejorada de cuerpo. Lo primero que hizo fue comunicar a sus tíos que había formado irrevocable propósito de renunciar al teatro. Prometioles que en la casa les aliviaría cuanto pudiese del trabajo, habló de ponerse a oficio, y añadió que, a ser forzoso, se buscaría de cualquier modo honradamente la vida: todo menos volver a pisar un escenario. Tan firme la vieron en su resolución, que no intentaron disuadirla; don Quintín nada objetó, comprendiendo que hubiera sido inútil; doña Franquista lo sintió, calculando que ya no volverían sus guardadores dedos a tocar el importe de las quincenas; pero al mismo tiempo se alegró, imaginando que, alejada Cristeta del teatro, no habría pretexto para que lo frecuentase su marido.

La regla de conducta que Cristeta se había impuesto consistía en esperar los acontecimientos y dar tiempo al tiempo. En lo más recóndito del pensamiento dejó que anidara la esperanza; en el fondo del corazón ocultó su amor a Juan, y en lo más seguro de su cómoda guardó el pequeño fajo de billetes de banco que cobró en Santurroriaga al presentar el talón firmado por su ex-amante.

Su vida fue desde entonces toda recogimiento y prudencia. Por la mañana temprano se alisaba el pelo, sin tufos, rizos, ni flequillo; se vestía modestamente, y comenzaba a despachar en el estanco sin más descanso que el preciso para almorzar y comer. Luego de cerrada la tienda, se retiraba a su cuarto y allí poblaba de recuerdos su triste soledad, o lloraba, doliéndole como a verdadera enamorada, antes la injusticia del abandono, que la crueldad de la deshonra. Otras veces, embriagándose de esperanzas, acariciaba proyectos, y soñando juntamente con lo porvenir y lo pasado, le parecía que las lágrimas que le resbalaban desde las mejillas a los labios, tenían el sabor dulcísimo de los besos perdidos. ¡La deshonra! ¿Qué le importaba? ¿Ni a qué echar de menos el encanto de la doncellez sí jamás había de sentir no poder ofrecérselo a otro hombre?… ¡Qué días tan largos! ¡Qué noches tan tristes! Comparaba las de ahora, con las pasadas, y aunque exenta de grosera sensualidad, veía que la almohada de su cama era para ella sola demasiado grande. Como de hoguera encendida en campo raso que cuando parece apagada, de pronto se aviva y chisporrotea al menor soplo de aire, así en su mente se iban alzando los recuerdos. Largas y turbulentas veladas de amor, estabais lejanas, pero no olvidadas. ¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegría cuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo! ¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena! ¿Quién hacía la última caricia? Esto sí que era irrecordable. Las escenas y momentos que Cristeta se complacía en evocar, no le venían a la memoria como delirio de imaginación viciosa obstinada en reproducir mentalmente lo que aun para el pensamiento debe ser pudoroso; eran reminiscencias espontáneas, dispersas e incompletas, rememoradas como versos sueltos de un poema leído en días venturosos. ¡Cuánto gozaba él sepultando las manos entre sus rizos de oro, y con qué delicia aspiraba la leve ráfaga de perfume que de ellos se escapaba! Después venía el ruido rápido que producen las trencillas del corsé al deslizarse por entre los ojetes metálicos; luego caían sobre la alfombra las ropas, con gemir de ola en playa, oíase el murmullo de las frases ahogadas en besos, y en seguida comenzaban esos primores de refinamiento amoroso que condenan los hipócritas y disculpan los sabios. ¡Cómo los recordaba! Juan tenía la costumbre de colocar la luz sobre la mesa de noche, porque no le gustaba poseerla sin mirarla; durante los primeros abrazos charlaban mucho, boca con oído. Después… un pecho anheloso sirviendo de almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandor del alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en los vidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡Basta!». Mas no todo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto a la involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideas ajenas al placer. Sí; cien cuerpos quisiera tener para que él, como señor, los poseyera, y cada noche una virginidad para entregársela; pero al mismo tiempo, si enfermase, ¡con qué sincera abnegación le cuidaría! Si el dolor le postrara dejándole años y años sin fuerza para oprimirla ni voluptuosidad para besarla, ¡cuán tranquila y resignadamente se trocaría de querida en enfermera! Entonces vendría la lujuria del cariño, el no dormir para velarle, el contar los minutos para darle a su tiempo los remedios, el espiar el hervor de su respiración y el ardor de la frente y la transpiración de la piel; y los bajos oficios que a otras personas fueran repugnantes y que ella haría gozosa saboreando su triste y voluntaria servidumbre. Le amaba mucho, pero aún le quería más. Capaz era de sorberle la vida y destrozarle la salud a fuerza de pedirle amor; pero también tenía en el alma un tesoro de cariño, donde, como en un Jordán, podían purificarse sus caricias y sus besos.

De esta suerte, entre avivar recuerdos y esperanzas con espejismos del deseo, se le fue pasando el tiempo. Transcurrieron semanas, meses, y llegó el aniversario del día en que le conoció… No: no fue de día, fue de noche. Lo recordaba hasta en los menores detalles. Estaba vestida de gitana: falda de percal muy hueca, rizos en las sienes, moño bajo y la nuca acariciada por un manojillo de flores que parecían colocadas por el mismo diablo. Cuantos así la vieron la elogiaron achuladamente: sólo él tuvo valor para decir que todo aquello, por flamenco y grosero, desdecía de su tipo elegante y fino. ¡De cuántas cosas parecidas se acordaba!

Ansiosa de saber si Juan había llegado a Madrid, fue a los teatros en días de estreno, al primer turno del Real, y nada. Llegaba a primera hora, acompañada de su tío, se acomodaba en una galería alta, tendía la vista por la sala, y cuando se convencía de que Juan no estaba, se volvía a casa con las lágrimas agolpadas a los ojos y la esperanza refugiada en lo más hondo del alma. No era su propósito hacerse la encontradiza, ni hablarle, ni menos reconvenirle; lo que ansiaba era verle.

Acabó el invierno; pasaron la primavera y el verano siguiente sin que pudiese averiguar su paradero. Cada vez que don Quintín, enviado por ella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta: «No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego come unos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocinera». De cuando en cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones por ver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y si entraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía, preguntaba con timidez mezclada de astucia. Todo era inútil: en los teatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisteros de salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongada ausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado. ¿Estaría preso en brazos de otra? Amarga era la suposición; pero no importaba gran cosa, porque Juan no permanecía nunca mucho tiempo en tal cautividad: se prendaba de un cuerpo hermoso hasta conocerlo poco a poco, beso a beso; pero enamorarse… ¡imposible! En esto precisamente fundaba Cristeta su esperanza. ¿Cuál era su plan? A nadie lo comunicó. Doña Franquista ignoraba que hubiese sido seducida y abandonada: don Quintín, merced a su pasada indiscreción, sabía la verdad incompleta; que don Juan se portó villanamente; pero del proyecto que ella abrigase, ni palabra.

Mientras tanto don Juan continuaba en París haciendo vida de hombre alegre, libre y rico. ¿A qué narrar sus aventuras? Hoy, una pecadora más o menos cara, de ésas cuyo amor gozado sin ilusión, deja en alma y cuerpo el descaecimiento y el hastío propios de todo lo forzado; mañana, una gran señora de aquéllas a quienes se corteja por vanidad, cuyas caricias no valen el sobresalto que cuestan; otro día, una camarera de fonda de las que a primera vista parecen limpias y resultan insoportables; de cuando en cuando, la mujer con quien se tropieza en viaje, posesión de lo anónimo, encanto de lo desconocido, los besos en el túnel, la parada en la misma fonda, noche, almuerzo, regalo y despedida con tristeza falsificada. Pero entre tanto desatino amoroso, entre tanto deleite comprado, ni un solo latido de verdadera pasión. Ni en las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente se mudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojines sedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso de otro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy para uno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido y tranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta. No la echó de menos ni se arrepintió de haberla huido; pero la recordaba porque las otras mujeres se la traían a la memoria sugiriéndole involuntarias comparaciones de que siempre salía victoriosa. Ocurríale, sin embargo, que cuanto mayor era el encanto con que la recordaba, más intenso era también el desasosiego que le producía, porque la reflexión se hartaba de decirle que Cristeta no era flor de un día o estrella de una noche. Sólo pudo librarse de ella empleando el cobarde recurso de la fuga. ¿Qué sucedería si volviese a encontrarla en su camino? Aunque por propia voluntad nunca evocaba su recuerdo, muchas veces, en la impaciencia de una cita, en el ficticio entusiasmo de una parodia de amor, en medio del enojo que causa la posesión de lo que se ha deseado tibiamente, surgía en su pensamiento la imagen de Cristeta, única mujer que al entregársele le había dado, al par del cuerpo, algo del alma.

Hubo antiguamente en tierra de Indias una princesa que poseyendo un arenal extenso, quiso convertirlo en jardín. A fuerza de gastar vidas de esclavos y talegos de monedas, pobló el arenal de flores maravillosamente raras cada una de las cuales representaba un tesoro. Y ocurrió, que estando un día la princesa apoyada de codos en la baranda de ágata que dominaba aquel campo de colores vivos y movibles, vio una flor sencillísima, blanca y ligeramente sonrosada como mejilla pudorosa, que había brotado espontáneamente sin costar una gota de sudor ni un hilo de agua. Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitase en contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montones de riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde, cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas.

Lo mismo le pasaba a don Juan. Las ropas casi impalpables por lo finas, los perfumes más rebuscados, los corsés llenos de encajes no conseguían destronar de su memoria los lienzos que envolvían a Cristeta, el natural aroma de su limpio cuerpo y el modesto corsé blanco que tanto les hacía reír, entre impacientes y burlones, cuando se le hacía nudos la trencilla.

¡Misterio incomprensible! Las reminiscencias de don Juan no eran castas, y, sin embargo, al desvanecerse y borrarse le dejaban en el alma cierta serena placidez; semejantes al humo que cuando se alza de la tierra es vapor sucio, y que a veces acaba por parecer en el espacio nube resplandeciente y limpia.

Dos años y unos cuantos meses pasaron Cristeta y don Juan, viviendo de esta suerte, cada uno por su lado.

Recordaba él de tarde en tarde, sin querer; ella no dejó un solo día de esperarle.