—PREFERIRÍA haber levantado un árbol. Aquella cruz en la espalda me dio la impresión de que el objetivo de la búsqueda de la sabiduría es ser sacrificado por los hombres.
Miré en derredor y mis propias palabras sonaron carentes de sentido. El episodio de la cruz era algo distante, como si hubiera sucedido hacía ya mucho tiempo y no el día anterior. No combinaba de ninguna forma con la tina de mármol negro, el agua tibia de la tina de hidromasaje y la copa de cristal con un excelente vino de La Rioja que bebía lentamente. Petrus estaba fuera de mi campo de visión, en el cuarto del lujoso hotel donde nos habíamos hospedado.
—¿Por qué la cruz? —insistí.
—Fue muy difícil convencer a la gente de la recepción de que no eras un mendigo —gritó él desde el cuarto.
Había cambiado de tema y sabía, por experiencia propia, que no servía de nada insistir. Me levanté, me puse el pantalón y una camisa limpia; volví a colocarme el vendaje en las heridas. Había retirado los esparadrapos con sumo cuidado, esperando encontrar llagas, pero apenas se había roto la costra, dejando salir un poco de sangre. Una nueva cicatriz se había formado ya y me sentía recuperado y con ánimos.
Cenamos en el propio restaurante del hotel. Petrus pidió la especialidad de la casa, una paella valenciana, que comimos en silencio, acompañados tan sólo del sabroso vino de La Rioja. Cuando terminamos, me invitó a dar un paseo.
Salimos del hotel y fuimos hacia la estación ferroviaria. Había vuelto a su mutismo habitual y continuó callado durante la caminata. Llegamos a un estacionamiento de vagones de tren, sucio y oloroso a aceite, y se sentó al borde de una gigantesca locomotora.
—Vamos a detenemos aquí —dijo.
No quería ensuciar mi pantalón con el aceite derramado y decidí quedarme de pie. Pregunté si no era mejor caminar hasta la plaza principal de Ponferrada.
—El Camino de Santiago está por acabar —dijo mi guía—, y como nuestra realidad está mucho más cerca de estos vagones de tren olorosos a aceite, que de los bucólicos parajes que conocimos en nuestra jornada, es mejor que nuestra conversación de hoy sea aquí.
Petrus me pidió que me quitara la camisa y los tenis. Después aflojó los vendajes del brazo, los dejó más sueltos, pero mantuvo igual los de las manos.
—No te aflijas —dijo—. No necesitarás las manos ahora, al menos para agarrar algo.
Estaba más serio de lo habitual y su tono de voz me dejó preocupado. Algo importante estaba por ocurrir.
Petrus volvió a sentarse en la orilla de la locomotora y se quedó mirándome largo rato. Luego dijo:
—No voy a decirte nada sobre el episodio de ayer. Descubrirás por ti mismo su significado y esto sólo sucederá si decides algún día recorrer el Camino de Roma, que es el de los carismas y los milagros. Sólo quiero decirte una cosa: los hombres que se creen sabios son indecisos a la hora de mandar y son rebeldes a la hora de servir. Les parece vergonzoso dar órdenes y una deshonra recibirlas. Jamás te comportes así.
»En el cuarto dijiste que el camino de la sabiduría llevaba al sacrificio. Esto es un error. Tu aprendizaje no terminó ayer: falta descubrir tu espada y el secreto que contiene. Las Prácticas de RAM llevan al hombre a librar el Buen Combate y a tener mayores oportunidades de victoria en la vida. La experiencia que tuviste antes fue apenas una prueba del Camino, —una preparación para el Camino de Roma, si quisieras— y me entristece que hayas pensado así.
Había realmente un tono de tristeza en su voz. Noté que durante todo el tiempo que estuvimos juntos, yo había puesto en duda casi todo lo que me enseñaba. Yo no era un Castaneda humilde y poderoso ante las enseñanzas de Don Juan, sino un hombre soberbio y rebelde frente a toda la sencillez de las Prácticas de RAM. Quise decirle esto, pero sabía que ahora era muy tarde.
—Cierra los ojos —dijo—. Haz el Soplo de RAM y procura armonizar con este hierro, estas máquinas y este olor a aceite. Éste es nuestro mundo. Sólo deberás abrir los ojos cuando yo haya acabado mi parte y te haya enseñado un ejercicio.
Me concentré en el Soplo, cerré los ojos y mi cuerpo comenzó a relajarse. Se oía el ruido de la ciudad, algunos perros ladrando a lo lejos y un murmullo de voces discutiendo, no muy lejos del sitio donde estábamos. De repente comencé a oír la voz de Petrus cantando una melodía italiana que había sido un gran éxito en mi adolescencia, en la voz de Peppino di Capri. No entendía la letra, pero la canción me trajo grandes recuerdos, y me ayudó a entrar en un estado de mayor tranquilidad.
—Hace mucho tiempo atrás —comenzó luego de dejar de cantar—, cuando preparaba un proyecto para entregar en la Prefectura de Milán, recibí un recado de mi Maestre. Alguien había seguido hasta el final el camino de la Tradición y no había recibido su espada. Yo debía guiarlo por el Camino de Santiago.
»El hecho no fue una sorpresa para mí: yo ya estaba esperando una llamada de éstas en cualquier momento, porque aún no había cumplido mi tarea: guiar a un peregrino por la Vía Láctea, de la misma manera en que yo fui guiado un día, pero esto me dejó nervioso, porque era la primera y única vez que debía hacer esto y no sabía cómo desempeñaría mí misión.
Las palabras de Petrus fueron una gran sorpresa para mí. Creí que ya había hecho aquello decenas de veces.
—Viniste y te conduje —continuó—. Confieso que al principio fue muy difícil, porque estabas mucho más interesado en el lado intelectual de las enseñanzas que en el verdadero sentido del Camino, que es el camino de las personas comunes. Después del encuentro con Alfonso, comencé a tener una relación mucho más fuerte e intensa contigo, y a creer que te haría aprender el secreto de tu espada. Pero esto no sucedió y ahora tendrás que aprenderlo por ti mismo, en el poco tiempo que te resta para ello.
La conversación estaba poniéndome nervioso e hizo que me desconcentrara en el Soplo de RAM. Petrus debe haberlo notado, pues volvió a cantar la vieja canción y no paró hasta que estuve de nuevo relajado.
—Si descubres el secreto y encuentras tu espada, descubrirás también la faz de RAM y serás dueño del Poder, pero esto no es todo: para alcanzar la sabiduría total, aún tendrás que recorrer los otros tres caminos, inclusive el camino secreto, que no te será revelado ni siquiera por quien pasó por él. Te estoy diciendo esto porque sólo vamos a encontrarnos una vez más.
Mi corazón dio un vuelco dentro del pecho e involuntariamente abrí los ojos: Petrus estaba brillando con aquel tipo de luz que sólo había visto en el Maestre.
—¡Cierra los ojos! —y obedecí de inmediato, pero sentía el corazón oprimido y ya no podía concentrarme. Mi guía volvió a cantar la melodía italiana y hasta después de un buen rato me relajé un poco.
—Mañana recibirás un mensaje que te dirá dónde estoy. Será un ritual de iniciación colectivo, un ritual en honor de la Tradición, de los hombres y mujeres que durante todos estos siglos han ayudado a mantener encendida la llama de la sabiduría, del Buen Combate y de Ágape. No podrás hablar conmigo.
El lugar donde vamos a encontrarnos es sagrado, bañado por la sangre de los caballeros que siguieron el camino de la Tradición y que, ni aun con las espadas afiladas, fueron capaces de derrotar las tinieblas; pero su sacrificio no fue en vano, y la prueba de ello es que, siglos después, personas que siguen caminos diferentes estarán allí para ofrendar su tributo. Esto es importante y no debes olvidarlo jamás: aun cuando te conviertas en Maestre, piensa que tu camino es apenas uno de los muchos que llevan a Dios. Jesús dijo cierta vez: «La casa de mi Padre tiene muchas moradas» y sabía perfectamente de lo que estaba hablando.
Petrus repitió que a partir de pasado mañana no volvería a verlo.
—Un día, en el futuro, recibirás un comunicado de mi parte, pidiendo que conduzcas a alguien por el Camino de Santiago, del mismo modo que yo te conduje. Entonces podrás vivir el gran secreto de esta jornada y que te voy a revelar ahora, pero sólo con palabras. Es un secreto que es necesario vivirse para entenderlo.
Hubo un prolongado silencio. Llegué a pensar que había cambiado de idea o que había salido del estacionamiento del tren. Sentí un enorme deseo de abrir los ojos para ver qué estaba pasando y me esforcé en concentrarme en el Soplo de RAM.
—El secreto es el siguiente —dijo la voz de Petrus después de un largo rato—: Sólo puedes aprender al enseñar. Hicimos juntos el Extraño Camino de Santiago, pero mientras aprendías las Prácticas yo comenzaba a conocer el significado de dichas Prácticas. Al enseñarte aprendí de verdad. Al asumir el papel de guía, logré encontrar mi propio camino.
»Si consigues encontrar tu espada, tendrás que enseñarle el camino a alguien, y sólo cuando eso ocurra, cuando aceptes el papel de Maestre, encontrarás todas las respuestas dentro de tu corazón. Todos nosotros ya conocemos todo antes de que alguien siquiera nos haya hablado al respecto. La vida enseña a cada momento y el único secreto es aceptar que, sólo con nuestra vida cotidiana, podemos ser tan sabios como Salomón y tan poderosos como Alejandro Magno, pero sólo nos enteramos de ello cuando nos vemos forzados a enseñar a alguien y a participar en aventuras tan extravagantes como ésta.
Estaba viviendo una de las despedidas más inesperadas de mi vida. Alguien con quien había establecido un vínculo tan intenso, que esperaba que me condujera hasta mi objetivo, me dejaba allí, en medio del camino, en una estación de tren olorosa a aceite y con los ojos cerrados.
—No me gusta decir adiós —continuó Petrus—. Soy italiano y por tanto emocional. Porque así lo manda la Ley, deberás descubrir tu espada solo —ésta es la única manera de que creas en tu propio poder—. Todo lo que podía transmitirte, ya te lo transmití, sólo falta el Ejercicio de la Danza, que voy a enseñarte en este momento y que deberás realizar mañana, en la celebración ritual.
Se quedó en silencio algún tiempo y entonces dijo:
—Aquel que se glorifica, que se glorifique en el Señor. Puedes abrir los ojos.
Petrus estaba sentado, con toda naturalidad, sobre un enganche de la locomotora. No tuve ganas de decir nada, porque soy brasileño y, por tanto, también emocional. La lámpara de mercurio que nos iluminaba comenzó a parpadear y un tren silbó a lo lejos, anunciando su próxima llegada.
Entonces Petrus me enseñó «El Ejercicio de la Danza».
Relájese y cierre los ojos.
Imagine las primeras melodías que escuchó en su vida. Comience a cantarlas mentalmente. Poco a poco deje que determinada parte de su cuerpo —pies, vientre, manos, cabeza, etc—, pero sólo una parte, comience a bailar la melodía que esté cantando.
Cinco minutos después, deje de cantar en su mente y escuche los ruidos que lo rodean. Componga con ellos una melodía y baile ahora con todo el cuerpo. Evite pensar cualquier cosa, pero procure recordar las imágenes que aparecerán espontáneamente.
La danza es una de las más perfectas formas de comunicación con la Inteligencia Infinita.
Duración: quince minutos.
—Algo más —dijo mirando al fondo de mis ojos—. Cuando acabé mi peregrinación, pinté un bello e inmenso cuadro donde revelaba todo lo sucedido conmigo por aquí. Éste es el camino de las personas comunes y tú puedes hacer lo mismo, si quisieras. Si no sabes pintar, escribe algo o crea un ballet. Así, independientemente de dónde estén, las personas podrán recorrer la Ruta Jacobea, la Vía Láctea y el Extraño Camino de Santiago.
El tren que había silbado comenzó a entrar en la estación. Petrus hizo un ademán y desapareció entre los vagones del estacionamiento, y me quedé allí, en medio de aquel ruido de frenos sobre el acero, intentando descifrar la misteriosa Vía Láctea sobre mi cabeza, con sus estrellas que me condujeron hasta aquí y que conducían, con su silencio, la soledad y el destino de todos los hombres.
Al día siguiente había un breve recado en el casillero de mi cuarto: 7:00 PM CASTILLO DE LOS TEMPLARIOS.
Pasé el resto de la tarde caminando de un lado a otro. Crucé más de tres veces la pequeña ciudad de Ponferrada, mientras miraba a lo lejos, en una elevación, el castillo donde debería estar al atardecer. Los templarios siempre excitaron mucho mi imaginación y el castillo de Ponferrada no era la única marca de la Orden del Temple en la Ruta Jacobea.
Creada por la determinación de nueve caballeros que decidieron no retornar de las Cruzadas, en poco tiempo habían extendido su poder por toda Europa y provocado una verdadera revolución en las costumbres al comienzo de este milenio. Mientras la mayor parte de la nobleza de la época sólo se preocupaba por enriquecerse a costa del trabajo servil en el sistema feudal, los Caballeros del Temple dedicaron sus vidas, sus fortunas y sus espadas a una sola causa: proteger a los peregrinos camino de Jerusalén, en lo cual encontraron un modelo de vida espiritual que los ayudase en la búsqueda de la sabiduría.
En 1118, cuando Hugues de Payns y ocho caballeros más se reunieron en el patio de un viejo castillo abandonado, hicieron un juramento de amor por la humanidad.
Dos siglos después, ya existían más de cinco mil comendadorías esparcidas por todo el mundo conocido conciliando dos actividades que hasta entonces parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa. Las donaciones de sus miembros y de millares de peregrinos agradecidos hicieron que la Orden del Temple acumulara en poco tiempo una riqueza incalculable, que más de una vez sirvió para rescatar cristianos importantes secuestrados por musulmanes.
La honestidad de los Caballeros era tan grande que reyes y nobles confiaban sus valores a los Templarios y viajaban sólo con un documento para probar la existencia de los bienes. Este documento podía ser cambiado en cualquier otro castillo de la Orden del Temple por una suma equivalente, y esto dio origen a las letras de cambio que hoy conocemos.
La devoción espiritual, a su vez, hizo que los Caballeros Templarios comprendieran la gran verdad que Petrus recordara la noche anterior: que la Casa del Padre tiene muchas moradas. Entonces, procuraron dejar de lado los combates por la fe y reunir a las principales religiones monoteístas de la época: cristiana, judaica e islámica. Sus capillas pasaron a tener la cúpula redonda del templo judaico de Salomón, las paredes octagonales de las mezquitas árabes y las naves típicas de las iglesias cristianas.
Sin embargo, como todo lo que llega un poco antes de su tiempo, los Templarios comenzaron a ser mirados con desconfianza.
El gran poder económico pasó a ser codiciado por los reyes, y la apertura religiosa se tornó una amenaza para la Iglesia. El viernes 13 de octubre de 1307, el Vaticano y los principales Estados europeos perpetraron una de las mayores operaciones policiacas de la Edad Media: durante la noche, los principales jefes templarios fueron secuestrados en sus castillos y conducidos a prisión. Eran acusados de practicar ceremonias secretas que incluían adoración del demonio, blasfemias contra Jesucristo, rituales orgiásticos y práctica de sodomía con los aspirantes.
Después de una violenta serie de torturas, abjuraciones y traiciones, la Orden del Temple fue borrada del mapa de la historia medieval. Sus tesoros fueron confiscados y sus miembros dispersos por el mundo. El último Maestre de la Orden, Jacques de Molay, fue quemado vivo en el centro de París, junto con otro compañero. Su última voluntad fue morir mirando las torres de la catedral de Notre Dame.
No obstante, España, empeñada en la reconquista de la Península Ibérica, tuvo a bien aceptar a los caballeros que huían de toda Europa, para que ayudaran a sus reyes en el combate que mantenían contra los moros.
Estos caballeros fueron absorbidos por las órdenes españolas, entre las cuales estaba la Orden de Santiago de la Espada, responsable de la guardia del Camino.
Todo eso me pasó por la cabeza cuando, exactamente a las siete en punto de la tarde, crucé la puerta principal del viejo castillo del Temple en Ponferrada, donde tenía una cita con la Tradición.
No había nadie. Esperé durante media hora, fumando un cigarro tras otro hasta que imaginé lo peor: el Ritual debió haber sido a las 7:00 AM, es decir, por la mañana, pero, en el momento en que decidía irme, entraron dos muchachas con la bandera de Holanda y la venera, símbolo del Camino de Santiago, cosida en la ropa. Se acercaron a mí, intercambiamos algunas palabras y concluimos que estábamos esperando lo mismo. El mensaje no estaba equivocado, pensé aliviado.
Cada quince minutos llegaba alguien. Aparecieron un australiano, cinco españoles y otro holandés. Salvo algunas preguntas sobre el horario —duda compartida por todos— no conversamos casi nada. Nos sentamos juntos en el mismo sitio del castillo: un atrio en ruinas que había servido de depósito de alimentos en tiempos antiguos, y decidimos esperar a que algo ocurriese, aun cuando fuera necesario esperar un día y una noche más.
La espera se prolongó y resolvimos conversar un poco sobre los motivos que nos habían llevado hasta allí. Entonces me enteré de que el Camino de Santiago es utilizado por varias órdenes, la mayoría ligada a la Tradición.
Las personas que estaban allí habían pasado por muchas pruebas e iniciaciones, pero eran pruebas que conocí mucho tiempo antes, en Brasil. Sólo el australiano y yo estábamos en busca del grado máximo del Primer Camino. Aun sin entrar en detalles, advertí que el proceso del australiano era completamente distinto de las Prácticas de RAM.
Aproximadamente a las 8:45 de la noche, cuando nos disponíamos a conversar sobre nuestras vidas, sonó un gong. El sonido provenía de la antigua capilla del castillo y allá nos dirigimos todos.
Fue una escena impresionante. La capilla —o lo que quedaba de ella, pues la mayor parte eran sólo ruinas— estaba totalmente iluminada por antorchas. En el sitio donde algún día había estado el altar, se perfilaban siete siluetas vestidas con los trajes seculares de los Templarios: capucha y casco de acero, una cota de malla de hierro, la espada y el escudo. Se me cortó el aliento: parecía que el tiempo hubiese dado un salto hacia atrás. Lo único que mantenía el sentido de la realidad eran nuestros vestuarios: jeans y camisetas con veneras cosidas.
Aun con la débil iluminación de las antorchas, pude percibir que uno de los caballeros era Petrus.
—Acérquense a sus maestres —dijo quien parecía ser el mayor—. Miren sólo en sus ojos. Quítense la ropa y reciban las vestiduras.
Me encaminé hacia Petrus y miré al fondo de sus ojos. Él estaba en una especie de trance y pareció no reconocerme, pero en sus ojos percibí una cierta tristeza, la misma que denotara su voz la noche anterior.
Me quité toda la ropa y Petrus me entregó una especie de túnica negra, perfumada, que se deslizó por mi cuerpo. Deduje que uno de esos maestres debía de tener más de un discípulo, pero no pude ver cuál era porque tenía que mantener los ojos fijos en los de Petrus.
El sumo sacerdote nos encaminó al centro de la capilla y dos caballeros comenzaron a trazar un círculo en torno nuestro, al tiempo que lo consagraban:
—Trinitas, Sother, Messias, Emmanuel, Sabahot, Adonay, Athanatos, Jesu…[14]
Y el círculo fue siendo trazado, protección indispensable a los que estaban dentro de él. Noté que cuatro de estas personas tenían la túnica blanca, lo que significa voto total de castidad.
—¡Amides, Theodonias, Anitor! —dijo el Sumo Sacerdote—. ¡Por los méritos de los ángeles, Señor, coloco la vestimenta de la salvación y que todo cuanto yo deseare pueda transformarse en realidad a través de ti, mi muy sagrado Adonay, cuyo reino dura por siempre, Amén!
El Sumo Sacerdote colocó sobre su cota de malla el manto blanco, con la cruz templaria bordada en rojo al centro. Los otros caballeros hicieron lo mismo.
Eran exactamente las nueve de la noche, hora de Mercurio, el Mensajero, y allí estaba yo, de nuevo en el centro de un círculo de la Tradición. Un incienso de menta, albahaca y benjuí fue esparcido en la capilla y comenzó la gran invocación, hecha por todos los Caballeros:
—Oh, gran X poderoso Rey N., que reináis por el poder del Supremo Dios, ÉL, sobre todos los espíritus superiores e inferiores, pero esencialmente sobre la Orden Infernal del Dominio del Este, yo os invoco […] de manera que pueda cumplir mi deseo, sea cual fuere, siempre que sea digno de tu trabajo, por el poder de Dios. ÉL, que creó y dispone de todas las cosas, celestes, aéreas, terrestres e infernales.
Un profundo silencio cayó sobre todos nosotros y, aun sin ver, pudimos sentir la presencia del nombre invocado. Esto era la consagración del Ritual, una señal propicia para proseguir con las obras mágicas. Ya había participado en centenas de ceremonias así, con resultados mucho más sorprendentes al llegar ese momento, pero el castillo templario debe haber estimulado un poco mi imaginación, luego creí ver, irguiéndose en el lado izquierdo de la capilla, una especie de ave brillante que nunca había visto.
El Sumo Sacerdote nos roció con agua, sin pisar dentro del círculo. Después, con la Tinta Sagrada, escribió en la tierra los 72 nombres con los cuales Dios es llamado en la Tradición.
Todos —peregrinos y Caballeros— comenzamos a recitar los nombres sagrados. El fuego de las antorchas crepitó, en señal de que el espíritu invocado se había sometido.
Llegó el momento de la danza. Entendí por qué Petrus me había enseñado a bailar el día anterior, una danza diferente de la que acostumbraba hacer en esta etapa del ritual.
No se nos dijo, pero todos ya conocíamos la regla: nadie podía pisar fuera de aquel círculo de protección, pues no portábamos la protección que aquellos caballeros tenían bajo sus cotas de malla. Mentalicé el tamaño del círculo e hice exactamente lo que Petrus me había enseñado.
Comencé a pensar en la infancia. Una voz, una lejana voz de mujer dentro de mí comenzó a cantar canciones de ronda. Me arrodillé, me encogí totalmente en la posición de semilla y sentí que mi pecho —tan sólo mi pecho— comenzaba a bailar. Me sentía bien y ya estaba por completo en el Ritual de la Tradición.
Al poco tiempo, la música dentro de mí fue transformándose; los movimientos comenzaron a ser más bruscos y entré en un poderoso éxtasis. Veía todo oscuro y mi cuerpo había perdido todo su peso en aquella oscuridad. Comencé a pasear por los campos floridos de Aghata y en ellos me encontré con mi abuelo y con un tío que había marcado mucho mi infancia. Sentí la vibración del Tiempo en su tapiz de encrucijadas, donde todos los caminos se confunden y se mezclan, y se igualan, a pesar de ser tan diferentes.
En un determinado momento vi pasar, con gran velocidad, al australiano: su cuerpo emanaba un resplandor rojo.
La próxima imagen completa fue la de un cáliz y una patena, y esta imagen se mantuvo fija durante mucho tiempo, como si quisiera decirme algo. Intentaba descifrarla, pero no lograba comprender nada, a pesar de la certeza de que se relacionaba con mi espada. Después creí ver el cuchillo de RAM, surgiendo en medio de la oscuridad formada cuando el cáliz y la patena desaparecieron, pero cuando la faz se aproximó era sólo el rostro de N., el espíritu invocado, mi viejo conocido. No establecimos ningún tipo de comunicación especial y su faz se dispersó en la oscuridad que iba y regresaba.
No sé cuánto tiempo permanecimos bailando, pero de repente oí una voz:
—IAHWEH, TETRAGRAMMATON… —y yo no quería salir del trance, pero la voz insistía:
—IAHWEH, TETRAGRAMMATON… —y reconocí la voz del Sumo Sacerdote, haciendo que todo mundo volviera del trance. Eso me molestó, la Tradición aún era mi raíz y yo no quería volver, pero el Maestre insistía:
—IAHWEH, TETRAGRAMMATON…
No me fue posible continuar en trance. Contrariado, volví a la Tierra. Estaba de nuevo en el círculo mágico, en el ambiente ancestral del castillo templario.
Los peregrinos comenzamos a miramos unos a otros. La súbita interrupción pareció haber disgustado a todos. Sentí unas ganas inmensas de comentar con el australiano que lo había visto. Cuando lo miré, percibí que no era necesario decirlo: él también me había visto.
Los caballeros se colocaron en torno nuestro. Sus manos comenzaron a golpear los escudos con las espadas, generando un ruido ensordecedor, hasta que el Sumo Sacerdote dijo:
—Espíritu N., porque diligentemente atendiste mis demandas, con solemnidad permito que partas, sin injuria a hombre o bestia. Ve, te digo, y apréstate a volver ansioso, siempre que seas debidamente exorcizado y conjurado por los Sagrados Ritos de la Tradición. Yo te conjuro a retirarte pacífica y tranquilamente, a fin de que la paz de Dios continúe por siempre entre tú y yo. Amén.
El círculo fue deshecho y nos arrodillamos con la cabeza inclinada hacia abajo. Un caballero rezó con nosotros siete padrenuestros y siete avemarías. El Sumo Sacerdote añadió siete credos, afirmando que Nuestra Señora de Medjugorje —que se aparecía en Yugoslavia desde 1982— así lo había determinado. Iniciábamos ahora un ritual cristiano.
—Andrew, levántate y ven acá —dijo el Sumo Sacerdote—. El australiano caminó hasta quedar frente al altar, donde estaban reunidos los siete caballeros.
Otro caballero —que debía ser su guía— dijo:
—Hermano, ¿demandáis la compañía de la Casa?
—Sí —respondió el australiano, y entendí qué ritual cristiano estábamos presenciando: la Iniciación de un Templario.
—¿Conocéis los grandes rigores de la Casa y las órdenes caritativas que en ella están?
—Estoy dispuesto a soportar todo, por Dios, y deseo ser siervo y esclavo de la Casa, siempre, todos los días de mi vida —respondió el australiano.
Luego vino una serie de preguntas rituales, algunas de las cuales carecen de sentido en el mundo actual y otras de profunda devoción y amor. Andrew, cabizbajo, a todo respondía.
—Distinguido hermano, gran cosa me pedís, pues de nuestra religión no veis sino la apariencia externa: los hermosos caballos, la bella ropa —dijo su guía—. Pero no sabéis los duros mandamientos que hay detrás y es duro que vos, que sois señor de vos mismo, os hagáis siervo de otros, pues rara vez haréis lo que queráis. Si quisiereis estar aquí, os mandarán al otro lado del mar, y si quisiereis estar en Acre os mandarán a la tierra de Trípoli o de Antioquía o de Armenia, y cuando quisiereis dormir, seriáis obligado a velar, y si quisiereis quedaros en vela seréis mandado a descansar en vuestro lecho.
—Quiero entrar en la Casa —respondió el australiano. Parecía que los ancestrales Templarios, que algún día habitaron ese castillo, asistían satisfechos a ceremonias de iniciación. Las antorchas crepitaban intensamente.
Siguieron varias amonestaciones y a todas el australiano contestó que aceptaba, que quería entrar en la Casa. Finalmente su guía se volvió hacia el Sumo Sacerdote y repitió todas las respuestas que el australiano había dado. El Sumo Sacerdote, con solemnidad, preguntó una vez más si estaba dispuesto a aceptar todas las normas que la Casa exigiese:
—Sí, Maestre, si Dios quiere. Vengo ante Dios, ante vos y ante los frailes y os imploro y solicito, por Dios y Nuestra Señora, que me acojáis en vuestra compañía y a los favores de la Casa, espiritual y temporalmente, como quien quiere ser siervo y esclavo de la Casa, todos los días de su vida, de aquí en adelante.
—Hacedlo venir, por el amor de Dios —dijo el Sumo Sacerdote.
Y en este momento todos los caballeros desenvainaron sus espadas y apuntaron al cielo. Después bajaron las hojas e hicieron una corona de acero sobre la cabeza de Andrew. El fuego hacía que las láminas reflejasen una luz dorada, lo que daba al momento un carácter sagrado.
Solemnemente su Maestre se aproximó y le entregó su espada.
Alguien comenzó a tocar una campana, que resonaba por las paredes del antiguo castillo, repitiéndose a sí misma hasta el infinito. Todos inclinamos la cabeza y los Caballeros desaparecieron de la vista. Cuando volvimos a levantar el rostro, sólo éramos diez, pues el australiano había partido con ellos al banquete ritual.
Nos cambiamos de ropa y nos despedimos sin mayores formalidades. La danza debe de haber durado mucho tiempo, pues comenzaba a clarear. Una inmensa soledad invadió mi alma.
Sentí envidia del australiano, que había recuperado su espada y llegado al final de su búsqueda. Yo estaba solo, sin nadie que me guiara de aquí en adelante, porque la Tradición —en un distante país de América del Sur— me había expulsado de ella sin enseñarme el camino de regreso y yo tuve que recorrer el Extraño Camino de Santiago, que ahora estaba llegando al final, sin que conociera el secreto de mi espada o la manera de encontrarla.
La campana continuaba tocando. Al salir del castillo, con el día casi amaneciendo, reparé en que era la campana de una iglesia próxima, llamando a los fieles a su primera misa del día. La ciudad despertaba a sus horas de trabajo, a sus amores sufridos, a sus sueños distantes y a sus cuentas por pagar, sin que la campana ni la ciudad supiesen que, esa noche, un rito ancestral se había consumado una vez más, y que aquello que creían muerto hacía siglos continuaba renovándose y mostrando su inmenso poder.