Capítulo XI

A consecuencia del cual perderá don Juan la simpatía de las lectoras

Durante varias noches observó Cristeta que su amante volvía a estar caviloso, y que sus impulsos amorosos sufrían intervalos en los cuales se quedaba ensimismado y triste. La verdad era que al pobre conquistador le costaba esfuerzo y pena fingir preocupación y mal humor: lo de tener que ponerse melancólico entre dos caricias, le iba pareciendo intolerable. Había momentos en que le daban ganas de echarlo todo a rodar, declarándose vencido y confesando que la casa Garcitola y su quiebra eran pura embustería. Al mismo tiempo, y esto sí que era grave, cuanto más dueño se hacía de Cristeta, más se asombraba de no sentir amagos de hastío: indudablemente el amor de aquella mujer era un bebedizo que en vez de calmar la sed, la producía y excitaba. Por lo cual don Juan suponiéndose puesto en ridículo ante sí mismo, se asustó y resolvió convencerse de que no había degenerado, y de que estaba en pleno uso de su libre albedrío. Entonces, rechazando como vergonzosa la posibilidad de haberse enamorado, sacrificó su gusto al pícaro amor propio, y determinó huir cuanto antes de Cristeta, en cuyos encantos comenzaba a vislumbrar, no una conquista semejante a sus anteriores hazañas, sino una red capaz de aprisionarle para siempre.

* * *

Eran las dos de la madrugada.

La bujía colocada encima de la mesa estaba a punto de consumirse. De pronto el pábilo vaciló, cayendo sobre la esperma liquidada, brilló un momento con mucha intensidad, y se apagó. Las tinieblas aminoraron el pudor de Cristeta y dieron valor a don Juan.

Aguardábale ella con los brazos abiertos, cuando en vez de recibir el beso esperado, oyó la voz de don Juan que decía:

—Lo malo es que no tengo fósforos.

—Bueno… no hacen falta.

En vano siguió esperando el beso, prólogo de mayores dulzuras.

—¿Sabes, chica, que hoy he recibido carta del agente?

—¿Y qué? —preguntó con gran vehemencia.

—Lo peor: que el día menos pensado voy a tener que marcharme.

—¿Por mucho tiempo?

—No lo sé.

Don Juan sintió posarse en sus hombros los brazos desnudos de la enamorada y oyó estas palabras, que le hicieron experimentar una indefinible confusión de miedo y de placer.

—¡Juan mío, por lo que más quieras en el mundo, no me dejes!

¿Cómo hablar, en tal momento, de intereses?

—¿Qué va a ser de mí? —seguía ella—. No tengo miedo al porvenir. Ya sé que no me ha de faltar contrata, que tengo seguro el pan en casa de mis tíos… pero no podré vivir sin ti. Dime que volverás, que me quieres, que eres mío para siempre.

—Vamos, mujer, no te pongas dramática. ¿No has venido solita a Santurroriaga y he tardado que sé yo cuántos días en llegar?

—Sí; pero aún no era como ahora… no éramos todavía uno de otro. ¡Venías… por lo que yo me sé!… ¡A estas alturas sabe Dios si tendré encanto ni atractivo para ti!

—No seas simple, vidita, antes te quería por lo que esperaba, ahora por lo que tengo. ¡Cualquiera diría que ir quince días a París, a Madrid, o donde sea, es una separación eterna!

Aunque continuaban a oscuras y abrazados, ambos tenían más despabilado el recelo que el deseo. Cristeta debió de notar algo anómalo en la voz de don Juan; tal vez en la tiniebla favorecedora del engaño le pareciese sospechoso su lenguaje, porque de repente exclamó:

—¡Luz, luz, quiero verte la cara!… No me beses…, déjame llorar… ¡Luz… luz!

Oyose el rápido posarse de los pies de Cristeta sobre el entarimado. Luego añadió:

—Aquí…, encima del tocador: trae tu palmatoria.

Sonó el frotamiento de un fósforo, y quedó débilmente iluminado el cuarto.

Estaba ella casi en paños menores, mas no considerando el momento propicio al amor, en seguida se vistió y calzó; arrebujose en una bata, y al ver a don Juan que volvía de su cuarto palmatoria en mano, le dijo:

—Ven, siéntate aquí; la verdad… nada te pido…

Y rompió de nuevo en llanto.

Nunca había visto él llorar así: en vano quiso que aquellas lágrimas le pareciesen falsas o ridículas. Por fortuna, sólo duraron unos cuantos segundos, porque ella las contuvo como tragándoselas; procuró serenarse, y habló sin gimoteos ni sollozos.

—Sé que no tengo sobre ti ningún derecho. No te pido nada, ni por soñación. ¿Será cierto eso de la casa de banca y el dinero? Aunque me engañes, me alegraré de que sea mentira, porque prefiero mi desdicha a tu ruina.

Estaba tan nerviosa, que era inútil su empeño por aparecer serena: denotaba tan verdadero pesar, que don Juan comenzó a darse a todos diablos.

—Mira —prosiguió ella—: si aquí hay mal, toda la culpa es mía. Nos conocimos, te gusté, tú a mí más…; luego ha pasado lo que Dios ha querido… Vamos, para que veas si te quiero, no me arrepiento. Conque está tranquilo: no soy mujer que arme trapatiesta ni escándalo; pero no me engañes. Ya no me quieres, ¿verdad? Consiento en ser desgraciada, y lo seré si me dejas; pero no mientas por lástima. Francamente, ¿volverás?

Aunque redunde en descrédito de la pericia de don Juan, forzoso es decir que el giro que tomó la escena le hizo perder su habitual serenidad. El compromiso era de marca mayor. Le mortificaba mentir, y al mismo tiempo le faltaba valor para decirlo en crudo: ¡como que es necesario más coraje para decir a una mujer «ahí queda eso» que para tomar una barricada a pecho descubierto!

En vano intentó hacer un llamamiento al amor físico. Cristeta se mostró refractaria a las caricias. Hay instantes en que resulta grosera la más delicada voluptuosidad: amar sin deseo es peor que comer sin hambre.

—Anda —dijo ella, tragándose el salado amargor de las lágrimas—; confiesa que no vuelves…, que te has cansado de mí.

Entonces él no pudo más, y mintió por salir del atolladero, exclamando:

—¡No he de volver!

A esta frase se agarró ella como a clavo ardiendo.

—No te pido juramento ni promesa, ni mucho menos palabra de honor; pero si esto se acabó, desengáñame de una vez. Comprendo que he hecho mal en ser tuya, y sin embargo, ni me arrepiento ni quiero que me lo agradezcas…; pero tampoco me confundas con otras que hayan sido tuyas sin quererte.

Don Juan había luchado mucho contra la coquetería y la astucia femeninas; había burlado a veteranas de la galantería, a beatas lagartonas, a señoras raposas, quedando siempre victorioso de sus malas artes y enredos; pero no acertó a luchar abiertamente con aquella sinceridad.

¿Fue ternura repentina, de la que se creía incapaz, o vergonzosa abdicación de sus principios y presagio de mayores debilidades? Nadie le culpe. ¿Cómo ser cruel con una mujer que, lejos de echar en cara los favores otorgados, ni arrepentirse de ellos, ni solicitar cosa alguna para lo porvenir, se limitaba a pedir lealtad? De la desvergonzada Zaluka, de la sagaz Cleopatra, cualquiera triunfa, porque el hombre se deleita tanto en humillar la soberbia como en poseer la belleza, pero ¿quién es capaz de permanecer insensible ante la enamorada humilde y suplicante?

—Ignoro cuánto tiempo tendré que estar en Madrid o en París —dijo don Juan—. No sé dónde iré…; en fin, no me voy del mundo. Claro que volveré; y si no te encuentro aquí…, en Madrid nos reuniremos.

—¿Me escribirás a menudo? ¿Podré yo escribirte?

—Siempre que quieras.

—¿Verdad que no estás hastiado de mí? ¿Me quieres?

—¡Con toda mi alma!

(Evocando sus propios recuerdos, ponga el lector aquí cuanto haya experimentado en casos parecidos.)

¡Oh inacabable encadenamiento de frases, tan tontas para escritas como deliciosas para pronunciadas y oídas!

Cuanto hizo don Juan encaminado a enardecer los sentidos de Cristeta, fue trabajo perdido. La ninfa de abrasadora voluptuosidad se había trocado en fría escultura. Estaba triste, lleno su pensamiento de cosas amargas. Recibía los besos como Dios las oraciones, sin darse cuenta de ello.

—No…, hoy no…, déjame…; dime que eres mío…, y nada más. No sabes quererme así…, vamos…, sin eso.

El último diálogo fue casto. A las siete de la mañana, después de haber pasado la noche en triste honestidad, don Juan se retiró a su cuarto. En el instante de separarse la abrazó y besó mucho, sin que Cristeta experimentara emoción. Fue despedida de manos quietas.

Ella, al quedarse sola, se tiró llorando sobre la cama.

«Nada, nada —se decía don Juan poco después, haciendo preparativos de viaje—, la carta, el dinero y tierra por medio. Con esto y con que no lo quiera tomar…; sería la primera. ¿Cómo se lo doy, y cuánto le dejo? Dejarlo…, en un talón contra el Banco, para que lo cobre aquí o en Madrid…; lo difícil de precisar es el cuánto. Por supuesto que a ninguna se lo he dado con tanto gusto. Ni codicia ni exigencias… ¡Lástima de chica! La verdad es que da compasión. Pero yo no he de cargar con ella para toda la vida. Lo que no puedo hacer es andar con tacañerías. Conque… estudiemos fríamente el caso. A una perdida le daría tanto o cuanto, según su categoría y su modo de vivir, como quien paga cuenta de fonda con arreglo al lujo y fama de la casa. Con una mujer de género intermedio, por ejemplo, una de esas viudas que jamás tuvieron marido, tampoco habría duda: todo era cuestión de darle lo bastante con que vivir hasta que hallara quien me reemplazase. A una señora… ¡éstas sí que salen caras!, una alhaja. Pero con esta desdichada, que no es aventurera, ni perdida, ni soltera de nadie, ni viuda de todos, ni siquiera señora…, ¿qué hago? ¡Maldita sea la hora en que la busqué! No, eso no…; no vengamos ahora con exageraciones: lo malo es tener que dejarla, porque… bonita… ¡como ninguna! Y ¿qué haré? ¡Cuando digo que este problema de quedar bien es en ciertos casos imposible de resolver! Lo esencial es componérmelas de modo que no haya reanudación posible. En amor las soldaduras son fatales…, ya lo sé. Lo malo es que para esto sería necesario que yo me portase como un sucio, y la chica no lo merece…, tan guapa, de tan buen fondo…, ¡pues y la forma! Una cosa es escurrir el bulto, y otra dejar de ser caballero. Hay que hacer el desembolso de una vez. Sí: dar hoy de sobra es adquirir la seguridad de que no pida en lo sucesivo… Aunque bien mirado…, no es de las que piden. Hago cuenta que me asaltó la tentación de ir al Casino… subí a la sala del crimen…, bacarrat, treinta y cuarenta, cualquier cosa, unos cuantos pases con mala sombra…, y veinte o treinta mil reales fuera del bolsillo. ¿Mil quinientos duros? ¡Mucho es! Me parece que me he escurrido. ¿Y si se engolosina, y yo mismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad…, ¿qué clase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada a puerta de calle, en un estanco, una corista distinguida… ¡Me da una rabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas y un traje! Pero ¡quiá! esta mujer ha cedido porque se ha enamorado de mí. Además, ha llegado a mis manos… como nieve recién caída…, intacta. Lo dicho: acabar de una vez, pero portándome como quien soy. La cosa sale cara: ¡bah! cada uno lo gasta como le da la gana. No tengo potros de carrera, ni bebo, ni compro antiguallas, ni juego. Mujeres, eso sí. Bueno, ¿y qué?, ¿en qué mejor? Si sabiendo lo que es esta chica le pidiera a uno antes el oro y el moro, daría hasta la última peseta; conque, ¡fuera tacañería!». Y siguió el monólogo.

«Veinte mil… treinta mil reales… mil… mil quinientos… Bueno, mil duretes, cifra redonda. En su vida ha visto tanto dinero junto. Casi puede decirse que no hay en Madrid mujer que no se logre con eso; aunque no, todas no. Lo cierto es que cuanto más espléndido me muestre, más claro verá ella el propósito de romper, y aquí de lo que se trata es de cortar por lo sano… Bien pesado y medido todo, puede que los mil duros sean su perdición… si se los gasta en trapos y se echa a rodar por esos mundos de Dios. Lo sentiría porque la pobre no lo merece. ¿Y a mí qué me importa? Si se ha de perder, lo mismo sucederá dándole poco que mucho. Con tres o cuatro mil pesetillas se vuelve loca. No serían muchos los hombres que hicieran esto en igual caso, sobre todo pudiendo largarse impunemente sin chistar. Por otra parte, según yo escriba la carta de despedida, así será la impresión que ella reciba. Vamos con calma: la carta no debe ser un rompimiento a raja tabla, porque con lo entusiasmada que la tengo y con dinero a mano, se viene detrás de mí. ¡Horror! Hay que decirle que vendré… cuando pueda… plazo indeterminado… los negocios… y al volver a Madrid no parezco por el teatro en que ella esté. Son diez o doce mil reales tirados a la calle, pero lo bailado nadie me lo quita. Diez, no, tienen que ser más… No vayamos mermándola tanto que resulte una mezquindad. Ya sé yo que otro no se los daría. ¡Doce mil reales a una mujer! En el teatro resultaría absurdo, inverosímil; ¡pero yo soy quien soy! La chica me gusta como no me ha gustado ninguna mujer. ¡Si no fuera por miedo a la duplicación de mi individuo, un demonio la dejaba yo! La verdad es que Dios debió decir: Crescite et multiplicamini… si os conviene, y si no, no. En fin, ¿para qué tengo el dinero?, ¿me da la gana de quedar bien?, ¡pues lo hago y San Seacabó! ¡Quién me dice a mí que luego, cuando ande yo rodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro y reanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres! Tendría gracia que fuese yo capaz de recogerla de los brazos de otro, cuando ahora es mía, y nada más que mía. Eso sería lo mismo que no saborear un buen plato, dejar que se lo llevaran a la cocina, y cuando lo hubieran catado y pringado en él los criados, volver a pedirlo para chuparme los dedos de gusto. ¡Qué mal organizado está el mundo! Vamos a ver, ¿por qué no había yo de seguir con esta mujer hasta que nos cansáramos, y después, sin reñir, separarnos pacíficamente como dos buenos amigos que han hecho juntos un negocio? ¿Dónde mejor negocio que pasar una temporadita en plena felicidad? Y en seguida, lo mismo con otra. Pero… que no me salieran tan caras; porque… ¿En qué quedamos? ¿Cuánto le doy? ¿Diez, doce, veinte, treinta mil reales…?».

Se puso a escribir sin tenerlo fijamente resuelto. Comenzó una carta, la rompió, y después otras. Por fin le pareció que la tercera o cuarta quedaba bien. Luego sacó de la cartera un sobre, y de éste tres talones, con los huecos en blanco, contra el Banco de España. Tomó uno de ellos, y al ir a llenar los claros del impreso, se quedó pensativo, mordiendo el mango de la pluma, como poeta que no halla consonante.

¡Qué animalucho tan despreciable es el hombre! Cuando Cristeta le abrió los brazos no vaciló en poseerla, y ahora llevaba una eternidad pensando si habían de ser diez o veinte. ¡Ah, mujeres! Sabed que al hombre, como al hierro, hay que pedirle las cosas en caliente, porque pasados en uno el entusiasmo amoroso, y la incandescencia en otro, quedan fríos y duros, y a nada se prestan.

Sin embargo, hay hombres de hombres. Don Juan se quitó de la boca el mango de pluma y escribió con letra clarísima cinco mil pesetas. Hecho lo cual, arrojó sobre la mesa el palitroque, murmurando: «¡Quien tal hizo, que tal pague!».

¿Lo tenéis por inverosímil? Pues sois tacaños. ¿Os parece demasiado? Es que no habéis sentido los embriagadores halagos de Cristeta. ¿Fue arranque de hermosísima liberalidad? Tampoco. Si la Venus antigua, manca, mutilada, de la cual sólo gozan los ojos, y que no se digna bajar de su pedestal, no tiene precio, ¿cuánto vale una mujer de veinte años, estatua viva y cariñosa?

Repuesto del esfuerzo que le costó aquel rasgo, don Juan guardó en el baúl las pocas ropas que tenía sobre las sillas y colgadas de las perchas. La cuenta de la fonda no había que pensar en pagarla hasta más tarde: no hiciese el diablo que Cristeta por casualidad se enterara y se escamase.

Al día siguiente, comió mientras Cristeta estaba en el teatro; pagó al amo, en persona, y le entregó la carta para la pobre muchacha, diciéndole:

—No sabía que la Moreruela y yo éramos vecinos de cuarto. Dele usted esto. Son proposiciones que le hace un empresario amigo mío.

—Vaya usted tranquilo.

A las diez salía el tren, y aunque la estación distaba poco de la fonda, a las nueve andaba ya don Juan paseando su impaciencia por el andén, tan contrariado y en tal estado de ánimo, que si en aquellos momentos hubiese aparecido ella, se la lleva consigo.

Luego, al reclinar la cabeza en los ásperos almohadones del vagón, se acordó del suave pecho de Cristeta. La forma del recuerdo no era en verdad, muy desinteresada; pero lo cierto es que echó de menos a su víctima, cosa en él enteramente nueva.

Al otro día pernoctó en Burdeos. Comió poco, callejeó sin saber por dónde, y se acostó. ¡Santo Dios qué noche! Ni momento de sueño ni instante de reposo. ¡Qué desasosiego, qué cama… y qué espantosa soledad!

¿Era que se arrepentía, o simplemente que la echaba de menos? En vano intentó explicárselo.

Cuanto sentía estaba en abierta contradicción con sus antecedentes, sus ideas y sus prácticas amorosas; al par le daban orgullo los recuerdos y vergüenza lo presente.

Probándose don Juan ropa en casa de su sastre, vio cierto día a una linda muchacha, de oficio chalequera, que iba a entregar. El lenguaje al par candoroso y achulado de la menestrala, su inexperiencia amatoria y su tipo mitad picaresco y distinguido, le sorbieron el seso; casi llegó a temer haberse enamorado de veras, cuando a las pocas semanas la dejó por otra, no sin endulzarle el disgusto a fuerza de generosidad.

En los últimos días de una primavera cortejó a una viuda aristocrática tan honesta y virtuosa, que no murmuraban de ella ni aun sus íntimas amigas. Al empezar el verano logró rendirla, y comenzado en Madrid el idilio, se dieron cita para continuarlo en un pueblecillo de baños. La ilustre cuna de la dama, su fama de virtuosa y su intenso amor de viuda con deseos atrasados, le cautivaron en tal grado, que también esta vez imaginó hallarse en vías de sincero apasionamiento. Pronto se convenció de que su entusiasmo era mero resultado del contraste que formaban los picantes atractivos de la chalequera con el exquisito libertinaje de la gran señora. Por temor al qué dirán no quisieron viajar juntos, conviniendo en que él se adelantaría tres días. Despidiéronse con derroche de caricias; hubo dúo de amor con música de juramentos; partió el dichoso amante maldiciendo la separación, luego ella, a pesar de lo convenido, adelantó su marcha veinticuatro horas, y en premio de tanta priesa lo primero que vio al llegar al balneario fue al traidor don Juan, no entretenido, sino embobado en decir melosidades a una señorita pazguata y cursi, cuyo modesto atavío y encogidos modales formaban nuevo y apetitoso contraste con la elegancia de la viuda.

Entre estos dos extremos, uno plebeyo y otro linajudo, yacían olvidadas en el corazón de don Juan docenas de conquistas intermedias, de las cuales ninguna hubo que le dejase en la memoria recuerdos mortificantes. Así que el hombre estaba triste y desazonado, porque ahora Cristeta le ocasionaba, juntamente, pesar de haberla perdido y casi disgusto por su proceder respecto de ella. Jamás hasta entonces se preocupó del porvenir que cupiese en suerte a la mujer por él abandonada. Y ahora… ¡qué diferencia entre el estúpido diálogo en que estaba engolfado con su propio pensamiento y el que a tales horas pudiera tener con Cristeta! Además, su olfato estaba hecho a deleitarse con el perfume juvenil del hermoso cuerpo de la muchacha, y las sábanas de la fonda le olían a jabón ordinario. Y casi sentía remordimiento. ¿Qué sería de ella? Si se perdiese, ¿quién tendría la culpa? Aunque bien miradas las cosas, ¿qué le importaba? ¿Quién era aquella mujer? Una chica guapa que se había dejado atrapar. ¡Bonito estaría que don Juan de Todellas se desvelase por tan poco! Caída… seducción… engaño… palabrería ridícula. Pasados los dieciocho años ella no es nunca seducida, sino seductora.

A pesar de todas estas reflexiones, el pobre hombre pasó la noche pensando en Cristeta como colegial enamorado de la hermanita de un compañero.

* * *

Mientras don Juan escapaba cobardemente, falseando su carácter y sintiendo un desasosiego moral que le avergonzaba, Cristeta volvía del teatro a la fonda.

Entró en el vestíbulo, se acercó al casillero donde estaban las palmatorias y las llaves, y vio junto a la de su cuarto una carta. Sin saber por qué, le dio un vuelco el corazón. La víspera había recibido noticias de sus tíos. ¿Quién la escribiría?

En seguida, observando que el sobre carecía de sello, se tragó la partida.

Subió precipitadamente la escalera, tiró sobre la cama el abrigo, y dejó la carta sobre la mesilla de noche… ¡la misma mesita donde él ponía la vela para ver mejor los encantos de su cuerpo! Despidió a la doncella, rasgó el sobre y buscó con la mirada la firma… tuyo, Juan. ¡Qué mentira!

Los ojos se le arrasaron en llanto. Lo menos tardó un cuarto de hora en poder leer con tranquilidad de espíritu aquellas malhadadas líneas. Decían así:

Cristeta mía:

Lo que temíamos. Esta mañana he recibido carta del agente. Estoy casi arruinado. Tengo forzosamente que ir a París, desde donde te escribiré. Lo que no puedo decirte aún es cuánto tiempo estaremos separados. Me ha faltado valor para despedirme de ti. Si te veo no me voy. Escríbeme a mi nombre, Poste Restante (que es como a la lista del Correo) París. El cariño que te profeso me autoriza, sin que puedas ofenderte, para pensar en ti, por si tardo en volver, y te dejo ese papelillo, que es un talón contra el Banco: puedes cobrarlo aquí o en Madrid. Cuando lo presentes te darán, sin excusa ni demora, cinco mil pesetas. No son regalo; es por si necesitas algo. Creo que tendrás bastante hasta que nos veamos. Escríbeme en seguida para que yo sepa que no ha habido extravío. Las circunstancias disculpan esta precipitada marcha. Además, tú eres muy buena y me perdonarás. Muchos, muchos besos.

Tuyo,

JUAN.

Mientras Cristeta leía la carta, se le cayó al suelo el talón contra el Banco.

Llenósele el alma de tristeza, y lloró silenciosamente. No existen palabras con que expresar su pena. La prosa vulgar y llana sería pálida; la retórica, falsa e insufrible. No hay vocablo que dé idea de lo amarga que es una lágrima, ni giro que refleje el desconsuelo que se enseñorea del corazón desposeído de esperanza. Por supuesto que ni por asomo pensó en que se acostaría sola. Y es que la mujer, por sensual y materialista que sea, tiene en los instantes de dolor una pureza de sentimientos que rara vez brilla en el hombre.

* * *

A la hora del alba, cansada de martirizarse el pensamiento, se asomó al balcón.

Las auras, cargadas de sales marinas, vinieron frescas y vivas a besarla el rostro, pálidamente iluminado por la claridad difusa y temblorosa.

¡Qué hermosa descripción podría hacerse de mujer romántica, joven, bonita y abandonada! El hueco del balcón donde destaca la gallarda figura esfumada en el incierto resplandor del amanecer; las gentiles formas ceñidas por un abrigo de viaje; el rostro pálido y ojeroso; aquellos labios huérfanos del beso; aquel pecho sin corsé, cuya blandura descansaba, no en las avariciosas manos del amante, sino en la fría barandilla de hierro…, el ánimo combatido por la desesperación, el cuerpo invadido de laxitud… y el sol oculto entre un cendal de nubes, como pesaroso de alumbrar tanta tristeza.

¡Pobre Cristeta! ¡Qué infame abandono!

En grandes errores incurre a veces la Providencia: mientras las personas padecen hambre y sed, las bestias de sabrosa carne pastan libres en las montañas, y los arroyos culebrean inútiles por el llano; mientras tantos hombres permanecían castos por fuerza, aquella mujer estaba sola. Pero Cristeta no era groseramente materialista: ¡no! lo que traía lágrimas a sus ojos era la pérdida de las ilusiones, aves misteriosas que anidan en el corazón, donde jamás tornan, si el desengaño las ahuyenta… Tin, tin… Las seis. Ya pasaba gente por la calle.

Poco a poco sus pensamientos se apaciguaron, las ideas impuestas por la realidad se abrieron paso a través del dolor exacerbado por la fantasía, y finalmente surgió la voluntad, imponiendo cordura y calma. ¡La calma, el recurso de los desdichados!

Borráronse de la linda frente las arrugas del ceño fruncido por la tristeza… ¿En qué pensaba? ¡Misterio! También los hay en la realidad, que es una gran novela.

Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movían como si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerró el balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolo murmuró con desprecio:

—¡Ah, sí, el dinero!

Y quedó como ensimismada.

La mujer es poco dada a pensar; mas cuando piensa despacio, ¡pobre del hombre!

Las ropas que tenía puestas no eran lujosas; el ajuar del cuarto era mezquino, pero ella por la actitud y la expresión de su semblante, parecía una reina destronada, en el instante de concebir el irrevocable propósito de reconquistar lo perdido.

Felipe II solía decir: «El tiempo y yo para otros dos»; Cristeta, se contentó con murmurar:

«Haré lo que pueda».