El Mandar y el Servir

LLEGUÉ a la Cruz de Hierro sostenido por Petrus, ya que la herida de la pierna no me permitía caminar bien. Cuando se dio cuenta de la magnitud de los daños causados por el perro, decidió que debía permanecer en reposo hasta que me recuperara lo suficiente para continuar con el Extraño Camino de Santiago. Cerca de allí había una aldea que servía de refugio a los peregrinos sorprendidos por la noche antes de cruzar las montañas. Petrus consiguió dos cuartos en la casa de un herrero y nos instalamos.

Mi aposento tenía un pequeño balcón, revolución arquitectónica que desde esa aldea se difundiría por toda la España del siglo VIII, desde el cual podía ver una serie de montes por los que tarde o temprano tendría que pasar antes de llegar a Santiago. Caí en la cama y no desperté sino hasta el día siguiente, con un poco de fiebre, pero sintiéndome bien.

Petrus trajo agua de una fuente que los habitantes de la aldea llamaban «el pozo sin fondo» y lavó mis heridas. Por la tarde apareció con una anciana que vivía por allí. Colocaron varios tipos de hierbas en las heridas y arañazos, y la vieja me obligó a tomar un té amargo.

Recuerdo que todos los días Petrus me obligaba a lamer mis heridas, hasta que cerrasen por completo. Siempre sentía el regusto metálico y dulce de la sangre, que me provocaba náuseas, pero mi guía afirmaba que la saliva era un poderoso desinfectante y me ayudaría a luchar contra una posible infección.

Al segundo día la fiebre volvió. Petrus y la vieja me dieron de nuevo el té, volvieron a untar mis heridas con hierbas, pero la fiebre —a pesar de no ser muy alta— no cedía. Entonces, mi guía se dirigió a una base militar situada en las cercanías, en busca de vendas, ya que en todo el pueblo no había gasas ni esparadrapos con qué cubrir las heridas.

Pocas horas después, Petrus volvió con las vendas. Junto con él vino también un joven médico militar, que a fuerzas quería saber dónde estaba el animal que me mordió.

—Por el tipo de heridas, el animal está rabioso —sentenció con aire grave el médico militar.

—Nada de eso. Fue un juego que se pasó de los límites. Conozco al animal desde hace mucho tiempo.

El oficial no se convenció. Quería a fuerzas que se me aplicara la vacuna antirrábica y me vi obligado a dejar que me inyectasen por lo menos una dosis, bajo amenaza de ser transferido a un hospital de la base militar. Después preguntó dónde estaba el animal.

—En Foncebadón respondí.

—Es una ciudad en ruinas. No hay perros allí —respondió con los aires de sabio de quien sorprende a alguien en una mentira.

Comencé a dar algunos falsos gemidos de dolor y el médico fue conducido por Petrus fuera del cuarto, pero dejó todo lo que necesitábamos: vendas limpias, esparadrapo y una pomada cicatrizante.

Petrus y la vieja no utilizaron la pomada. Cubrieron las heridas con gasas sobre las hierbas, lo cual me alegró mucho, pues ya no necesitaba seguir lamiendo los sitios donde el perro había mordido. Durante la noche, ambos se arrodillaban junto a mi cama y, con las manos extendidas sobre mi cuerpo, rezaban en voz alta. Pregunté a Petrus qué era todo eso y se refirió vagamente a los Carismas y al Camino de Roma. Insistí, pero no dijo nada más.

Dos días después estaba completamente recuperado. Fui a la ventana y vi a algunos soldados buscando entre las casas del pueblo y en los cerros de las inmediaciones. Pregunté a uno de ellos de qué se trataba.

—Hay un perro rabioso por aquí —respondió.

Esa misma tarde el herrero, dueño de los cuartos, me pidió que me fuera del pueblo en cuanto pudiera caminar. La historia se había divulgado entre los habitantes de la aldea y temían que me atacara la rabia y pudiera transmitir la enfermedad. Petrus y la vieja discutieron con el herrero, pero él se mostraba inflexible. En algún momento, llegó a afirmar que había visto salir un hilo de espuma por las comisuras de mi boca mientras dormía.

No hubo argumento capaz de convencerlo de que todos, cuando dormimos, podemos experimentar el mismo fenómeno.

Esa noche, la vieja y mi guía permanecieron largo tiempo haciendo oración, con las manos extendidas sobre mi cuerpo, y, al día siguiente, renqueando un poco, ya estaba de nuevo en el Extraño Camino de Santiago.

Pregunté a Petrus si llegó a sentirse preocupado por mi recuperación.

—Hay una regla en el Camino de Santiago de la cual no te hablé antes —respondió—, que es la siguiente: una vez iniciado, la única disculpa para interrumpirlo es por causa de enfermedad. Si no fueras capaz de resistir las heridas y continuaras con fiebre, eso sería un presagio de que nuestro viaje tendría que detenerse allí.

Pero dijo, con cierto orgullo, que sus oraciones habían sido escuchadas y tuve la certeza de que ese valor era tan importante para él como para mí.

Ahora el camino sería siempre de bajada y Petrus me anunció que así continuaría durante más de dos días. Habíamos vuelto a andar a nuestro ritmo habitual, con la siesta cada tarde, a la hora en que el sol era más fuerte. Debido a mis vendajes, él cargaba mi mochila; ya no había tanta prisa: la cita se había cumplido.

Mi estado de ánimo mejoraba a cada momento y estaba bastante orgulloso de mí: había escalado una cascada y derrotado al demonio del Camino. Ahora sólo faltaba la tarea más importante: encontrar mi espada. Se lo comenté a Petrus.

—La victoria fue bonita, pero fallaste en lo más importante —dijo, lanzándome un verdadero balde de agua fría.

—¿En qué?

—En saber el momento exacto del combate. Tuve que caminar más rápido, andar a marcha forzada, y todo lo que se te ocurría pensar era que estábamos buscando tu espada. ¿De qué sirve una espada si el hombre no sabe dónde va a encontrar a su enemigo?

—La espada es mi instrumento de poder —respondí.

—Estás demasiado convencido de tu poder —dijo—. La cascada, las Prácticas de RAM y las conversaciones con tu Mensajero te hicieron olvidar que faltaba un enemigo por vencer y que tenías una cita con él. Antes de que la mano maneje la espada, debe localizar al enemigo y saber cómo enfrentarlo. La espada sólo da el golpe, pero la mano ya es vencedora o perdedora antes de ese golpe.

»Conseguiste vencer a Legión sin tu espada. Hay un secreto en esta búsqueda, un secreto que aún no has descubierto, pero que sin él jamás podrás encontrar lo que buscas.

Me quedé callado. Cada vez que tenía la certeza de estarme acercando a mi objetivo, Petrus insistía en decir que yo era un simple peregrino y que siempre faltaba algo por encontrar o que estaba buscando. La sensación de alegría que estaba sintiendo minutos antes de iniciar aquella conversación desapareció por completo.

Una vez más estaba comenzando el Extraño Camino de Santiago y eso me desmoralizó totalmente. Por esa carretera que mis pies pisaban, millones de personas habían pasado durante doce siglos, yendo y volviendo de Santiago de Compostela. En su caso, llegar adonde querían era sólo una cuestión de tiempo. En mi caso, las trampas de la Tradición siempre estaban colocando un obstáculo más por vencer, una prueba más por cumplir.

Le dije a Petrus que me estaba sintiendo cansado y nos sentamos bajo una sombra que encontramos en la bajada. Había grandes cruces de madera bordeando el camino. Petrus colocó las dos mochilas en el suelo y continuó hablando:

—Un enemigo siempre representa nuestro lado débil, que puede ser el miedo al dolor, también la prematura sensación de victoria o el deseo de abandonar el combate creyendo que no vale la pena.

»Nuestro enemigo entra a la lucha sólo porque sabe que puede tocarnos, exactamente en ese punto donde nuestro orgullo nos hizo creer que éramos invencibles. Durante la lucha estamos siempre buscando proteger nuestro lado vulnerable, mientras el Enemigo golpea el lado desprotegido —ése en el que más confiamos—, y terminamos derrotados porque sucede lo que nunca debió suceder: dejar que el enemigo escoja la manera de luchar.

Todo lo que Petrus estaba diciendo había pasado en mi combate con el perro. Al mismo tiempo, rechazaba la idea de tener enemigos y verme obligado a combatir contra ellos. Cuando Petrus se refería al Buen Combate siempre creí que estaba hablando de la lucha por la vida.

—Tienes razón, pero el Buen Combate no es sólo eso. Guerrear no es un pecado —dijo después de expresarle mis dudas—. Guerrear es un acto de amor. El enemigo nos hace crecer y nos perfecciona, como el perro hizo contigo.

—Sin embargo, parece que nunca estás satisfecho. Siempre falta algo. Ahora me hablas del secreto de mi espada.

Petrus dijo que esto era algo que debía saber antes de iniciar la caminata y continuó hablando del Enemigo.

—El enemigo es una parte de Ágape y está allí para poner a prueba nuestra mano, nuestra voluntad, el manejo de la espada. Fue colocado en nuestras vidas —y nosotros en la de él— con un propósito. Este propósito tiene que ser satisfecho, por eso huir de la lucha es lo peor que nos puede suceder. Es peor que perder la lucha, porque de la derrota siempre podemos aprender algo, pero con la huida, lo único que logramos es declarar victorioso a nuestro enemigo.

Dije que me sorprendía oír a Petrus, quien parecía tener un lazo tan fuerte con Jesús, hablando de violencia en aquella forma.

—Piensa en la necesidad que Jesús tenía de Judas —dijo—. Tenía que escoger un enemigo o su lucha en la tierra no podría ser glorificada.

Las cruces de madera en el camino mostraban cómo se había construido aquella gloria: con sangre, traición y abandono. Me levanté y dije que estaba listo para reiniciar la caminata.

Mientras caminaba, pregunté cuál era el punto más fuerte en que un hombre podía apoyarse para vencer al enemigo en una lucha.

—Su presente. El hombre se apoya mejor en lo que está haciendo ahora, porque ahí está Ágape, las ganas de vencer con entusiasmo.

»Y quiero dejar otra cosa bien clara: el enemigo rara vez representa el mal. El mal está siempre presente porque una espada sin uso termina oxidándose en la vaina.

Me acordé de cierta vez, mientras construíamos una casa de veraneo, mi mujer había decidido, de un momento a otro, cambiar la disposición de uno de los dos cuartos. Me correspondió la desagradable tarea de comunicar este cambio al albañil. Lo llamé, era un hombre mayor de casi sesenta años, y le dije lo que quería. Echó un vistazo, pensó y me propuso una solución mucho mejor, usando la pared que había comenzado a levantar en ese momento. A mi mujer le encantó la idea.

Tal vez era esto lo que Petrus estaba intentando decir, con palabras tan complicadas, respecto de utilizar la fuerza de lo que estamos haciendo en el momento para vencer al enemigo.

Le conté la historia del albañil.

—La vida enseña siempre más que el Extraño Camino de Santiago —respondió—, pero no tenemos mucha fe en las enseñanzas de la vida.

Las cruces continuaban apareciendo a lo largo de toda la Ruta Jacobea. Debían de ser obra de un peregrino poseedor de una fuerza sobrehumana para levantar esa madera sólida y pesada. Había cruces cada treinta metros y se extendían hasta donde la vista me alcanzaba. Pregunté a Petrus qué significaban.

—Un viejo y descontinuado instrumento de tortura —dijo.

—Pero ¿qué están haciendo aquí?

—Debió haber sido una promesa. ¿Cómo puedo saberlo?

Nos detuvimos frente a una de ellas, que había sido derribada.

—Tal vez la madera esté podrida —dijo.

—Está hecha de la misma madera que las otras y ninguna se pudrió.

—Entonces quizá no fue clavada en el suelo con firmeza.

Petrus se detuvo y miró en derredor. Dejó la mochila en el suelo y se sentó. Habíamos descansado hacía apenas unos minutos y no entendí su gesto. Instintivamente miré en derredor buscando al perro.

—Venciste al perro —dijo como si adivinara mis pensamientos—. No te asustes con el fantasma de los muertos.

—Entonces, ¿por qué nos detuvimos?

Petrus hizo una seña para que me callara y se quedó en silencio durante algunos minutos. De nuevo sentí el antiguo miedo al perro y preferí quedarme de pie, esperando que él se decidiera a hablar.

—¿Qué oyes? —preguntó después de un rato.

—Nada. El silencio.

—¡Ojalá fuésemos tan iluminados al punto de escuchar el silencio! Pero aún somos hombres y no sabemos ni siquiera escuchar nuestro propio susurro. Nunca me preguntaste cómo presentí la llegada de Legión y ahora te lo voy a decir: por el sentido del oído. El ruido comenzó muchos días antes, cuando estábamos aún en Astorga. A partir de allí comencé a andar más rápido, pues todo parecía indicar que nuestros caminos se cruzarían en Foncebadón. Tú oíste el mismo ruido que yo y no lo escuchaste.

»Todo está escrito en los ruidos. El pasado, el presente y el futuro de la humanidad. Un hombre que no sabe oír, no puede escuchar los consejos que la vida nos da a cada instante. Sólo quien escucha el ruido del presente puede tomar la decisión correcta.

Petrus pidió que me sentara y olvidara al perro. Después dijo que iba a enseñarme una de las Prácticas más fáciles y más importantes del Camino de Santiago.

Y me explicó «El Ejercicio de la Audición».

El Ejercicio de la Audición

Relájese. Cierre los ojos.

Trate, durante algunos minutos, de concentrarse en todos los sonidos que lo rodean, como si fuese una orquesta tocando sus instrumentos.

Al poco rato, comience a distinguir cada sonido por separado. Concéntrese en cada uno, como si fuese un instrumento tocando. Intente borrar los otros sonidos de su mente.

Con la realización diaria de este ejercicio, comenzará a oír voces. Primero, creerá que son fruto de su imaginación; luego descubrirá que son voces de personas de tiempos pasados, presentes y futuros, participando de la Memoria del Tiempo.

Este ejercicio sólo debe realizarse si ya conoce la voz de su Mensajero.

Duración mínima: diez minutos.

—Hazlo ahora mismo —dijo.

Comencé a realizar el ejercicio. Escuché el viento, alguna voz femenina muy a lo lejos y en un determinado momento percibí que estaban quebrando una rama. No era realmente un ejercicio difícil, y su sencillez me dejó fascinado. Pegué la oreja al suelo y empecé a escuchar el ruido sordo de la tierra. Al poco rato comencé a distinguir por separado cada sonido: el sonido de las hojas quietas, el sonido de la voz a la distancia, el ruido del batir de las alas de un pájaro. Un animal gruñó, pero no pude identificar qué tipo de bicho era. Los quince minutos de ejercicio se fueron volando.

—Con el tiempo, verás que este ejercicio te ayudará a tomar la decisión correcta —dijo Petrus, sin preguntar qué había escuchado—. Ágape habla mediante el Globo Azul, pero también a través de la vista, del tacto, del perfume, del corazón y los oídos. En una semana, máximo, comenzarás a escuchar voces. Primero serán voces tímidas, pero al poco tiempo empezarán a decirte cosas importantes. Sólo ten cuidado con tu Mensajero, que va a intentar confundirte, pero como conoces su voz, ya no será una amenaza.

Petrus preguntó si escuché el llamado alegre de un enemigo, la invitación de una mujer o el secreto de mi espada.

—Sólo escuché una voz femenina a lo lejos —dije—, pero era una campesina llamando al hijo.

—Entonces mira esa cruz que tienes enfrente y colócala de pie con tu pensamiento.

Pregunté cuál era el ejercicio.

—Tener fe en nuestro pensamiento —respondió.

Me senté en el suelo en posición de yoga. Sabía que después de todo lo que había conseguido, con el perro, en la cascada, también lograría esto. Miré fijamente la cruz. Me imaginé saliendo del cuerpo, agarrando sus brazos y levantándola con mi cuerpo astral. En el camino de la Tradición ya había hecho algunos pequeños «milagros» como éstos. Podía quebrar vasos, estatuas de porcelana y mover cosas sobre la mesa. Era un truco de magia fácil que, a pesar de no significar que poseía poder, ayudaba mucho a convencer a los «impíos». Nunca antes lo había intentado con un objeto del tamaño y el peso de aquella cruz, pero si Petrus lo había mandado, podría lograrlo.

Durante media hora lo intenté de todas las maneras. Utilicé viaje astral y sugestión. Recordé el dominio de la fuerza de gravedad que tenía el Maestre y procuré repetir las palabras que siempre decía en esas ocasiones. No sucedió nada. Estaba completamente concentrado y la cruz no se movía. Invoqué a Astrain, que apareció entre las columnas de fuego, pero cuando le hablé de la cruz dijo que detestaba ese objeto.

Petrus terminó sacudiéndome y sacándome del trance.

—Vamos, esto se está volviendo un fastidio —dijo—. Si no puedes con el pensamiento, coloca esa cruz en pie, con las manos.

—¿Con las manos?

—¡Obedece!

Me asusté: de repente estaba frente a mí un hombre áspero, muy diferente del que había cuidado mis heridas y no sabía ni qué decir, ni qué hacer.

—¡Obedece! —repitió—. ¡Es una orden!

Tenía los brazos y manos vendados por la pelea con el perro. A pesar del ejercicio de oír, mis oídos rehusaban creer lo que estaba escuchando. Sin decir nada, le mostré los vendajes, pero continuó mirándome fijamente, inexpresivo. Esperaba que lo obedeciera. El guía y amigo que me había acompañado durante todo este tiempo, que me había enseñado las Prácticas de RAM y me había contado las bellas historias del Camino de Santiago, parecía ya no estar más allí. En su lugar había sólo un hombre que me miraba como un esclavo y me pedía algo estúpido.

—¿Qué estás esperando? —dijo una vez más.

Recordé la cascada; recordé que ese día dudé de Petrus y que había sido generoso conmigo. Había demostrado su amor e impedido que desistiera de la espada. No lograba entender por qué alguien tan generoso estaba siendo tan rudo ahora y representaba todo lo que la raza humana estaba tratando de eliminar: la opresión del hombre por su semejante.

—Petrus, yo…

—Obedece o el Camino de Santiago se acaba en este instante.

El miedo regresó. En ese momento estaba sintiendo más miedo de él que de la cascada; más miedo de él que del perro que por tanto tiempo me asustó. Desesperadamente, pedí que la naturaleza me diera alguna señal, que yo pudiese ver u oír algo que justificara aquella orden carente de sentido. Todo continuó en silencio a mi alrededor. Obedecía a Petrus o me olvidaba de mi espada. Una vez más levanté los brazos vendados, pero él se sentó en el suelo a esperar que cumpliese su orden.

Entonces decidí obedecer.

Caminé hasta la cruz e intenté empujarla con el pie, para calcular su peso. Apenas se movió. Aunque tuviera las manos libres, sería inmensamente difícil para mí levantarla e imaginé que con las manos vendadas esa tarea sería casi imposible. Pero obedecería. Moriría allí mismo si esto fuera necesario; sudaría sangre como Jesús sudó cuando tuvo que cargar aquel mismo peso; pero él vería mi dignidad y tal vez esto tocara su corazón y me libraría de aquella prueba.

La cruz se había quebrado desde la base, pero aún estaba sujeta a ella por algunas fibras de madera. No había navaja con que cortar esas fibras. Dominando el dolor, me abracé a ella e intenté arrancarla de la base quebrada, sin usar las manos. Las heridas de los brazos entraron en contacto con la madera y grité de dolor. Miré a Petrus y continuaba impasible. Resolví no gritar más: los gritos, a partir de ese instante, morirían dentro de mi corazón.

Me di cuenta de que mi problema inmediato ya no era mover esa cruz, sino liberarla de su base, y después cavar un hoyo en el suelo y empujarla dentro del mismo. Escogí una piedra afilada y, dominando el dolor, comencé a golpear y a raspar las fibras de madera.

El dolor aumentaba a cada instante y las fibras iban cediendo poco a poco. Tenía que acabar con eso pronto, antes de que las heridas se volvieran a abrir y aquello se volviera insoportable. Decidí hacer el trabajo un poco más despacio, de manera que llegara al final antes de ser vencido por el dolor. Me quité la camiseta, la enrollé en mi mano y recomencé el trabajo más protegido. La idea fue buena: se rompió la primera fibra, luego, la segunda. La piedra perdió su filo y busqué otra. Cada vez que paraba de trabajar, tenía la impresión de que no podría empezar de nuevo. Junté varias piedras afiladas y fui utilizando una tras otra para que el calor de la mano trabajando disminuyese el efecto del dolor.

Ya se habían roto casi todas las fibras y, sin embargo, la fibra principal aún resistía. El dolor en la mano fue aumentando; abandoné mi plan inicial y comencé a trabajar frenéticamente. Ahora sabía que llegaría a un punto en que el dolor sería insoportable. Este punto estaba cerca y era sólo cuestión de tiempo, un tiempo que necesitaba vencer.

Fui aserrando, golpeando, sintiendo que entre la piel y el vendaje algo pastoso comenzaba a dificultar mis movimientos. «Debía ser sangre», pensé, pero evité seguir pensando. Apreté los dientes y de repente la fibra central pareció ceder. Estaba tan nervioso que me levanté de inmediato y le di un puntapié, con todas mis fuerzas, a ese tronco que me estaba causando tanto sufrimiento.

Con un ruido, la cruz cayó de lado, libre de su base.

Mi alegría duró apenas unos pocos segundos. La mano comenzó a punzar violentamente, cuando apenas empezaba la tarea. Miré a Petrus y se había dormido. Pasé algún tiempo imaginando cómo podía engañarlo; pensé en poner en pie la cruz sin que lo notara.

Pero eso era exactamente lo que Petrus quería: que yo pusiera en pie la cruz y no había ninguna forma de engañarlo, porque la tarea sólo dependía de mí.

Miré al suelo, la tierra amarilla y seca. Nuevamente las piedras serían mi única salida. Ya no podía trabajar con la mano derecha, porque estaba demasiado adolorida y tenía aquello pastoso dentro que me causaba una inmensa aflicción. Quité lentamente la camisa que envolvía los vendajes: el rojo de la sangre había manchado la gasa, después de estar casi cicatrizada la herida. Petrus era inhumano.

Busqué otro tipo de piedra, más pesada y resistente. Tras enrollar la camisa en la mano izquierda, comencé a golpear el suelo y a cavar frente a mí, al pie de la cruz. El progreso alcanzado en un principio cedió luego ante un suelo duro y reseco. Pese a que continuaba cavando, el agujero parecía tener siempre la misma profundidad. Decidí no hacer muy ancho el hoyo para que la cruz pudiese encajar sin quedar suelta en la base, lo que aumentaba mi dificultad para sacar la tierra del fondo.

La mano derecha había dejado de dolerme, pero la sangre coagulada me provocaba náuseas y preocupación. Como no tenía práctica trabajando con la mano izquierda, a cada rato la piedra se me escapaba de los dedos.

Cavé durante un tiempo interminable. Cada vez que la piedra golpeaba el suelo y mi mano entraba en el agujero a sacar la tierra, pensaba en Petrus. Miraba su sueño tranquilo y lo odiaba desde el fondo de mi corazón. Ni el ruido ni el odio parecían perturbarlo. «Petrus debe tener sus motivos», pensaba, pero no podía entender aquella servidumbre ni la manera como había sido humillado. Entonces el suelo se transformaba en su rostro, golpeaba con la piedra y la rabia me ayudaba a cavar más hondo. Ahora era apenas una cuestión de tiempo: tarde o temprano terminaría por lograrlo.

Cuando acabé de pensar esto, la piedra se topó con algo sólido y se me zafó un vez más. Era exactamente lo que me temía; después de tanto tiempo de trabajo había encontrado otra piedra, demasiado grande para que pudiese proseguir.

Me levanté, enjugué el sudor del rostro y comencé a pensar. No tenía fuerzas suficientes para transportar la cruz a otro lugar. No podía comenzar todo de nuevo porque la mano izquierda —ahora que me había detenido— comenzaba a dar señales de insensibilidad. Aquello era peor que el dolor y me dejó preocupado. Miré los dedos y vi que continuaban teniendo movimiento, obedecían mis órdenes, pero el instinto me decía que no debía sacrificar más aquella mano.

Miré el agujero: no era lo suficientemente hondo para sostener la cruz con todo su peso.

«La solución equivocada te indicará la correcta». Me acordé del ejercicio de las sombras y de la frase de Petrus. Al mismo tiempo, él decía insistentemente que las Prácticas de RAM sólo tenían sentido si las pudiese aplicar a los desafíos cotidianos. Incluso ante una situación absurda como ésa, las Prácticas de RAM debían servir para algo.

«La solución equivocada te indicará la correcta». El camino imposible era arrastrar la cruz a otro lugar porque no tenía fuerzas para esto. El camino imposible era continuar cavando, llegar más hondo en ese suelo.

Entonces si el camino equivocado era llegar más hondo, el camino posible era levantar el suelo, pero ¿cómo?

Y de repente todo mi amor por Petrus volvió: estaba en lo correcto; yo podía elevar el suelo.

Comencé a juntar todas las piedras que había por allí y a colocarlas en torno al agujero, mezclándolas con la tierra sacada.

Con gran esfuerzo, levanté un poco el pie de la cruz y lo calcé con piedras de manera que quedara más alto. En media hora el suelo estaba más alto y el hoyo era suficientemente profundo.

Ahora sólo restaba colocar la cruz dentro del agujero. Era el último esfuerzo y tenía que lograrlo. Una de las manos había perdido la sensibilidad y la otra estaba adolorida. Mis brazos estaban vendados, pero tenía la espalda sana, sólo con algunos arañazos. Si me acostara bajo la cruz y fuera levantándome poco a poco podría hacer que se deslizara dentro del hoyo.

Me acosté en el suelo, sintiendo el polvo en la boca y en los ojos. La mano insensible hizo un último esfuerzo, levantó la cruz un poco y me coloqué debajo de ella. Con todo cuidado me acomodé para que el tronco quedara en mi columna. Sentía su peso; era grande, más no imposible. Recordé el ejercicio de la semilla y, con toda lentitud, me fui acomodando en posición fetal bajo la cruz, equilibrándola en mi espalda. Algunas veces creí que se resbalaría, pero estaba yendo muy despacio, de manera que conseguía prever la pérdida de equilibrio y corregirla con la postura del cuerpo. Finalmente, logré ponerme en posición fetal, colocando las rodillas al frente y manteniéndola equilibrada en mi espalda. Por un momento el pie de la cruz vaciló en el montículo de piedras, pero no se salió del lugar.

«Menos mal que no tengo que salvar el universo», pensé, oprimido por el peso de aquella cruz y de todo lo que representaba, y un profundo sentimiento de religiosidad se apoderó de mí. Recordé que alguien ya la había llevado en la espalda y que sus manos heridas no podían escapar —como las mías— del dolor y de la madera. Era un sentimiento de religiosidad cargado de dolor, que alejé inmediatamente de la cabeza, porque la cruz en mi espalda comenzaba a vacilar de nuevo.

Entonces, al levantarme despacio, comencé a renacer. No podía mirar atrás y el ruido era la única forma de orientarme, y poco antes había aprendido a escuchar el mundo, como si Petrus pudiese adivinar que necesitaría de este tipo de conocimiento ahora. Sentía el peso y las piedras acomodándose, pero la cruz subía lentamente, para redimirme con aquella prueba y volver a ser el extraño marco de una parte del Camino de Santiago.

Sólo faltaba el esfuerzo final. Cuando estuviese sentado en mis talones, la cruz debía deslizarse de mi espalda hasta el fondo del agujero. Una o dos piedras se rodaron del lugar, pero ahora la cruz estaba ayudándome, pues no se desvió de la dirección del lugar donde había elevado el suelo. Finalmente, un tirón en mi espalda indicó que la base había quedado libre. Era el momento final, semejante al de la cascada, cuando tuve que atravesar la corriente de agua. El momento más difícil, porque uno tiene miedo de perder y quiere desistir antes de que esto suceda. Una vez más sentí el absurdo de mi tarea, al colocar una cruz en pie cuando todo lo que yo quería era encontrar mi espada y derrumbar todas las cruces para que pudiese renacer en el mundo el Cristo Redentor. Nada de eso importaba. De un golpe rápido, impulsé la espalda, la cruz se deslizó y en ese momento entendí una vez más que era el destino el que estaba guiando la obra que yo había hecho.

Me quedé aguardando el choque de la cruz al caer hacia el otro lado y arrojar en todas direcciones las piedras que había juntado. Pensé enseguida que el impulso pudo no haber sido suficiente y que caería de vuelta sobre mí. Pero todo lo que oí fue un ruido sordo, de algo golpeando contra el fondo de la tierra.

Volteé despacio: la cruz estaba en pie, aún balanceándose debido al impulso. Algunas piedras rodaban del montículo, pero no se caería. Rápidamente volví a colocar las piedras en el lugar y me abracé a la cruz para que dejara de balancearse. En ese momento la sentí viva, cálida, seguro de que había sido como una amiga durante toda mi tarea. Fui soltándome despacio, ajustando las piedras con los pies.

Me quedé admirando mi trabajo durante algún tiempo, hasta que las heridas comenzaron a doler. Petrus aún dormía; me acerqué a él y lo golpeé suavemente con el pie.

Despertó con brusquedad y miró la cruz.

—Muy bien —fue todo lo que dijo—. En Ponferrada te cambias el vendaje.