O Cebreiro

—¿USTED es un peregrino? —preguntó la niña, única presencia viva en aquella tarde tórrida de Villafranca del Bierzo.

La miré y no dije nada. Debía tener unos ocho años de edad, estaba mal vestida y había corrido hasta la fuente donde me había sentado a descansar un poco.

Mi única preocupación ahora era llegar rápido a Santiago de Compostela y acabar de una vez con aquella loca aventura. No podía olvidar la voz triste de Petrus en el estacionamiento de vagones de tren, ni su mirada distante cuando fijé mis ojos en los suyos durante el Ritual de la Tradición. Era como si todo el esfuerzo que él hubiera hecho por ayudarme hubiese sido en vano. Estoy seguro de que a Petrus le habría gustado que, cuando el australiano fue llamado al altar, yo también hubiese sido llamado.

Mi espada bien podría estar escondida en ese castillo, lleno de leyendas y de sabiduría ancestral. Era un lugar que encajaba perfectamente en todas las conclusiones a las que había llegado: desierto, visitado apenas por algunos peregrinos respetuosos de las reliquias de la Orden del Temple, además de ser un terreno sagrado.

Pero sólo el australiano fue llamado al altar y Petrus debió haberse sentido humillado ante los otros por no haber sido un guía capaz de conducirme hasta la espada.

Además, el Ritual de la Tradición nuevamente había despertado en mí un poco la fascinación por la sabiduría de lo Oculto, que ya había aprendido a olvidar mientras hacía el Extraño Camino de Santiago, el «camino de las personas comunes».

Las invocaciones, el control casi absoluto de la materia, la comunicación con los otros mundos, todo aquello era mucho más interesante que las Prácticas de RAM. Es posible que las Prácticas tuviesen una aplicación más objetiva en mi vida; sin duda yo había cambiado mucho desde que empecé a recorrer el Extraño Camino de Santiago. Gracias a la ayuda de Petrus había descubierto que el conocimiento adquirido podía hacerme escalar cascadas, vencer Enemigos y conversar con el Mensajero sobre cosas prácticas y objetivas. Había conocido el rostro de mi Muerte y el Globo Azul del Amor que Devora, inundando el mundo entero.

Estaba listo para librar el Buen Combate y hacer de la vida una serie de victorias.

No obstante, una parte escondida de mí aún sentía nostalgia de los círculos mágicos, de las fórmulas trascendentales, del incienso y de la Tirita Sagrada. Lo que Petrus había llamado «un homenaje a los Antiguos», había sido para mí un contacto intenso y nostálgico con viejas lecciones olvidadas, y la simple posibilidad de que tal vez nunca más pudiese acceder a ese mundo me dejaba sin ánimos de proseguir.

Cuando volví al hotel, después del Ritual de la Tradición, encontré junto a mi llave la Guía del peregrino, un libro que Petrus utilizaba para los puntos donde las señales amarillas eran menos visibles y para que pudiésemos calcular la distancia entre una ciudad y otra. Dejé Ponferrada esa misma mañana —sin dormir— y seguí el Camino.

La primera tarde descubrí que el mapa no estaba a escala, lo que me obligó a pasar una noche a la intemperie, en un refugio natural de roca.

Allí, meditando sobre todo lo que me había sucedido desde el encuentro con madame Lawrence, no podía borrar de mi mente el esfuerzo insistente de Petrus por hacerme entender que, al contrario de lo que siempre nos habían enseñado, lo importante eran los resultados. El esfuerzo era saludable e indispensable, pero sin los resultados no significaba nada, y el único resultado que podía esperar de mí mismo y de todo aquello que había pasado era encontrar mi espada, lo que no había sucedido hasta ahora, y faltaban pocos días de caminata para llegar a Santiago.

—Si usted es un peregrino, puedo llevarlo hasta el Portal del Perdón —insistió la niña junto a la fuente de Villafranca del Bierzo—. Quien cruza esa puerta no necesita ir hasta Santiago.

Le di algunas pesetas, para que se fuera pronto y me dejara en paz, pero, en lugar de esto, la niña comenzó a jugar con el agua de la fuente, mojando mi mochila y mis bermudas.

—Vamos, vamos, señor —dijo una vez más. En ese preciso momento, yo estaba pensando en una de las constantes citas de Petrus: «El que labra, debe hacerlo con esperanza. El que trilla, debe hacerlo con la esperanza de recibir la parte que le es debida». Era una de las epístolas del apóstol Pablo.

Necesitaba resistir un poco más, continuar buscando hasta el final, sin miedo de ser derrotado, tener aún la esperanza de encontrar mi espada y descubrir su secreto, y, ¿quién sabe?, quizá aquella niña estuviese intentando decirme algo que no estaba queriendo entender. Si el Portal del Perdón, que quedaba en una iglesia, tenía el mismo efecto espiritual que la llegada a Santiago, ¿por qué no podía estar allí mi espada?

—Vamos pronto —dijo la niña. Miré al monte que había acabado de bajar; era necesario volver atrás y subir parte de él nuevamente. Había pasado por el Portal del Perdón sin ningún deseo de conocerlo, pues mi único objetivo fijo era llegar a Santiago. Sin embargo, allí estaba una niña, única presencia viva en aquella tórrida tarde de verano, insistiendo en que yo volviera atrás y conociera algo por lo que había pasado de largo. Tal vez mi prisa y mi desánimo me hubiesen hecho pasar junto a mi objetivo sin reconocerlo. Al final de cuentas, ¿por qué aquella muchachita no se había ido después de haberle dado el dinero?

Petrus siempre dijo que me gustaba mucho fantasear sobre las cosas, pero podría estar equivocado.

Mientras acompañaba a la niña, me acordaba de la historia del Portal del Perdón. Era una especie de «arreglo» al que la Iglesia había llegado con los peregrinos enfermos, pues de allí en adelante el Camino volvía a ser accidentado y lleno de montañas hasta Compostela. Entonces, en el siglo XII, algún papa dijo que quien no tuviese fuerzas para seguir adelante, bastaba atravesar el Portal del Perdón para recibir las mismas indulgencias de los peregrinos que llegaban al final del Camino.

Con un pase de magia, el papa había resuelto el problema de las montañas y estimulado las peregrinaciones.

Subimos por el mismo lugar por el que había pasado antes: caminos sinuosos, resbaladizos y escarpados. La niña iba al frente, disparada como un rayo, y muchas veces tuve que pedirle que fuera más despacio. Obedecía por un cierto tiempo y luego perdía el sentido de la velocidad y comenzaba a correr de nuevo. Media hora, después de muchas reclamaciones, llegamos finalmente al Portal del Perdón.

—Tengo la llave de la iglesia —dijo—. Voy a entrar y a abrir el Portal, para que usted lo atraviese.

La niña entró por la puerta principal y me quedé esperando afuera. Era una capilla pequeña cuyo portal era una abertura orientada al norte. Su umbral estaba totalmente decorado con veneras y escenas de la vida de Santiago. Cuando comenzaba a oír el ruido de la llave en la cerradura, un inmenso pastor alemán —surgido de no sé dónde— se acercó y se interpuso entre el Portal y yo.

Mi cuerpo se preparó inmediatamente para la pelea. Una vez más —pensé para mis adentros—. Parece que esta historia no va a acabar nunca. Siempre pruebas, luchas y humillaciones, y ninguna pista de la espada.

Sin embargo, en ese momento el Portal del Perdón se abrió y la niña apareció. Al ver al perro mirándome —yo ya tenía los ojos fijos en los suyos—, dijo algunas palabras cariñosas y el animal enseguida se amansó. Moviendo la cola, se dirigió al fondo de la iglesia.

Era posible que Petrus tuviera razón. Me encantaba fantasear con las cosas. Un simple pastor alemán se había transformado en algo amenazador y sobrenatural. Era una mala señal, señal del cansancio que lleva a la derrota.

Pero aún quedaba una esperanza. La niña me hizo una seña de que entrara. Con el corazón lleno de expectativas, crucé el Portal del Perdón y recibí las mismas indulgencias que los peregrinos a Santiago.

Mis ojos recorrieron el templo vacío, casi sin imágenes, en busca de lo único que me interesaba.

—Allí están los capiteles en concha, símbolo del Camino —comenzó la niña, cumpliendo su papel de guía turístico—. Ésta es Santa Águeda, del siglo…

En poco tiempo me di cuenta que había sido inútil volver sobre todo ese trecho.

—… Y éste es Santiago Matamoros, blandiendo su espada y con los moros debajo de su caballo, estatua del siglo…

Allí estaba la espada de Santiago, pero no la mía. Di algunas pesetas a la niña y no las aceptó. Medio ofendida, pidió que saliera pronto y dio por terminadas las explicaciones sobre la iglesia.

Bajé nuevamente la montaña y volví a caminar con dirección a Compostela. Mientras cruzaba por segunda vez Villafranca del Bierzo, apareció otro hombre que dijo llamarse Ángel y me preguntó si quería conocer la iglesia de San José Obrero. Pese a la magia de su nombre, acababa de sufrir una decepción y ya estaba seguro de que Petrus era un verdadero conocedor del espíritu humano. Siempre tendemos a fantasear sobre lo que no existe y a no ver las grandes lecciones que están ante nuestros ojos.

Pero sólo para confirmarlo una vez más, me dejé conducir por Ángel hasta llegar a la otra iglesia. Estaba cerrada y no tenía la llave. Me mostró, sobre la puerta, la estatua de San José con las herramientas de carpintero en la mano. Miré, agradecí y le ofrecí algunas pesetas. No quiso aceptar y me dejó en medio de la calle.

—Estamos orgullosos de nuestra ciudad —dijo—. No hacemos esto por dinero.

Volví una vez más al mismo camino y en quince minutos había dejado atrás Villafranca del Bierzo, con sus puertas, sus calles y sus guías misteriosos que nada pedían a cambio.

Seguí durante algún tiempo por el terreno montañoso, donde el esfuerzo era mucho y el progreso muy escaso. Al comienzo pensaba sólo en mis preocupaciones anteriores: la soledad, la vergüenza de haber decepcionado a Petrus, mi espada y su secreto.

Al poco rato, la imagen de la niña y de Ángel comenzaron a volver a cada instante a mi pensamiento. Mientras yo tenía la mirada fija en mi recompensa, ellos me habían dado lo mejor de sí: su amor por esa ciudad, sin pedir nada a cambio. Una idea aún medio confusa empezó a tomar forma en las profundidades de mi ser. Era una especie de lazo de unión entre todo aquello. Petrus siempre había insistido en que la búsqueda de la recompensa era absolutamente necesaria para que la Victoria llegase. No obstante, siempre que me olvidaba del resto del mundo y me preocupaba sólo de mi espada, él me hacía volver a la realidad mediante procesos dolorosos.

Ese procedimiento se había repetido varias veces durante el Camino.

Era algo a propósito y allí debía de estar el secreto de mi espada. Lo que estaba sumergido en el fondo de mi alma comenzó a sacudirse y a mostrar un poco de luz. Aún no sabía lo que estaba pensando, pero algo me decía que estaba tras la pista correcta.

Agradecí que Ángel y la niña se hubiesen cruzado en mi camino; el Amor que Devora estaba presente en la forma como hablaban de las iglesias.

Me hicieron recorrer dos veces el camino que había determinado hacer aquella tarde y, debido a esto, había vuelto a olvidar la fascinación por el Ritual de la Tradición y volví a tierras de España.

Recordé un día ya muy distante, cuando Petrus me contó que habíamos caminado varias veces la misma ruta de los Pirineos. Sentí nostalgia de aquel día. Había sido un buen comienzo; quién sabe si la repetición del mismo hecho, ahora, era presagio de un buen final.

Aquella noche llegué a un poblado y pedí posada en casa de una anciana que me cobró una cantidad mínima por la cama y la alimentación. Conversamos un poco, me habló de su fe en el Sagrado Corazón de Jesús, y de sus preocupaciones por la cosecha de aceitunas en aquel año de sequía. Tomé el vino, la sopa y me fui a dormir temprano.

Estaba sintiéndome más tranquilo, debido a aquel pensamiento que se formaba en mí y que pronto estallaría. Recé, hice algunos ejercicios que Petrus me enseñó y resolví invocar a Astrain.

Necesitaba conversar con él sobre lo que había sucedido durante la lucha con el perro. Aquel día el Mensajero había hecho lo posible por perjudicarme y después de rehusarse cuando el episodio de la cruz, estaba decidido a alejarlo para siempre de mi vida, pero si no hubiese identificado su voz habría cedido a las tentaciones que aparecieron durante todo el combate.

«Hiciste lo posible por ayudar a Legión a vencer», dije.

«Yo no lucho contra mis hermanos», respondió Astrain.

Era la respuesta que estaba esperando. Ya había sido prevenido al respecto y era una tontería molestarme porque el Mensajero había seguido su propia naturaleza. Debía buscar en él el compañero que me ayudase en momentos como el que estaba pasando ahora; ésta era su única función.

Dejé a un lado el rencor y comenzamos a conversar animadamente sobre el Camino, sobre Petrus y sobre el secreto de la espada, que ya presentía tener dentro de mí. No dijo nada importante, sólo que estos secretos le estaban vedados, pero al menos tuve alguien con quien desahogarme un poco, tras una tarde entera en silencio. Conversamos hasta tarde, cuando de pronto la anciana golpeó mi puerta diciendo que yo hablaba dormido.

Desperté más animado y emprendí la caminata muy temprano por la mañana. Según mis cálculos, llegaría esa misma tarde a tierras de Galicia, donde estaba Santiago de Compostela. Todo el camino era de subida y tuve que hacer doble esfuerzo, durante casi cuatro horas, para mantener el ritmo de caminata que me había impuesto. A cada momento esperaba que tras la siguiente loma comenzara el camino de bajada, pero esto no sucedió nunca y acabé perdiendo las esperanzas de caminar más rápido esa mañana.

A lo lejos, divisé algunas montañas más altas y pensé que tarde o temprano tendría que pasar por ellas. Mientras tanto, el esfuerzo físico había parado casi por completo mi pensamiento, y comencé a sentirme más amigo de mí mismo.

A fin de cuentas, pensé, ¿cuántos hombres en este mundo podían tomar en serio a alguien que deja todo para buscar una espada? Y ¿qué significado podría tener verdaderamente en mi vida el hecho de no lograr encontrarla? Había aprendido las Prácticas de RAM, conocido mi Mensajero, luchado con el perro y mirado mi propia Muerte, repetía una vez más, intentando convencerme de cuán importante era para mí el camino de Santiago. La espada era sólo una consecuencia. Me gustaría encontrarla, pero más me gustaría saber qué hacer con ella, porque necesitaba utilizarla de algún modo práctico, como había utilizado los ejercicios que Petrus me enseñara.

Me detuve de repente. El pensamiento, hasta entonces sumergido, estalló. Todo en derredor quedó claro y una ola incontrolable de Ágape brotó de dentro de mí. Deseé con todas mis fuerzas que Petrus estuviese allí, para que pudiese contarle lo que quería saber de mí, lo único que en verdad esperaba que descubriese y que coronaba todo ese enorme tiempo de enseñanzas por el Extraño Camino de Santiago: el secreto de mi espada.

Y el secreto de mi espada, como el secreto de cualquier conquista que el hombre busca en esta vida, era el más sencillo del mundo: qué hacer con ella.

Jamás había pensado en esos términos. Durante el Extraño Camino de Santiago, todo lo que quería saber era dónde estaba escondida mi espada. No me pregunté por qué deseaba encontrarla y para qué la necesitaba. Estaba con toda mi energía vuelta hacia la recompensa, sin entender que cuando alguien desea algo, debe tener una finalidad muy clara para lo que quiere.

Éste es el único motivo para buscarse una recompensa y éste era el secreto de mi espada.

Petrus necesitaba saber que yo había descubierto eso, pero estaba seguro de que no volvería a verlo más. Él había esperado tanto ese día y no lo había visto.

Entonces, me arrodillé en silencio, arranqué una hoja de mi cuaderno de anotaciones y escribí lo que pretendía hacer con mi espada. Después doblé cuidadosamente la hoja y la coloqué bajo una piedra, que me recordaba su nombre y su amistad. En breve, el tiempo destruiría ese papel, pero simbólicamente se lo estaba entregando a Petrus.

Él ya sabía lo que conseguiría con mi espada. Mi misión con Petrus también estaba cumplida.

Seguí montaña arriba, con Ágape fluyendo de mí y coloreando todo el paisaje a mi alrededor. Ahora que había descubierto el secreto, descubriría lo que buscaba.

Una fe, una firme certeza invadió todo mi ser. Comencé a cantar la melodía italiana que Petrus había recordado en el estacionamiento de trenes. Como no me sabía la letra, empecé a inventarla. No había nadie cerca, cruzaba entre una espesa vegetación y el aislamiento me hizo cantar más alto. Al poco tiempo percibí que las palabras que inventaba adquirían un absurdo sentido en mi cabeza; era un medio de comunicación con el mundo que sólo yo conocía, pues ahora el mundo estaba enseñándome.

Lo había experimentado antes de una manera distinta, cuando tuve mi primer encuentro con Legión. Ese día se había manifestado en mí el Don de Lenguas. Había sido siervo del Espíritu, que me utilizó para salvar a una mujer, crear un Enemigo y enseñarme la forma cruel del Buen Combate. Ahora era diferente: yo era mi propio Maestre y me enseñaba a conversar con el Universo.

Comencé a conversar con todas las cosas que aparecían por el camino: troncos de árboles, pozas de agua, hojas caídas y enredaderas vistosas. Era un ejercicio de personas comunes que los niños enseñaban y los adultos olvidaban, pero había una maravillosa respuesta de parte de las cosas, como si entendiesen lo que estaba diciendo y a cambio me inundaran con el Amor que Devora.

Entré en una especie de trance y me asusté, pero estaba dispuesto a seguir hasta cansarme de aquel juego.

Una vez más Petrus tenía razón: enseñándome a mí mismo, me transformaba en Maestre.

Llegó la hora del almuerzo y no me detuve a comer. Cuando atravesaba las pequeñas poblaciones por el camino, hablaba en voz más baja, me reía solo y si por ventura alguien me prestó atención, debió haber concluido que los peregrinos de hoy llegaban locos a la catedral de Santiago, pero esto no tenía importancia, porque yo celebraba la vida a mi alrededor y ya sabía lo que debía hacer con mi espada cuando la encontrase.

Durante el resto de la tarde caminé en trance, consciente de adónde quería llegar, pero mucho más aún de la vida que me rodeaba y que me devolvía Ágape.

En el cielo comenzaron a formarse, por primera vez, negros nubarrones, y rogué que lloviera, porque después de tanto tiempo de caminata y de sequía, la lluvia era otra vez una experiencia nueva, excitante. A las tres de la tarde pisé tierras de Galicia y en mi mapa vi que faltaba sólo una montaña para completar la travesía de aquella etapa. Decidí que habría de cruzarla y dormir en el primer lugar habitado de la bajada: Tricastela, donde un gran rey —Alfonso IX— soñó crear una inmensa ciudad, que muchos siglos después aún no pasaba de ser un poblado.

Todavía cantando y hablando la lengua que había inventado para conversar con las cosas, empecé a subir la montaña que faltaba: el Pedrafita de O Cebreiro. El nombre provenía de remotos poblados romanos del lugar y parecía indicar el mes de «fevereiro»[15], donde algo importante debió haber sucedido. Antiguamente era considerado el paso más difícil de la Ruta Jacobea, pero hoy las cosas habían cambiado. Excepto por la subida, más empinada que las otras, una antena de televisión, en un monte cercano, servía siempre de referencia a los peregrinos y evitaba constantes desvíos de ruta, comunes y fatales en el pasado.

Las nubes comenzaron a bajar mucho y en poco tiempo estaría entrando en la neblina. Para llegar a Tricastela, debía seguir con todo cuidado las marcas amarillas, ya que la antena de televisión estaba oculta por la neblina. Si me perdiera, terminaría durmiendo una noche más a la intemperie, y aquel día, con amenaza de lluvia, la experiencia parecía bastante desagradable. Una cosa es dejar que las gotas te caigan en el rostro, gozar a plenitud de la libertad y la vida, pero terminar por la noche en un lugar acogedor —con un vaso de vino y una cama donde descansar lo necesario para la caminata del día siguiente—, y otra, dejar que las gotas de agua se transformen en una noche insomne, intentando dormir en el barro, con los vendajes mojados sirviendo de terreno fértil a la infección en la rodilla.

Tenía que bajar rápido. Debía seguir adelante y atravesar la neblina —pues aún había bastante luz para ello— o volver a dormir en el pequeño poblado por el cual había pasado algunas horas antes, dejando la travesía por el Pedrafita de O Cebreiro para el día siguiente.

En el momento en que sentí la necesidad de tomar una decisión de inmediato, noté también que algo extraño estaba sucediendo conmigo. La certeza de que había descubierto el secreto de mi espada me empujaba hacia delante, a la neblina que en breve me rodearía. Era un sentimiento muy distinto del que me hizo seguir a la niña hasta el Portal del Perdón, o al hombre que me llevó a la iglesia de San José Obrero.

Recordé que, las pocas veces que acepté dar un curso de magia en Brasil, acostumbraba comparar la experiencia mística con otra experiencia que todos hemos tenido: andar en bicicleta. Usted comienza subiendo a la bicicleta, empujando el pedal y cayendo. Monta y cae, monta y cae, y aprende a lograr el equilibrio poco a poco. Sin embargo, de repente sucede que el equilibrio es perfecto y logra dominar por completo el vehículo.

No existe una experiencia acumulativa, sino una especie de «milagro» que sólo se manifiesta en el momento en que la bicicleta comienza a «andar con usted»; o sea, cuando acepta seguir la falta de equilibrio de ambas ruedas y, a medida que lo sigue, pasa a utilizar el impulso inicial de caída y lo transforma en una curva o en más impulso para el pedal.

En ese momento, subiendo el Pedrafita de O Cebreiro, a las cuatro de la tarde, noté que el mismo milagro había sucedido. Después de tanto tiempo andando por el Camino de Santiago, éste empezaba a «andarme». Yo seguía eso que todos llaman «intuición» y debido al Amor que Devora experimentado durante todo el día, al secreto de mi espada que había descubierto y porque el hombre en los momentos de crisis siempre toma la decisión correcta, caminaba sin miedo con dirección a la neblina.

«Esta nube tiene que acabarse», pensaba mientras luchaba por descubrir las marcas amarillas en las piedras y en los árboles del Camino. Hacía casi una hora que la visibilidad era muy poca y yo continuaba cantando, para alejar el miedo, mientras esperaba que algo extraordinario sucediera.

Rodeado por la neblina, solo en aquel ambiente irreal, una vez más comencé a ver el Camino de Santiago como si fuera una película, en el momento en que vemos al héroe hacer lo que nadie haría, mientras en las butacas la gente piensa que estas cosas sólo pasan en el cine. Pero allí estaba yo, viviendo esta situación en la vida real.

La floresta iba quedándose cada vez más silenciosa y la neblina comenzó a dispersarse bastante. Podría ser que estuviera llegando al final, pero aquella luz confundía mis ojos y pintaba todo a mi alrededor con colores misteriosos y aterradores.

Ahora el silencio era casi total y justo prestaba atención a esto cuando creí oír, a mi izquierda, una voz de mujer. Me detuve de inmediato, esperaba que el sonido se repitiera, pero no escuché ningún ruido —ni siquiera el ruido normal de las florestas, con sus grillos, insectos y animales pisando hojas secas—. Miré el reloj: eran exactamente las 5:15 de la tarde. Calculé que todavía faltaban unos cuatro kilómetros para llegar hasta Torrestrela y el tiempo de camino era más que suficiente para que yo pudiese hacerlo aún con luz de día.

Cuando dejé de ver el reloj, escuché de nuevo la voz femenina. A partir de ese momento viviría una de las experiencias más importantes de toda mi vida.

La voz no venía de ningún lugar del bosque, sino de dentro de mí. Podía escucharla de una manera clara y nítida, y hacía que mi intuición la volviera más fuerte. No era ni yo ni Astrain el dueño de aquella voz. Sólo me dijo que debía continuar caminando, a lo que obedecí sin pestañear. Era como si Petrus hubiese vuelto, hablándome del mandar y el servir, y en ese instante yo fuese apenas un instrumento del Camino que «me caminaba».

La neblina fue disipándose cada vez más, como si estuviera llegando a su fin. A mi lado había árboles dispersos, un terreno húmedo y resbaladizo, y la misma subida empinada que desde hacía bastante tiempo recorría.

De repente, como por un acto de magia, la neblina se deshizo por completo y, delante de mí, clavada en lo alto de la montaña, estaba la cruz.

Miré a mi alrededor, vi el mar de nubes de donde salí y otro mar de nubes muy por encima de mi cabeza. Entre estos dos océanos, los picos de las montañas más altas y el pico del Pedrafita de O Cebreiro, con la cruz. Me invadieron unas inmensas ganas de rezar; aun sabiendo que aquello me apartaría del camino de Torrestrela, resolví subir hasta la cima de la montaña y hacer mis oraciones al pie de la cruz.

Fueron cuarenta minutos de subida, que hice en silencio externo e interno. La lengua que había inventado desapareció de mi cabeza, ya no servía para comunicarme con los hombres, ni con Dios. El Camino de Santiago era quien «me caminaba» y me revelaría el lugar donde estaba mi espada. Una vez más Petrus tenía razón.

Al llegar a lo alto, vi a un hombre sentado al lado de la cruz escribiendo algo. Durante algunos momentos pensé que era un enviado, una visión sobrenatural, pero la intuición dijo que no y vi la venera cosida en su ropa: era sólo un peregrino, que me miró durante un largo rato y se fue, importunado con mi presencia. Tal vez estuviese esperando lo mismo que yo, un ángel, y nos habíamos descubierto como hombres, en el camino de las personas comunes.

A pesar del deseo de orar, no pude decir nada. Permanecí frente a la cruz por mucho tiempo, mirando las montañas y las nubes, que cubrían el cielo y la tierra, dejando apenas las altas cumbres sin neblina.

Cien metros debajo de mí, un poblado con quince casas y una iglesita comenzó a encender sus luces. Por lo menos tenía donde pasar la noche, cuando el camino así lo ordenase. No sabía exactamente a qué horas sucedería esto, pero a pesar de que Petrus se había ido, yo no carecía de guía. El Camino «me caminaba».

Un cordero perdido subió el monte y se colocó entre la cruz y yo. Me miró un poco asustado. Durante mucho tiempo me quedé mirando el cielo casi negro, la cruz y el cordero blanco a sus pies. Entonces sentí de una vez por todas el cansancio de todo ese tiempo de pruebas, de luchas, de lecciones y de caminata.

Sentí un terrible dolor en el estómago, que comenzó a subir por la garganta hasta transformarse en sollozos secos, sin lágrimas, ante aquel cordero y aquella cruz. Una cruz que no necesitaba poner en pie, porque allí estaba ante mí, resistiendo al tiempo, solitaria e inmensa. Mostraba el destino que el hombre había dado, no a Dios sino a sí mismo. Todas las lecciones del Camino de Santiago comenzaron a volver a mi cabeza, mientras sollozaba ante el testimonio solitario de aquel cordero.

—Señor —dije, al lograr finalmente rezar—. No estoy clavado en esta cruz y tampoco te veo allí. Esta cruz está vacía y así debe permanecer para siempre, porque el tiempo de la Muerte ya pasó y ahora un dios resucita en mí. Esta cruz era el símbolo del Poder infinito que todos tenemos, clavado y muerto por el hombre. Ahora este Poder renace a la vida, el mundo está salvo y yo soy capaz de obrar sus Milagros. Porque recorrí el camino de las personas comunes y en ellas encontré Tu propio secreto.

—También tú recorriste el camino de las personas comunes. Viniste a enseñar todo lo que éramos capaces de hacer y no quisimos aceptarlo. Nos mostraste que el Poder y la Gloria estaban al alcance de todos y esta súbita visión de nuestra capacidad fue demasiado para nosotros.

—Te crucificamos no porque fuéramos ingratos con el hijo de Dios, sino porque teníamos mucho miedo de aceptar nuestra propia capacidad.

—Te crucificamos con miedo de transformarnos en dioses. Con el tiempo y con la tradición, volviste a ser apenas una divinidad distante y retornamos a nuestro destino de hombres.

»No hay ningún pecado en ser feliz. Media docena de ejercicios y un oído atento bastan para conseguir que un hombre realice sus sueños más imposibles.

»Por culpa de mi orgullo de la sabiduría, me hiciste recorrer el camino que todos podían andar y descubrir lo que todos ya saben, si han prestado un poco más de atención en la vida. Me hiciste ver que la búsqueda de la felicidad es personal, y no un modelo que podamos dar a los otros. Antes de descubrir mi espada, tuve que descubrir su secreto —tan sencillo— que sólo consistía en saber qué hacer con ella. Con ella y con la felicidad que me iba a acarrear.

»Caminé tantos kilómetros para descubrir cosas que ya sabía, que todos sabemos, pero que son difíciles de aceptar. ¿Existe algo más difícil para el hombre, Señor, que saberse capaz de obtener el Poder? Este dolor que siento ahora en mi corazón, y que me hace sollozar y con ello asustar al cordero, ha estado presente desde que el hombre existe. Pocos aceptaron el fardo de la propia victoria: la mayoría desistió de los sueños cuando se tornaron posibles. Rehusaron librar el Buen Combate porque no sabían qué hacer con la propia felicidad; estaban demasiado aferrados a las cosas del mundo. Así como yo, que quería encontrar mi espada sin saber qué hacer con ella.

Un dios dormido estaba despertando en mí y el dolor era cada vez más intenso. Sentía cerca la presencia de mi Maestre y por primera vez conseguí transformar mis sollozos en lágrimas. Lloré de gratitud por haberme hecho buscar mi espada a través del Camino de Santiago. Lloré de gratitud por Petrus, por haberme enseñado, sin decir nada, que yo lograría mis sueños si primero descubría qué deseaba hacer con ellos. Vi la cruz vacía y el cordero a sus pies, libre para pasear por donde quisiese entre aquellas montañas y ver nubes sobre su cabeza y sobre sus pies.

El cordero se levantó y lo seguí. Ya sabía a dónde me llevaba; a pesar de las nubes, el mundo era transparente para mí. Aunque no estuviera viendo la Vía Láctea en el cielo, tenía la certeza de que existía y mostraba a todos el Camino de Santiago. Seguí al cordero, que caminó con dirección a aquel caserío —también llamado Pedrafita de O Cebreiro, como el monte—. Cierta vez allí había ocurrido un milagro, el milagro de transformar lo que usted hace en lo que usted cree. El secreto de mi espada y del Extraño Camino de Santiago.

Mientras bajaba la montaña, recordé la historia. Un campesino de un poblado cercano, subió a oír misa al Pedrafita de O Cebreiro en un día de gran tempestad. Celebraba esta misa un monje casi sin fe, que despreció interiormente el sacrificio del campesino, pero en el momento de la consagración la hostia se transformó en la carne de Cristo y el vino, en su sangre. Las reliquias aún están allí, guardadas en aquella capillita, un tesoro mayor que toda la riqueza del Vaticano.

El cordero se detuvo un poco en la entrada del poblado —donde sólo hay una calle, que lleva hasta la iglesia—. En ese momento fui presa de un inmenso pavor y comencé a repetir sin cesar: «Señor, yo no soy digno de entrar en Tu Casa». Pero el cordero me miró y habló conmigo a través de sus ojos. Decía que olvidara para siempre mi indignidad, porque el Poder había renacido en mí, de la misma manera que podía renacer en todos los hombres que transformaran la vida en un Buen Combate.

Llegará un día —decían los ojos del cordero— en que el hombre volverá a sentir orgullo de sí mismo, y entonces toda la Naturaleza alabará el despertar del dios que en él dormía.

Mientras el cordero me miraba podía leer todo eso en sus ojos y ahora él era mi guía por el Camino de Santiago.

Por un momento todo se oscureció y comencé a ver escenas muy parecidas a las que había leído en el Apocalipsis: el Gran Cordero en su trono y los hombres purificado sus vestiduras y dejándolas limpias con la sangre del Cordero. Era el despertar del dios dormido en cada uno. Vi también algunos combates, periodos difíciles, catástrofes que sacudirían la Tierra en los próximos años, pero todo terminaba con la victoria del Cordero y con cada ser humano sobre la faz de la Tierra despertando su dios dormido, con todo su Poder.

Entonces me levanté y seguí al cordero hasta la capillita, construida por el campesino y por el monje que había comenzado a creer en lo que hacía. Nadie sabe quiénes fueron: dos lápidas sin nombre en el cementerio junto a la capilla marcan el sitio donde están enterrados sus huesos, pero es imposible saber cuál es la tumba del monje y cuál la del campesino, porque para que hubiese Milagro era necesario que las dos fuerzas libraran el Buen Combate.

La capilla estaba llena de luz cuando llegué a su puerta. Sí, yo era digno de entrar porque tenía una espada y sabía qué hacer con ella. No era el Portal del Perdón, porque ya había sido perdonado y purificado mis vestiduras en la sangre del Cordero. Ahora sólo quería las manos en mi espada y salir librando el Buen Combate.

En la pequeña construcción no había ninguna cruz. Allí, en el altar, estaban las reliquias del Milagro: el cáliz y la patena que había visto durante la danza, y un relicario de plata que contenía el cuerpo y la sangre de Jesús.

Volvía a creer en milagros y en las cosas imposibles que el hombre es capaz de conseguir en su vida diaria. Las altas cumbres que me rodeaban parecían decir que sólo estaban allí para desafiar al hombre, y que el hombre sólo existía para aceptar el honor de ese desafío.

El cordero desapareció entre los bancos y miré frente a mí. Ante el altar, sonriendo —y tal vez un poco aliviado—, estaba el Maestre con mi espada en la mano.

Me detuve y él se acercó; pasó junto a mí y salió del lugar. Lo seguí. Ante la capilla, mirando al cielo oscuro, desenvainó mi espada y pidió que sujetara la empuñadura junto con él. Apuntó la hoja hacia arriba y dijo el Salmo sagrado de los que viajan y luchan por vencer:

Caigan mil a tu lado y diez mil a tu derecha,

tú no serás alcanzado.

Ningún mal te ocurrirá, ninguna plaga llegará

a tu tienda,

pues a sus Ángeles dará órdenes para tu servicio,

para que te guarden en todos tus Caminos.

Entonces me arrodillé y él tocó con el acero mis hombros mientras decía:

Pisarás al león y al áspid.

Calzarás en los pies el leoncito y el dragón.

En el momento en que terminó de decir esto, comenzó a llover. Llovía y se fertilizaba la tierra, y aquella agua tornaría al cielo sólo después de que hubiese hecho germinar una semilla, crecer un árbol, abrir una flor. Llovía cada vez más fuerte y me quedé con la cabeza erguida, sintiendo por primera vez en todo el Camino de Santiago el agua que venía de los cielos.

Recordé los campos desiertos y estaba feliz porque aquella noche estaban siendo mojados. Recordé las piedras de León, los trigales de Navarra, la aridez de Castilla, los viñedos de La Rioja, que hoy estaban bebiendo el agua que bajaba en torrentes, trayendo la fuerza del que está en los cielos.

Recordé que había colocado una cruz en pie, pero que la tempestad habría de echarla por tierra nuevamente, para que otro peregrino pudiese aprender el Mandar y el Servir.

Pensé en la cascada, que ahora debía estar más fuerte con agua de lluvia, y en Foncebadón, donde había dejado tanto Poder para fertilizar nuevamente el suelo.

Pensé en tantas aguas que bebí en tantas fuentes y que ahora estaban siento devueltas.

Yo era digno de mi espada porque sabía qué hacer con ella.

El Maestre me entregó la espada y la tomé. Intenté buscar con los ojos al cordero, pero había desaparecido. Sin embargo, no tenía la menor importancia: el Agua Viva descendía de los cielos y hacía que la hoja de mi espada brillara.